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sábado, 22 de noviembre de 2014

La fe que tenemos en Jesús nos lleva a que en la hora de nuestra muerte lo hagamos siempre en la esperanza de la resurrección

La fe que tenemos en Jesús nos lleva a que en la hora de nuestra muerte lo hagamos siempre en la esperanza de la resurrección

Apoc. 11, 4-12; Sal. 143; Lc. 20, 27-40
Ahora son los saduceos los que vienen con sus intrigas y sus preguntas capciosas a Jesús tratando de confundir y desprestigiar. Eran grupos de cariz religioso que hacían sus propias interpretaciones de la Escritura y creaban tendencias y divisiones en la vida social y religiosa de los judíos. Ya el evangelista nos recuerda que los saduceos niegan la resurrección; y es por ahí por donde plantean las cuestiones a Jesús.
Muy dados a la casuística plantean la cuestión desde normas y leyes que regían las costumbres y la vida del pueblo de Israel. Según la ley del Levítico una mujer debía de tener descendencia, pero si el marido moría sin darle esa descendencia un hermano del marido estaba obligado a casarse con ella para darle esa descendencia. Ahora lo plantean desde el hecho de que hasta siete hermanos se casan con aquella mujer porque todos van muriendo sin descendencia y su pregunta, como ellos negaban la resurrección, eran que si había resurrección cual de todos aquellos maridos era en verdad el marido de la mujer.
Jesús un poco pasa de esas cuestiones, pero sí les dice que ‘en esta vida los hombres y mujeres se casan, pero quienes sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán… son hijos de Dios que participan de la resurrección’. No es la vida futura, la vida eterna un calcar nuestra vida terrena a la manera como los hombres nos manejamos en este mundo. Entramos en otra dimensión, otro sentido de plenitud, es una vida nueva y de distinta condición.
Pero el mensaje del evangelio de hoy no se nos puede quedar en resolver esas casuísticas, sino en lo que finalmente Jesús viene a decirnos: ‘No es un Dios de muertos, sino de vivos’, porque es el Dios de la vida, y de esa vida quiere hacernos en partícipes en plenitud. No se trata, pues, de ponernos a imaginar como será esa vida, sino que si pensamos que vamos a vivir en Dios, vamos a vivir en plenitud y en felicidad total.
Pero estamos comentando este evangelio en que se comenzaba diciendo que los saduceos no creían en la resurrección. Me pregunta si en verdad nosotros creemos en la resurrección y en la vida eterna. Muchas veces cuando participo en unas exequias - cuántas veces en mi vida sacerdotal he tenido que presidir la celebración de las exequias en un entierro - me pregunto si todos los que estamos allí llorando por aquel difunto, rezando por aquel difunto, en verdad creemos en la vida eterna y en la resurrección. ¿Qué es lo que pasa en esos momentos por nuestra mente? Lo que expresamos en nuestras oraciones, ¿formará parte de verdad del sentido de nuestra vida? ‘Acuérdate de nuestros hermanos que murieron en la esperanza de la resurrección’, decimos en la oración, pero ¿en verdad a la hora de nuestra muerte lo haremos en esa esperanza de resurrección?
Creo que son unos artículos de nuestra fe que tendríamos que repasar mucho para hacer que en verdad formen parte de nuestra fe y en consecuencia eso repercuta en nuestra forma de actuar, en nuestra forma de vivir. Hemos de reconocer que vivimos pensando solamente la mayoría de las veces en este mundo terreno que ahora vivimos y lo menos que pensamos es en la trascendencia que hemos de darle a nuestra vida, pensando en la resurrección y en la vida eterna. Seguro que si pensáramos más en ellos nuestra forma de vivir sería otra; los afanes y agobios de la vida presente los viviríamos de otra manera; pensaríamos más en ese tesoro que hemos de guardar en el cielo, como nos dice Jesús; nos costaría menos arrancarnos de este mundo, de esta vida; le tendríamos menos miedo a la muerte y nos enfrentaríamos a ella con menos angustia.
Como decimos en uno de los prefacios de las misas de difuntos, ‘te damos gracias porque, al redimirnos con la muerte de tu Hijo Jesucristo, por tu voluntad salvadora nos llevas a nueva vida para que tengamos parte en su gloriosa resurrección’. Cristo resucitó, es un artículo fundamental de nuestra fe; pues nosotros con Cristo estamos llamados también a la resurrección. Que en verdad porque creemos y esperamos en Cristo, seamos dignos, tengamos el gozo de participar de la vida eterna para siempre.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Una nueva ofrenda, un nuevo sacrificio, un nuevo culto ofrecido a Dios en Cristo nuestra Víctima pascual

