Vistas de página en total

sábado, 13 de enero de 2018

Aprendamos a creer en las personas desterrando de nosotros prejuicios y discriminaciones con las que tantas veces llenamos nuestras relaciones

Aprendamos a creer en las personas desterrando de nosotros prejuicios y discriminaciones con las que tantas veces llenamos nuestras relaciones

1Samuel (9,1-4.17-19; 10,1a); Sal 20; Marcos 2,13-17

¡Cómo se te ocurrió contar con esa persona!, fue quizá la reacción y el comentario de alguien cuando decidimos contar con alguna persona en concreto para un trabajo o para una responsabilidad. Salieron todos los prejuicios, comenzaron a contarte toda su historia, se sacaron a relucir los tropiezos que ha tenido en su vida o las cosas en las que ha fracasado, parece que es una persona que no tiene sino defectos y no hay por donde tomarle alguna cosa buena.
Parece exagerado lo que digo, pero por muchos prejuicios nos dejamos llevar en la vida, con muchas rayas negras vamos marcando a muchos, muchas discriminaciones de todo tipo vamos haciendo en la vida. Cuánto nos cuesta confiar en la gente, dar una nueva oportunidad a quien quizás haya cometido un error, qué ansias de efectividad nos entran algunas veces para mirar más los resultados que a las personas. Nos cuesta olvidar y perdonar. Nos cuesta contar con las personas.
¿Es humano ir así por la vida? ¿Es de esa manera como quieres que te traten a ti también? Con posturas así, ¿haremos en verdad un mundo mejor? Seguro que queremos que confíen en nosotros, olviden nuestros errores o se fijen más en nuestros valores. Obremos, pues, en consecuencia.
Algo así había por allí en unos puritanos que querían decirle a Jesús que pensase mejor en las personas de las que se rodeaba. El estilo de Jesús es diferente. Jesús sí quiere contar con las personas. En el corazón de Cristo si hay comprensión y misericordia, resplandece el amor para seguir confiando en el hombre, en la persona.
Había pasado junto al mostrador de los impuestos y allí está Leví afanándose en su trabajo. Y Jesús se fijó en él. Quiso contar con él. ¿Cómo se atrevía Jesús? si los recaudadores de impuestos tenían tanta mala fama; hasta los llamaban publicanos, que era una forma de decir que eran pecadores. Es cierto que algunos se sobrepasaban. Pero es cierto que la misericordia de Dios es grande y es capaz de vencer todas nuestras resistencias y hacer que el corazón del hombre cambie.
No sabemos si Leví se merecía o no esa fama que todos se habían ganado, pero por allá andaban los fariseos y los escribas al acecho. ¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y fariseos? Ya les estaban diciendo a los discípulos, que era una forma de querer desprestigiar a Jesús.
‘Misericordia quiero y no sacrificios’, sentenciaría Jesús. El médico es para los enfermos, los que se creen sanos no sienten la necesidad del médico. Y Jesús había venido a sanar, y no solo enfermedades o limitaciones corporales, sino a sanarnos desde lo más hondo. ¿No necesitarían quienes andaban con aquellos juicios acudir también a Jesús para que los sanase? Además, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a los demás?
Muchas reflexiones nos podemos hacer a partir de este texto del evangelio. Admirable es la prontitud con que Leví responde y sigue a Jesús. Había disponibilidad en su corazón. ¡Cómo tendríamos que saber descubrir las señales de la llamada del Señor y responder prontamente a su invitación! Ahí tenemos el ejemplo.
Pero tendríamos que aprender a tener nosotros también esa mirada nueva que tiene Jesús para aprender a mirar a los que están en nuestro entorno y saber contar con los demás. Lejos de nosotros los prejuicios, las discriminaciones, las condenas sin sentido. Aprendamos a confiar en las personas. Nos llevaríamos gratas sorpresas si fuéramos más confiados para saber estar, para saber escuchar, para saber mirar, para saber contar con el otro.  Desterremos reticencias, recelos, desconfianzas; aprendamos a abrir el corazón, demos amor y recibiremos mucho amor y de donde menos lo esperamos quizás. Aprendamos a creer en las personas.

viernes, 12 de enero de 2018

Sepamos abrir las rendijas cerradas por el pecado de nuestro corazón para recibir el perdón que Jesús nos ofrece con el que nos sana y nos llena de paz

