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sábado, 20 de septiembre de 2008

El que tenga oídos para oír, que oiga

1Cor. 15, 35-37.42-49
Sal. 55
Lc. 8, 4-15

‘El que tenga oídos para oír, que oiga’. ¿Estáis oyendo lo que os digo? ¿Me estáis escuchando? Así exclamó Jesús cuando terminó de decirles la parábola. Una llamada de atención.
Nos podemos quedar embobados sin saber ni donde estamos ni lo que oímos. Nos pasa a veces. Nos puede pasar cuando escuchamos la Palabra de Dios. Porque es una parábola que hemos escuchado tantas veces, que hasta nos la sabemos de memoria; porque decimos que estamos ante una de las páginas más bellas del evangelio; porque tenemos la tentación de pensar qué bien le vendría a los demás, y pensamos en éste o aquel a quien nosotros decimos eso es para él; porque al final podemos ser esa tierra árida y pisoteada que no vale para que sea sembrada en ella la semilla.
Jesús nos grita y nos llama la atención. Jesús me llama la atención a mí mismo que tengo que explicar la Palabra a los demás y también me puedo quedar embobado pensando sólo en lo que puedo o tengo que decirle a los otros. Tengo yo que escucharla primero que nada para mí mismo si no quiero ser también esa tierra estéril que no da fruto.
Ya todos sabemos el significado de la parábola y la explicación nos la ha dado Jesús mismo. No podemos decir que no sabemos lo que el Señor nos está diciendo y pidiendo. Y lo primero que nos está pidiendo es que seamos esa tierra buena. Busquemos entonces la manera de ser esa tierra buena en la que plantada la semilla da la posibilidad de dar fruto al ciento por uno.
Para disponer esa tierra tenemos que hacer como todo buen labrador. Labrar debidamente la tierra y abonarla. No se planta la semilla en una tierra llena de cardos. Hay que ver cuántos trabajos realiza el buen agricultor para preparar la tierra esperando que dé buena cosecha.
¿Cómo hacerlo nosotros con esa tierra de nuestra vida? Pidamos la fuerza del Espíritu. Dejemos actuar al Espíritu en nosotros. Que sea El quien labre la tierra de nuestra vida y la predisponga debidamente para dar fruto.
El Espíritu es el que nos purifica para que tengamos un corazón limpio y abierto a la semilla de la Palabra de Dios.
El Espíritu es el que nos fortalece frente a las tentaciones del maligno que quiere arrancar con sus seducciones esa buena semilla o quiere plantar la mala semilla de la cizaña en nosotros.
El Espíritu es el que nos hace ver los obstáculos que puedan haber en nuestra vida con tantas seducciones y apegos que lastran nuestro corazón impidiéndole que vaya hacia Dios.
El Espíritu poda en nosotros todas esas ramas innecesarias que nos distraen, nos quitan fuerza, en tantos entretenimientos que nos hacen oídos sordos a esa palabra, que nos adormecen y nos ciegan.
Es necesario ponernos en una actitud de oración, de escucha, de apertura del corazón. Si es el Señor el que nos habla, hemos de escucharle, hemos de entrar en diálogo con El, hemos de dejarnos conducir por El.
Danos, Señor, tu Espíritu de Sabiduría para que aprenda a saborear la riqueza maravillosa de tu Palabra.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Seguimos creyendo y proclamando nuestra fe en la resurrección