Apoc. 10, 8-11; Sal. 118; Lc. 19, 45-48
‘Entró Jesús en el templo…’ Siguiendo el evangelio de Lucas de forma continuada como lo hemos venido haciendo hemos hablado de su subida a Jerusalén con todo el significado teológico también que tiene esta subida de Jesús a Jerusalén para celebrar la Pascua, para celebrar su Pascua. Ayer le veíamos contemplar la ciudad santa desde el Monte de los Olivos, que era el camino habitual de entrada a Jerusalén para los peregrinos que venían de Galilea a través del valle del Jordán y contemplábamos sus lágrimas por la ciudad santa donde iba a culminar todo su misterio redentor.
Llega a la ciudad y hace su entrada en el templo y, como nos dice el evangelista, ‘se puso a echar a los vendedores’. Un signo de purificación que Jesús quiere realizar; un signo profético para darnos un nuevo sentido para el templo y para el culto al Señor y el encuentro con El. San Lucas es el menos explicito al describirnos lo que Jesús realiza; san Mateo y san Marcos nos dan más detalles, situando también en el mismo contexto de su entrada en Jerusalén este hecho; el evangelista Juan nos sitúa este episodio casi al principio del Evangelio.
Allí en el templo se ofrecían los sacrificios y los holocaustos, además de ser el lugar de la oración de los judíos; por sus explanadas, además de encontrarnos los maestros de la ley que con sus discípulos explicaban y comentaban las Escrituras - recordemos que allí fue encontrado Jesús niño entre los doctores de la ley tras su pérdida en su subida con sus padres al templo -, se situaban los animales que iban a ser sacrificados, como un servicio a los fieles para que pudieran adquirirlos a la hora de ofrecer los sacrificios; por otra parte estaban los cepillos del templo para las ofrendas y limosnas, pero como había que hacerlo en el dinero propio del templo, por allá andaban también los encargados de realizar el cambio de moneda, ya que muchos judíos venían de fuera de Palestina con las monedas que se utilizaran en sus países. Todo esto convertía el templo casi en una plaza de un mercado más que en un lugar de oración y culto al Señor.
‘Mi casa es casa de oración; pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos’, exclama Jesús expulsando a los vendedores, derribando las mesas de los cambistas, queriendo realizar el signo de la purificación. Algo nuevo iba a comenzar a partir de aquella pascua. Ya no serían necesarios aquellos sacrificios de animales y aquellos holocaustos y ofrendas con los que la humanidad quería agradar a Dios. Ahora se iba a ofrecer el gran Sacrificio, el Sacrificio nuevo de la nueva Alianza en la Sangre derramada, que ya no era la sangre de los animales sacrificados sino la Sangre preciosa de Cristo. Como nos dirán más tarde Pedro y Pablo en sus cartas no hemos sido comprados ni con oro ni con plata, no hemos sido redimidos por la sangre de los antiguos sacrificios, sino que hemos sido redimidos por la Sangre preciosa de Cristo.
Un nuevo culto había de comenzar. Una nueva ofrenda se iba a realizar. ‘Por Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu, das vida y santificas todo, y congregas a tu pueblo sin cesar, para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta su ocaso’, como decimos en la tercera plegaria eucarística. ‘Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad…’ que decimos también.
La Victima pascual es Cristo mismo que por nosotros se ofrece y se inmola. Y ya no hay otro sacrificio que el sacrificio de Cristo, que actualizamos y hacemos presente cada vez que celebramos la Eucaristía. Es con Cristo, por Cristo y en Cristo donde ya para siempre vamos a tributar todo honor y toda gloria a Dios para siempre.
Es el signo que Jesús está hoy realizando en el pasaje del evangelio que estamos meditando. Nos está enseñando cual ha de ser el verdadero sacrificio que hemos de ofrecer al Señor, que ya no serán cosas, ni serán animales que sacrifiquemos sino que será siempre el sacrificio de Cristo al que nosotros nos unimos poniendo en él toda nuestra vida. Que ahí veamos también el signo de la purificación interior que hemos de hacer en nuestra vida para que en Cristo para siempre sea agradable al Señor nuestra ofrenda,  nuestra oración. Que ese sea el culto espiritual  que nosotros ofrezcamos con nuestra vida a Dios.
‘Bendice y santifica, oh Padre, esta ofrenda haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti’, como decimos en la primera plegaria Eucarística.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Las lágrimas de Jesús por Jerusalén tendrían que sembrar inquietud también nuestro corazón para no rechazar la gracia del Señor

Las lágrimas de Jesús por Jerusalén tendrían que sembrar inquietud también nuestro corazón para no rechazar la gracia del Señor