Sepamos abrir las rendijas cerradas por el pecado de nuestro corazón para recibir el perdón que Jesús nos ofrece con el que nos sana y nos llena de paz

1Samuel (8,4-7.10-22a); Sal 88; Marcos 2,1-12

El anuncio que Jesús ha comenzado a hacer es que llega el Reino de Dios. Hay que aceptarlo, creer en El y tener deseos de darle la vuelta a la vida para aceptarlo y vivirlo. Es la invitación a la conversión con la que ha comenzado su predicación.
Como signos de la llegada del Reino de Dios va realizando los milagros, en las curaciones de los enfermos e impedidos, como signo y señal de esa transformación que El quiere realizar en nuestras vidas y en nuestros corazones. Cura a los enfermos, hace caminar a los impedidos, limpia a los leprosos y también le hemos contemplado expulsando los malos espíritus que se han poseído del corazón de tantos. Es la señal de la victoria sobre el mal.
Pero no son solo esos males que podríamos llamar físicos o corporales de los que Jesús nos libera. Es algo más profundo lo que quiere realizar. Ya la en la expulsión del demonio, del espíritu inmundo que poseía a aquel hombre de la sinagoga, contemplamos esa señal. Pero Jesús quiere decirnos algo más. Quiere arrancar desde lo más hondo ese mal que se apodera del corazón del hombre que significa una ruptura interior, una ruptura con los demás, pero fundamentalmente una ruptura con Dios. Es el pecado el que quiere arrancar de nuestro corazón y para eso nos ofrece su perdón.
Nos lo expresa claramente en el episodio que nos narra hoy el evangelio. Es algo que algunas veces nos cuesta, por una parte entender y por otra aceptar en nuestra vida. No terminamos de reconocer la limitación tan terrible que produce el pecado en nosotros. Es todo un signo la parálisis de este hombre que llevan a Jesús y al que Jesús no solo sana de la limitación de sus miembros que le impiden caminar, sino también de la limitación – vamos a llamarla así – que hay en el alma, su pecado.
Cuantas veces nos encerramos en nuestro pecado – que quizá incluso ni queremos reconocer – y hasta nos cuesta llegar a Jesús. Pensemos por ejemplo en lo que motiva la mayoría de las veces nuestras oraciones; pedimos a Dios que nos ayude, que nos auxilie en nuestras necesidades, pedimos quizás por los demás y nos acordamos de quienes queremos, o incluso abrimos más nuestros horizontes para pedir por nuestro mundo, por la paz, por los que pasan necesidad, pero te pregunta ¿qué lugar ocupa en tu oración, yo me digo en mi oración, el pedirle perdón a Dios por nuestros pecados? Quizá se quede reducido a que en la misa comenzamos siempre reconociendo que somos pecadores, o ritualmente en aquellas oraciones en que invocamos al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Al paralítico hubo unas personas que le ayudaron a llegar hasta Jesús. La dificultad de llevarlo en una camilla se vio aumentada con la gente que se agolpaba junto a la puerta e impedía su entrada. Cosas a pensar significativamente para nuestra vida. Ayudarnos unos a otros o ser obstáculo para que otros puedan llegar hasta Jesús. Mucho tendríamos que preguntarnos en este sentido. Pero quienes querían ayudar a aquel hombre sortearon todos los obstáculos hasta abrir un boquete en el techo por donde hacerlo llegar hasta Jesús. Sepamos abrir rendijas de nuestra alma, sepamos disponer de espacios para que otros puedan encontrarse también con Jesús a través de las actitudes positivas que tengamos en la vida.
‘Tus pecados quedan perdonados… levántate toma tu camilla y anda’, son las palabras de Jesús, a las que algunos les cuesta aceptar. Bueno, esto nos daría para más amplias reflexiones. Aceptemos que Jesús nos cura y nos salva.  Aceptemos el perdón y la vida de gracia que Jesús nos ofrece. No seamos como aquellos fariseos que estaban por allí al acecho de Jesús, sintamos la alegría del perdón, del perdón que Dios nos ofrece por lo que tenemos que darle gracias y del perdón que llega de parte de Dios a los demás.
Alegrémonos de esa paz de Dios que puede llegar a todos los corazones. Levantémonos para ir al encuentro de los demás con la Buena Noticia del perdón de Dios que nos llega por Jesús y que dará la verdadera paz a nuestros corazones.

jueves, 11 de enero de 2018

Aprendamos a poner la mano sobre el hombro de quien pasa a nuestro lado y necesita un gesto y una palabra de aliento

