Si no volvéis a ser como niños
Ez. 18, 1-10.13.30-32
Sal. 50
Mt. 19, 13-15
‘Oh Dios, crea en mí un corazón puro’, hemos repetido y pedido en el salmo responsorial. Tenemos que pedirlo con insistencia al Señor, ya que estamos tentados continuamente a manchar nuestro corazón y nuestra vida con el pecado y con la muerte.
La profecía de Ezequiel contrapone la vida y la muerte, el hombre justo que confía en el Señor y quiere ser fiel y el malvado que llena su vida de muerte alejándose de los caminos del Señor. ‘El hombre que es justo, que observa el derecho y la justicia... que no explota a su hermano... que da su pan al hambriento y viste al desnudo... que aparta su mano de la iniquidad... que camina según mis preceptos y guarda mis mandamientos... ese hombre es justo y ciertamente vivirá’.
Mientras el malvado que ‘ha cometido toda clase de abominaciones... que quebranta mis mandamientos... morirá ciertamente y será responsable de sus crímenes’. Pero la invitación del Señor a la conversión es continua. ‘Convertíos y apartaos de todos vuestros crímenes... haceos un corazón y un espíritu nuevo... yo no me complazco en la muerte de nadie. Convertíos y vivid’.
‘Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios’, es la bienaventuranza de Jesús. Un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Un corazón puro para poder conocer y contemplar a Dios. Por eso alaba y bendice Jesús al Padre ‘porque has ocultado estas cosas (el misterio de Dios) a los sabios y entendidos y los has revelado a la gente sencilla’.
Hoy hemos escuchado que llevan a Jesús a unos niños para que los bendiga. Por allá están muy celosos los discípulos del descanso de Jesús y no quieren que molesten al Maestro. Pero ya vemos la reacción de Jesús. ‘Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí, de los que son como ellos es el Reino de los cielos’. ¿Cómo no va a ser así si ellos son limpios de corazón y podrán ver a Dios? Tenemos que hacernos como niños, limpios de corazón, sin ninguna malicia ni maldad. Estaremos dentro de los parámetros del Reino de Dios.
Ya en otra ocasión cuando los discípulos andan discutiendo quién sería el más importante, o cual alguien se acerca a preguntarle quien va a ser el más importante en el reino de los cielos, ‘Jesús llamó a un niño lo puso en medio y les dijo: Os digo que si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los Cielos. El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado’.
Volver a ser niños. Quizá nos preguntamos, ¿cómo podemos volver a ser niños, puros y limpios de corazón, cuando ya no somos niños, cuando ya hemos llenado nuestro corazón de tanta maldad? Tendríamos que escuchar lo que Jesús le decía a Nicodemo de nacer de nuevo. ‘Te aseguro que el que no nazca de lo alto no puede ver el reino de Dios’ Nacer de nuevo, hacerse niño, nacer de lo alto, ser un hombre nuevo. Pautas necesarias en nuestra vida para ser del Reino de Dios.
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sábado, 16 de agosto de 2008
Si no volvéis a ser como niños
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viernes, 15 de agosto de 2008
La Asunsión de Maria, ejemplo y estímulo para nuestro caminar
‘Apareció una figura portentosa en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada de doce estrellas’. Es la imagen que mejor refleja, con palabras tomadas del Apocalipsis, la gloria de María que hoy celebramos en su Asunción al cielo. Palabras que tomadas en su sentido original en el Apocalipsis se refieren a la Iglesia pero que la liturgia de la Iglesia aplica a María y es la imagen bella con que la representamos coronada de estrellas y con la luna por pedestal.
Hoy es una fiesta grande de María en su glorificación. Y podemos decir también que hoy es una fiesta grande de la Iglesia. Iglesia peregrina que levanta sus ojos hacia la Iglesia triunfante que ve representada en María. Todos nos gozamos en esta fiesta. Todos nos sentimos estimulados en esta fiesta a proseguir nuestro camino, nuestra peregrinación hasta que lleguemos también nosotros a la gloria del cielo. Todos nos gozamos con María, nuestra Madre, a quien hoy vemos glorificada en el cielo.
Peregrinos somos todos en el camino de la vida. Peregrinos que hacemos camino hacia una meta o un destino. Peregrinar es hacer un camino porque queremos llegar a una meta, que consideramos superior y deseable, y donde esperamos alcanzar lo mejor y lo que nos llene del mayor gozo y plenitud. Camino de peregrinación, que nos supone esfuerzo y superación, porque no siempre es fácil el camino, y si alta y grande es nuestra meta no nos importa el esfuerzo de la superación. Por eso, nos sentimos alentados a hacer el camino, por aquello que esperamos alcanzar, y ahí mismo encontramos fuerza y estímulo.
Un camino que hacemos con nuestro esfuerzo personal pero en el que no nos sentimos solos sino acompañados y estimulados por aquellos que a nuestro lado van haciendo ese mismo camino, o por el ejemplo y la intercesión de aquellos que sabemos que ya han llegado a la meta.
Peregrinar nos abre a la trascendencia. Nos hace mirar más allá y más alto, para no quedarnos atrapados por lo inmediato, aunque disfrutemos de todas las cosas buenas que el mismo camino nos va ofreciendo. Porque si queremos alcanzar una meta es porque en ella esperamos lo mejor. Mientras caminamos no hemos alcanzado la plenitud porque aun no hemos llegado a nuestro destino. Peregrinar, pues, que nos hace mirar hacia esa plenitud de gloria que Dios nos ofrece. Y estamos hablando ya en un sentido de fe y de esperanza cristiana.
Somos Iglesia peregrina que tenemos una meta y una esperanza. Es la esperanza de la vida eterna, de la plenitud del Reino eterno de Dios. Es la esperanza de la gloria de Dios. Somos, pues, Iglesia peregrina que caminamos juntos estimulándonos los unos a los otros, los que ahora vamos haciendo el camino, pero que también nos sentimos estimulados por los mejores que, recorrido el camino, ya han llegado a esa meta, a esa plenitud de gloria.
Hoy estamos contemplando el mejor ejemplo de esa Iglesia que triunfante goza de la plena visión de Dios. Estamos contemplando a quien sabemos que ya vive en esa plenitud de Dios, porque incluso a ella Dios la ha llevado en cuerpo y alma a los cielos. Ella es primicia entre los humanos de los que participan en la gloria del cielo del triunfo de Cristo. Contemplamos a María en su triunfo y en su glorificación.
Es la fiesta que estamos celebrando, la fiesta de la Asunción de María al cielo. María, pues, ejemplo y estímulo en su camino y en su plenitud para nuestro peregrinar. Ella ha llegado ya a la meta de la plenitud, de la gloria del cielo. Por eso, así la contemplamos con esa hermosa imagen que nos propone el Apocalipsis.
