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sábado, 30 de marzo de 2019

Quien no es capaz de doblar sus rodillas ante Dios, no sabrá abajarse para saber estar cercano a los pequeños y humildes que caminan a su lado


Quien no es capaz de doblar sus rodillas ante Dios, no sabrá abajarse para saber estar cercano a los pequeños y humildes que caminan a su lado

Oseas 6,1-6; Sal 50; Lucas 18, 9-14
La autosuficiencia, el orgullo, la soberbia son malos compañeros para el camino de la vida. Aunque algunos crean que llevándoselo todo por delante son más fuertes, más importantes o más respetados.
Nos encontramos gentes que caminan por la vida así. Se creen que ellos son todo para el mundo, miran por encima del hombro a los demás considerándolos unos pobrecitos que nada saben o nada pueden, van avasallando a todo el que se encuentran en el camino con su prepotencia echando a la cuneta de la vida a quienes consideren que les pueden impedir conseguir sus objetivos.
Respeto no conseguirán sino quizá miedo, y salvo aquellos que los envidian y quieren ser como ellos nadie los querrá como amigos; claro que quienes siguen sus ejemplos y entran por caminos de adulación, pronto estarán buscando como echar la zancadilla para ocupar su lugar.
Si esto lo hemos de tener en cuenta en unas verdaderas relaciones humanas con los que caminan con nosotros en la vida, ese estilo de vida lleno de vanidad y orgullo no nos vale de  ninguna manera para nuestras relaciones con Dios. Ante Dios todo tiene que ser sinceridad porque El conoce bien nuestro corazón y bien sabemos que Dios se goza con los humildes, porque ellos de manera especial se revela y para ellos tiene las gracias más especiales.
Hoy nos dice el evangelio que Jesús propone una parábola por aquellos ‘que teniéndose por justos, despreciaban a los demás’. Y nos habla de aquellos dos hombres que subieron al templo a orar. En uno resplandece el orgullo y la autosuficiencia, el creerse justo y despreciar a todo el que se encuentra a su lado. Se refleja en sus posturas y en su manera de orar.
Es sintomático que nos diga que se puso en pie delante de todos. No quiere mezclarse con nadie y como se cree superior ese gesto de estar de pie nos está señalando como quiere estar por encima de los demás. Y son también sus palabras llenas de vanidad donde trata de justificarse pero de hacer lista de merecimientos en sus cumplimientos. ¿Vendrá a comprar el favor de Dios?
Mientras el publicano postrado en tierra no hacia sino repetir que se sentía un hombre pecador e imploraba la misericordia del Señor. Siente y reconoce la pequeñez de su vida; sabe que ante Dios nadie se puede considerar bueno por si mismo; no le importa ocupar el ultimo lugar, porque sabe que allí donde esté y si lo hace con humildad siempre sentirá el favor de Dios; no le importa estar a ras de tierra, porque así se siente más cerca de los que con él van haciendo también el camino de la vida; se siente pobre y necesitado en su condición pecadora, porque sabe que la justificación y el perdón solo vienen de Dios.
Ya sabemos, como nos dice la parábola, quien bajo del templo justificado aunque luego caminar en medio de los demás confundiéndose con todos, también con los pequeños y con los pecadores. Con su humildad y sencillez sabrá estar cercano a los demás sintiendo la pobreza y pequeñez de los otros como suya también. Sabrá estar cercano a los otros porque los pedestales no son los que lo levantan sino sola la misericordia y la compasión del Señor que se ha derramado en su corazón y que será la misericordia y la compasión con que también se acercarán a los demás.
¿Cuál es nuestra postura ante Dios y ante los demás? ¿Nos costará también a nosotros doblar las rodillas ante Dios? Quien no es capaz de doblar sus rodillas ante Dios, no sabrá abajarse para saber estar cercano con el amor con los pequeños y humildes que caminan a nuestro lado.
Demasiado vamos viendo hoy en nuestros templos gente que no sabe ponerse, o no quiere ponerse de rodillas delante de Dios. ¿No tendría que hacernos pensar en la pobreza de nuestros gestos cuando nos ponemos en la presencia de Dios que puede ser indicativo de la pobreza de nuestro acercamiento a los demás?

viernes, 29 de marzo de 2019

La prueba de nuestra fe está en nuestro amor, un amor verdadero y por encima de todo a Dios, pero un amor sincero a los demás, a todos sin distinción


