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sábado, 12 de noviembre de 2011

Jesús nos enseña a orar


Sab. 18, 14-16; 19, 6-9;

Sal. 104;

Lc. 18, 1-8

‘Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola…’

Jesús siempre queriendo enseñarnos y animarnos. Es nuestro Maestro, nuestro guía. Quien nos enseña a ir hasta el Padre. Es el Camino. ‘Nadie va al Padre sino por mí’. Quien nos da a conocer al Padre. ‘Quien me ha visto a mí ha visto al Padre’. Nos enseña a estar unidos a Dios. Como el sarmiento a la vid. Y está con nosotros en nuestra oración.

Ya en otros momentos del evangelio nos dice que hemos de orar sin cesar, con la certeza de que seremos escuchados, porque El ora con nosotros. Para eso nos da su Espíritu, que gemirá en nuestro interior para que podamos decir la mejor palabra a Dios, llamándole Padre. Orar con la confianza de los hijos porque sabemos que acudimos al Padre, y qué padre le dará a su hijo una piedra si le pide pan.

Pero aún así, hay ocasiones en que nos cansamos, nos creemos que Dios no nos escucha, porque quizá no atiende tan pronto como nosotros queremos o porque no nos da lo que le pedimos. Siempre nos dará mejor. La generosidad de Dios nos supera. Pero a veces no sabemos pedir, o lo hacemos con exigencia, o nos cansamos. Hay que orar siempre, sin desanimarse, sin cansarnos, con la esperanza y la certeza de que siempre nos escucha y nos dará lo mejor.

Para eso nos pone la parábola. Es el juez inicuo que no quiere escuchar las súplicas de aquella viuda que le pide justicia. Pero al final cederá, aunque sea para que la mujer no siga importunándole más. Pero Dios nos atiende no porque nosotros seamos pesados, sino porque El es el Padre bueno que nos ama. Por eso con fe acudimos a El. Siempre nos escuchará.

Casi no habría que hacer más comentarios al texto del evangelio, sino ponernos a orar. A orar para escuchar a Dios, para gozarnos de su presencia, para sentirnos inundados de su amor. Es por donde tenemos que empezar cuando acudimos a Dios. Gozar de la presencia de Dios haciendo un acto profundo de fe y de amor. Sentirnos a gusto con el Señor. Cómo sería la oración de Jesús con el Padre que se pasaba las noches en oración. Cómo se gozaría en la unión con el Padre. Cuánto tenemos que aprender de la oración de Jesús.

No vayamos con prisas, como quien va a despachar unas instancias y cuando más pronto salgamos con el asunto resuelto mejor. Con Dios no podemos andar con esas prisas ni carreras. Parece que siempre tenemos prisa cuando estamos con Dios y queremos acabar pronto y que nos escuche enseguida como si tantas cosas nos estuvieran esperando. El nunca tiene prisas para nosotros, siempre nos está esperando pacientemente. Cuántas oportunidades nos da una y otra vez para que acudamos a El, para que nos arrepintamos de nuestros pecados, para que cambiemos nuestra vida, para que intentemos cada día ser más santos.

Aprendamos a presentarnos ante de Dios. Confesemos nuestra fe y manifestémosle nuestro amor. Confesemos nuestra fe recordando cuantas maravillas hace el Señor a nuestro favor. Recordemos cuánto es el amor que nos tiene y respondamos con nuestro amor. Decirle, sí, a Dios que lo amamos y que nos gozamos de su amor. Y expresarlo luego también con nuestra vida, con nuevas actitudes, con nueva manera de actuar, con muchas obras de amor en favor de los hermanos. No seamos raquíticos en nuestro tiempo con Dios. No seamos tacaños en nuestro amor.

Jesús nos enseña, pacientemente, cómo tiene que ser nuestra oración. Jesús nos enseña a orar sin cansarnos, sin desanimarnos, perseverantemente. Jesús nos enseña a poner mucho amor en nuestra oración.

viernes, 11 de noviembre de 2011

No cerremos los ojos para descubrir las maravillas de Dios y cantar la gloria del Señor


Sab. 13, 1-9;

Sal. 18;

Lc. 17, 26-37

‘El cielo proclama la gloria de Dios’, fuimos repitiendo en el salmo. Y nos lo tenemos que repetir muchas veces para que nos convenzamos por dentro y desde la más hondo de nuestra vida siempre proclamemos la gloria del Señor que se manifiesta en sus obras. No pueden ser simplemente unas palabras que repetimos sino que tiene que ser una alabanza que nos salga del alma, que la proclamemos con todo nuestro corazón.