Apoc. 5, 1-10; Sal. 149; Lc. 19, 41-44
¿No habremos llorado alguna vez de impotencia? Deseamos algo ardientemente y luchamos por conseguirlo, pero al final no pudimos alcanzarlo; nos sentimos impotentes, como fracasados. Pero nos sucede no solo en cosas que deseamos para nosotros sino también en ocasiones en cosas que deseamos para los demás, que quizá les ofrecemos generosamente, o estamos a su lado queriendo luchar con ellos por alcanzar esa meta, hacer que su vida mejore, que se superen unos malos momentos o situaciones, pero vino algo, sucedió algo que nos lo echó todo por tierra. Lloramos, sí, en nuestro interior lágrimas amargas de impotencia por lo haberlo conseguido, porque no se logró dar aquel paso o no se superó aquella situación.
Hoy vemos a Jesús llorar por Jerusalén. Solo en otra ocasión veremos lágrimas en los ojos de Jesús, aunque le veamos en ocasiones que la tristeza le abruma el alma; fue cuando la muerte de su amigo Lázaro y ante su tumba viendo llorar desconsoladas a sus hermanas. Fueron lágrimas de compasión pero también de un sentimiento grande de dolor por la muerte de un amigo. ‘Mira cómo le amaba’, dirán los judíos que le vieron llorar.
¿Por qué llora Jesús hoy al contemplar la ciudad de Jerusalén probablemente desde la ladera del monte de los Olivos? A media pendiente hay un pequeño santuario que lo recuerda y lo rememora. ‘¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que te conduce a la paz!’, son las primeras palabras de Jesús. Pero a continuación manifiesta el amor grande que ha tenido por aquella ciudad - todo buen judío amaba enormemente aquella ciudad santa porque en ella estaba el templo del Señor -, y lo que por ella había hecho, cómo en ella había anunciado el evangelio de la salvación, pero lo habían rechazado.
No eran suficientes los gritos y aclamaciones que momentos antes habían proclamado los niños cuando bajaba el monte para entrar en la ciudad - estas lagrimas nos las trae Lucas precisamente después de su entrada en Jerusalén -, porque le iban a rechazar y lo iban a llevar a la muerte. Está en el horizonte ya cercano su pascua en la que se iba a inmolar. Por eso anuncia también que un día aquella ciudad tan hermosa - es bello el panorama que se ve de la ciudad santa desde el monte de los Olivos - iba a ser destruida ‘no dejarán piedra sobre piedra’. ¿No sería ese llanto de impotencia, del que hablábamos al principio, el que sentiría Jesús en aquellos momentos porque no había podido mover a conversión a aquella ciudad santa de Jerusalén?
Llora Jesús por Jerusalén donde no fue aceptado ni acogido aunque allí se iban a realizar los momentos supremos de la nueva Pascua, todo el misterio de nuestra redención. No fue el pueblo bien dispuesto que el Bautista había querido preparar para su venida. ‘No reconociste el momento de mi venida’, les dice Jesús; rechazaron la gracia de Dios que llegaba a ellos. Pero no nos vale quedarnos en lamentar lo que aquella ciudad, aquellas gentes no hicieron, sino que todo esto nos tiene que hacer reflexionar. ¿Llorará Jesús por nosotros también?
Esta escena no es tan lejana a nuestra propia vida o lo que podemos observar en nuestro entorno. Mirándonos primero que nada a nosotros mismos reflexionemos y revisemos cuantas veces nos hemos cerrado a la gracia del Señor. Sentíamos la llamada del Señor en nuestro corazón para hacer lo bueno o superar la tentación y nos dejamos arrastrar por el mal y no respondimos a la gracia del Señor. Mucho tenemos que examinarnos en este sentido y hacerlo con toda sinceridad.
Pero contemplamos alrededor nuestro este mundo que se resiste a la gracia y a la llamada del Señor. Aunque nos decimos cristianos no son precisamente los valores el evangelio los que impregnan nuestro mundo donde se va perdiendo el sentido de Cristo, el sentido cristiano de la vida. Podemos hacer así una mirada genérica, pero sin entrar en juicio contra nadie ni de nadie, sin embargo nos podemos dar cuenta de cuantos a  nuestro lado se resisten también a la gracia del Señor. 
Ahí tenemos también una tarea que realizar. La inquietud por el evangelio que tiene que animar nuestro corazón y nuestra vida nos ha de hacer que nos sintamos inquietos, pero que veamos cómo nosotros con nuestro ejemplo podemos atraer a los demás para que se interesen por los caminos del evangelio. Una inquietud misionera tendría que metérsenos en nuestras entrañas. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Si somos fieles en las responsabilidades de esta vida podremos un día cantar la gloria de Dios con los ángeles y santos en el cielo