Aprendamos a poner la mano sobre el hombro de quien pasa a nuestro lado y necesita un gesto y una palabra de aliento

1Samuel (4,1-11); Sal 43; Marcos 1,40-45

Creo que todos entendemos lo que significa que nos pongan una mano sobre el hombro. No solo es el toque de una llamada de atención. Es mucho más.
Estamos desanimados porque las cosas no nos salen como quisiéramos, nos sentimos tristes por algo que nos ha sucedido y nos hace sufrir, nos amargamos en nuestra soledad porque pensamos que nadie nos aprecia o nos tiene en cuenta, estamos inmersos en una lucha por algo que nos cuesta mucho y todo parece que se hace pendiente cuesta arriba, o estamos contentos y felices  por algo que nos ha sucedido quizá de improviso, esa mano en nuestro hombro despierta en nosotros muchas sensaciones, muchos sentimientos, mucho animo y mucha compañía, mucho alivio en nuestro sufrimiento aunque sigamos en el mismo dolor. Agradecemos de verdad que alguien se acerque así a nosotros y nos haga sentir así su presencia y su ánimo aunque no nos diga palabras. El gesto habla por si solo.
¿Cómo se sentiría aquel leproso que se había atrevido a mezclarse entre la gente para llegar hasta Jesús y pedirle con toda su fe y confianza que le curara, cuando Jesús alargó su mano y lo tocó? Nadie se atrevía a tocar a un leproso. No era solo el miedo del contagio sino que para sus sentimientos incluso religiosos aquello era causa de impureza; por eso los leprosos tenían que vivir apartados de todos, aislados, no podían acercarse a nadie sano e incluso si alguien se acercaba tenían la obligación de gritar que ellos eran unas personas impuras.
Pero Jesús alzó su mano y lo tocó. Aunque no hubiera logrado la curación que pedía en el gesto de Jesús se sentía curado de otros sentimientos negativos que podían abrumar su espíritu. Alguien le había tocado, no había tenido miedo, de alguna manera le estaba diciendo que quería contar con él. Era el mejor gesto que pudiera recibir. Pero además Jesús le había curado de su lepra y tras cumplir las prescripciones legales podía regresar a estar con los suyos en medio de la comunidad. Con razón se había puesto a dar saltos de alegría y aunque Jesús le recomendara que no lo dijera a nadie él no podía callar, tenia que contar a todos que Jesús le había curado.
Quiero detenerme aquí en mi reflexión, en el gesto de Jesús. Vamos demasiado por la vida sin mirar a los ojos de los demás. Damos los buenos días quizás a quien nos encontramos pero nuestra mirada va perdida. Ese buenos días no es sinceramente interesarnos por la persona para desearle lo mejor sino simplemente un formulismo de saludo. Pasamos al lado de alguien que se encuentra al borde del camino en la vida y como aquellos de la parábola damos un rodeo, porque no nos acercamos, no miramos, no tendemos la mano, no tenemos la palabra amable que se interesa por la persona. Preferimos poner la limosna que damos en la cesta que tiene a sus pies que tenderle la mano para dársela en su mano. Es bien significativo.
Nuestros gestos de amabilidad no pueden ser puros formulismos, sino que tenemos que poner corazón, cercanía y sintonía; tenemos que aprender a detenernos y abajarnos porque nunca tenemos que estar o sentirnos en mayor altura que los demás. Cuantas cosas se nos pueden sugerir en este aspecto. Cuanta ternura tenemos que poner en nuestro corazón pero expresarlo también con nuestra cercanía y con nuestros gestos humildes, pero muy llenos de amor. Cada uno tiene que sacar sus conclusiones y analizar como lo hace en su vida. Tenemos que aprender a poner la mano sobre el hombro de quien pasa a nuestro lado con sus sufrimientos o con sus soledades.

miércoles, 10 de enero de 2018

Saber encontrar ese momento para nosotros mismos, que no es solo para nosotros mismos, sino para orar y abrirnos a Dios

Saber encontrar ese momento para nosotros mismos, que no es solo para nosotros mismos, sino para orar y abrirnos a Dios