Qué fáciles somos para admirar una obra bella, si tenemos sensibilidad en el alma. Nos extasiamos ante las maravillas de la naturaleza, un paisaje, un amanecer o una puesta de sol, las maravillas de nuestras montañas o la inmensidad del mar, la fuerza de la naturaleza que se manifiesta de muchas maneras, pero nos quedamos en eso muchas veces. ¿No vemos nada más detrás de tanta maravilla? ¿No somos capaces de admirar la mano del Creador?

Como nos dice el libro de la Sabiduría ‘partiendo de las cosas que están a la vista, no reconocieron al Artífice que está en sus obras… Fascinados por su hermosura sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el autor de la belleza… si lograron saber tanto que fueron capaces de desvelar el cosmos, ¿cómo no descubrieron antes a su Señor?’

Que no nos ceguemos y sepamos descubrir al que que es Creador de todo y nos ha dado a nosotros capacidad de asombrarnos ante tales maravillas para llegar a reconocer a quien es en verdad el Señor de todo lo creado y nos ama. Todo es una manifestación del amor del Señor que así se nos da y manifiesta su gloria.

Es bueno que nos detengamos en nuestra reflexión en estas cosas sencillas y se despierte así más y más nuestra fe. No nos podemos acostumbrar a las maravillas de Dios y hemos de saber reconocerlas y alabarle y bendecirle, cantar el cántico de las criaturas a su Creador. ‘El cielo proclama la gloria del Señor’, nos invitaba el salmista y nosotros nos queremos unir a ese cántico de alabanza. ‘Sin que hablen, sin que pronuncien, a toda la tierra alcanza su pregón’, que seguía diciendo el salmo.

En la liturgia lo hacemos cada día en distintos momentos de la celebración, pero de manera especial cuando unimos nuestras voces a los a los ángeles y a los santos para cantar la alabanza del Señor. Y repetimos el mismo cántico celestial que nos describen los profetas y el Apocalipsis. Hemos de ser conscientes de verdad de lo que celebramos, de lo que vamos expresando con nuestros cantos, con nuestros gestos, con nuestras oraciones, con todos los signos litúrgicos. El hacerlo repetidamente una y otra vez nos puede hacer caer en la rutina y lleguemos a hacer las cosas sin más sin darle todo su profundo sentido. Por eso es bueno detenernos algunas veces en esto y reflexionarlo un poco.

Todo esto además nos tiene que ayudar a vivir despiertos en esa esperanza de la venida del Señor, de la que nos habla el evangelio hoy. Nos vamos acercando ya al final del año litúrgico y es un aspecto en el que la Iglesia quiere que reflexionemos un poco más y tengamos en cuenta. En distintos momentos en estos días nos irán apareciendo textos en la Palabra de Dios que nos hablan de la segunda venida del Señor, del Hijo del Hombre, para lo que hemos de estar preparados.

Ha hecho Jesús referencia en el evangelio a diversos episodios en los que había que estar atentos y preparados porque no se sabía cuando iban a suceder. Y nos dice Jesús ‘Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del Hombre’. Es la esperanza y la vigilancia con que hemos de vivir nuestra vida, como ya nos hablaba el pasado domingo con la parábola de las doncellas que habían de estar con sus lámparas encendidas para la venida del esposo. Textos en este sentido iremos escuchando muchas veces con tonos un tanta apocalípticos y díficiles de descifrar, pero que son siempre esa invitación a la vigilancia.

Si como hemos venido reflexionando hoy tenemos los ojos bien abiertos para descubrir las maravillas del Señor, es un punto a nuestro favor en esa vigilancia en la que hemos de mantenernos. Que nos encuentre siempre el Señor preparados y dispuestos para que podamos cantar en el cielo también la gloria del Señor.

jueves, 10 de noviembre de 2011

El reino de Dios está dentro de vosotros…


Sab. 7, 22.8, 1;

Sal. 118;

Lc. 17, 20-25

‘Unos fariseos le preguntaban cuando iba a llegar el Reino de Dios…’ Jesús había comenzado su predicación anunciando que el Reino de Dios estaba cerca. Había que convertirse para su llegada, que era lo que también había anunciado el Bautista. Luego en su predicación era el anuncio constante de Jesús, pues con las parábolas nos estaba explicando continuamente cómo era ese Reino de Dios.