Si somos fieles en las responsabilidades de esta vida podremos un día cantar la gloria de Dios con los ángeles y santos en el cielo

Apoc. 4, 1-11; Sal. 150; Lc. 19, 11-28
Sigue Jesús su camino de subida a Jerusalén. Pero siguen también en los discípulos las preguntas o las incertidumbres de lo que allí va a suceder. Quienes habían ido vislumbrando en su corazón que Jesús podía ser el Mesías esperado, ahora están pensando que la llegada de Jesús a Jerusalén va a ser el momento de la manifestación triunfante de ese Reino de Dios que Jesús venía anunciando, y que era la esperanza alimentada por los profetas a lo largo de toda la historia de la salvación. Estaba cerca de Jerusalén, y ‘se pensaban que el reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro’.
Pero esto motiva que Jesús les proponga una parábola. Es el rey que se marcha de viaje, en este caso en búsqueda del titulo de rey, y confía a sus empleados unos bienes. Es la parábola en el relato paralelo, en este caso en san Lucas, de la que escuchamos el pasado domingo según san Mateo, que allí llamábamos de los talentos. En este relato de Lucas se nos dice que reparte diez onzas de oro una a cada empleado. Cuando a la vuelta pida cuentas a sus empleados de lo que han hecho con su onza de oro aparecen solamente tres dando respuesta, como en el relato de san Mateo.
¿Qué nos quiere decir Jesús con esta parábola? Ya la reflexionábamos el pasado domingo recordando la responsabilidad con que hemos de vivir nuestra vida y el desarrollo que hemos de hacer de esos talentos que Dios nos ha confiado.
Podemos unir hoy en nuestra reflexión lo que hemos escuchado en la primera lectura del Apocalipsis. Se nos hace una descripción en un lenguaje humano de la gloria del Señor en el cielo. ‘Sube aquí, y te mostraré lo que tiene que suceder después’, se escucha la voz desde el cielo. Y aparece lo que podríamos llamar toda la corte celestial cantando la gloria del Señor. ‘Día y noche cantan sin pausa: Santo, Santo, Santo es el Señor, soberano de todo: el que era y es y viene’. Es el cántico del cielo al que nosotros queremos unirnos también en la esperanza de que un día nosotros participemos también de la gloria del cielo. En la liturgia tomamos esas mismas palabras para cantar como en un anticipo esa gloria del Señor queriendo unirnos también a los ángeles y a los santos.
Pero es aquí donde tenemos que tener en cuenta la parábola que Jesús nos ha propuesto hoy en el evangelio. La esperanza del cielo no nos hace desentendernos de la tierra, sino todo lo contrario. Con mayor responsabilidad hemos de vivir nuestra vida y nuestro trabajo. Ya san Pablo, por ejemplo a los cristianos de Tesalónica les advierte que la esperanza de la venida del Señor por muy cercana que la sientan no les puede hacer olvidar sus obligaciones y sus trabajos. San Pablo será fuerte incluso en sus expresiones al decirles que ‘el que no trabaja que no coma’.
Cuando Jesús les propone esta parábola a sus discípulos que esperaban que con su llegada a Jerusalén iba a despuntar el Reino de Dios de forma inminente, es para advertirles de cómo han de fundamentar bien sus esperanzas, que no iba a ser de una forma triunfante, como un caudillo vencedor, cómo se iba a manifestar el Reino de Dios, y que mientras ellos han de seguir viviendo responsablemente su vida y la misión que Jesús les confía.
Es como puede sucedernos con los milagros que le pedimos al Señor para que se resuelvan nuestros problemas y nuestros agobios; pensamos a veces que el Señor nos lo tiene que dar todo solucionado en esos problemas que tenemos y podemos tener el peligro de olvidar ese esfuerzo que por nuestra parte hemos de poner para resolver esos problemas. Si pedimos la ayuda del Señor es para sentir la fuerza de su gracia, que nos ilumine,  que nos acompañe, que nos haga ver las cosas de manera distinta, y que con la gracia del Señor pongamos nosotros también manos a la obra. Si así lo hacemos con fe y con humildad no nos faltará esa ayuda y esa gracia del Señor.
La esperanza que ponemos en el Señor no nos disculpa ni nos exime de la tarea que hemos de vivir en el camino del día a día de nuestra vida. En el relato de la parábola según san Mateo escuchábamos como el Señor, porque habíamos sabido ser fieles en lo poco, nos invitaba a participar en el banquete del Reino de los cielos. Porque ahora en el camino de la vida sabemos ser fieles tenemos la esperanza de que un día en el cielo para siempre podremos cantar la gloria del Señor.

martes, 18 de noviembre de 2014

Una mirada de Jesús fue suficiente para que llegara la salvación a la casa y vida de Zaqueo