1Cor. 15, 12-20
Sal. 16
Lc. 8, 1-3

‘Os recuerdo el evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis y en el que estáis fundados y que os está salvando... que Cristo murió por nuestros pecados... que fue sepultado y que resucitó al tercer día según las escrituras...’ Es lo que escuchamos ayer.
Ahí está el meollo de nuestra fe y de nuestro credo. Ahí está lo que es el centro de nuestra vida cristiana. Todo arranca de los testigos de la Resurrección de Jesucristo, de la que también nosotros nos convertimos en testigos. Centro de la predicación de los apóstoles y de la Iglesia. Centro de nuestro fe. Es desde la resurrección cuando los apóstoles llegaron a descubrir en plenitud y luego con la fuerza del Espíritu que Jesús es el Señor. Podríamos recordar la predicación de Pedro en la mañana de Pentecostés.
¿Seguirá siendo así hoy entre nosotros? Es importante porque se pone en juego lo que es nuestra fe cristiana. Algo que no podemos apartar a un lado de lo que es nuestra fe.
Pero escuchemos las voces de alrededor. Miremos si es eso lo que todos los cristianos, todos los bautizados que nos rodean proclaman esa misma fe. Hoy los que se creen más modernos - ¿realmente eso es ser moderno cuando es algo de lo que también se hablaba hace siglos aunque se haya hoy puesto de moda? – nos están hablando de reencarnación. Y otros que quizá se creen más sabios, más hijos de su tiempo o más científicos niegan que pueda haber resurrección. Después de esta vida no hay ninguna otra cosa. Y no vamos a decir cuántas cosas más dicen.
Eran cosas que ya se decían en la época de Pablo. Bueno, en el evangelio, vemos que los saduceos que negaban la resurrección venían a ponerle pegas a Jesús. Pero Pablo nos dice tajantemente: ‘Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo’.
La predicación cristiana, la fe cristiana no se queda reducida a decirnos que tenemos que ser más buenas personas. Creer en Cristo, y la predicación cristiana es anunciar que Cristo es el Señor, es algo mucho más trascendente que todo eso. Es que en nuestra fe cristiana estamos pensando en la salvación que Cristo nos ha ofrecido; estamos pensando en la vida eterna que nos regala; estamos descubriendo todo lo que significa reconocer que Jesús es el Señor; se nos manifiesta el mensaje grande y maravilloso que nos dice que Dios es nuestro Padre que nos ama y nos perdona. Son muchas cosas.
San Pablo lo resume así tal como hemos escuchado hoy: ‘Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís en vuestros pecados, y los que murieron en Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo se acaba en esta vida, somos los hombres más desgraciados’.
Proclamemos con valentía nuestra fe en Cristo resucitado. Manifestémonos como testigos de Cristo resucitado y no sólo porque somos herederos de una tradición que se nos ha trasmitido desde aquellos primeros testigos de la resurrección de Jesús que fueron los apóstoles, sino porque nosotros mismos nos convertimos en testigos cuando sentimos allá en lo más hondo de nosotros mismos esa presencia de Cristo vivo en nosotros, de Cristo resucitado que también a nosotros nos hace resucitar a nueva vida.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Pongamos amor que se nos van a perdonar nuestros pecados