Ahora los fariseos le preguntan, como le preguntarán también en alguna otra ocasión los propios discípulos. ¿Cuál era el interés? Quizás detrás de la pregunta estaba su manera de concebir cómo había de ser el Mesías. Era el que iba a liberar a Israel, como un gran jefe o caudillo que se pusiera al frente del pueblo, y ellos pensaban en la opresión del yugo extranjero al que estaban sometidos.

En ese sentido sería la pregunta también de los discípulos casi en las vísperas de la Ascensión. ‘¿Es ahora cuando se va a restablecer el reino de Israel?’ preguntaban los discípulos. ‘No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder’, les respondería a los discípulos.

Ahora a la pregunta de los fariseos Jesús responderá: ‘El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros’. Y nos previene que no nos dejemos confundir con quienes nos digan que está aquí o está allí.

‘El Reino de Dios está dentro de vosotros’, nos dice. Es desde dentro del corazón desde donde tenemos que reconocer en verdad que Dios es el único Señor de nuestra vida. Es ahí, dentro del corazón donde tenemos que sentir y poner todo el amor de Dios, que sea también nuestro amor. Es ahí, dentro del corazón, en lo más hondo de nuestra vida donde tenemos que realizar esa transformación profunda para vivir esos valores nuevos del evangelio, para vivir según el espíritu de las bienaventuranzas.

En el corazón tenemos que poner amor, y capacidad de perdón, y humildad, y compresión, y respeto y valoración de toda persona, y acogida desinteresada de toda persona, y generosidad, y desprendimiento. Es el corazón el que tenemos que limpiar y transformar para arrojar lejos de nosotros toda maldad, toda malquerencia hacia los otros, todo rastro de envidia y de orgullo, todo tipo de egoísmo y recelo.

Es ahí, el corazón, el que tenemos que abrir a Dios y a su Palabra. Es ahí en el corazón donde tenemos que sentir la presencia del Señor que nos habla, que nos derrama su amor, que nos impulsa a cosas nuevas, a actitudes nuevas, a valores nuevos, que nos llena de la gracia de los sacramentos.

Es ahí en el corazón donde vamos a sentir esa fuerza y esa gracia del Señor que nos llena de vida, que nos salva, que nos perdona y nos hace sentirnos hombres nuevos, y nos sentirnos fuertes incluso cuando tengamos que sufrir por su causa. Ya nos decía Jesús que ‘antes de todo eso el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación’. Y claro el discípulo no es mejor que su maestro.

Claro, y todo eso que vamos a sentir hondamente en nosotros se va a manifestar también en nuestro exterior, en nuestra manera de actuar, en lo que hacemos por los demás y por nuestro mundo para hacerlo cada día mejor, para hacer que en verdad vaya siendo ese Reino de Dios que Jesús ha instituido. Porque aunque lo vivamos allá en lo más hondo de nosotros mismos no va a ser algo oculto, sino algo que tiene que manifestarse, algo que tenemos que saber llevar también a los demás. Ojalá aprendamos esa Sabiduría de Dios, de la que nos ha hablado la primera lectura, y sepamos transmitirla y contagiarla a los demás.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Vas edificando este templo que somos nosotros

1Cor. 3, 0-11.16-17;

Sal. 45;

Jn. 2, 13-22

Celebramos hoy una fiesta litúrgica que tiene especial significado y relevancia para toda la Iglesia, aunque nos pareciera que fuera, por así decirlo, sólo algo local referido a la Iglesia de Roma. Hoy es la Dedicación de la Iglesia de san Juan de Letrán. Asi la conocemos habitualmente como la catedral del Papa, porque es la sede del Obispo de Roma, de ahí su significación y relevancia. Su verdadero título es Archibasílica del Santísimo Redentor y de los santos Juan Bautista y Juan Evangelista, madre y cabeza de todas las Iglesias.

Esta celebración que nos ayuda a vivir en comunión con el Papa, como así tiene que ser para todos los cristianos, nos puede dar ocasión para hacernos hermosas reflexiones que nos ayuden a profundizar en el misterio de Cristo que se hace presente en nuestra Iglesia y en nuestra vida, como verdaderos templos del Espíritu que somos.