La prueba de nuestra fe está en nuestro amor, un amor verdadero y por encima de todo a Dios, pero un amor sincero a los demás, a todos sin distinción

Oseas 14,2-10; Sal 80; Marcos 12, 28b-34
Seguimos en nuestro camino de cuaresma, se acerca la Pascua. Y no podemos olvidar lo que ha sido el objetivo desde el principio de este camino que vamos realizando. Nos esforzamos, queremos superarnos, pero lo importante es que nos volvamos hacia Dios. Fue la llamada que escuchamos desde el principio. ‘Conviértete al Señor, tu Dios’.
Cada día la liturgia nos va ofreciendo diversos textos de la Palabra de Dios para ir iluminando nuestra vida y para que nos mantengamos firmes en el camino. Nos recuerda actitudes y posturas que hemos de tomar en la vida, nos hace mirar hacia la meta de la Pascua, y nos hace sentir presente en nuestra vida el amor del Señor que no nos falla. No nos hemos de cansar en considerar lo que es el amor que el Señor nos tiene.
Como nos dirá san Juan en sus cartas ‘el amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que El nos amó primero’. Y claro con esa consideración no nos queda otra cosa que una respuesta de amor. Es a lo que nos lleva la Palabra que en este día nos ofrece la liturgia.
El profeta Oseas que escuchamos en la primera lectura nos insiste en nuestra conversión al Señor haciéndonos reconocer que hemos tropezado, que muchas veces hemos abandonado los caminos del Señor. Pero nos recuerda la ternura de Dios que siempre es fiel en su amor, y nos busca, y nos llama, y nos cura, y nos hace volver a sus caminos, porque nos damos cuenta que solo en el Señor tenemos la salvación.
Con un lenguaje casi poético nos hace volvernos a Dios. Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos. Seré para Israel como rocío, florecerá como azucena, arraigará como el Líbano. Brotarán sus vástagos, será su esplendor como un olivo, su aroma como el Líbano. Vuelven a descansar a su sombra: harán brotar el trigo, florecerán como la viña; será su fama como la del vino del Líbano…’
¿Qué hemos de hacer? Amar y amar con todo el corazón. Nos lo recuerda el evangelio. Nos habla de un letrado que viene a preguntarle a Jesús cual es el mandamiento principal. ‘¿Qué mandamiento es el primero de todos?’ A lo que Jesús le responderá con lo que todo buen judío se sabía de memoria porque hasta lo repetían muchas veces al día. ‘El primero es: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.  El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos’.
Aquel letrado trata de justificarse como dándole la razón a Jesús y diciendo que el amor a Dios y al prójimo está por encima de todos los holocaustos y sacrificios. Pero no nos basta saberlo o repetirlo. Tiene que ser algo que en verdad tengamos muy presente en nuestra vida, se haga vida de nuestra vida. Aún quizá seguimos pensando muchas veces en la importancia de nuestros sacrificios, en la importancia de las ofrendas que podamos hacer, pero quizá no hemos llenado de verdad nuestro corazón de amor.
La prueba del algodón, por decirlo con una frase muy de moda, la prueba de nuestra fe verdadera está en nuestro amor, un amor verdadero y por encima de todo a Dios, pero un amor sincero a los demás, y cuando decimos los demás decimos a todos sin distinción. Es la única manera de volvernos de verdad a Dios, hacer que Dios sea el único centro y sentido de nuestra vida.
Es en lo que cada día tenemos que crecer más y más. No nos podemos pasar por alto ese primer mandamiento dando por sentado que ya lo cumplimos, que eso es lo que hacemos muchas veces cuando examinamos nuestra conciencia. Tenemos que preguntarnos seriamente si amamos así a Dios, si así le expresamos el amor que le tenemos. Hemos de hacer arder nuestro corazón en amor; pidamos que nos llenemos del Espíritu del amor, que es en verdad llenarnos de Dios.


jueves, 28 de marzo de 2019

Que aprendamos a tener una mirada limpia, arranquemos de nuestro corazón la malicia, abramos nuestro espíritu a todo lo bueno que podamos descubrir en los demás


Que aprendamos a tener una mirada limpia, arranquemos de nuestro corazón la malicia, abramos nuestro espíritu a todo lo bueno que podamos descubrir en los demás