1Samuel (3,1-10.19-20); Sal 39; Marcos 1,29-39

Un día me comentaba un amigo que se sentía estresado; había tenido que trabajar con mucha intensidad aquellos días porque quería sacar adelante unos proyectos y ahora estaba agotado, necesitaba descansar, hacer una parada en sus actividades, relajarse, pensar en otra cosa. Cosas así pasan muchas veces, nos pueden pasar a nosotros también cuando nos vemos inmersos en intensas actividades y quizá no tenemos tiempo ni para nosotros mismos. Y necesitamos unos momentos de relax, que descansar no es dormir aunque también se necesita, sino detenerse en medio de todo ese ajetreo para tener tiempo para uno mismo, para pensar y para reflexionar, para plantearse quizás mejor las cosas, para poner orden quizás en su vida.
Esto que sucede y que necesitamos en nuestra vida laboral, en nuestra vida familiar y social, lo necesitamos espiritualmente también. Quizá nos materializamos demasiado en la realización de muchas cosas y necesitamos algo más profundo para nuestra vida o algo que nos haga volar más allá de esas cosas materiales que nos ocupan todo nuestro tiempo. Es un tiempo de silencio interior para no dejarnos embrutecer por los ruidos de la vida.
Es la reflexión que necesitamos sobre la vida y su sentido pero que para el creyente es algo más que llamamos oración. Una oración que nos trasciende, nos eleva, nos lleva hasta nuestro Creador y Hacedor de nuestra existencia, que nos introduce en el misterio de Dios en quien encontraremos verdadera luz y toda la fuerza que necesitamos. No es solo silencio para poner en orden nuestras cosas sino es también escucha del misterio de Dios. Es abrirnos a Dios para sentirnos en su presencia, pero también para escucharle.
Muchas veces cuando pensamos en la oración nos hacemos como una lista de todo lo que tenemos que pedir por nosotros y por nuestras necesidades, y también por los seres que queremos o por nuestro mundo. Pero la oración va mucha más allá de lo que es petición, porque es dejarnos envolver por el misterio de Dios, pero es también escucha para descubrir todo el sentido de Dios en nuestra vida, lo que Dios quiere de nosotros o los horizontes nuevos que va abriendo como caminos nuevos delante de nosotros.
Nos cuesta ese tipo de oración y nos podemos quedar en una simple reflexión en que nosotros mismos nos contestemos a nuestras propias preguntas, o puede ser un silencio que nos duela y del que queramos salir. Pero tenemos que saber aprender a gustar esa presencia de Dios; sentir el gusto de cómo nuestro corazón se abre a Dios para dejarse conducir por El porque es quien de verdad nos lleva a plenitud. Necesitamos de la oración que nos haga trascender en nuestra vida, que eleve nuestro espíritu y nos haga profundizar en nuestro propio ser. No es fácil y necesitamos un aprendizaje que solo se puede hacer queriendo hacer de verdad oración.
El texto de evangelio que hoy se nos ofrece todo esto nos sugiere, pero nos pudiera pasar también desapercibido. Nos está narrando la intensa actividad de Jesús en Cafarnaún con tanta gente que viene hasta El y como El también quiere ir a otros sitios. Pero hay un renglón en medio que se nos puede pasar desapercibido. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar’.
Lo que nosotros necesitamos hacer. Saber encontrar ese momento para nosotros mismos, pero que no es solo para nosotros mismos, sino es para abrirnos a Dios, para orar. No es solo encontrar ese momento de relax y descanso que también lo necesitamos para poner quizá en orden muchas de nuestras cosas, sino para algo más, para abrirnos al misterio de Dios. Ojalá sepamos encontrarlo.

martes, 9 de enero de 2018

Que el Señor arranque ese espíritu maligno de la indiferencia, de la desgana, de la insensibilidad que se nos ha metido en el corazón

Que el Señor arranque ese espíritu maligno de la indiferencia, de la desgana, de la insensibilidad que se nos ha metido en el corazón