Una mirada de Jesús fue suficiente para que llegara la salvación a la casa y vida de Zaqueo

Apoc. 3, 1-6. 14-22; Sal. 14; Lc. 19,1-10
Un pequeño gesto o detalle, el prestar atención en un momento determinado a una persona, el interesarnos por alguien o simplemente el detenernos para dirigirle la palabra o escucharle, pueden ser gestos que a nosotros nos pueden parecer sin importancia pero que pueden tener una repercusión muy grande en la vida de las personas.
Y en este mundo de carreras en que vivimos en que andamos demasiado preocupados por nuestras cosas tendrían que ser cosas que aprendiéramos a hacer para aprender así también a valorar a las personas e incluso ayudarles en su autoestima. No siempre lo sabemos hacer o nos detenemos para ello, y no sabemos las cosas maravillosas que nos perdemos porque además a la larga nosotros saldremos enriquecidos de esos momentos.
Hoy vemos a Jesús con el detalle. Se detiene allí donde está Zaqueo y le manifiesta su deseo de hospedarse en su casa. Muchas cosas grandes sucedieron a partir de ese momento.
Es cierto que Zaqueo había sentido curiosidad por Jesús, quería verle pero todo eran dificultades para poder verle de cerca; dificultades que estaban en él mismo, aunque también su entorno no era nada favorable. Zaqueo era el jefe de los publicanos, de los recaudadores de impuestos y además era rico. Un hombre importante por el lugar que ocupa, aunque luego sea despreciado por la gente.
No puede ver a Jesús porque era bajo de estatura y la gente no le facilitaba el ponerse en el lugar apropiado. Aunque ese ser bajo de estatura puede significar muchas más cosas que la estatura física de su cuerpo. Ya nos indicaba el evangelista que era rico; cuando llenamos el corazón con esas riquezas aunque nos pudiera parecer que somos grandes e importantes, sin embargo nos achicamos como personas. Por eso quizá la gente le impedía el que pudiera ver a Jesús.
Le veremos realizar luego un gesto que nos pudiera ser sorprendente en un personaje de su categoría, subirse a lo alto de una higuera para ver pasar a Jesús desde allí sin que nadie le molestase o se lo impidiese. Pero ¿podría significar también en un ponerse en una posición de altura para ver las cosas desde arriba? Son tentaciones que a veces podemos tener, distanciarnos, ponernos a una mayor altura, no querer mezclarnos con la gente.  Nos puede sugerir muchas cosas para al tiempo que vamos comentando el hecho evangélico vayamos mirando también a nuestro corazón, nuestras posturas y nuestras actitudes.
Pero en medio de todo eso está el gesto y el detalle de Jesús. ‘Al llegar a aquel sitio Jesús levantó los ojos’ hacia donde estaba Zaqueo. ¿Se sentiría Zaqueo sorprendido porque lo habían descubierto? ¿en el fondo a pesar de todos los apegos que tenía en su corazón estaría deseando ese gesto de Jesús? ‘Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’. Y Zaqueo bajó enseguida con todo lo que puede significar ese bajar. ¡De cuántas higueras de soberbia y de orgullo tendríamos que abajarnos para escuchar a Jesús y alojarlo en nuestra casa!
Fue el detalle de Jesús. Como decíamos muchas cosas comenzaron a suceder. Ya contemplamos la prontitud de Zaqueo, pero también su alegría. ‘Lo recibió contento en su casa’, que dice el evangelista. Fue un vaciarse de sí mismo. Fue un darse cuenta de que para alguien era importante de verdad y no por temores ni por la influencia de sus riquezas. Y los hechos se van sucediendo, porque sentados a la mesa - pronto se preparó un banquete, una comida - es Zaqueo el que se levanta para descubrir cuanto ha sucedido en su corazón en aquellos breves momentos tras el gesto y la palabra de Jesús.
Ya conocemos, las hemos escuchado, las palabras que manifiestan la transformación que se realizó en Zaqueo con aquel encuentro con Jesús. Su vida será otra y llena de grandeza - creció ahora de verdad la estatura de Zaqueo - porque aprendió a desprenderse de todo para compartirlo todo con los demás. Como dirá Jesús: Es un día grande, ‘hoy la salvación ha llegado a esta casa’.
Dos conclusiones últimas entre muchas podríamos sacar. Estemos atentos a los detalles de Jesús y a sus llamadas a nuestro corazón. También nos está mirando a los ojos para decirnos que quiere hospedarse en nuestra casa. Y una segunda cosa es que aprendamos a tener detalles para con los demás. Podemos hacerles llegar la salvación; pueden a través de nuestros signos encontrarse con Dios.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Que desaparezcan las barreras que nos ponemos para que los ojos del alma se llenen de luz y vuelvan a ver otra vez