Jeremías 7,23-28; Sal 94; Lucas 11,14-23
‘Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo’. Acababan de ser testigos de un milagro. Un mudo había sido curado; según el sentido que aquella gente tenia de la enfermedad era un mal, un signo del dominio del maligno sobre la persona; por eso con frecuencia vemos que a los enfermos los llamaban endemoniados, poseídos por un espíritu inmundo.
Jesús había curado a aquel hombre que no podía antes hablar y habría recobrado la posibilidad de hablar. Pero siempre hay quien hace sus interpretaciones interesadas, por eso dirán que Jesús expulsa los demonios con el poder del demonio. Incomprensible. Jesús les habla de un reino dividido que no se puede sostener, pero no terminan de comprender por eso piden más signos del cielo.
También nosotros pedimos pruebas en tantas ocasiones; andamos muy preocupados de que el Señor nos ayude y nos libere de esos males, esas situaciones difíciles con las que nos tropezamos por la vida, y parece que como si toda nuestra fe dependiera de ese milagro que el Señor haga en nosotros. Y no terminamos de ver tantos signos de la presencia de Dios en nuestra vida. ¿Nos habremos contagiado del espíritu del mundo que nos rodea que también está pidiendo pruebas y señales para creer? ¿Nos habremos contagiado de ese espíritu de desconfianza, o lo que es peor de esa malicia para no saber descubrir lo bueno o hacer nuestras interpretaciones sesgadas?
Que aprendamos a tener una mirada limpia, que arranquemos de nuestro corazón esas malicias, que abramos nuestro espíritu a todo lo bueno que podamos descubrir en los demás. Así veremos los signos que Dios va poniendo a nuestro lado en el camino de la vida. Sepamos ver esas cosas pequeñas y sencillas que van sucediendo a nuestro lado, que podemos descubrir en los que son pequeños y humildes. Son tantos los signos de ese Reino de Dios que se va realizando a nuestro lado y que tenemos que sentir también dentro de nuestro corazón.
Esa mirada limpia como la de un niño, pero que podemos descubrir en tantas personas que van sin malicia por el mundo; esa sonrisa que nos llega al alma y nos contagia de ilusión y de esperanza porque a pesar de todo en el mundo se puede sonreír; esa mano tendida que tantos ofrecen a los sufren a su lado porque saben escucharlos o simplemente estar allí; esas personas buenas que comparten lo poco que tienen pero que lo hacen con generosidad; esa gente que es capaz de sacrificarse comprometiéndose en tantas tareas sencillas pero que hacen más amable nuestro mundo, más humano y que nos llena de esperanza de que puede hacerse un mundo mejor.
Podríamos seguir en una lista interminable y yo te invito a que te detengas un poco en lo que estés haciendo y te pongas a pensar en tantas cosas buenas que cada día suceden a tu lado y de las que casi no nos damos cuenta o no les prestamos atención, pero que merece la pena contemplarlas, porque nos hacen confiar en las personas, y nos hacen confiar en que podemos hacer un mundo mejor.
Son muchas las señales que Dios va dejando de su paso a nuestro lado y que se hace presente en tantas personas buenas y sencillas de corazón humilde.

miércoles, 27 de marzo de 2019

Todo ha de centrarse en una vuelta de nuestro corazón a Dios y en su voluntad encontraremos la sabiduría y el sentido verdadero de nuestra vida


Todo ha de centrarse en una vuelta de nuestro corazón a Dios y en su voluntad encontraremos la sabiduría y el sentido verdadero de nuestra vida