Miramos los pasos de María. Queremos seguir sus huellas porque seguir los pasos de María es seguir los pasos del Evangelio, es seguir los pasos de Jesús, que es a donde ella siempre nos conduce. Miramos su caminar y su peregrinar. El evangelio nos habla hoy de su camino hasta la montaña para servir, para derramar amor y gracia allí donde ella se hacía presente y donde con ella también se hacía presente Dios. Con la llegada de María ‘Isabel se llenó del Espíritu Santo y saltaba de alegría la criatura en su vientre’, nos dice el evangelio refiriéndose a Juan.
María, caminante y peregrina, mujer de fe, que se fía plenamente de Dios. Grande tenía que ser su fe para acoger, como ella lo hizo, la Palabra de Dios en su vida, hasta encarnarse en ella para así nacer Dios hecho hombre. ‘Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá’.
¡Qué aliento es María para nuestro peregrinar! Ella es ‘figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada y consuelo y esperanza del pueblo que todavía peregrina en la tierra’, proclamamos en el prefacio. Tenemos que seguir haciendo el camino, pero sabemos que en el cielo tenemos poderosa valedora que nos alcanza toda gracia del Señor para fortalecernos en nuestra debilidad, para guiarnos en nuestro caminar.
Con María aprendemos a mirar a lo alto, a aspirar a las cosas más bellas, a tener ansias de verdadera plenitud. En María vemos realizada la promesa de Dios, promesa que se realizará en nosotros si nos mantenemos en ese camino de fidelidad, de amor, de superación, de entrega generosa como lo hizo María.
Hoy nos gozamos y hacemos fiesta. Aunque nuestro peregrinar algunas veces se haga duro porque son muchos los vientos en contra, muchas son las cosas que nos quieren arrastrar con sus cantos de sirena, miramos hacia lo alto, miramos hacia la meta, miramos la plenitud de Dios que un día podemos alcanzar, y miramos a María que nos espera, que nos estimula y nos alienta, que nos tiende su mano intercediendo como madre amorosa por nosotros, y en la esperanza nos llenamos de alegría y de paz.
Hoy es una fiesta grande de María en su glorificación. Y podemos decir también que hoy es una fiesta grande de la Iglesia. Iglesia peregrina que levanta sus ojos hacia la Iglesia triunfante que ve representada en María. Todos nos gozamos en esta fiesta. Todos nos sentimos estimulados en esta fiesta a proseguir nuestro camino, nuestra peregrinación hasta que lleguemos también nosotros a la gloria del cielo. Todos nos gozamos con María, nuestra Madre, a quien hoy vemos glorificada en el cielo.
Peregrinos somos todos en el camino de la vida. Peregrinos que hacemos camino hacia una meta o un destino. Peregrinar es hacer un camino porque queremos llegar a una meta, que consideramos superior y deseable, y donde esperamos alcanzar lo mejor y lo que nos llene del mayor gozo y plenitud. Camino de peregrinación, que nos supone esfuerzo y superación, porque no siempre es fácil el camino, y si alta y grande es nuestra meta no nos importa el esfuerzo de la superación. Por eso, nos sentimos alentados a hacer el camino, por aquello que esperamos alcanzar, y ahí mismo encontramos fuerza y estímulo.
Un camino que hacemos con nuestro esfuerzo personal pero en el que no nos sentimos solos sino acompañados y estimulados por aquellos que a nuestro lado van haciendo ese mismo camino, o por el ejemplo y la intercesión de aquellos que sabemos que ya han llegado a la meta.
Peregrinar nos abre a la trascendencia. Nos hace mirar más allá y más alto, para no quedarnos atrapados por lo inmediato, aunque disfrutemos de todas las cosas buenas que el mismo camino nos va ofreciendo. Porque si queremos alcanzar una meta es porque en ella esperamos lo mejor. Mientras caminamos no hemos alcanzado la plenitud porque aun no hemos llegado a nuestro destino. Peregrinar, pues, que nos hace mirar hacia esa plenitud de gloria que Dios nos ofrece. Y estamos hablando ya en un sentido de fe y de esperanza cristiana.
Somos Iglesia peregrina que tenemos una meta y una esperanza. Es la esperanza de la vida eterna, de la plenitud del Reino eterno de Dios. Es la esperanza de la gloria de Dios. Somos, pues, Iglesia peregrina que caminamos juntos estimulándonos los unos a los otros, los que ahora vamos haciendo el camino, pero que también nos sentimos estimulados por los mejores que, recorrido el camino, ya han llegado a esa meta, a esa plenitud de gloria.
Hoy estamos contemplando el mejor ejemplo de esa Iglesia que triunfante goza de la plena visión de Dios. Estamos contemplando a quien sabemos que ya vive en esa plenitud de Dios, porque incluso a ella Dios la ha llevado en cuerpo y alma a los cielos. Ella es primicia entre los humanos de los que participan en la gloria del cielo del triunfo de Cristo. Contemplamos a María en su triunfo y en su glorificación.
Es la fiesta que estamos celebrando, la fiesta de la Asunción de María al cielo. María, pues, ejemplo y estímulo en su camino y en su plenitud para nuestro peregrinar. Ella ha llegado ya a la meta de la plenitud, de la gloria del cielo. Por eso, así la contemplamos con esa hermosa imagen que nos propone el Apocalipsis.
Miramos los pasos de María. Queremos seguir sus huellas porque seguir los pasos de María es seguir los pasos del Evangelio, es seguir los pasos de Jesús, que es a donde ella siempre nos conduce. Miramos su caminar y su peregrinar. El evangelio nos habla hoy de su camino hasta la montaña para servir, para derramar amor y gracia allí donde ella se hacía presente y donde con ella también se hacía presente Dios. Con la llegada de María ‘Isabel se llenó del Espíritu Santo y saltaba de alegría la criatura en su vientre’, nos dice el evangelio refiriéndose a Juan.
María, caminante y peregrina, mujer de fe, que se fía plenamente de Dios. Grande tenía que ser su fe para acoger, como ella lo hizo, la Palabra de Dios en su vida, hasta encarnarse en ella para así nacer Dios hecho hombre. ‘Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá’.
¡Qué aliento es María para nuestro peregrinar! Ella es ‘figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada y consuelo y esperanza del pueblo que todavía peregrina en la tierra’, proclamamos en el prefacio. Tenemos que seguir haciendo el camino, pero sabemos que en el cielo tenemos poderosa valedora que nos alcanza toda gracia del Señor para fortalecernos en nuestra debilidad, para guiarnos en nuestro caminar.