Que desaparezcan las barreras que nos ponemos para que los ojos del alma se llenen de luz y vuelvan a ver otra vez

Apoc. 1, 1-4; 2, 1-5; Sal. 1; Lc. 18, 35-43
‘¿Qué quieres que haga por ti?... Señor, que vea otra vez…’ Un ciego que está junto al camino en su pobreza pidiendo limosna. Al enterarse que pasa Jesús se pone a gritar hasta que logra llegar hasta los pies de Jesús. ‘Recobra la vista, tu fe te ha curado’.
Cuántas barreras se le crean a quien le falta la luz de sus ojos. Ya sabemos lo que les pasa. Bueno, decir que ya sabemos creo que es una exageración, porque eso sólo lo podrá saber a fondo quien lo haya experimentado. Más, en este caso que no era un ciego de nacimiento, sino que sus ojos se habían cegado perdiendo la visión. Dura tiene que ser la experiencia para quien ha tenido la luz algún día el perderla totalmente y quedarse ciego. Y no es solo que se vaya tropezando por todas partes. Se tiene ya una visión distinta de la vida, si es que podemos emplear esa palabra; pero es que la relación con los demás se hace distinta, como la apreciación que puedan tener los otros de quien es invidente.
En la época de Jesús una persona ciega estaba condenada necesariamente a la pobreza. Quien no podía ganarse el pan de cada día con su trabajo - ¿y cómo iba a hacerlo quien tenía los ojos cegados? - se veía abocado a muchas dependencias de los demás, con lo que le llevaría a pobrezas extremas para necesitar estar en las esquinas de las calles o en los cruces de los caminos pidiendo limosna.
Pero no podemos quedarnos en la ceguera del ciego - valga la repetición - porque en su entorno aparecían otras cegueras. Las cegueras culpables de los que no quieren ver, de los que teniendo la luz sin embargo no la utilizan para iluminar a los demás, de los que se convierten en obstáculos en el camino de los otros y todo son dificultades y creación de nuevas barreras.
Fijémonos en el texto del evangelio. El ciego está al borde del camino; escucha el tumulto de un grupo grande de gente que pasa y pregunta quién es; le dicen que es Jesús el Nazareno, pero nadie se preocupa de nada más; el ciego grita implorando la atención del profeta de Nazaret, ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’ Y aparecen las nuevas barreras; ‘los que iban delante le regañaban para que se callara, pero el gritaba más fuerte’. Molestaban los gritos del ciego; quizá sus gritos les impedían a ellos poder escuchar lo que Jesús iba hablando, o molestaba la presencia de aquel pobre ciego pidiendo una ayuda.
Cuántas disculpas nos buscamos; cuántos rodeos nos damos, como aquel sacerdote y aquel levita que bajaba por el camino de Jericó en la parábola de Jesús.  Cuántas barreras ponemos. Ya ellos tenían la luz y no tenían necesidad. No tenían por que detenerse ni que los gritos del ciego retrasasen su camino.
Pero Jesús si se detiene, porque está siempre prestando atención a quien tenga un sufrimiento. ‘Jesús se paró y mandó que se lo trajeran’. Cuantas veces lo vemos en el evangelio acercarse allí donde está el sufrimiento de los hombres; acude a la piscina probática allí donde sabe que hay un hombre que sufre y no puede llegar al agua que lo sane; se detiene en la calle de Jerusalén para acercarse al ciego que mandará a Siloé a lavarse; deja que la gente acuda a él, aunque le rompan las tejas para hacerle llegar a los enfermos.
Allí está aquel ciego, para quien comienzan a desaparecer las barreras. Quienes antes querían impedirle que gritara, ahora lo llevan de la mano hasta Jesús. Y los ojos de aquel ciego se abrieron y se llenaron de luz. La fe apareció en su corazón y comenzó a iluminar su vida. ‘Te fe te ha curado’, le dice Jesús. Y después de curado ‘lo siguió glorificando a Dios’. Pero también llegó la luz a los ojos de los que no se daban cuenta de que también estaban ciegos. ‘Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios’.
¿Sabremos acudir nosotros a Jesús para que se caigan las escamas de la ceguera de nuestros ojos,ded la ceguera de nuestro corazón? ¿Comenzaremos a romper barreras para acercarnos con fe a Jesús y llenarnos de su luz? ¿Seremos en verdad conscientes de las barreras que tenemos o ponemos muchas veces en nuestra propia vida o en la vida de los demás? ‘Señor, que vuelva a ver otra vez’,  que nos llenemos de tu luz, que se despierte y resplandezca de nuevo nuestra fe. ‘¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!’