Quería fijarme de manera especial en el prefacio de la Misa de la Dedicación de la Iglesia. Así se nos dice, o decimos, como motivación de nuestra acción de gracias al Señor. ‘Porque en esta casa visible que hemos construido donde reúnes y proteges si cesar que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros’. Nos reunimos en el templo santo, congregado e invitados por el Señor, y en ese allí reuninos y congregarnos se está manifestando ese misterio de comunión con Dios.

Qué importante esta vivencia de la comunión, entre nosotros y con Dios. No tendría sentido hacerlo de otra manera, que no hubiera esa comunión entre nosotros. Cuántas consencuencias tendríamos que sacar para nuestra vida, para nuestra relación con los hermanos. No vivimos ni celebramos nuestra fe de forma aislada, separados unos de otros. Cómo tenemos en consencuencia que amarnos, sentirnos en unión y comunión, porque así manifestamos nuestra verdadera comunión con Dios.

Pero se dice algo más en el prefacio y también muy importante. ‘En este lugar, Señor, tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así tu Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz’.

Nos reunimos en este templo material, esta casa visible que llamamos también iglesia, pero somos nosotros ese verdadero templo de Dios. Recordemos cómo hemos sido consagrados en nuestro bautismo. Y así constituimos todos la Iglesia, verdadero Cuerpo de Cristo, que camina hacia la Jerusalen del cielo, donde un día gozaremos de la visión de Dios. Lo que aquí ahora celebramos en la liturgia en este templo visible que es la Iglesia, es un anticipo y preparación para lo que vamos a vivir en la gloria de Dios en el cielo.

Esto tiene también sus exigencias para nosotros. Y la primera exigencia es la santidad de nuestra vida. Cómo tenemos que resplandecer de santidad. Cómo tienen que brillar en nosotros esas perlas preciosas que son nuestras buenas obras. Si nos gusta cuidar nuestros templos, tenerlos limpios, bellamamente adornados e intentamos buscar lo mejor para su ornamentación porque decimos que son templo santo que nos ayudan a sentir y vivir la presencia de Dios, ¿por qué no pensamos en cómo tenemos que brillar nosotros por la santidad de nuestra vida, que somos también ese templo santo de Dios? Adornemos nuestro espiritu y nuestro corazón con las mas bellas virtudes porque en nosotros mora el Espíritu Santo de Dios.

‘¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?’ , nos decía el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios. Y Jesús nos ha hablado en el evangelio del templo que es su cuerpo. ‘Destruid este templo y en tres días lo reedificaré’, les dice cuando ellos pensaban que se estaba refiriendo a aquel templo de Jerusalén. Como dice el Evangelista ‘El hablaba del templo de su Cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos se acordaron de que lo había dicho’.

Cuidemos, pues, la santidad de nuestra vida porque somos ese templo de Dios.

http://www.vatican.va/various/basiliche/san_giovanni/vr_tour/index-it.html para visitar de forma virtual la basilica de san Juan de Letrán

martes, 8 de noviembre de 2011

La vida de los justos está en las manos de Dios en una ofrenda de amor


Sab. 2, 23-3,9;

Sal. 33;

Lc. 17, 7-10

‘La vida de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento…’ decía el sabio del Antiguo testamento en una hermosa reflexión que creo que nos puede ayudar mucho.

En las manos de Dios, en Dios nos confiamos. Como creyentes no sólo afirmamos la existencia de Dios, sino que en Dios ponemos nuestra confianza, porque de Dios nos sentimos amados y ya nada de nuestra vida es ajeno a esa presencia de Dios. Nos ponemos en las manos de Dios que significa también cómo queremos en todo momento buscar su voluntad, realizar lo que es su voluntad, lo que son los planes de Dios para nuestra vida. Y queremos ser fieles, queremos vivir en ese amor de Dios amándole también sobre todas las cosas.

Sin embargo nuestra vida de creyentes muchas veces se ve probada y pueden incluso surgir dudas en nuestro interior que nos hicieran tambalearnos en nuestra fe. Es cuando surgen los problemas en nuestra vida que en ocasiones nos llenan de agobios; o aparece la enfermedad, el dolor, el sufrimiento; un accidente quizá que rompe el ritmo de nuestra vida o nos deja imposibilitados con muchas secuelas; o en la ancianidad nos vemos debilitados en nuestras posibilidades.