Con María aprendemos a mirar a lo alto, a aspirar a las cosas más bellas, a tener ansias de verdadera plenitud. En María vemos realizada la promesa de Dios, promesa que se realizará en nosotros si nos mantenemos en ese camino de fidelidad, de amor, de superación, de entrega generosa como lo hizo María.
Hoy nos gozamos y hacemos fiesta. Aunque nuestro peregrinar algunas veces se haga duro porque son muchos los vientos en contra, muchas son las cosas que nos quieren arrastrar con sus cantos de sirena, miramos hacia lo alto, miramos hacia la meta, miramos la plenitud de Dios que un día podemos alcanzar, y miramos a María que nos espera, que nos estimula y nos alienta, que nos tiende su mano intercediendo como madre amorosa por nosotros, y en la esperanza nos llenamos de alegría y de paz.
jueves, 14 de agosto de 2008
Mansedumbre, humildad, compasión... capacidad para el perdón
Ez. 12, 1-12
Sal. 77
Mt. 18, 21 – 19, 1
Aunque es nuestra piedra de tropezar, como una china que se nos mete en el zapato y nos incomoda, sin embargo he de decir que el mensaje del Evangelio, el mensaje que hoy nos quiere trasmitir Jesús está tan claro que no necesita ningún comentario. Sin embargo digamos algo.
‘Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿hasta siete veces?... No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete... Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’
Pero, ¿es que tengo que perdonarle otra vez?, nos preguntamos nosotros también tantas veces. Tantas veces que te he perdonado, ¿no serás capaz tú también de perdonar a tu hermano?
Es cierto que cuando nos encontramos con aquel que nos haya hecho daño, nos ha ofendido, ha levantado una calumnia contra nosotros, los sentimientos y resentimientos afloran de nuevo en nuestro corazón. Cuando nos tocan en una herida saltamos y lo que queremos es que la herida se cure, pero aun la piel en la cicatriz queda con una cierta sensibilidad. Pero eso no significa que no hemos de sanarnos de esa herida y olvidarnos de ella, aunque nos cueste.
Claro que el tema del perdón que nos plantea Jesús no es sólo cuestión de nuestra voluntad o de unos sentimientos que queremos cambiar. Hemos de poner de nuestra parte todo lo que podamos. Pero es algo superior. Algo que no podremos lograr sin la ayuda de la gracia de Dios.
No olvidemos cuantas veces Jesús nos dice en el Evangelio que seamos ‘perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto... santos como Santo es el Padre del cielo... como el Padre es compasivo...’ Tenemos que parecernos a Dios. ‘Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús’, nos dice el apóstol san Pablo. Llenarnos de la santidad de Dios, de la grandeza de Dios, del amor de Dios, de la vida de Dios.
‘Venid a mí y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón’, nos dice Jesús. Es la mansedumbre y la humildad lo que necesitamos. Los mansos y los humildes poseerán a Dios, y nos llama Jesús dichosos si somos mansos y humildes. La capacidad del perdón está en la humildad. Cuando nos hieren o nos ofenden, no son las palabras en sí, sino que nos sentimos heridos en nuestro amor propio, y aflora el orgullo en nuestro interior, porque nos vemos humillados en aquello que nos ha hecho. No nos veamos humillados sino seamos humildes. La mansedumbre ablanda los corazones y les da capacidad de amar y de perdonar.
Pidamos al Señor que seamos capaces. Que nos llenemos de mansedumbre. Que haya humildad en nuestras vidas porque hayamos puesto mucho amor. El amor es el que nos sana y nos llena de vida. El que nos dará capacidad para perdonar. Desaparecerá esa china del zapato de nuestra vida y podremos caminar con una nueva alegría en nuestro corazón.
Recuerda, pues, cuanto te ha amado Dios y cuanto te ha perdonado, y serás entonces compasivo con el hermano y sabrás perdonar.
Sal. 77
Mt. 18, 21 – 19, 1
Aunque es nuestra piedra de tropezar, como una china que se nos mete en el zapato y nos incomoda, sin embargo he de decir que el mensaje del Evangelio, el mensaje que hoy nos quiere trasmitir Jesús está tan claro que no necesita ningún comentario. Sin embargo digamos algo.
‘Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿hasta siete veces?... No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete... Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’
Pero, ¿es que tengo que perdonarle otra vez?, nos preguntamos nosotros también tantas veces. Tantas veces que te he perdonado, ¿no serás capaz tú también de perdonar a tu hermano?
Es cierto que cuando nos encontramos con aquel que nos haya hecho daño, nos ha ofendido, ha levantado una calumnia contra nosotros, los sentimientos y resentimientos afloran de nuevo en nuestro corazón. Cuando nos tocan en una herida saltamos y lo que queremos es que la herida se cure, pero aun la piel en la cicatriz queda con una cierta sensibilidad. Pero eso no significa que no hemos de sanarnos de esa herida y olvidarnos de ella, aunque nos cueste.
Claro que el tema del perdón que nos plantea Jesús no es sólo cuestión de nuestra voluntad o de unos sentimientos que queremos cambiar. Hemos de poner de nuestra parte todo lo que podamos. Pero es algo superior. Algo que no podremos lograr sin la ayuda de la gracia de Dios.
No olvidemos cuantas veces Jesús nos dice en el Evangelio que seamos ‘perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto... santos como Santo es el Padre del cielo... como el Padre es compasivo...’ Tenemos que parecernos a Dios. ‘Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús’, nos dice el apóstol san Pablo. Llenarnos de la santidad de Dios, de la grandeza de Dios, del amor de Dios, de la vida de Dios.
‘Venid a mí y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón’, nos dice Jesús. Es la mansedumbre y la humildad lo que necesitamos. Los mansos y los humildes poseerán a Dios, y nos llama Jesús dichosos si somos mansos y humildes. La capacidad del perdón está en la humildad. Cuando nos hieren o nos ofenden, no son las palabras en sí, sino que nos sentimos heridos en nuestro amor propio, y aflora el orgullo en nuestro interior, porque nos vemos humillados en aquello que nos ha hecho. No nos veamos humillados sino seamos humildes. La mansedumbre ablanda los corazones y les da capacidad de amar y de perdonar.
Pidamos al Señor que seamos capaces. Que nos llenemos de mansedumbre. Que haya humildad en nuestras vidas porque hayamos puesto mucho amor. El amor es el que nos sana y nos llena de vida. El que nos dará capacidad para perdonar. Desaparecerá esa china del zapato de nuestra vida y podremos caminar con una nueva alegría en nuestro corazón.
Recuerda, pues, cuanto te ha amado Dios y cuanto te ha perdonado, y serás entonces compasivo con el hermano y sabrás perdonar.