Deuteronomio 4,1.5-9; Sal 147; Mateo 5,17-19
‘Mirad, yo os enseño los mandatos y decretos que me mandó el Señor, mi Dios… Ponedlos por obra, que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia…’ ¿Cuántos podemos decir con toda sinceridad esto mismo acerca de los mandamientos de Dios? Claro que no se trata solo de decirlo de palabra, sino decirlo porque esa es también nuestra manera de actuar, respetando y cumpliendo la ley del Señor.
Tenemos la tendencia a quitarnos de encima todo lo que signifique un mandato o una obligación. O al menos intentamos hacernos rebajas, o decirnos que bueno está bien, pero que no todo  hay que tomárselo al pie de la letra, que tenemos que interpretarlo con el devenir de los tiempos, que eso estaba bien para otra época y cosas así.
Pero esto es que es una tendencia en todo lo que signifique una ley, una norma, una obligación legal, y así en la vida estamos siempre a ver como escapamos de aquella obligación, a ver como nos birlamos la ley o como nos escapamos de determinadas obligaciones, ya sea en nuestras normas de conducta más elementales, ya sea en obligaciones fiscales, y nos buscamos mil y un subterfugio para ver cómo escapamos y no cumplimos para hacer lo que nos da la gana, como se suele decir vulgarmente.
Quizá en el momento en que aparece Jesús como un nuevo profeta en medio del pueblo de Israel, con los sueños y esperanzas del Mesías que todos tenían y sentían como algo ya inminente, cansados de tantas normas y preceptos que se habían inventado en la interpretación de la ley de Moisés, o de las imposiciones que sectores más rigurosos y muy poderosos en medio del pueblo, como serian los fariseos y saduceos, ahora pensaban que el nuevo profeta iba a abolir todo aquello.
Pero no es eso lo que nos viene a decir Jesús. No ha venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento, a darle plenitud. ¿Significa eso que tienen que seguir sujetos a toda aquella multitud de preceptos que se habían multiplicado de tal manera que hacia olvidar o dejar en segundo plano lo que era realmente la ley de Moisés?
No era ese el camino de Jesús. El dar plenitud había de pasar por ir de verdad a lo que era la ley del Señor, sabiduría e inteligencia verdadera del pueblo de Dios, para no quedarse en cumplimientos formales, sino para llegar al fondo del corazón. No quería el Señor que su pueblo le honrara con los labios mientras su corazón estaba lejos de El. Y era eso lo que les estaba pasando.
Todo tenia que centrarse en una vuelta de verdad desde lo hondo del corazón a Dios. Tenia que ser en verdad el centro de todo. Por eso Jesús anunciaba el Reino de Dios. Decir el Reino de Dios era decir que en verdad Dios era el único centro de la vida y del hombre. Y desde ahí todo había de ramificarse en un nuevo sentido de las cosas, en un nuevo sentido de las relaciones entre unos y otros, en un nuevo sentido de vivir. Y ese sentido estaba en el amor. Ahí es donde habíamos de encontrar la plenitud de todo.
Ahí encontramos de verdad nuestra sabiduría y nuestra inteligencia, como nos decía la Escritura santa en el libro del Deuteronomio. Es el camino de Jesús. Es el amor que lo resume todo. Es el amor que vivimos como respuesta al amor que Dios nos tiene. Es el amor que hemos de vivir en el estilo de Jesús, en el estilo de Dios. No será un amor cualquiera; no serán cosas que hagamos para contentarnos y por cumplir. Es la profundidad que hemos darle a nuestra vida. Es lo que va a dar verdadera razón y sentido a nuestra existencia. Es como en verdad construiremos el Reino de Dios.

martes, 26 de marzo de 2019

No olvidemos nunca el perdón que Dios nos ofrece para ser nosotros generosos en nuestro amor y en el perdón


No olvidemos nunca el perdón que Dios nos ofrece para ser nosotros generosos en nuestro amor y en el perdón