1Samuel (1,9-20); Sal: 1Sam 2,1-8; Marcos (1,21-28)
Se suele decir que ‘obras son amores y no buenas razones’. Y es que por sus obras los conoceréis, como el árbol se conoce por su fruto. Así en la vida nuestras obras hablan por nosotros. No significa que no podemos hablar, que no podemos dar un consejo bueno o hablar una cosa buena para enseñar. Tenemos que hacerlo también, pero que nuestra vida y nuestras obras estén compaginadas, vayan a un mismo ritmo, o sea que no vayan nuestras palabras bonitas por una parte mientras lo que se dice hacer, actuar no actuamos nada.
El evangelio de Marcos, que además es el más breve, es parco en palabras en labios de Jesús. Nos trasmite, por supuesto, también sus enseñanzas, su mensaje, pero lo vemos actuando. Así en estos versículos del primer capitulo de su evangelio. Anuncia el Reino de Dios y nos dice que iba predicando por todos sitios; ahora nos habla de que viene a Cafarnaún, allí se va a establecer, y va a la sinagoga a enseñar; pero no nos dice lo que ha enseñado, el evangelista más bien nos muestras un signo de Jesús.
El Reino de Dios que ha comenzado a anunciar significará que Dios es el único Rey y Señor de nuestra vida; reconocer la soberanía de Dios sobre nosotros, viene a significar creer en el Reino de Dios. Significa que no hay otros dioses, otros señores de nuestra vida; tampoco el mal se puede enseñorear de nosotros, no nos puede dominar. Y ahí está el signo que Jesús realiza. En el lenguaje del evangelio se nos habla de que hay un hombre poseído por el espíritu inmundo y Jesús lo expulsa de él. Es el mal que domina al hombre y Jesús viene a decirnos que El vence al mal, al maligno, y no puede dejar que nos domine, que se enseñoree de nuestra vida.
Es un signo que comprende muy bien aquella gente. Un signo que viene a corroborar las palabras de Jesús. Por eso dicen que habla con autoridad.  '¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen’. Y la gente habla de Jesús de manera que su fama se va extendiendo por todas partes. Es la señal de que comienza un mundo nuevo, de que un mundo nuevo es posible donde desterremos el mal para siempre.
¿No será esa nuestra lucha? ¿Podemos permitir que el mal siga dominándonos a nosotros y siga haciéndose presente en nuestro mundo? Con Jesús tenemos la victoria asegurada. Pero ¿estaremos contando con Jesús? ¿Estaremos los cristianos, los que decimos que tenemos puesta toda nuestra fe en El, luchando de verdad contra el mal, dejando que el mal no nos domine y arrancándolo de nuestro mundo?
Parece que se nos debilita nuestra fe, se nos muere nuestro amor. Sigue habiendo en nuestro corazón egoísmo y orgullo, rivalidades y envidias, resentimientos y deseos de venganza, violencias y vanidades… no terminamos de liberarnos de todo ese mal. Es de lo que está contagiado nuestro mundo y nosotros nos dejamos contagiar por él. Sigue habiendo sufrimiento en nuestro mundo, y nos insensibilizamos tanto que parece que no queremos darnos cuenta de todos los que sufren a nuestro lado.
Un cristiano eso no lo tendría que permitir. Un cristiano tendría que ser la persona más comprometida del mundo. Un cristiano tendría que ser el primero que estuviera delante de todos en su lucha contra el mal. Pero nos escondemos, miramos a otro lado, dejamos pasar las cosas, vivimos encerrados en nosotros mismos, algunas veces hasta nos escudamos en nuestros rezos y en nuestras devociones, pero no vamos más allá.
Es hora de despertar. Es hora de hacer un anuncio del evangelio con nuestra vida. Es hora de que seamos más congruentes con nuestra fe, entre lo que decimos y lo que hacemos. Que el Señor arranque ese espíritu maligno de la indiferencia, de la desgana, de la insensibilidad que se nos ha metido en el corazón.

lunes, 8 de enero de 2018

Miremos con la mirada de Jesús y nos daremos cuenta que es posible un mundo nuevo y mejor y nos llenaremos de esperanza

Miremos con la mirada de Jesús y nos daremos cuenta que es posible un mundo nuevo y mejor y nos llenaremos de esperanza

