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jueves, 10 de noviembre de 2011

El reino de Dios está dentro de vosotros…


Sab. 7, 22.8, 1;

Sal. 118;

Lc. 17, 20-25

‘Unos fariseos le preguntaban cuando iba a llegar el Reino de Dios…’ Jesús había comenzado su predicación anunciando que el Reino de Dios estaba cerca. Había que convertirse para su llegada, que era lo que también había anunciado el Bautista. Luego en su predicación era el anuncio constante de Jesús, pues con las parábolas nos estaba explicando continuamente cómo era ese Reino de Dios.

Ahora los fariseos le preguntan, como le preguntarán también en alguna otra ocasión los propios discípulos. ¿Cuál era el interés? Quizás detrás de la pregunta estaba su manera de concebir cómo había de ser el Mesías. Era el que iba a liberar a Israel, como un gran jefe o caudillo que se pusiera al frente del pueblo, y ellos pensaban en la opresión del yugo extranjero al que estaban sometidos.

En ese sentido sería la pregunta también de los discípulos casi en las vísperas de la Ascensión. ‘¿Es ahora cuando se va a restablecer el reino de Israel?’ preguntaban los discípulos. ‘No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder’, les respondería a los discípulos.

Ahora a la pregunta de los fariseos Jesús responderá: ‘El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros’. Y nos previene que no nos dejemos confundir con quienes nos digan que está aquí o está allí.

‘El Reino de Dios está dentro de vosotros’, nos dice. Es desde dentro del corazón desde donde tenemos que reconocer en verdad que Dios es el único Señor de nuestra vida. Es ahí, dentro del corazón donde tenemos que sentir y poner todo el amor de Dios, que sea también nuestro amor. Es ahí, dentro del corazón, en lo más hondo de nuestra vida donde tenemos que realizar esa transformación profunda para vivir esos valores nuevos del evangelio, para vivir según el espíritu de las bienaventuranzas.

En el corazón tenemos que poner amor, y capacidad de perdón, y humildad, y compresión, y respeto y valoración de toda persona, y acogida desinteresada de toda persona, y generosidad, y desprendimiento. Es el corazón el que tenemos que limpiar y transformar para arrojar lejos de nosotros toda maldad, toda malquerencia hacia los otros, todo rastro de envidia y de orgullo, todo tipo de egoísmo y recelo.

Es ahí, el corazón, el que tenemos que abrir a Dios y a su Palabra. Es ahí en el corazón donde tenemos que sentir la presencia del Señor que nos habla, que nos derrama su amor, que nos impulsa a cosas nuevas, a actitudes nuevas, a valores nuevos, que nos llena de la gracia de los sacramentos.

Es ahí en el corazón donde vamos a sentir esa fuerza y esa gracia del Señor que nos llena de vida, que nos salva, que nos perdona y nos hace sentirnos hombres nuevos, y nos sentirnos fuertes incluso cuando tengamos que sufrir por su causa. Ya nos decía Jesús que ‘antes de todo eso el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación’. Y claro el discípulo no es mejor que su maestro.

Claro, y todo eso que vamos a sentir hondamente en nosotros se va a manifestar también en nuestro exterior, en nuestra manera de actuar, en lo que hacemos por los demás y por nuestro mundo para hacerlo cada día mejor, para hacer que en verdad vaya siendo ese Reino de Dios que Jesús ha instituido. Porque aunque lo vivamos allá en lo más hondo de nosotros mismos no va a ser algo oculto, sino algo que tiene que manifestarse, algo que tenemos que saber llevar también a los demás. Ojalá aprendamos esa Sabiduría de Dios, de la que nos ha hablado la primera lectura, y sepamos transmitirla y contagiarla a los demás.

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