Daniel 3,25.34-43; Sal 24; Mateo 18,21-35
No lo queremos reconocer pero el cerrarnos al perdón y guardar rencor en el corazón tiene que ser un tormento difícil de sobrellevar. No hay paz más grande que cuando generosamente somos perdonados y no hay liberación más profunda dentro de nosotros mismos cuando somos generosos para dar el perdón a quien nos haya ofendido, porque es sentir la paz que se produce dentro de nosotros cuando nos descargamos de ese tormento del orgullo y del amor propio que nos cuesta tanto mitigar. Cuando nos mantenemos en nuestro orgullo o amor propio malherido estamos engendrando negatividad dentro de nosotros que fácilmente puede explotar de muchas maneras en violencias.
Lo sabemos pero no lo queremos reconocer. Y seguimos con las espadas en alto, creando distanciamientos por heridas mal curadas que  nos alejan los unos de los otros haciendo tan dura y difícil la convivencia. Que triste es ver pasar a una persona junto a otra evitándose, no dirigiéndose ninguna palabra amable, y marcando la tensión en sus rostros y en sus vidas o ignorándose mutuamente. Nunca más se dijeron un día, por cualquier impertinencia y las distancias se han seguido ahondando entre unos y otros creando abismos que parecen insuperables. Vemos demasiado de todo eso en nuestro entorno y tendríamos que decir que sufren esas personas, como también nos hace sufrir porque vemos esa falta de amor y comprensión y esa falta de humanidad.
El problema del perdón es un problema permanente en el corazón del hombre; algo que se nos hace difícil. Algunas veces no quisiéramos ser así, nos gustaría llegar a sentir esa paz en el corazón pero nos cuesta. Buscamos subterfugios, queremos encontrar soluciones fáciles, pero seguimos poniendo límites, y es que en fin de cuentas le ponemos límites al amor; nos falta generosidad en el corazón; nos falta reconocimiento por nuestra parte de forma verdaderamente agradecida a quienes son comprensivos con nosotros y llegan a perdonarnos.
Es lo que se nos plantea hoy en el evangelio. Viene Pedro por allí preguntando hasta cuándo tenemos que perdonar, cuantas veces tenemos que perdonar al hermano que me ofende; y en un gesto que quiere llamar él de generosidad, dice si será suficiente que perdonemos siete veces al que nos haya ofendido. Y ya conocemos la respuesta de Jesús que se ha hecho bien proverbial hasta en nuestra manera de hablar. ‘Siete veces no, sino setenta veces siete’.
Aquello le parece excesivo a Pedro y por eso Jesús les propone la parábola. Del criado que ha sido perdonado por su amo, y que luego no sabe perdonar a su compañero con diferencia grande entre lo que debe uno y lo que debe el otro. Y con la parábola Jesús nos está hablando de cómo es el perdón que Dios nos ofrece, al que no sabemos nosotros corresponder siendo capaces de perdonar a los demás, cuando tantas veces hemos pedido perdón a Dios y el Señor nos ha perdonado.
Ya nos ha dicho Jesús en otro momento que seamos compasivos y misericordiosos como Dios nuestro Padre es compasivo y misericordioso. Es el modelo que tendríamos que seguir, aunque nos cueste. Pero sí es necesaria una cosa, y es que seamos nosotros capaces de saborear el perdón que Dios nos ofrece. Sí, digo, saborear. Porque quizá vamos a pedirle perdón a Dios como una rutina, pero no llegamos a saborear lo que es ese perdón gozándonos en esa paz que Dios nos da. Creo que si lo saboreáramos bien sabríamos ser capaces de saborear también nosotros el perdón que le ofrecemos a los demás, sintiendo también nosotros la paz del que libera su espíritu de resentimientos y rencores, de orgullos y de ese amor propio que nos encierra en nosotros impidiéndonos el dar generosamente ese perdón.
Qué distintas serían nuestras relaciones entre unos y otros si actuáramos así. Que hermanamiento de amor iríamos creando entre unos y otros que nos facilitarían el encuentro y la convivencia. No olvidemos nunca el perdón que Dios nos ofrece para ser nosotros generosos en nuestro amor y en el perdón.

lunes, 25 de marzo de 2019

En la contemplación hoy del misterio de la Encarnación sintamos en lo hondo de nosotros mismos los pasos de Dios que viene a nuestro encuentro



En la contemplación hoy del misterio de la Encarnación sintamos en lo hondo de nosotros mismos los pasos de Dios que viene a nuestro encuentro