Y surgen las preguntas en nuestro interior interrogándonos quizá por el sentido de todo eso; o nos puede parecer como un castigo que decimos que no merecemos cuando nosotros hemos sido buenos. ¿Por qué a mí? Nos preguntamos ¿Qué he hecho para merecer este castigo? Es como un interrogante que nos hace sufrir por dentro. Es la pregunta del por qué el sufrimiento del justo.

Creo que este texto del libro de la Sabiduría nos puede ayudar a reflexionar y a encontrar respuestas orientando nuestro pensamiento y nuestra vida también hacia el sufrimiento y la pasión de Jesús.

‘La gente insensata consideraba su tránsito como una desgracia… pensaban que eran castigados…’ expresa ese pensamiento tan común del castigo y de los interrogantes ante el sufrimiento. Pero ya el mismo sabio va contestando: ‘Pero ellos están en paz… esperaban seguros la inmortalidad… Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como oro en crisol… los que en El se confían conocerán la verdad y permanecerán con El en el amor, porque sus elegidos encontrarán gracia y misericordia…’

El verdadero creyente que se confía en el Señor no pierde la paz, su vida está llena de esperanza; se siente probado pero en su fidelidad en el amor se siente al mismo tiempo seguro porque sabe que el Señor está con El. Es lo que tenemos que saber hacer aunque nos cueste. Es la confianza que ponemos en el Señor. Es el saber ponernos también con nuestro dolor, nuestro sufrimiento junto a la cruz de Jesús, porque nuestro dolor y nuestra cruz tiene que hacernos mirar la cruz de Jesús, contemplarlo a El, junto e inocente, que así se inmola y se entrega por amor.

El cargó sobre sí todos nuestros dolores y sufrimientos y los redimió. Los redimió porque transformó todo el sentido de nuestro dolor desde el amor. La cruz entonces no es castigo sino gracia redentora en virtud del amor. Ahí está todo el amor de Jesús, ahí está todo el amor de Dios. Es lo que nosotros hemos de saber poner en nuestro sufrimiento permaneciendo en esa fidelidad hasta el final y obtendremos la paz para siempre. Ahí en ese sufrimiento cuando nos unimos al sufrimiento de Cristo se va a derramar toda la gracia y toda la misericordia de Dios que transforma nuestra vida.

Qué distinta es nuestra vida cuando sabemos hacer esa ofrenda de amor. Cómo sabremos pasar de manera distinta por esa cruz porque lo hacemos desde el amor como lo hizo Jesús. No perderemos nunca la paz. Todo se convertirá en gracia y bendición para nuestra vida y también para nuestro mundo.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La gracia del Señor para creer


Sab. 1, 1-7;

Sal. 138;

Lc. 17, 1-6

‘Los apóstoles le pidieron al Señor: Auméntanos la fe’. Que sea esa también nuestra súplica, nuestra petición. Queremos creer y queremos que nuestra fe sea grande, sea firme, envuelva de verdad toda nuestra vida. Aunque tenemos todas las razones para creer, cuando tanto nos sentimos amados por el Señor, sin embargo muchas veces dudamos, nos sentimos débiles, se nos tambalea la fe.

Los discípulos le hacen esta petición al Señor después que Jesús les haya hablado de los escándalos que hacen tanto daño, pero también del arrepentimiento, de la corrección y del perdón. No les era fácil todo aquello que Jesús les decía; lo que Jesús les estaba pidiendo exigía que muchas cosas tenían que cambiar en el corazón y no siempre es fácil. Por eso, quieren creer en Jesús y le piden ‘auméntanos la fe’.

De lo que Jesús les habla también es actual para nosotros hoy. No podemos permitirnos hacer daño a nadie, ni que nadie haga daño a los otros. Pero ahí está esa realidad sangrante. Ya lo dice Jesús ‘es inevitable que sucedan los escándalos’, porque en nuestra debilidad podemos con nuestras malas obras, con nuestro mal ejemplo, inducir a otros al mal; que eso es el escándalo. Pero nos dice Jesús ‘¡cuidado!’ y hemos de estar atentos y vigilantes, para que nunca llevemos a nadie por caminos malos.

Por otra parte nos habla de la necesaria corrección que tiene que haber entre nosotros, que hemos de sentirnos como una familia; y los que se quieren se ayudan; y tenemos que ayudar al hermano que comete un error o hace algo malo para que se arrepienta, se corrija, se convierta al Señor.