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miércoles, 13 de agosto de 2008
Instrumentos de reconciliación y de paz
Ez. 9, 1-7; 10, 18-22
Sal. 112
Mt. 18, 15-20
‘Dios reconcilió consigo en Cristo al mundo y nos confió el mensaje de la reconciliación’. Cristo vino a traernos la paz y la reconciliación. Con su sangre derramada en la cruz puso en paz todas las cosas y derribó el muro que nos separaba. El odio, el mal, el pecado nos había roto con nosotros mismos y con Dios. Cristo vino a lograrnos la reconciliación.
Y nosotros, reconciliados en El, nos confió el mensaje de la reconciliación, el ministerio de la reconciliación. Quienes hemos descubierto y sentido en nuestras vidas el amor de Dios que nos perdona, tenemos que ser mensajeros de paz y de perdón. Ser un instrumento de Paz. Donde hay odio, allí tengo que llevar amor. Donde hay ofensa, tengo que llevar el perdón. Donde hay discordia, tengo que llevar la unión y la concordia. Donde hay duda, tengo que poner fe. Donde hay error, tengo que llevar la verdad. Donde hay desesperación, tengo que llevar la alegría. Donde hay tinieblas, tengo que llevar la luz. Así pedía san Francisco de Asís en hermosa oración. Cuántas veces la habremos rezado. Es nuestra tarea y nuestra misión como seguidor de Jesús allí donde esté y sea necesaria esa reconciliación.
Hoy el evangelio nos ha hablado de la corrección fraterna. Es una consecuencia del amor. Porque amo al hermano tengo que hacer todo lo posible porque él viva también esa paz en su corazón, alejando de sí todo error y todo mal. Pero Jesús nos da unas pautas para esa corrección fraterna. Primero nos dice vete a solas con él. ‘Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos’. Busca cómo ganártelo para el bien. Si no te hace caso nos dice Jesús ayúdate de otros hermanos que con el mismo espíritu vayan también a él. Si no, será la comunidad. Pero hay que dar los pasos.
No la podemos hacer de cualquier manera. Nunca podré ir a ayudar al hermano desde mi autosuficiencia o desde mi orgullo de creerme mejor. Si voy con amor tengo que ir con humildad. Yo soy también pecador y tantas veces yerro también en mi vida. podré acercarme al hermano para ayudarle a quitar la paja de su ojo, reconociendo que quizá en mi vida hay o ha habido muchas veces tremendas vigas de errores y pecados. Es la humildad del que ama y se sabe también pecador lo que mejor puede convencer al hermano, lo que mejor puede ayudarle. No olvidemos tenemos que ser instrumentos de paz y de amor.
El evangelio de hoy nos habla también de otras dos cosas. La autoridad que confía Jesús a su Iglesia para atar y para desatar, para el perdón de los pecados. ‘Lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo’. Cuando recibimos el perdón en la Iglesia, en el sacramento de la Reconciliación y del perdón, estamos recibiendo el perdón de Dios, si con la debida humildad y arrepentimiento nos hemos acercado al sacramento.
Y finalmente nos habla también del valor y del poder de la oración cuando la hacemos en unión con los hermanos. ‘Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo’. Es importante y necesaria nuestra oración personal, porque cada uno en el interior de su corazón ha de saber encontrarse con el Padre del cielo para escucharle y para pedirle, para darle gracias y para alabarle y bendecirle.
Pero Jesús nos dice que cuando oramos unidos a los hermanos todavía nuestra oración tiene más garantía de ser escuchada. Y ¿por qué? ‘Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’. Donde nos unimos y nos amamos allí está Dios, allí está Jesús. Ojalá sepamos vivir en esa comunión de hermanos; ojalá sepamos vivir también con profunda comunión de hermanos nuestra oración; ojalá sepamos descubrir esa presencia maravillosa de Jesús allí donde estemos dos o tres reunidos en su nombre.
¿No va a estar también cuando estamos reunidos como verdadera comunidad cristiana, en verdadera comunión de hermanos?
Sal. 112
Mt. 18, 15-20
‘Dios reconcilió consigo en Cristo al mundo y nos confió el mensaje de la reconciliación’. Cristo vino a traernos la paz y la reconciliación. Con su sangre derramada en la cruz puso en paz todas las cosas y derribó el muro que nos separaba. El odio, el mal, el pecado nos había roto con nosotros mismos y con Dios. Cristo vino a lograrnos la reconciliación.
Y nosotros, reconciliados en El, nos confió el mensaje de la reconciliación, el ministerio de la reconciliación. Quienes hemos descubierto y sentido en nuestras vidas el amor de Dios que nos perdona, tenemos que ser mensajeros de paz y de perdón. Ser un instrumento de Paz. Donde hay odio, allí tengo que llevar amor. Donde hay ofensa, tengo que llevar el perdón. Donde hay discordia, tengo que llevar la unión y la concordia. Donde hay duda, tengo que poner fe. Donde hay error, tengo que llevar la verdad. Donde hay desesperación, tengo que llevar la alegría. Donde hay tinieblas, tengo que llevar la luz. Así pedía san Francisco de Asís en hermosa oración. Cuántas veces la habremos rezado. Es nuestra tarea y nuestra misión como seguidor de Jesús allí donde esté y sea necesaria esa reconciliación.
Hoy el evangelio nos ha hablado de la corrección fraterna. Es una consecuencia del amor. Porque amo al hermano tengo que hacer todo lo posible porque él viva también esa paz en su corazón, alejando de sí todo error y todo mal. Pero Jesús nos da unas pautas para esa corrección fraterna. Primero nos dice vete a solas con él. ‘Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos’. Busca cómo ganártelo para el bien. Si no te hace caso nos dice Jesús ayúdate de otros hermanos que con el mismo espíritu vayan también a él. Si no, será la comunidad. Pero hay que dar los pasos.
No la podemos hacer de cualquier manera. Nunca podré ir a ayudar al hermano desde mi autosuficiencia o desde mi orgullo de creerme mejor. Si voy con amor tengo que ir con humildad. Yo soy también pecador y tantas veces yerro también en mi vida. podré acercarme al hermano para ayudarle a quitar la paja de su ojo, reconociendo que quizá en mi vida hay o ha habido muchas veces tremendas vigas de errores y pecados. Es la humildad del que ama y se sabe también pecador lo que mejor puede convencer al hermano, lo que mejor puede ayudarle. No olvidemos tenemos que ser instrumentos de paz y de amor.
El evangelio de hoy nos habla también de otras dos cosas. La autoridad que confía Jesús a su Iglesia para atar y para desatar, para el perdón de los pecados. ‘Lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo’. Cuando recibimos el perdón en la Iglesia, en el sacramento de la Reconciliación y del perdón, estamos recibiendo el perdón de Dios, si con la debida humildad y arrepentimiento nos hemos acercado al sacramento.