Isaías 7, 10-14; 8, 10; Sal 39; Hebreos 10, 4-10; Lucas 1, 26-38
Hay cosas que uno repite una y otra vez, las cuenta muchas veces repetidamente porque han sido acontecimientos que han dejado huella en su vida y compartirlo con los demás parece que se lo hace a uno revivir. Fue mi experiencia de Nazaret. Allí en la profundidad de la Basílica de la Anunciación, frente a las ruinas de lo que fue la casa de María en Nazaret leímos con el grupo que me acompañaba en esos momentos el evangelio que hoy nos ofrece la liturgia de la Anunciación del Ángel a Maria. Y recuerdo una palabra que se me quedó resonando en aquel momento y en aquel lugar en el corazón. ‘Aquí…
Sí, ‘aquí’, en aquel mismo lugar según se nos recordaba, María dijo ‘sí’ al ángel como respuesta al mensaje que le llegaba de lo alto. María dijo ‘sí’ y allí se realizó el milagro de la Encarnación de Dios en las entrañas de Maria para hacerse hombre, para hacerse Emmanuel, Dios con nosotros. Por eso repetía, saboreándolo en el corazón, y no sé expresar todo lo que sentía en aquellos momentos, ‘aquí… aquí Dios se hizo hombre en el seno de María’. Se hizo silencio para mí, se hizo silencio en mi entorno, solo escuchaba los pasos de la gente en la basílica pero que eran como los pasos de Dios que caminaba a mi encuentro, se hizo un silencio profundo en el alma para sentir en lo hondo del alma ese gozo de la presencia de Dios.
Hoy, en esta fecha del 25 de marzo, estamos celebrando el Misterio de la Encarnación. No podemos dejar de decir que es misterio, porque es algo tan maravilloso y tan grande que no nos cabe en nuestro saber humano, pero al mismo tiempo tenemos que sentir ese gozo de la presencia de Dios en medio de nosotros. Dios que nos entrega a su Hijo, tan grande es su amor, que realiza el milagro que solo Dios puede hacer.
No podemos dejar de considerar, de meditar una y otra vez esta grandeza y maravilla del amor que Dios nos tiene. Tenemos que sentir, sí, en lo hondo de nuestro espíritu esa alegría del amor de Dios que también a nosotros nos inunda. Tenemos que comenzar a cantar la alabanza al Señor porque no nos podemos cansar de alabarle y darle gracia por tan grande amor.
Miramos hoy a Maria, la que hizo posible ese milagro de amor, Dios quiso contar con ella, y como ella también nosotros queremos abrir nuestro corazón a Dios. Dios le ofrecía que se dejara inundar por el espíritu, y ella se dejó hacer por Dios. Ahí tenemos su respuesta, ‘hágase en mi según tu palabra’; se sentía en la manos de Dios y aunque comprendía que el Señor estaba haciendo en ella cosas maravillosas, sin embargo humildemente se seguía sintiendo la esclava del Señor, ‘aquí está la esclava del Señor’.
La Escritura Santo en otro lugar nos dirá que el Hijo de Dios al entrar en el mundo para encarnarse en el seno de Maria y ser así nuestro Salvador había proclamado ‘aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’. Esa era su vida y su alimento; ‘mi alimento es hacer la voluntad del Padre’, les había respondido a los discípulos allá junto al pozo de Jacob cuando le insistían que comiera. Y en Getsemaní, aunque grande era el dolor de alma ante la pasión que se avecinaba, en su oración terminaba clamando al Padre ‘no se haga mi voluntad sino la tuya’. Por eso culminaría su vida poniéndose en la manos de Dios ‘a tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu’.
Contemplar hoy este misterio de la Encarnación que hoy estamos celebrando es contemplar todo el misterio de Cristo, es contemplar su pascua, porque es contemplar su entrega y su amor. Es una contemplación que nos lleva a dejarnos nosotros inundar también por el mismo espíritu de Jesús - para eso se ha hecho hombre para darnos su mismo Espíritu -, y que nosotros también podamos decir con toda nuestra vida ‘aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’.
Como María sintámonos pequeños y humildes, pero como Maria sepamos admirar cuantas maravillas también el Señor realiza en nosotros. Queremos que se cumpla la Palabra del Señor en nosotros, queremos en verdad plantarla en nuestro corazón, y al mismo tiempo agradecemos las maravillas del Señor y, como decíamos antes, no nos cansaremos de alabarle y darle gracias por tanto misterio de amor.


domingo, 24 de marzo de 2019

Todo es para nosotros como un signo, una llamada para que nos dejemos transformar, para que cambiemos nuestra vida, para que nos convirtamos de verdad al Señor



Todo es para nosotros como un signo, una llamada para que nos dejemos transformar, para que cambiemos nuestra vida, para que nos convirtamos de verdad al Señor