1Cor. 15, 1-11
Sal. 117
Lc. 7, 36-50

De todos es conocido el texto y lo hemos meditado muchas veces. La mujer pecadora que se atreve a introducirse en la casa del fariseo para llorar a los pies de Jesús y con su amor sentirse perdonada por El. Ya conocemos los detalles. El fariseo, tan puritano él, que juzga en su interior, Jesús que descubre su pensamiento y que le propone una pequeña parábola a aquel hombre para hacerle comprender de verdad lo que allí está sucediendo.
Vamos a fijarnos en algunos detalles de este pasaje que es muy rico en enseñanzas para nuestra vida. En la parábola que Jesús propone a Simón, y ante la pregunta final que Jesús le hace de quien le amará más de aquellos dos deudores, le responde: le amará más ‘aquel a quien le perdonó más’.
Pero en la comparación que Jesús le hace en referencia a aquella mujer que con sus lágrimas, sus perfumes y sus besos ha hecho lo que ritualmente tenía que haber realizado el anfitrión de aquella comida, finalmente le dice: ‘sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor’.
En uno el amor es porque se le perdonó mucho, y en la otra el que haya amado mucho es causa y motivo para el perdón. Nos enseña así cómo tenemos que acercarnos a Jesús incluso desde nuestra condición pecadora. Con mucho amor, porque además sabemos que siempre el Señor nos va a perdonar.
Cuatro palabras resaltaría de este texto. Paz, fe, amor y salvación o perdón.
Vete en paz’, le dice finalmente Jesús a aquella mujer. Vete en paz porque has encontrado la salvación y el perdón. Es la paz que tenemos que sentir siempre en nosotros cuando nos acercamos a Jesús.
‘Tu fe te ha salvado’, le dice Jesús. Con fe aquella mujer pecadora se acercó a Jesús. No temió. Confiaba. Tenía la certeza y la confianza de que en Jesús iba a encontrar el perdón de sus muchos pecados. Habría contemplado ella el actuar de Jesús. Había visto a tantos que se acercaban a Jesús y salía rebosantes de paz y de vida de su presencia.
‘Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor’. Bien lo había manifestado atreviéndose a acercarse a Jesús. Bien lo había manifestado con sus lágrimas, con sus besos, con sus perfumes profusamente derramados sobre los pies de Jesús. Eran signos externos del amor que había en su corazón. Sabía que mucho era lo que se le iba a perdonar, y por eso ya estaba amando mucho. Era el amor sí del agradecimiento. Era el amor de quien se sentía amada.
‘Tus pecados están perdonados... tu fe te ha salvado’. Había llegado para ella la salvación y el perdón. Por eso ahora desparramaría amor por todos sus poros. Por eso ahora podía salir llena de paz de la presencia del Señor.
Pero ¿qué había detrás de todo esto? Allí está el amor de Dios que quiere la salvación de todos. Allí está el amor de Jesús que se deja encontrar por el pecador, que llama y atrae al pecador, que sale al encuentro. Es su amor y su cercanía. Lo vemos tantas veces en el Evangelio. Lo sentimos en nosotros si sabemos abrir los ojos a la fe. Son tantas las llamadas del Señor invitándonos a ir a El a pesar de que sean muchos nuestros pecados. Para todo pecado hay perdón. Es gracia. Es regalo del Señor. Cristo, en esta ocasión, se deja hacer: que le laven los pies con sus lágrimas, que se le enjugue con su cabello, que se derrame perfume carísimo, aunque haya alguno como en otra ocasión que piense que se podía haber gastado de otra manera.
Detrás está también el amor y el arrepentimiento del pecador. El mejor arrepentimiento está en el amor. No en el temor, sino en el amor. Es así, desde el amor, con amor, cómo tenemos que acercarnos arrepentidos al Señor. Porque tenemos la confianza y la certeza de su amor. Y es que en Cristo siempre vamos a encontrar la paz.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

La sublimidad del amor

La sublimidad del amor
1Cor. 12, 31 – 13, 13
Sal.32
Lc. 11, 31-35