Y finalmente nos habla también del valor y del poder de la oración cuando la hacemos en unión con los hermanos. ‘Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo’. Es importante y necesaria nuestra oración personal, porque cada uno en el interior de su corazón ha de saber encontrarse con el Padre del cielo para escucharle y para pedirle, para darle gracias y para alabarle y bendecirle.
Pero Jesús nos dice que cuando oramos unidos a los hermanos todavía nuestra oración tiene más garantía de ser escuchada. Y ¿por qué? ‘Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’. Donde nos unimos y nos amamos allí está Dios, allí está Jesús. Ojalá sepamos vivir en esa comunión de hermanos; ojalá sepamos vivir también con profunda comunión de hermanos nuestra oración; ojalá sepamos descubrir esa presencia maravillosa de Jesús allí donde estemos dos o tres reunidos en su nombre.
¿No va a estar también cuando estamos reunidos como verdadera comunidad cristiana, en verdadera comunión de hermanos?
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martes, 12 de agosto de 2008
Me supo en la boca como la miel
Ez. 2, 8-3, 4
Sal. 118
Mt. 18, 1-5.10.12-14
‘Hijo de Adán, como lo que tienes ahí, cómete este volumen y vete a hablar a la Casa de Israel... y diles mis palabras’. Así el Señor en una visión se la manifiesta a Ezequiel, a quien había elegido como profeta – ‘se apoyó sobre mí la mano del Señor’, escuchamos ayer – y le hace comer el libro de la Palabra de Dios. ‘Abrí la boca y me dio a comer el volumen’.
Es muy significativa la imagen profética. El profeta que va a decir la Palabra del Señor tiene antes que comer esa Palabra de Dios. No podrá trasmitir lo que antes no haya asimilado. ‘Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel’. Por eso en el salmo hemos recitado: ‘¡Qué dulce, Señor, es al paladar tu promesa!... mi alegría es el camino de tus preceptos... son mi delicia... más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata... dulce al paladar más que miel en la boca... mi herencia perpetua... alegría de mi corazón...’
Imagen muy significativa que primero que nadie tenemos que escuchar quienes tenemos la misión de anunciar la Palabra del Señor. No puedo anunciar lo que antes no haya yo escuchado en mi corazón. Con temblor me atrevo a anunciar la Palabra del Señor y con la responsabilidad de haberla asumido primero en mi vida. Soy el primer oyente de la Palabra que anuncio. Eso trato de hacer siempre haciendo oración con esa Palabra antes que anunciarla. Miro mi vida y veo mis limitaciones y cómo no siempre planto como debo esa Palabra del Señor en mi vida y siento la responsabilidad del anti-testimonio que pueda dar mi vida, en la que no siempre se traduce la Palabra del Señor. Que el Señor me ilumine para que me deje transformar por su Palabra. Que no me atreva nunca a anunciarla sin antes yo haberla comido en mi corazón.
Pero todos tenemos que acercarnos con ese amor y responsabilidad a la Palabra de Dios. Todos tenemos que comerla para asimilarla totalmente en nuestra vida. Todos tenemos que descubrir y sentir esa delicia que tienen que ser para nosotros las palabras que nos dirige el Señor.
El Apocalipsis recogiendo esta misma imagen de comer el libro de la Palabra del Señor dice que la palabra es dulce al paladar, pero le produce ardor en el estómago. ‘Toma, cómetelo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel. Tomé el libro del ángel y me lo comí. Y resultó dulce como la miel en mi boca, pero cuando lo hube comido, se llenaron mis entrañas de amargor’. Es dulce la Palabra del Señor, es nuestra delicia, pero es también Palabra llega a la realidad de nuestra vida, señalando lo que hay que corregir, que mejorar, que cambiar, que hacer nuevo. Y eso producirá siempre desgarro en nuestro interior. Como la medicina que nos escuece en la herida, pero que nos sana.
Así tenemos que dejar que la Palabra llegue a nosotros deseando esa salud y esa salvación. Es una Palabra viva que nos arranca del mal y de la muerte y nos llena de vida. No nos resistamos a la Palabra de Dios. No temamos que la Palabra denuncie el mal que hay en nuestra vida. Por muy dulce que sea a nuestro paladar, porque nos trae toda la dulzura de Dios, no puede ser una dormidera para nuestra conciencia y, por otra parte, no puede dejar de arrancar de nosotros el mal que se haya penetrado en nuestro corazón.
Que siempre podamos decir ‘¡Qué dulce es al paladar tu palabra, y alegría para mi corazón!’
Sal. 118
Mt. 18, 1-5.10.12-14
‘Hijo de Adán, como lo que tienes ahí, cómete este volumen y vete a hablar a la Casa de Israel... y diles mis palabras’. Así el Señor en una visión se la manifiesta a Ezequiel, a quien había elegido como profeta – ‘se apoyó sobre mí la mano del Señor’, escuchamos ayer – y le hace comer el libro de la Palabra de Dios. ‘Abrí la boca y me dio a comer el volumen’.
Es muy significativa la imagen profética. El profeta que va a decir la Palabra del Señor tiene antes que comer esa Palabra de Dios. No podrá trasmitir lo que antes no haya asimilado. ‘Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel’. Por eso en el salmo hemos recitado: ‘¡Qué dulce, Señor, es al paladar tu promesa!... mi alegría es el camino de tus preceptos... son mi delicia... más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata... dulce al paladar más que miel en la boca... mi herencia perpetua... alegría de mi corazón...’
Imagen muy significativa que primero que nadie tenemos que escuchar quienes tenemos la misión de anunciar la Palabra del Señor. No puedo anunciar lo que antes no haya yo escuchado en mi corazón. Con temblor me atrevo a anunciar la Palabra del Señor y con la responsabilidad de haberla asumido primero en mi vida. Soy el primer oyente de la Palabra que anuncio. Eso trato de hacer siempre haciendo oración con esa Palabra antes que anunciarla. Miro mi vida y veo mis limitaciones y cómo no siempre planto como debo esa Palabra del Señor en mi vida y siento la responsabilidad del anti-testimonio que pueda dar mi vida, en la que no siempre se traduce la Palabra del Señor. Que el Señor me ilumine para que me deje transformar por su Palabra. Que no me atreva nunca a anunciarla sin antes yo haberla comido en mi corazón.
Pero todos tenemos que acercarnos con ese amor y responsabilidad a la Palabra de Dios. Todos tenemos que comerla para asimilarla totalmente en nuestra vida. Todos tenemos que descubrir y sentir esa delicia que tienen que ser para nosotros las palabras que nos dirige el Señor.