domingo, 16 de noviembre de 2014

Invitados a pasar al banquete del Señor porque contribuimos con nuestros talentos a hacer Iglesia y un mundo mejor

Invitados a pasar al banquete del Señor porque contribuimos con nuestros talentos a hacer Iglesia y un mundo mejor

Prov. 31, 10-13.19-20.30-31; Sal. 127; 1Tes. 5, 1-6; Mt. 25, 14-30
‘Pasa al banquete de tu señor’, les dice el personaje de la parábola a los dos que habían negociado los talentos que se les había confiado. Les habla de un cargo importante por haber sabido ser fieles en lo poco - ‘eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante’ -, pero parece que lo importante será ese banquete en el que podrán participar - ‘pasa al banquete de tu señor’ -.
Confieso que muchas veces he escuchado y meditado esta parábola fijándome en muchos detalles que en ella se nos describen, pero quizá a lo que menos le había dado importancia había sido lo del banquete en el que podían participar quienes habían sabido ser fieles en la tarea que se les había encomendado. Me pregunto qué nos querrá decir Jesús al hablarnos de ello en la parábola que nos propone.
En lo primero en que siempre pensamos al escuchar esta parábola es en esa tarea que Dios ha puesto en nuestras manos cuando al concluir la obra de la creación confía al hombre todo aquello que Dios ha creado para que el hombre con sus capacidades, con la inteligencia con que Dios le dotó y con todos los valores del ser humano, desarrolláramos ese mundo puesto en las manos del hombre. Cada uno tenemos nuestras cualidades y valores, a cada uno se nos han confiado unos talentos como dice el lenguaje de la parábola, y ahora está en nuestras manos desarrollar esos valores que tenemos, esa inteligencia y capacidades para seguir con la construcción del mundo y hacerlo más desarrollado y mejor.
El creyente valora ahí el trabajo humano que nos ennoblece y que desarrolla nuestras capacidades y con el que vamos colaborando cada uno desde su puesto y según sus propias capacidades en la construcción de nuestro mundo. Ahí tenemos todo el desarrollo de las ciencias y del pensamiento humano a través de toda la historia de la humanidad con el que tratamos de crecer como personas y tratamos al mismo tiempo de hacer la vida mejor para toda la humanidad.
Ojalá todos supiéramos participar de una forma positiva para hacer un mundo feliz donde todos pudiéramos disfrutar de esa riqueza de la obra creada de Dios. La imagen del banquete al que son invitados los que están desarrollando todas sus capacidades y valores, esos talentos que se le confiaron según nos expresa la parábola, ¿no sería expresión de ese mundo de felicidad que entre todos tendríamos que construir?
En la parábola nos aparece uno que no quiso contribuir, que enterró su talento, imagen y expresión de los que sólo piensan en sí mismos, acobardados y llenos de miedo, egoístas quizá e insolidarios sólo pensaron en guardar ese talento para sí; y ya sabemos que cuando nos encerramos en nosotros mismos el resultado será siempre negativo para la relación con los demás y con ello no contribuiremos desde lo que somos a hacer ese mundo mejor. Quizá pensando en el banquete sólo para sí al final se quedaron fuera del verdadero banquete de la vida que a todos nos haría más felices.
Nosotros los creyentes, los que hemos puesto nuestra fe en Jesús llamamos a la construcción de ese mundo mejor el Reino de Dios. La humanidad no había logrado hacer ese mundo mejor y más feliz porque el mal se había introducido en el corazón del hombre con el pecado y en lugar de unión y comunión nos habíamos dispersado llenando nuestro mundo de egoísmo, injusticia y violencia. Cristo vino a restaurar el corazón del hombre y desde el principio El anunció la llegada del Reino de Dios. Su Buena Nueva es anunciarnos y decirnos como lo hemos de construir y cómo en esa tarea todos hemos de participar.
Los anuncios de los profetas para los tiempos mesiánicos habían hablado también de un banquete al que toda la humanidad está invitada. Muchas veces hemos leído y meditado ese anuncio del profeta Isaías y Jesús mismo con sus parábolas nos compara el Reino de Dios con un banquete de bodas, como tantas veces hemos escuchado.
Hoy Jesús nos propone esta parábola que nos habla de aquel hombre que confía a sus empleados diversos talentos mientras él se va de viaje. A la vuelta quiere ver qué es lo que han hecho de aquellos talentos y al ajustar cuentas con ellos a los que han sido capaces de negociarlos, como hemos escuchado, los invita a pasar al banquete de su señor.