‘Ambicionad los carismas mejores’. Así ha comenzado diciéndonos san Pablo hoy. ¿De qué nos va a hablar? Nos había hablado anteriormente de los diferentes carismas existentes en la comunidad, cuando nos hablaba de que somos uno en Cristo Jesús formando un solo cuerpo. Hoy nos va a hablar del amor.
Amor que es el que da profundidad a la vida. Amor que es algo más que hacer cosas buenas, o tener conocimiento de altísimos conocimientos. Amor que es una actitud profunda del corazón. Amor que es el sentimiento del alma. ‘Podría hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles... podría conocer todos los secretos y todo el saber... podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve’, nos dirá tajantemente.
Efectivamente sólo el hacer cosas buenas no es señal del amor, porque lo puedo hacer de forma interesada, lo puedo hacer a regañadientes, lo puedo hacer simplemente porque me han hecho cosas buenas a mí, pero puede ser que realmente no ame desde el fondo de mi corazón. Por eso, nos habla de la importancia y de la necesidad del amor. Puedo hacer cosas buenas y hoy hablamos de derechos y de derechos humanos, de justicia y de deber para con los demás, pero será el amor el que dulcifique, el que humanice profundamente el ejercicio o la defensa de esos derechos humanos y esa justicia.
Nos da una serie de cualidades el apóstol para ese amor. No en vano a este trozo de la carta a los Corintios se le suele llamar el himno de la caridad. Y nos habla del amor comprensivo y generoso, del amor de quien se da y no da simplemente cosas, del amor humilde y servicial, del amor que nos hace ser capaces de hacernos los últimos y los servidores de todos, del amor que perdona siempre.
Lo que nos dice san Pablo es un fiel reflejo de lo que nos dice el Evangelio. Sería hermoso detenerse a ir comparando cada una de esas cualidades que Pablo le atribuye al amor con dichos de Jesús, con actitudes y gestos de Jesús en el Evangelio.
Jesús nos enseña a darnos sin medida, generosamente; nos enseña a no ponernos nunca por encima de nadie ni despreciar al otro; nos enseña a hacernos los últimos; a hacernos pequeños por el Reino de Dios; a ser delicados en nuestro amor hasta en los más pequeños detalles; a perdonar siempre hasta setenta veces siete; a confiar siempre en los demás; a aceptar a todos sea quien sea; a amar incluso a quienes nos hagan daño o se consideren nuestros enemigos.
Recordemos los gestos que Jesús tenía con los discípulos, las palabras de Jesús en el sermón del monte. Es nuestro modelo y ejemplo. Le vemos acoger a los niños, a los pecadores, a los que son marginados de la sociedad, prometer el paraíso al ladrón arrepentido, perdonar disculpando incluso a los que lo están crucificando.
Pero es que nuestro amor cristiano tiene algo más en su interior. Jesús nos dice que seamos ‘perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto’, seamos ‘comprensivos como nuestro Padre del cielo’. Y además Jesús nos dice que cuando amamos y hacemos el bien al hermano a El se lo estamos haciendo. Es ese plus, podríamos decir, que tiene el amor cristiano. Ponemos a Dios en nuestro amor. Vemos a Jesús en aquel a quien amamos. No son ya sólo nuestros sentimientos humanos. Es algo más, porque el Espíritu de Jesús está amando en nosotros. Nuestro estilo de amor es el estilo del amor de Jesús. Es su mandamiento, pero además hemos de hacerlo con un amor como el de El. ‘Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado’. Es ya la sublimidad del amor.
Y finalmente tenemos que decir que en un amor así llegaremos al conocimiento de Dios. Quien ama, conoce a Dios, porque Dios es amor, como nos enseñará luego san Juan en sus cartas.
‘El amor no pasa jamás’, nos dice el Apóstol. Terminará diciéndonos: ‘Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero la más excelente de todas es el amor’. Amemos con un amor así.