El Apocalipsis recogiendo esta misma imagen de comer el libro de la Palabra del Señor dice que la palabra es dulce al paladar, pero le produce ardor en el estómago. ‘Toma, cómetelo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel. Tomé el libro del ángel y me lo comí. Y resultó dulce como la miel en mi boca, pero cuando lo hube comido, se llenaron mis entrañas de amargor’. Es dulce la Palabra del Señor, es nuestra delicia, pero es también Palabra llega a la realidad de nuestra vida, señalando lo que hay que corregir, que mejorar, que cambiar, que hacer nuevo. Y eso producirá siempre desgarro en nuestro interior. Como la medicina que nos escuece en la herida, pero que nos sana.
Así tenemos que dejar que la Palabra llegue a nosotros deseando esa salud y esa salvación. Es una Palabra viva que nos arranca del mal y de la muerte y nos llena de vida. No nos resistamos a la Palabra de Dios. No temamos que la Palabra denuncie el mal que hay en nuestra vida. Por muy dulce que sea a nuestro paladar, porque nos trae toda la dulzura de Dios, no puede ser una dormidera para nuestra conciencia y, por otra parte, no puede dejar de arrancar de nosotros el mal que se haya penetrado en nuestro corazón.
Que siempre podamos decir ‘¡Qué dulce es al paladar tu palabra, y alegría para mi corazón!’
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lunes, 11 de agosto de 2008
Meta, camino y esperanza: la gloria del Señor
Meta, camino y esperanza: la gloria del Señor
Ez. 1, 2-5.24-2,1
Sal. 148
Mt. 17, 21-26
‘Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria’. Así cantamos la alabanza y la gloria del Señor unidos a los ángeles y a los santos cuando tomamos palabras de la misma Biblia en los profetas o el Apocalipsis en la celebración de la Eucaristía.
Todo está lleno de la gloria del Señor. Todo para la gloria del Señor. Todas las criaturas bendicen y alaban al Señor: ‘los ángeles del cielo, los reyes y los pueblos del orbe, los príncipes y los jefes del mundo, los jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños. Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime’.
Hoy hemos comenzado a escuchar en la primera lectura de la misa diaria la profecía de Ezequiel. Lo haremos durante dos semanas. ‘En el año quinto de la deportación del rey Joaquín... vino la palabra del Señor a Ezequiel... en tierra de los caldeos, a orillas del río Quebar. Entonces se apoyó sobre mí la mano del Señor...’ Así con esa precisión histórica nos relata cómo el Señor le escogió para la misión profética. ‘Se apoyó sobre mí la mano del Señor’.
Eran tiempos difíciles y duros para los judíos. Habían sido llevados a la cautividad lejos de su tierra. No tenían reyes ni profetas; no tenían donde dar culto al Señor porque el templo había sido profanado; la ciudad santa de Jerusalén había sido destruida. La palabra del profeta tenía que ser una palabra de vida y de esperanza, una palabra que les animara y les ilusionara. Por eso el profeta les habla de la gloria de Dios que contempla en una visión. No podían dar culto al Señor, pero la gloria del Señor no se apagaría nunca. Todo tiene que seguir siendo un cántico de alabanza a la gloria del Señor.
Es difícil expresar con palabras humanas lo que es la gloria del Señor. Por eso el profeta se vale de imágenes y comparaciones: resplandores y relampagueos, estruendos como terremotos y luces brillantes. ‘Era la apariencia visible de la gloria del Señor’, dice el profeta no encontrando las palabras adecuadas para expresarlo.
Esa gloria del Señor se nos manifiesta ahora en Jesucristo. Estamos llamados a vivir su gloria. Un día podremos contemplar su gloria en el cielo. Es nuestra meta y nuestra esperanza. A eso aspiramos y a eso ansiamos fiados de la Palabra del Señor que nos lo anuncia. Estos días, cuando contemplábamos la gloria del Señor que se manifestaba en el Tabor, decíamos que era un rayo de esperanza para nuestras vidas, porque así podríamos contemplar en el cielo la gloria del Señor, porque además así también nosotros nos veríamos transformados por la gracia.
‘Dios nos llama por medio de su Evangelio para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo’. Fue la aclamación del aleluya al Evangelio. Sea nuestra la gloria de Jesucristo. Y Cristo nos manifiesta ahora la gloria del Señor viviendo en medio nuestro, caminando por los caminos de Galilea y Palestina, padeciendo y muriendo por nosotros en la cruz y resucitando. Así contemplamos a Jesús cercano, mostrándonos lo que es el amor de Dios que es manifestarnos su gloria. Así contemplamos a Jesús viviendo como uno de nosotros y sometiéndose a las leyes de este mundo. Como un judío más paga sus tributos. Lo contemplamos en el evangelio de hoy.
Está junto a nosotros y nos enseña. Está junto a nosotros y levanta nuestra esperanza. Está junto a nosotros y nos inunda con su amor. Está junto a nosotros y por El, y con El, y en El damos todo honor y toda gloria a Dios Padre para siempre. No son solo las palabras que repetimos en la Misa, en el momento culminante de la Ofrenda, sino que es la ofrenda de toda nuestra vida y en cada instante, porque siempre queremos dar gloria al Señor. Un día podremos cantar esa gloria eterna en el cielo. Es nuestra meta, nuestro camino y nuestra esperanza.
Ez. 1, 2-5.24-2,1
Sal. 148
Mt. 17, 21-26
‘Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria’. Así cantamos la alabanza y la gloria del Señor unidos a los ángeles y a los santos cuando tomamos palabras de la misma Biblia en los profetas o el Apocalipsis en la celebración de la Eucaristía.
Todo está lleno de la gloria del Señor. Todo para la gloria del Señor. Todas las criaturas bendicen y alaban al Señor: ‘los ángeles del cielo, los reyes y los pueblos del orbe, los príncipes y los jefes del mundo, los jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños. Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime’.
Hoy hemos comenzado a escuchar en la primera lectura de la misa diaria la profecía de Ezequiel. Lo haremos durante dos semanas. ‘En el año quinto de la deportación del rey Joaquín... vino la palabra del Señor a Ezequiel... en tierra de los caldeos, a orillas del río Quebar. Entonces se apoyó sobre mí la mano del Señor...’ Así con esa precisión histórica nos relata cómo el Señor le escogió para la misión profética. ‘Se apoyó sobre mí la mano del Señor’.
Eran tiempos difíciles y duros para los judíos. Habían sido llevados a la cautividad lejos de su tierra. No tenían reyes ni profetas; no tenían donde dar culto al Señor porque el templo había sido profanado; la ciudad santa de Jerusalén había sido destruida. La palabra del profeta tenía que ser una palabra de vida y de esperanza, una palabra que les animara y les ilusionara. Por eso el profeta les habla de la gloria de Dios que contempla en una visión. No podían dar culto al Señor, pero la gloria del Señor no se apagaría nunca. Todo tiene que seguir siendo un cántico de alabanza a la gloria del Señor.