Aquí tenemos que ver nuestra misión y nuestra tarea. Aquí tenemos que pensar en ese mundo mejor que el Señor quiere que nosotros vayamos construyendo. Aquí tenemos que ver nuestra corresponsabilidad con el mundo en el que vivimos. Pero aquí hemos de ver algo más desde esa fe que tenemos en Jesús cómo nosotros estamos contribuyendo de verdad a la construcción del Reino de Dios.
La jornada eclesial que hoy estamos celebrando nos ayuda en nuestra reflexión y nos ayuda a sacar conclusiones concretas de esta Palabra de Dios que se nos ha proclamado y estamos queriendo llevar a nuestra vida. Es hoy el Día de la Iglesia Diocesana. Como nos dice nuestro Obispo en su carta para esta Jornada ‘con esta celebración, pretendemos que todos los fieles, tomen conciencia de su pertenencia a la Iglesia y, al mismo tiempo, colaboren al sostenimiento de las actividades de apostolado y socio-caritativas que se realizan a favor del Pueblo de Dios y de la sociedad en general’.
La Iglesia, comunidad de fe y amor de todos los que creemos en Jesús, es signo y expresión de ese Reino de Dios anunciado por Jesús y lo vivimos como Iglesia Diocesana entre aquellos que vivimos en un mismo territorio que es lo forma la Iglesia local o lo que llamamos la Diócesis. En ella nos sentimos todos en comunión y fraternidad sintiéndonos todos comprometidos desde esa fe que tenemos en Jesús en hacer ese mundo nuevo donde todos nos sintamos hermanos, como una gran familia, y donde todos contribuyamos, colaborando los unos con los otros, a ese mundo de paz, a ese mundo solidario, a ese mundo mejor, a ese mundo donde todos cada día podamos ser más felices con la ayuda y la fuerza de la gracia del Señor.  Ahí vivimos nuestra fe y nos sentimos comprometidos también a anunciarla, a trasmitirla a los demás.
Todos nos sentimos Iglesia. Todos hacemos y construimos Iglesia. Todos hemos de participar en la vida de la Iglesia. Y así surgen y se desarrollan los diferentes carismas para trabajar dentro del pueblo de Dios cada uno según su capacidad y sus valores. Así surgirán en la vida de la diócesis y en nuestras parroquias las diferentes obras de apostolado en las que nos sentimos implicados para entre todos hacer y construir Iglesia.
Como nos dice el Obispo en otro de sus párrafos ‘además de la insustituible tarea de los sacerdotes, que representan al obispo y presiden a los fieles en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, las parroquias cuentan con miles de cristianos directamente comprometidos que se ocupan de la catequesis, de la atención a los más necesitados a través de Cáritas, del servicio a los enfermos, del sostenimiento económico, de las celebraciones litúrgicas, de las fiestas religiosas y de otras muchas acciones pastorales que conforman la vida y misión de la parroquia. En cualquier lugar de nuestra Diócesis, la labor de la Iglesia es fruto de la generosidad de muchos. Para ellos, nuestro reconocimiento y gratitud, termina diciéndonos, por su generosa entrega y buen hacer en los diversos campos de la vida de la Iglesia’.
Ahí tenemos que ver también, al hilo del evangelio que hoy hemos escuchado, cuales son nuestros talentos y cómo nosotros contribuimos con lo que somos y lo que es nuestra vida con toda su riqueza o su pobreza a la vida de la Iglesia. No podemos enterrar el talento, sea grande o pequeño, que se nos ha confiado. Seremos pequeños, pobres, mayores, con limitaciones incluso físicas en nuestra vida ya sea por los años o por otras discapacidades que podamos tener, pero todos ponemos nuestro talento, nuestro grano de arena, la obra buena que nosotros podemos hacer, nuestra contribución económica o nuestra oración acompañada del ofrecimiento de nuestros sufrimientos como un sacrificio que presentamos al Señor.
Sintamos que al final el Señor nos invita, porque hemos sabido ser fieles hasta en lo poco y en lo pequeño, a pasar a su banquete del Reino de los cielos. Es la esperanza de la vida eterna donde todo lo vamos a vivir en plenitud junto al Señor. Ahora también somos invitados a este banquete de la Eucaristía en que se nos da en prenda la gloria de la vida futura. Celebramos lo que es ser Iglesia. Aquí nos sentimos congregados en la unidad por la fuerza del Espíritu Santo los que creemos en Jesús para vivir y alimentar esa comunión que nos hace sentirnos Iglesia. Y desde aquí con la fuerza y la gracia del Señor saldremos más comprometidos con nuestra Iglesia y con nuestro mundo.
Como nos invita nuestro Obispo demos ‘gracias a Dios por la Iglesia, a sentirnos en ella como en nuestra familia y a colaborar, con nuestro trabajo apostólico y con nuestra ayuda material, al desarrollo de su misión y también a su sostenimiento económico’.