martes, 16 de septiembre de 2008

Todos somos uno en Cristo Jesús formando un solo Cuerpo

1Cor. 12, 12-14.27-31
Sal. 99
Lc. 7, 11-17

Las palabras de Pablo podrían haber resultado novedosas en la sociedad de su tiempo. Una sociedad marcada por grandes diferencias entre unas personas y otras, pues no a todos se les consideraba como iguales. Así estaban los esclavos y los libres, los que tenían el derecho de ciudadano romano o los que eran extranjeros, los que se les consideraba bárbaros o los que fueran de otra raza.
Y san Pablo, siguiendo el espíritu del evangelio habla de una nueva igualdad donde todos somos uno como miembros de un mismo cuerpo. ‘Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu...’ Y nos propone la imagen del cuerpo humano. Son muchos los miembros que lo forman, pero es un solo cuerpo.
Pero en su comparación nos dice que así es Cristo, porque nosotros somos sus miembros y en Cristo todos somos uno. ‘Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro’. Se fundamenta así lo que llamamos la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Por eso nos hablará a continuación de las diversas funciones o ministerios que vamos a encontrar dentro de ese Cuerpo que es la Iglesia. ‘Apóstoles... profetas... maestros... los que tienen el don de hacer milagros... o el don de curar... la beneficencia... el gobierno... etc’.
Una primera mirada, pues, que tenemos que hacer a la Iglesia, donde tenemos que vivir esa unidad y ese servicio entre todos los miembros de la Iglesia. Miramos así a nuestras comunidades, y tendríamos que apreciar la riqueza que en ellas podemos encontrar cuando todos nos sentimos en verdad miembros de esa Iglesia, pero no queremos ser unos miembros pasivos, sino que de forma activa todos contribuimos a su crecimiento. Catequistas, agentes de cáritas, visitadores de enfermos, apostolado seglar, movimientos de familia, movimientos juveniles, animadores litúrgicos, etc...
Miremos pues cómo tendríamos en nuestras comunidades que fomentar esos carismas de sus miembros para que haya ese verdadera enriquecimiento mutuo, ese enriquecimiento de la comunidad. Cuando nos encontramos con unas comunidades con esa vitalidad tenemos que saber dar gracias a Dios que suscita así sus dones dentro de la Iglesia. Pero tenemos que procurar también que eso sea posible en nuestras comunidades porque lo fomentemos y porque todos además lo valoremos.
Muchas veces en nuestras comunidades cristianas no sabemos apreciarlo y valorarlo. No somos capaces de detectar esos valores que existen en los demás y descubrir cómo cada uno tiene su carisma, sus cualidades, sus valores que han de saber poner al servicio de la comunidad. Confieso que es algo que he deseado fuertemente cuando en las parroquias quería hacer que hubiera vitalidad, entusiasmo, espíritu de servicio en todos sus miembros y me gustaba resaltar esos carismas que se podían encontrar en los demás, aunque no siempre era fácil. Algunas veces nos encontramos que hay personas que podrían hacer muchas cosas en ese sentido, pero no siempre tienen la disponibilidad necesario para esa entrega y eso merma la riqueza de vida de una comunidad.
Decía al principio que en su época las palabras de Pablo podrían resultar novedosas por las tremendas diferencias sociales que marcaban la vida de las personas y de la sociedad. Pero quiero pensar si no tendríamos que sacar consecuencias también para el momento en que vivimos actualmente. Con la movilidad de personas que vivimos en estos momentos en nuestra sociedad con la emigración, donde ya es fácil encontrarnos con personas de muchos diferentes países en nuestro entorno, tendríamos que aplicar estas palabras de palabra a lo que vivimos hoy.
Tenemos el peligro y la tentación de seguir mirando de manera diferente a las gentes que nos llegan a nuestro entorno, y sea por el color de su piel, por sus costumbres o porque nos vienen de países de cultura diferente. También hoy tendríamos que decir las palabras de Pablo ‘todos nosotros, seamos canarios o africanos, vengan de Sudamérica o de los países del este europeo, seamos de un color o de otro, de una raza o de otra, todos somos uno en Cristo Jesús’. Y eso se traduzca en la aceptación de toda persona sin ningún tipo de desconfianza; y eso signifique su integración en nuestras comunidades humanas y cristianas. Nuestras parroquias tendrían que ser de verdad un hogar acogedor para toda clase de personas, y, en este caso, pienso de manera especial en los emigrantes que llegan a nuestras fronteras.Que seamos en verdad ese único Cuerpo que es Cristo.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Junto a la cruz de Jesús estaba su madre