Es difícil expresar con palabras humanas lo que es la gloria del Señor. Por eso el profeta se vale de imágenes y comparaciones: resplandores y relampagueos, estruendos como terremotos y luces brillantes. ‘Era la apariencia visible de la gloria del Señor’, dice el profeta no encontrando las palabras adecuadas para expresarlo.
Esa gloria del Señor se nos manifiesta ahora en Jesucristo. Estamos llamados a vivir su gloria. Un día podremos contemplar su gloria en el cielo. Es nuestra meta y nuestra esperanza. A eso aspiramos y a eso ansiamos fiados de la Palabra del Señor que nos lo anuncia. Estos días, cuando contemplábamos la gloria del Señor que se manifestaba en el Tabor, decíamos que era un rayo de esperanza para nuestras vidas, porque así podríamos contemplar en el cielo la gloria del Señor, porque además así también nosotros nos veríamos transformados por la gracia.
‘Dios nos llama por medio de su Evangelio para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo’. Fue la aclamación del aleluya al Evangelio. Sea nuestra la gloria de Jesucristo. Y Cristo nos manifiesta ahora la gloria del Señor viviendo en medio nuestro, caminando por los caminos de Galilea y Palestina, padeciendo y muriendo por nosotros en la cruz y resucitando. Así contemplamos a Jesús cercano, mostrándonos lo que es el amor de Dios que es manifestarnos su gloria. Así contemplamos a Jesús viviendo como uno de nosotros y sometiéndose a las leyes de este mundo. Como un judío más paga sus tributos. Lo contemplamos en el evangelio de hoy.
Está junto a nosotros y nos enseña. Está junto a nosotros y levanta nuestra esperanza. Está junto a nosotros y nos inunda con su amor. Está junto a nosotros y por El, y con El, y en El damos todo honor y toda gloria a Dios Padre para siempre. No son solo las palabras que repetimos en la Misa, en el momento culminante de la Ofrenda, sino que es la ofrenda de toda nuestra vida y en cada instante, porque siempre queremos dar gloria al Señor. Un día podremos cantar esa gloria eterna en el cielo. Es nuestra meta, nuestro camino y nuestra esperanza.
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domingo, 10 de agosto de 2008
Una experiencia de Dios que nos transforma
1Rey. 19, 9-13
Sal. 84
Rom. 9, 1-5
Mt. 14, 22-33
A todos nos gustaría que el camino de la vida fuera fácil, viviéramos sin agobios ni problemas, sin sobresaltos, tuviéramos más o menos resueltas nuestras necesidades con nuestro trabajo, todos nos lleváramos bien y viviéramos en paz. Aunque sabemos que es un sueño y que la vida está llena de luchas y dificultades, nos exige un esfuerzo continuo.
Igualmente lo deseamos para nuestra vida cristiana: nos gustaría no tener dificultades y las tentaciones; nos gustaría poder avanzar en nuestra vida espiritual que nos lleve cada vez mejor a Dios. Nos gustaría otro mundo, otra experiencia, que viviéramos una mayor unidad entre nosotros, que nos amáramos más, que no tuviéramos viento en contra. Algunas veces pensamos qué es lo que hacemos o lo que tendríamos que hacer como cristianos en este mundo que nos ha tocado vivir. Ojalá fuéramos capaces de descubrir la presencia de Dios en todo momento sin dudas ni confusiones.
Quizá muchos no se planteen nada de esto, sino que se contentan con vivir la rutina de cada día, dejándose llevar, dejándose arrastrar por lo que todos hacen y no se preguntan ni desean nada más. Les molesta incluso que se les haga una reflexión profunda. Para algunos, eso de ser cristiano, del evangelio, de la fe, les dice poca cosa, porque quizá no han vivido, o no han descubierto, lo que es ser cristiano de verdad.
Cuando vienen las dificultades, o se hacen pasotas, o huyen y lo abandonan todo (lo mejor es olvidarse de la fe, piensan algunos), o se amargan, porque no se sabe como afrontar esos problemas de la vida, o no se ha tenido una experiencia espiritual honda e intensa que dé un sentido y un valor a la vida y a lo que hacemos.
Hoy la Palabra de Dios nos habla de dos experiencias de dificultades. Por una parte, Elías huye a la montaña, porque grandes eran las dificultades que tiene para realizar su misión profética. No entramos ahora en detalles pero ese es el contexto. Y por otra, vemos a los discípulos bregando con dificultad en el lago porque tenían el viento en contra, y estaban llenos de temores y miedos como para ver fantasmas por todos lados. Una experiencia de Dios en los dos casos hace que todo cambie en sus vidas.
Elías buscaba a Dios. Se sentía impotente en su misión y quería morir. Quería encontrarlo en cosas portentosas, de las que incluso se había valido en su misión como profeta. La imagen que se nos presenta en el texto, con hondo significado, es que Dios no estaba en la tormenta, no estaba en el terremoto, no estaba en el fuego, no estaba en el viento. Cuando hace silencio para ser capaz de escuchar un susurro se dará cuenta de la presencia de Dios: ‘al sentirlo Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso a la entrada de la cueva’, que era una forma de expresar que había descubierto que estaba en la presencia de Dios; presencia que le impulsará a volver para seguir con la fuerza de Dios desarrollando su misión.
Los discípulos llenos de miedo creen ver un fantasma, porque se veían solos y les parecía que la dificultad en la que se encontraban superaba sus fuerzas. Jesús se les manifiesta sobre el agua y sobre la tormenta, les habla – ‘soy yo, les dice, no temáis’ – y le tiende la mano a Pedro para que no se hunda. El estaba allí aunque ellos estaban llenos de confusión en su interior. Pero cuando lo descubren, escuchan su voz, sienten su mano amiga, proclamarán su fe. ‘Realmente eres Hijo de Dios’, confiesan. Todo cambia.
Necesitamos vivir esa experiencia de Dios. Hacer silencio en nuestro corazón para descubrirle y para escucharle. Muchas veces nos habla como en un susurro. Pero quizá nosotros estamos preocupados por decirle tantas cosas, por pedirle tantas cosas que no abrimos nuestros oídos para escucharle, para sentirle. ‘Soy yo’, nos dice. ‘¿Por qué dudáis?’ Es el Señor. Esa expresión ‘Yo soy’, es el nombre de Dios que se revela en el Antiguo Testamento. Yo soy, yo estoy contigo, nos está diciendo el Señor.