Éxodo 3, 1-8a. 13-15; Sal 102; 1Corintios 10, 1-6. 10-12; Lucas 13, 1-9
¿Por qué? ¿Por qué esto? ¿Por qué a mí? Es una pregunta muchas veces llena de amargura que nos hacemos ante un acontecimiento trágico que contemplamos, ante una enfermedad que nos sobreviene, una tragedia que se cierne sobre nosotros, ante la maldad de algunos que nos hacen daño, ante los problemas que nos vamos encontrando y que a veces se nos hacen insolubles y nos atormentan…
¿Por qué? Y dirigimos la mirada hacia lo alto, o nos miramos a nosotros mismos y nos decimos por qué ese castigo, o ese destino caprichoso que nos envuelve en sufrimientos. ¿Es que soy tan pecador? ¿Es que esas personas que están sufriendo esas calamidades, terremotos, huracanes, inundaciones, catástrofes que se llevan miles de vidas por delante eran tan pecadoras?
Es una pregunta repetida que el hombre se ha hecho siempre a lo largo de la historia y aun nos seguimos haciendo. Y vemos castigos divinos, venganzas del mas allá, situaciones que nos amargan por dentro y cuyo peso se nos vuelve insoportable. Todos podemos conocer en nuestro entorno situaciones así, unos padres que pierden a un hijo en un accidente o en una rápida e incomprensible enfermedad y que no levantan cabeza en sus angustias y lo ven todo negro, y se rebelan interiormente contra todo, contra la vida, contra si mismos, contra Dios llenándose de mil culpabilidades. Y se hace difícil encontrar respuestas, hacer que se renueve la paz en sus corazones.
Algo así le vienen planteando a Jesús hoy en el relato del evangelio. Le cuentan de un sacrílego y abominable crimen que ha cometido Pilatos cuando ha matado a unos galileos que estaban ofreciendo un sacrificio en el templo. Algo que conmocionó a la gentes y que les llevaban a hacerse preguntas como las que antes nos veníamos comentando. ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así?’ les pregunta Jesús para hacerlos reflexionar. Una reacción espontánea de las gentes era decir que si les había pasado eso tan horrible algo malo habrían hecho en sus vidas, pecadores tenían que ser.
Y Jesús les recuerda otro episodio que también había conmocionado a Jerusalén. En algunas obras que se estaban realizando en la piscina de Siloé muchos habían muerto muchos aplastados porque se había derrumbado una torre. Un accidente en este caso, como tantas calamidades que vemos de ese tipo, o la consecuencia de la maldad de un gobernador habían llevado a la muerte a algunos. ¿Eran culpables? ¿Murieron porque eran pecadores? Ya escuchamos la respuesta de Jesús. No eran más culpables que otros, les dice; y aprovecha Jesús para invitarnos a estar preparados en la vida, el primer paso es nuestra conversión.
El Dios del que nos habla Jesús no es un Dios vengador y que busca la muerte; es el Dios de la vida y que quiere para nosotros la vida y para eso nos ofrece su amor. Aunque algunas veces nos hagamos algunas interpretaciones por lo tremendo y hasta diríamos a la ligera, el Dios que nos presenta la Biblia es el Dios que se acuerda de su pueblo, que viene en su ayuda para liberarlo, que quiere caminar junto a nosotros.
Es de lo que nos habla la primera lectura. Dios se le manifiesta a Moisés en el Orbe en medio de algo portentoso, es cierto, en la zarza ardiendo que no se consumía, pero fijémonos en lo que Dios le dice a Moisés. Ha visto el sufrimiento de su pueblo que sufre la esclavitud en Egipto y quiere hacerse presente para liberarlo.
‘He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel’. Y para eso ha escogido a Moisés y lo envía con esa misión. Es el Dios de sus padres, de Abraham, de Isaac y de Jacob, es el Dios que vive y que da la vida, es el Dios que quiere la vida para su pueblo y quiere liberarlo de la muerte, quiere liberarlo de la esclavitud. Es la misión que le está confiando a Moisés.
No es el Dios ajeno a nuestras miserias, no es el Dios que nos abandona, es el Dios que viene a nosotros con su salvación, es el Dios que quiere estar junto a su pueblo, y por eso lo terminaremos llamando Emmanuel, Dios con nosotros. No es el Dios del temor, sino del amor. Es el Dios que nos llama y nos invita a vivir su vida, que quiere estar con nosotros y que llegaré el momento culminante, el momento de la plenitud en que tanto nos ama que nos envía a su Hijo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia.
Es el Dios paciente que nos espera, como el agricultor que espera que la higuera dé fruto. El dueño de la higuera que ha venido a buscar fruto tres años y no lo encuentra quiere arrancarla y arrojarla al fuego; pero allí está el agricultor que pide paciencia, que ofrece nuevos abonos y nuevos cuidado esperando que al final de fruto. Es lo que Dios está haciendo continuamente con nosotros. Pensemos cada uno en nuestra vida.
Este tercer domingo de Cuaresma nos invita a hacer una parada en nuestra vida para que reflexionemos sobre la vida misma y cuanto nos sucede, para que le encontremos un sentido de vida incluso a aquellas calamidades por las que podamos pasar, para que sintamos como todo es para nosotros como un signo, una llamada para que nos dejemos transformar, para que cambiemos nuestra vida, para que nos convirtamos de verdad al Señor que siempre nos está ofreciendo su amor.