Hebreos, 5, 7-9
Sal. 30
Jn. 19, 25-27

‘Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María Magdalena...’
Ayer contemplábamos la Cruz y a Jesucristo crucificado en ella. Hoy contemplamos a quien está al pie de la Cruz, María, la Madre de Jesús. Nos deteníamos ante su misterio de amor y tratábamos de aprender todas las lecciones que desde la Cruz Jesús nos enseñaba. “Miramos a Cristo crucificado que, a pesar del sufrimiento, sigue fiel en el amor y en la entrega y en el perdón para seguir el camino emprendido en la Encarnación, cuando asumió totalmente nuestra condición humana haciéndose hombre como nosotros y llegando a esa cruda realidad del sufrimiento, de la pasión y de la muerte”.
Como nos dice la Carta a los Hebreos, ‘a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer’. Se encarnó para hacer la voluntad del Padre. ‘Aquí estoy, oh Padre, para hacer tu voluntad’, que nos dice la misma Carta a los Hebreos que fue el grito del Hijo al entrar en el mundo. Asumió nuestra condición humana, de manera que, como reflexionábamos ayer, "en su cruz están todos los que sufren... en su dolor y en su muerte están nuestros dolores y sufrimientos... el dolor y sufrimiento de todos los hombres..."
De la misma manera contemplamos a María. También ella dijo Sí. ‘Aquí estoy... aquí está la esclava del Señor... hágase en mí según tu palabra...’ Fueron las palabras de María dando su consentimiento a que Dios se encarnase en sus entrañas. Fue el Sí de María para unirse a la vida de su Hijo, que sería el Mesías Salvador, con todo lo que ello implicaba. Ese Sí de María es el que ahora sigue repitiendo al pie de la Cruz. María también ‘aprendió, sufriendo, a obedecer’, porque ella en todo lo que quería siempre era la voluntad de Dios, la gloria del Señor.
La vemos transida de dolor, pero fuerte y de pie al lado de la cruz. También para María ese es la parte del camino que conduce a la vida. Y ahí, la contemplamos Madre dolorosa, porque está en el sufrimiento de una Madre que ve morir a su Hijo. La contemplamos Madre dolorosa porque es la Madre que se une al sufrimiento redentor de Cristo, en esa ofrenda de amor que ella hace de su vida. La vemos Madre dolorosa porque en su corazón están ya desde ahora todos sus hijos los hombres, que Cristo allí en la Cruz le ha confiando y con ella están también todos sus dolores y sufrimientos.
María está al lado del sufrimiento de sus hijos, haciendo suyo su dolor, como una madre sabe hacerlo. Si está junto a la cruz de Jesús y la cruz de Cristo es el espejo de ese sufrimiento y muerte de toda la humanidad, María está junto al dolor y sufrimiento de toda la humanidad.
¿No acudimos nosotros a María desde nuestras necesidades y sufrimientos? ¿No buscamos en ella el consuelo y la fortaleza de una madre? ¿No queremos sentirla a nuestro lado en todo momento, pero de manera especial cuando nos atenaza el dolor y el sufrimiento de nuestros padeceres, de nuestros problemas, o de esa inquietud y desazón que brota en nuestro corazón cuando vemos el sufrimiento de nuestros hermanos los hombres? Hambre y sed de justicia que nos hacen padecer y sufrir ante las injusticias de los hombres. Viviendo en nosotros ese misterio de la encarnación en nuestros hermanos sepamos hacer nuestro el dolor y el sufrimiento de los demás. Hambriento y sedientos acudimos a María para que ella sea nuestra fortaleza y pueda entonces realizarse en nosotros la bienaventuranza de Jesús.
Que sintamos ese caminar de María a nuestro lado. Que María nos enseñe a sentir también nosotros como nuestro el sufrimiento y el dolor de nuestros hermanos. Que María nos alcance el Señor la gracia de la fortaleza. Que María sea nuestro consuelo. Que con María caminemos ese camino de fidelidad, de amor, de obediencia al Padre, que es el camino de la cruz, pero que es el camino que nos lleva a la vida.