Creo que necesitamos aprender a orar. Pero aprender a orar no es simplemente aprender a recitar rezos y oraciones con las que nosotros decimos muchas cosas a Dios. Aprender a orar es aprender a escuchar, aprender a hacer silencio en nosotros, en nuestro corazón, en nuestra vida. Como Elías allá en lo alto de la montaña. Sin temor a que los silencios nos incomoden, o nos resulten largos, o pensemos que es tiempo perdido cuando tantas cosas tenemos que decirle a Dios.
En esa escucha de Dios entenderemos que Dios nos ha puesto en este mundo concreto y ahí también está El, y El también ama a ese mundo. Y aunque tengamos muchos vientos en contra, tenemos que remar, tenemos que sembrar la semilla, tenemos que dar nuestro testimonio, tenemos que manifestarnos como testigos, tenemos que transformarlo, así como nosotros nos hemos dejado transformar.
Descubriremos la misión que nos confía y el sentido de nuestra presencia en este nuestro mundo. Se acabarán las dudas y las confusiones. Y comenzaremos a amar a nuestros hermanos con el mismo amor que Dios les tiene. Y nos llenaremos de paciencia, pero también de ardor, de fuego en nuestro corazón para llevar la luz de la fe, para llevar ese amor de Dios a los demás.
Sal. 84
Rom. 9, 1-5
Mt. 14, 22-33
A todos nos gustaría que el camino de la vida fuera fácil, viviéramos sin agobios ni problemas, sin sobresaltos, tuviéramos más o menos resueltas nuestras necesidades con nuestro trabajo, todos nos lleváramos bien y viviéramos en paz. Aunque sabemos que es un sueño y que la vida está llena de luchas y dificultades, nos exige un esfuerzo continuo.
Igualmente lo deseamos para nuestra vida cristiana: nos gustaría no tener dificultades y las tentaciones; nos gustaría poder avanzar en nuestra vida espiritual que nos lleve cada vez mejor a Dios. Nos gustaría otro mundo, otra experiencia, que viviéramos una mayor unidad entre nosotros, que nos amáramos más, que no tuviéramos viento en contra. Algunas veces pensamos qué es lo que hacemos o lo que tendríamos que hacer como cristianos en este mundo que nos ha tocado vivir. Ojalá fuéramos capaces de descubrir la presencia de Dios en todo momento sin dudas ni confusiones.
Quizá muchos no se planteen nada de esto, sino que se contentan con vivir la rutina de cada día, dejándose llevar, dejándose arrastrar por lo que todos hacen y no se preguntan ni desean nada más. Les molesta incluso que se les haga una reflexión profunda. Para algunos, eso de ser cristiano, del evangelio, de la fe, les dice poca cosa, porque quizá no han vivido, o no han descubierto, lo que es ser cristiano de verdad.
Cuando vienen las dificultades, o se hacen pasotas, o huyen y lo abandonan todo (lo mejor es olvidarse de la fe, piensan algunos), o se amargan, porque no se sabe como afrontar esos problemas de la vida, o no se ha tenido una experiencia espiritual honda e intensa que dé un sentido y un valor a la vida y a lo que hacemos.
Hoy la Palabra de Dios nos habla de dos experiencias de dificultades. Por una parte, Elías huye a la montaña, porque grandes eran las dificultades que tiene para realizar su misión profética. No entramos ahora en detalles pero ese es el contexto. Y por otra, vemos a los discípulos bregando con dificultad en el lago porque tenían el viento en contra, y estaban llenos de temores y miedos como para ver fantasmas por todos lados. Una experiencia de Dios en los dos casos hace que todo cambie en sus vidas.
Elías buscaba a Dios. Se sentía impotente en su misión y quería morir. Quería encontrarlo en cosas portentosas, de las que incluso se había valido en su misión como profeta. La imagen que se nos presenta en el texto, con hondo significado, es que Dios no estaba en la tormenta, no estaba en el terremoto, no estaba en el fuego, no estaba en el viento. Cuando hace silencio para ser capaz de escuchar un susurro se dará cuenta de la presencia de Dios: ‘al sentirlo Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso a la entrada de la cueva’, que era una forma de expresar que había descubierto que estaba en la presencia de Dios; presencia que le impulsará a volver para seguir con la fuerza de Dios desarrollando su misión.
Los discípulos llenos de miedo creen ver un fantasma, porque se veían solos y les parecía que la dificultad en la que se encontraban superaba sus fuerzas. Jesús se les manifiesta sobre el agua y sobre la tormenta, les habla – ‘soy yo, les dice, no temáis’ – y le tiende la mano a Pedro para que no se hunda. El estaba allí aunque ellos estaban llenos de confusión en su interior. Pero cuando lo descubren, escuchan su voz, sienten su mano amiga, proclamarán su fe. ‘Realmente eres Hijo de Dios’, confiesan. Todo cambia.
Necesitamos vivir esa experiencia de Dios. Hacer silencio en nuestro corazón para descubrirle y para escucharle. Muchas veces nos habla como en un susurro. Pero quizá nosotros estamos preocupados por decirle tantas cosas, por pedirle tantas cosas que no abrimos nuestros oídos para escucharle, para sentirle. ‘Soy yo’, nos dice. ‘¿Por qué dudáis?’ Es el Señor. Esa expresión ‘Yo soy’, es el nombre de Dios que se revela en el Antiguo Testamento. Yo soy, yo estoy contigo, nos está diciendo el Señor.
Creo que necesitamos aprender a orar. Pero aprender a orar no es simplemente aprender a recitar rezos y oraciones con las que nosotros decimos muchas cosas a Dios. Aprender a orar es aprender a escuchar, aprender a hacer silencio en nosotros, en nuestro corazón, en nuestra vida. Como Elías allá en lo alto de la montaña. Sin temor a que los silencios nos incomoden, o nos resulten largos, o pensemos que es tiempo perdido cuando tantas cosas tenemos que decirle a Dios.
En esa escucha de Dios entenderemos que Dios nos ha puesto en este mundo concreto y ahí también está El, y El también ama a ese mundo. Y aunque tengamos muchos vientos en contra, tenemos que remar, tenemos que sembrar la semilla, tenemos que dar nuestro testimonio, tenemos que manifestarnos como testigos, tenemos que transformarlo, así como nosotros nos hemos dejado transformar.
Descubriremos la misión que nos confía y el sentido de nuestra presencia en este nuestro mundo. Se acabarán las dudas y las confusiones. Y comenzaremos a amar a nuestros hermanos con el mismo amor que Dios les tiene. Y nos llenaremos de paciencia, pero también de ardor, de fuego en nuestro corazón para llevar la luz de la fe, para llevar ese amor de Dios a los demás.
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