1Samuel 1,1-8; Sal 115; Marcos 1,14-20

Alguna vez nos han dicho ‘parece que no ves más allá de lo que tienes en la punta de tus narices’, y es que nuestras miradas tienden a ser muy cortas, miramos solo lo que nos aparece delante pero como de pasada sin fijarnos en detalles, o sin descubrir las cosas que encierran lo que está delante de nosotros. También suele decirse que vemos según el color del cristal a trabes del cual miramos, y depende de nuestro estado de ánimo o de la malicia o bondad que haya en nuestro corazón para ver e interpretar lo que sucede en nuestro entorno, en nosotros o en los que nos rodean.
Tenemos que aprender a cambiar nuestra mirada, a tener una mirada amplia y a poner generosidad y luz en nuestro corazón para ver desde ese cristal de bondad a los demás o lo que nos rodea. Nos hace falta también esa mirada amplia para ver mejor la perspectiva de las cosas; hay un antes y un después, hay unas circunstancias que nos rodean, unos condicionantes quizá, unas influencias que recibimos o también una educación que nos ha dado unas pautas; esa educación se ha hecho no solo desde lo que nos han enseñado con buena voluntad y buenos deseos quienes tenían esa responsabilidad en nosotros, sino también son las influencias de todo tipo que recibimos de la sociedad y que nos van marcando pautas o modos de reaccionar.
En nuestra madurez tenemos que saber discernir, saber descubrir, abrir horizontes, tener otra mirada, que será lo que vaya dando una mayor plenitud a nuestra vida, lo que hará que nos vayamos realizando nosotros mismos.
Por esa falta de amplitud de mirada quizás algunas veces vivimos dándole vueltas y vueltas a lo mismo, a nuestros problemas, a cuanto nos hace sufrir a nosotros o vemos que hace sufrir a muchas personas que querrían algo distinto y mejor como nosotros también lo queremos, pero  no somos capaces de salirnos de ese circulo para ampliar nuestros horizontes y encontrar otra salida. Nos hace falta algo que despierte nuestra esperanza, que ponga una ilusión nueva en nuestra vida, que nos dé fuerza para ser capaces de emprender otros caminos.
Hoy en el evangelio contemplamos el principio de la actividad pública de Jesús. Es el principio del evangelio que ahora de forma continuada vamos a ir leyendo, escuchando, reflexionando en este tiempo litúrgico ordinario que comenzamos. Aparece Jesús por Galilea recorriendo sus caminos, llegando a todos los lugares haciendo un anuncio con el que quiere despertar la esperanza de aquellas gentes, hacer que tengan otra mirada sobre la vida y sobre lo que pueden hacer.
Llega el Reino de Dios, les dice, está cerca, está ya en medio de vosotros. Pero es necesario convertirse, cambiar la perspectiva, abrir horizontes a la vida, no contentarnos con lo que somos o siempre hemos tenido. Todo puede cambiar, puede haber un mundo nuevo y distinto que sea mejor, Reino de Dios lo llama El. Es el sentido de las palabras de Jesús.
Tenemos que cambiar nuestra mirada, nuestra perspectiva. Jesús despierta en nosotros inquietud, deseos de cosas grandes pero que no se pueden quedar solo en deseos. Hemos de ponernos en marcha, en camino. Jesús nos invita a ir con él, como hizo con aquellos primeros discípulos a los que va llamando en las orillas del mar de Galilea. No se pueden quedar en pescar solo aquellos peces del lago, otra pesca se abre en perspectiva ante sus vidas. ‘Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres’, les dice y ellos le siguen.
Nos lo dice a nosotros también. Una alegría nueva brota en nuestro corazón ahora cargado de esperanza y nos queremos poner en camino. Tenemos que hacer posible ese mundo nuevo; tenemos que ayudar a los demás a soñar en ese mundo nuevo, a tener una mirada distinta y descubrir que se pueden hacer muchas más cosas que lo que hacemos. Nuestra mirada, nuestra perspectiva, el color a través del cual miramos ahora son los ojos de Jesús. Veremos las cosas distintas, podemos hacer que las cosas sean distintas. No nos quedamos en lo inmediato, le damos una nueva trascendencia a la vida, saber mirar más allá, sabemos ir más allá. Con Jesús es posible.

domingo, 7 de enero de 2018

El Jesús anunciado como Salvador y Mesías por los ángeles a los pastores es verdaderamente el Hijo de Dios que nos bautizará en el Espíritu para hacernos también hijos de Dios

El Jesús anunciado como Salvador y Mesías por los ángeles a los pastores es verdaderamente el Hijo de Dios que nos bautizará en el Espíritu para hacernos también  hijos de Dios