domingo, 14 de septiembre de 2008

La cruz, misterio de amor

Núm. 21, 4-9; Sal. 77; Fil. 2, 6-11; Jn. 3, 13-17
Ponernos ante la Cruz es ponernos ante el Misterio. La cruz nos sobrecoge, como el sufrimiento nos duele. Es lo que contemplamos desde una primera mirada en la cruz. Muchos se sienten así cuando contemplan la cruz. Y a quienes la fe no les dice nada no terminan de comprender que nosotros los cristianos levantemos los ojos hasta la Cruz para contemplar a alguien que en ella muere ajusticiado.
Y es que ante el misterio no nos podemos poner de cualquier manera. Decíamos que es misterio y el misterio es algo que nos sobrepasa, va más allá de lo que nosotros podamos comprender y supera todas nuestras lógicas humanas. O somos capaces de ponernos ante ella con ojos de fe, o si seguimos contemplando ese misterio cara a cara y con sinceridad al final terminaremos haciendo también un reconocimiento de fe. El que se va en huída no llegará a vislumbrar lo que hay detrás de ese misterio, y se rebelará y desesperará o terminará perdiendo la poca fe que le quede en su interior.
Contemplamos, es cierto, un instrumento de muerte, de pasión, de dolor, de sufrimiento. Pero la cruz no puede ser una meta, un fin, sino que tiene que ser un camino, como lo fue en el misterio de Cristo. La Cruz es parte del camino que lleva a la vida. Es lo que podemos contemplar en Cristo muerto en la Cruz. Porque nunca me voy a quedar sólo en la cruz, como no puedo separar a Cristo de la Cruz, pero tampoco me quedo sólo con Cristo en la Cruz. Porque a Cristo no lo puedo separar de la vida, y siempre detrás de la Cruz tendré que contemplar la resurrección para poder captar su pleno sentido.
El evangelio de este domingo nos ha presentado palabras de la conversación de Jesús con Nicodemo, para terminar hablándonos del misterio de Cristo y del misterio del amor de Dios. Pero antes Jesús le había dicho a Nicodemo que era necesario nacer de nuevo para poder ver, para poder entrar en el Reino de Dios. Nos hace falta sí, un nuevo nacimiento, un nuevo sentido en mi vida, para comprender todo el misterio de Cristo, y lo que representa entonces su muerte y resurrección.
‘Mirarán al que atravesaron’, había anunciado un profeta y nos lo vuelve a repetir de alguna manera Juan en su Evangelio. ‘Porque el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, como Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna’.
Miramos a Cristo atravesado por la pasión y la muerte, clavado en el madero de la cruz, y descubrimos un misterio inmenso de amor. Ahí se está manifestando cuánto es el amor de Dios. ‘Tanto amó Dios al hombre, al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en El no perezca, sino que tenga vida eterna’. Ahí en la Cruz estamos descubriendo ese camino de amor, ese camino de vida que Dios ofrece al hombre, que Dios ofrece al mundo. Estamos contemplando un amor a fondo perdido.
La cruz de Cristo es manifestación de amor y es signo y señal de la entrega y del sacrificio que nos libera y que nos salva. Todo para la vida. Porque ‘donde tuvo origen la muerte, de allí resurgirá la vida, y el que venció en un árbol, será en un árbol vencido’. Nos recuerda a Adán que al pie de un árbol sintió la tentación de ser como dios, y se dejó vencer por la muerte; pero contemplamos a Cristo que en lo alto de un madero se entrega para vencer a la muerte y para darnos la vida. La Cruz no es una derrota, es una victoria.
Pero la cruz de Cristo puede ser algo más. Puede ser espejo de la tiniebla, del mal y de la muerte. Puede ser espejo donde contemplemos la tinieblas de nuestro mundo, el mal que nos tienta y nos atenaza, donde estamos viendo también todo el sufrimiento de la humanidad. En esa cruz están todos los que sufren.
Algunas veces cuando contemplamos los sufrimientos de los hombres, especialmente de los inocentes, nos hacemos muchas preguntas en nuestro interior de difícil respuesta. Miremos entonces al Inocente que está clavado en la cruz y veamos que El es espejo de todo ese mundo de tinieblas y de muerte que nos rodea en el sufrimiento de tantos. Pero si contemplamos toda ese lado oscuro de la vida del hombre, miremos el lado de luz con que Cristo quiere iluminarnos. Porque en Cristo y en su amor está la luz. Como decíamos antes no nos quedamos sólo en Cristo en la Cruz, sino que siempre nuestra mirada tiene llevarnos más allá, porque tiene que llevarnos a la luz de la resurrección.
La cruz de Cristo, finalmente, nos descubre lo que es el rostro misericordioso del Padre. ‘Dios no envió su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de El’. Porque Dios nos ama, contemplamos a Cristo en la Cruz. Miramos, pues, a Cristo crucificado que, a pesar del sufrimiento, sigue fiel en el amor y en la entrega y en el perdón para seguir el camino emprendido en la Encarnación, cuando asumió totalmente nuestra condición humana haciéndose hombre como nosotros y llegando a esa cruda realidad del sufrimiento, de la pasión y de la muerte. Por eso en su dolor y en su muerte están nuestros dolores y sufrimientos y está nuestra muerte, el dolor, sufrimiento y muerte de todos los hombres, que Cristo ha asumido en sí mismo desde el momento de su Encarnación.
Que esa mirada a la Cruz de Cristo, hoy que estamos celebrando esta fiesta de su exaltación, nos lleve a hacer nosotros el mismo camino de fidelidad, de amor, de obediencia al Padre, de seguimiento de Jesús, de ser en verdad discípulos y apóstoles que es el camino de la cruz, pero que será siempre camino que nos lleve a la vida.
Nos ponemos ante la cruz y nos ponemos ante el Misterio. Pero será un misterio, entonces, que nos haga ahondar en nuestra fe y en nuestro amor. La cruz, por otra parte, no puede ser nunca sólo un adorno bonito, ni algo así como un talismán milagroso que lo llevo porque me da suerte. La cruz tendrá siempre que recordarme una fe y un amor, para ponerme siempre en ese camino que es el seguimiento de Jesús con todas sus consecuencias, como lo fue su Encarnación.