Y en consecuencia tener esa disponibilidad también en nuestro corazón para perdonar. Cuánto nos cuesta. ¿Nos creeremos tan perfectos que no somos capaces luego de ser compresivos con el hermano que nos haya hecho malo o nos haya ofendido? Esa disponibilidad para perdonar ,y aquí nos recuerda san Lucas lo que se nos dice en otros lugares del evangelio en donde Jesús nos popondrá incluso una parábola, exige por nuestra parte humildad y mucha valentía, pero sobre todo mucho amor y generosidad en el corazón. ‘Si te ofende siete veces en un día y siete veces vuelve a decir; lo siento, lo perdonarás’. Lo que en otro lugar nos habla de las setenta veces siete en la pregunta de Pedro.

Son situaciones las que nos señala hoy el evangelio en las que necesitamos tener ese corage de la fe. Por eso los discípulos piden: ‘auméntanos la fe’. Como aquel hombre que venía a pedirle a Jesús que le curara a su hijo y Jesús le pregunta si tiene fe, y le pide con toda la fuerza de su corazón ‘Señor, yo creo, pero aumenta mi fe’.

‘Si tuviérais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera, arráncate de ahí y plántate en el mar, y os obedecería’. El poder de la fe. Todo lo que podemos hacer si en verdad ponemos toda nuestra fe en el Señor. Y no se trata de ir arrancado moreras y plántandola en otro sitios, o cambiando las montañas de lugar. Pero sí se trata de sentir la fortaleza del Señor en nuestra lucha de cada día; sentir cómo el Señor está con nosotros en ese camino de superación; sentir la gracia de Dios que mueve nuestro corazón para lo bueno, para amar, para perdonar, para ayudar, para hacer el bien.

Le pedimos, sí, al Señor con toda nuestra fuerza. Creemos en ti pero auméntanos la fe.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Que no se nos apague la lámpara…


Sab. 6, 12-16;

Sal. 62;

1Tes. 4, 13-18;

Mt. 25, 1-13

¿De qué nos vale tener una linterna si no tenemos la batería o la fuente de energía necesaria para hacer que nos pueda dar luz e iluminar el camino? ‘Se nos apagan las lámparas…’ dijeron aquellas doncellas que no fueron previsoras para tener el suficiente aceite para aguardar la llegada del novio en cualquier hora que viniese. Nos puede decir mucho de nuestra fe, de nuestra esperanza.

Viene el Señor pero no sabemos la hora. Viene el Señor, y pensamos en el tiempo final, su segunda venida, y nos puede parecer tan lejos que no nos preocupamos ni preparamos para su llegada. Viene el Señor, y pensamos en la hora de nuestra muerte y decimos que ya tendremos tiempo, que nos queda mucha vida por delante.

Viene el Señor, y no pensamos que llega ahora, en cualquier momento, en esta misma celebración, en cualquier acontecimiento, o en cualquiera que se acerca a nosotros desde su vida con sus problemas o con sus lágrimas, con sus necesidades o también con sus alegrías. Viene el Señor… ¿Tendremos aceite suficiente para mantener las lámparas encendidas? ¿Cuáles son esas lámparas que hemos de mantener encendidas?

La parábola que nos propone hoy Jesús en el Evangelio puede decirnos muchas cosas. Nos habla de una boda, según las costumbres de su época, en que las amigas de la novia salían con sus lámparas a iluminar el camino a la llegado del novio, y con cuyas lámparas se iba a iluminar luego la sala del banquete. Pero en los detalles que nos da Jesús en la parábola ya nos está indicando que no sabemos cuando puede llegar. ‘Como el esposo tardaba les entró sueño a todas y se durmieron’ hasta que sonó la voz que anunciaba la llegada del esposo. ‘Que llega el esposo, salid a recibirlo’

Vivimos en la vida, si no dormidos, al menos entretenidos u ocupados en nuestros trabajos, en nuestras obligaciones, en los avatares y aconteceres corrientes de la vida. Pero el creyente sabe que todas esas cosas que componen nuestra vida no son ajenas a nuestra fe, no son ajenas a la presencia de Dios que viene a nosotros. El verdadero creyente vive en vigilancia y en esperanza. ‘El justo vivirá de la fe’, que dice la escritura. Y desde la fe sabemos y descubrimos esa presencia de Dios en nuestra vida, también en medio de nuestros trabajos y nuestras luchas. Y tendríamos que estar atentos a esa presencia del Señor, vivir en esa presencia del Señor.