Isaías 42, 1-4. 6-7; Sal 28; Hechos de los apóstoles 10, 34-38; Marcos 1, 7-11

‘Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán’. Hoy es la fiesta del Bautismo del Señor. Es el relato a que hace referencia el evangelio. Viene a ser la culminación de todas las fiestas de Navidad y forma parte de la gran fiesta de la Epifanía, la manifestación de Jesús.
A los pastores de Belén llegó el primer anuncio; luego vendrían los magos de Oriente guiados por la estrella como un signo de la universalidad de la salvación que no había de quedarse reducida a un pueblo y a una raza; hoy viene a ser toda una proclamación de lo alto revelándonos todo el misterio de Jesús como Hijo de Dios. Si el anciano Simeón allá en el templo, a los cuarenta días del nacimiento alababa y daba gracias a Dios porque sus ojos habían visto ya al Salvador de todos los hombres, ahora desde el cielo se nos confirma todo. Es el Hijo amado del Padre en quien pone todas sus complacencias y a quien hemos de escuchar.
Bien entendemos todos que Jesús no necesitaba de aquel bautismo de Juan. Era el signo de penitencia y conversión que Juan pedía a quienes esperaban el cumplimiento de las promesas hechas a Israel para que preparasen lo caminos del Señor porque su llegada era ya inminente. Juan era el Precursor anunciado por los profetas y bautizaba con agua, repito, como un signo de penitencia y conversión. Pero llegaba en quien estaba puesto el Espíritu del Señor y en Espíritu había de bautizar a quienes creyeran en El para hacer un pueblo nuevo.
Es lo que Juan anuncia y son sus reticencias cuando Jesús se pone en la fila de los pecadores para ser bautizado por él en el Jordán. ¿Soy yo el que ha de ser bautizado por ti y tu vienes a mi? Pero había de realizarse ese bautismo para que se manifestase la gloria del Señor. ‘Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’. En aquella misteriosa y sobrenatural teofanía se estaba manifestando la gloria del Señor.
Aquel Jesús anunciado como Salvador y Mesías por los ángeles a los pastores y proclamado así también por anciano Simeón es verdaderamente el Hijo de Dios, el Emmanuel anunciado por los profetas y recordado como tal por José cuando lo acepta ante el anuncio del Ángel y a quien había de llamar Jesús porque era la salvación de todos los hombres.
Un nuevo Bautismo comienza a gestarse porque ahora habríamos de ser bautizados no solo con agua sino con agua y en el Espíritu, para nacer de nuevo - como le diría Jesús a Nicodemo - para que quienes creemos en Jesús comencemos también a ser hijos de Dios. Aquel bautismo de Juan no hizo Hijo de Dios a Jesús que por naturaleza divina lo era ya desde toda la eternidad – engendrado del Padre antes de todos los siglos, como confesamos en el Credo -, pero en este nuevo bautismo en el Espíritu hemos de ser bautizados nosotros para que por nuestra participación en el misterio pascual de Cristo nosotros podamos nacer a una vida nueva que por la fuerza del Espíritu a nosotros nos hace también hijos.
Esta celebración, culminación de toda la Navidad, nos tendría que hacer comenzar a ver los frutos de todas nuestras celebraciones navideñas. Ha de ser una celebración que nos ayude a proclamar en toda su integridad y plenitud nuestra fe y tendría que ayudarnos a que reflejemos ya en toda nuestra vida lo que con tanta intensidad hemos querido celebrar. Tendría que verse en nosotros, en nuestras actitudes y en nuestros comportamientos, en el compromiso que asumimos desde esa nuestra fe que en verdad queremos vivir en esos valores del Reino de Dios que Jesús nos enseña y en su nacimiento hemos celebrado.
Terminamos la Navidad y no puede ser un punto y aparte, un ciclo o etapa que acabamos, y ya todo quede atrás casi en el olvido porque volvamos a nuestras rutinas de siempre, porque entremos de nuevo en una tibieza espiritual que nos lleve a enfriarnos en nuestro entusiasmo y a perder todo ese espíritu de lucha y superación que tendría que haber siempre en nuestra vida. Hemos venido diciendo que una auténtica celebración de la navidad tiene que provocar en nosotros un sentido nuevo para nuestra vida porque en verdad creemos en esa salvación que Jesús nos ofrece.
Todo el misterio que hemos venido celebrando si lo hemos hecho con intensidad tiene que provocar en nosotros esa transformación, ese cambio, esos compromisos nuevos, ese en verdad ponernos en salida misionera como la Iglesia nos está ahora pidiendo continuamente. Hemos de hacer anuncio de evangelio pero tenemos que ser creíbles en ese anuncio porque en verdad manifestamos como la gracia del Señor nos transforma, nos hace vivir una alegría nueva y distinta, nos hace entusiastas por Jesús y no podemos ya parar de hablar de El para que el mundo se sienta transformado por su gracia.