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domingo, 10 de agosto de 2008

Una experiencia de Dios que nos transforma


1Rey. 19, 9-13
Sal. 84
Rom. 9, 1-5
Mt. 14, 22-33

A todos nos gustaría que el camino de la vida fuera fácil, viviéramos sin agobios ni problemas, sin sobresaltos, tuviéramos más o menos resueltas nuestras necesidades con nuestro trabajo, todos nos lleváramos bien y viviéramos en paz. Aunque sabemos que es un sueño y que la vida está llena de luchas y dificultades, nos exige un esfuerzo continuo.
Igualmente lo deseamos para nuestra vida cristiana: nos gustaría no tener dificultades y las tentaciones; nos gustaría poder avanzar en nuestra vida espiritual que nos lleve cada vez mejor a Dios. Nos gustaría otro mundo, otra experiencia, que viviéramos una mayor unidad entre nosotros, que nos amáramos más, que no tuviéramos viento en contra. Algunas veces pensamos qué es lo que hacemos o lo que tendríamos que hacer como cristianos en este mundo que nos ha tocado vivir. Ojalá fuéramos capaces de descubrir la presencia de Dios en todo momento sin dudas ni confusiones.
Quizá muchos no se planteen nada de esto, sino que se contentan con vivir la rutina de cada día, dejándose llevar, dejándose arrastrar por lo que todos hacen y no se preguntan ni desean nada más. Les molesta incluso que se les haga una reflexión profunda. Para algunos, eso de ser cristiano, del evangelio, de la fe, les dice poca cosa, porque quizá no han vivido, o no han descubierto, lo que es ser cristiano de verdad.
Cuando vienen las dificultades, o se hacen pasotas, o huyen y lo abandonan todo (lo mejor es olvidarse de la fe, piensan algunos), o se amargan, porque no se sabe como afrontar esos problemas de la vida, o no se ha tenido una experiencia espiritual honda e intensa que dé un sentido y un valor a la vida y a lo que hacemos.
Hoy la Palabra de Dios nos habla de dos experiencias de dificultades. Por una parte, Elías huye a la montaña, porque grandes eran las dificultades que tiene para realizar su misión profética. No entramos ahora en detalles pero ese es el contexto. Y por otra, vemos a los discípulos bregando con dificultad en el lago porque tenían el viento en contra, y estaban llenos de temores y miedos como para ver fantasmas por todos lados. Una experiencia de Dios en los dos casos hace que todo cambie en sus vidas.
Elías buscaba a Dios. Se sentía impotente en su misión y quería morir. Quería encontrarlo en cosas portentosas, de las que incluso se había valido en su misión como profeta. La imagen que se nos presenta en el texto, con hondo significado, es que Dios no estaba en la tormenta, no estaba en el terremoto, no estaba en el fuego, no estaba en el viento. Cuando hace silencio para ser capaz de escuchar un susurro se dará cuenta de la presencia de Dios: ‘al sentirlo Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso a la entrada de la cueva’, que era una forma de expresar que había descubierto que estaba en la presencia de Dios; presencia que le impulsará a volver para seguir con la fuerza de Dios desarrollando su misión.
Los discípulos llenos de miedo creen ver un fantasma, porque se veían solos y les parecía que la dificultad en la que se encontraban superaba sus fuerzas. Jesús se les manifiesta sobre el agua y sobre la tormenta, les habla – ‘soy yo, les dice, no temáis’ – y le tiende la mano a Pedro para que no se hunda. El estaba allí aunque ellos estaban llenos de confusión en su interior. Pero cuando lo descubren, escuchan su voz, sienten su mano amiga, proclamarán su fe. ‘Realmente eres Hijo de Dios’, confiesan. Todo cambia.
Necesitamos vivir esa experiencia de Dios. Hacer silencio en nuestro corazón para descubrirle y para escucharle. Muchas veces nos habla como en un susurro. Pero quizá nosotros estamos preocupados por decirle tantas cosas, por pedirle tantas cosas que no abrimos nuestros oídos para escucharle, para sentirle. ‘Soy yo’, nos dice. ‘¿Por qué dudáis?’ Es el Señor. Esa expresión ‘Yo soy’, es el nombre de Dios que se revela en el Antiguo Testamento. Yo soy, yo estoy contigo, nos está diciendo el Señor.
Creo que necesitamos aprender a orar. Pero aprender a orar no es simplemente aprender a recitar rezos y oraciones con las que nosotros decimos muchas cosas a Dios. Aprender a orar es aprender a escuchar, aprender a hacer silencio en nosotros, en nuestro corazón, en nuestra vida. Como Elías allá en lo alto de la montaña. Sin temor a que los silencios nos incomoden, o nos resulten largos, o pensemos que es tiempo perdido cuando tantas cosas tenemos que decirle a Dios.
En esa escucha de Dios entenderemos que Dios nos ha puesto en este mundo concreto y ahí también está El, y El también ama a ese mundo. Y aunque tengamos muchos vientos en contra, tenemos que remar, tenemos que sembrar la semilla, tenemos que dar nuestro testimonio, tenemos que manifestarnos como testigos, tenemos que transformarlo, así como nosotros nos hemos dejado transformar.
Descubriremos la misión que nos confía y el sentido de nuestra presencia en este nuestro mundo. Se acabarán las dudas y las confusiones. Y comenzaremos a amar a nuestros hermanos con el mismo amor que Dios les tiene. Y nos llenaremos de paciencia, pero también de ardor, de fuego en nuestro corazón para llevar la luz de la fe, para llevar ese amor de Dios a los demás.

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