Meta, camino y esperanza: la gloria del Señor
Ez. 1, 2-5.24-2,1
Sal. 148
Mt. 17, 21-26
‘Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria’. Así cantamos la alabanza y la gloria del Señor unidos a los ángeles y a los santos cuando tomamos palabras de la misma Biblia en los profetas o el Apocalipsis en la celebración de la Eucaristía.
Todo está lleno de la gloria del Señor. Todo para la gloria del Señor. Todas las criaturas bendicen y alaban al Señor: ‘los ángeles del cielo, los reyes y los pueblos del orbe, los príncipes y los jefes del mundo, los jóvenes y también las doncellas, los viejos junto con los niños. Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime’.
Hoy hemos comenzado a escuchar en la primera lectura de la misa diaria la profecía de Ezequiel. Lo haremos durante dos semanas. ‘En el año quinto de la deportación del rey Joaquín... vino la palabra del Señor a Ezequiel... en tierra de los caldeos, a orillas del río Quebar. Entonces se apoyó sobre mí la mano del Señor...’ Así con esa precisión histórica nos relata cómo el Señor le escogió para la misión profética. ‘Se apoyó sobre mí la mano del Señor’.
Eran tiempos difíciles y duros para los judíos. Habían sido llevados a la cautividad lejos de su tierra. No tenían reyes ni profetas; no tenían donde dar culto al Señor porque el templo había sido profanado; la ciudad santa de Jerusalén había sido destruida. La palabra del profeta tenía que ser una palabra de vida y de esperanza, una palabra que les animara y les ilusionara. Por eso el profeta les habla de la gloria de Dios que contempla en una visión. No podían dar culto al Señor, pero la gloria del Señor no se apagaría nunca. Todo tiene que seguir siendo un cántico de alabanza a la gloria del Señor.
Es difícil expresar con palabras humanas lo que es la gloria del Señor. Por eso el profeta se vale de imágenes y comparaciones: resplandores y relampagueos, estruendos como terremotos y luces brillantes. ‘Era la apariencia visible de la gloria del Señor’, dice el profeta no encontrando las palabras adecuadas para expresarlo.
Esa gloria del Señor se nos manifiesta ahora en Jesucristo. Estamos llamados a vivir su gloria. Un día podremos contemplar su gloria en el cielo. Es nuestra meta y nuestra esperanza. A eso aspiramos y a eso ansiamos fiados de la Palabra del Señor que nos lo anuncia. Estos días, cuando contemplábamos la gloria del Señor que se manifestaba en el Tabor, decíamos que era un rayo de esperanza para nuestras vidas, porque así podríamos contemplar en el cielo la gloria del Señor, porque además así también nosotros nos veríamos transformados por la gracia.
‘Dios nos llama por medio de su Evangelio para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo’. Fue la aclamación del aleluya al Evangelio. Sea nuestra la gloria de Jesucristo. Y Cristo nos manifiesta ahora la gloria del Señor viviendo en medio nuestro, caminando por los caminos de Galilea y Palestina, padeciendo y muriendo por nosotros en la cruz y resucitando. Así contemplamos a Jesús cercano, mostrándonos lo que es el amor de Dios que es manifestarnos su gloria. Así contemplamos a Jesús viviendo como uno de nosotros y sometiéndose a las leyes de este mundo. Como un judío más paga sus tributos. Lo contemplamos en el evangelio de hoy.
Está junto a nosotros y nos enseña. Está junto a nosotros y levanta nuestra esperanza. Está junto a nosotros y nos inunda con su amor. Está junto a nosotros y por El, y con El, y en El damos todo honor y toda gloria a Dios Padre para siempre. No son solo las palabras que repetimos en la Misa, en el momento culminante de la Ofrenda, sino que es la ofrenda de toda nuestra vida y en cada instante, porque siempre queremos dar gloria al Señor. Un día podremos cantar esa gloria eterna en el cielo. Es nuestra meta, nuestro camino y nuestra esperanza.
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