¿Nos dormimos? ¿Estamos tan entretenidos en nuestras cosas que nos olvidamos de esa presencia del Señor? ¿Tanto nos absorben nuestras preocupaciones o responsabilidades? ¿Se nos apagará esa lámpara de la fe que tendríamos que tener siempre encendida? ¿Se nos acaba el aceite que le dé energía, luz, vida?

Viene el Señor, ya lo decíamos antes, nos sale al encuentro. Nos sale al encuentro en una celebración, como ahora mismo quiere llegar a nosotros en su Palabra y en la Eucaristía. Pero nos sale al encuentro en los acontecimientos que vivimos, o en las personas con las que nos cruzamos en la vida o que conviven con nosotros. Nos sale al encuentro haciéndonos una llamada especial allá en el fondo de nuestro corazón desde una palabra que escuchamos, un consejo que nos dan, o en tantas cosas que nos suceden que si tuviéramos bien encendida nuestra lámpara seríamos capaces de verlo y escucharlo. Nos hace falta una luz especial.

Vigilancia y esperanza necesarias en la vida del creyente. Una lámpara encendida que no podemos dejar apagar. La imagen es hermosa y nos puede decir muchas cosas. La fe tiene que ser una luz – la Luz - que ilumine nuestra vida. Y la ilumine en todo momento. Porque la fe no es algo de quita y pon, de lo que echemos mano cuando nos apetezca, sino que la fe ha de envolver toda nuestra existencia, dar valor y sentido a todo lo que es nuestra vida.

Con la luz de la fe podemos y tenemos que ir haciendo esa lectura creyente de cuanto sucede a nuestro alrededor y cuanto nos sucede a nosotros. La luz de la fe nos abre caminos. Nos hace comprender muchas cosas. Es cada día más rápida y vertiginosa la carrera de nuestro mundo. Algunas veces nos podemos encontrar turbados o confundidos por la marcha de nuestro mundo.

Sentimos, por ejemplo, el sufrimiento de tanto dolor, de tanta muerte como los hombres vamos dejando meter en nuestra vida con nuestros odios y violencias, con tanta insolidaridad e indiferencia que nos hace insensibles, con ese materialismo o esa vida sin sentido que viven muchos. Pero desde esa fe nos sentimos fortalecidos en el Señor. Y nos sentimos al mismo tiempo impulsados a luchar y trabajar por hacer un mundo mejor, ir poniendo esos granitos de arena, esas pequeñas semillas de nuestra bondad y de nuestro amor para llevar paz y consuelo a tantos que nos rodean.

Por eso y por tantas razones más, no podemos dejar apagar esa lámpara de nuestra fe y de nuestro amor. Que no nos falte el aceite. Que no nos falte la gracia del Señor. Que no nos falte esa luz. Que sepamos en verdad buscar ese alimento de nuestra fe, ese combustible que alimente esa luz, en la Palabra del Señor que escuchamos, en nuestra oración, en la Eucaristía que nos alimenta, en la gracia de los sacramentos.

Decíamos antes, vigilancia y esperanza. Efectivamente, hemos de estar atentos para, por así decirlo, no bajar la guardia. Quizá en esa lucha de cada día, en esas nuestras carreras locas, porque decimos que hay tanto que hacer o porque nos vemos sobrepasados, podemos bajar la guardia de nuestra vigilancia y se merme nuestra oración, se merme toda esa vida de piedad que me mantenga unido al Señor para recibir su gracia.

El sarmiento tiene que estar unido a la vid, nos dice Jesús en otro lugar del evangelio. Y si no nos alimentamos permaneciendo unidos al Señor, nuestra lámpara se apaga, nuestro aceite se nos acaba y cuando llegue el momento que lo necesitamos nos vamos a encontrar a oscuras.

Que podamos entrar al banquete bodas; que seamos capaces de hacer de nuestro mundo ese banquete de bodas del Reino de los cielos porque con nuestro amor, con nuestra solidaridad, con nuestra preocupación por los demás tengamos presente esa luz, hagamos presente a Cristo en nuestra vida y en la vida de los demás. Es nuestra tarea y ha de ser nuestra preocupación. Que no nos falte el aceite de la gracia que mantenga encendida siempre esa luz.