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sábado, 20 de septiembre de 2008

El que tenga oídos para oír, que oiga

1Cor. 15, 35-37.42-49
Sal. 55
Lc. 8, 4-15

‘El que tenga oídos para oír, que oiga’. ¿Estáis oyendo lo que os digo? ¿Me estáis escuchando? Así exclamó Jesús cuando terminó de decirles la parábola. Una llamada de atención.
Nos podemos quedar embobados sin saber ni donde estamos ni lo que oímos. Nos pasa a veces. Nos puede pasar cuando escuchamos la Palabra de Dios. Porque es una parábola que hemos escuchado tantas veces, que hasta nos la sabemos de memoria; porque decimos que estamos ante una de las páginas más bellas del evangelio; porque tenemos la tentación de pensar qué bien le vendría a los demás, y pensamos en éste o aquel a quien nosotros decimos eso es para él; porque al final podemos ser esa tierra árida y pisoteada que no vale para que sea sembrada en ella la semilla.
Jesús nos grita y nos llama la atención. Jesús me llama la atención a mí mismo que tengo que explicar la Palabra a los demás y también me puedo quedar embobado pensando sólo en lo que puedo o tengo que decirle a los otros. Tengo yo que escucharla primero que nada para mí mismo si no quiero ser también esa tierra estéril que no da fruto.
Ya todos sabemos el significado de la parábola y la explicación nos la ha dado Jesús mismo. No podemos decir que no sabemos lo que el Señor nos está diciendo y pidiendo. Y lo primero que nos está pidiendo es que seamos esa tierra buena. Busquemos entonces la manera de ser esa tierra buena en la que plantada la semilla da la posibilidad de dar fruto al ciento por uno.
Para disponer esa tierra tenemos que hacer como todo buen labrador. Labrar debidamente la tierra y abonarla. No se planta la semilla en una tierra llena de cardos. Hay que ver cuántos trabajos realiza el buen agricultor para preparar la tierra esperando que dé buena cosecha.
¿Cómo hacerlo nosotros con esa tierra de nuestra vida? Pidamos la fuerza del Espíritu. Dejemos actuar al Espíritu en nosotros. Que sea El quien labre la tierra de nuestra vida y la predisponga debidamente para dar fruto.
El Espíritu es el que nos purifica para que tengamos un corazón limpio y abierto a la semilla de la Palabra de Dios.
El Espíritu es el que nos fortalece frente a las tentaciones del maligno que quiere arrancar con sus seducciones esa buena semilla o quiere plantar la mala semilla de la cizaña en nosotros.
El Espíritu es el que nos hace ver los obstáculos que puedan haber en nuestra vida con tantas seducciones y apegos que lastran nuestro corazón impidiéndole que vaya hacia Dios.
El Espíritu poda en nosotros todas esas ramas innecesarias que nos distraen, nos quitan fuerza, en tantos entretenimientos que nos hacen oídos sordos a esa palabra, que nos adormecen y nos ciegan.
Es necesario ponernos en una actitud de oración, de escucha, de apertura del corazón. Si es el Señor el que nos habla, hemos de escucharle, hemos de entrar en diálogo con El, hemos de dejarnos conducir por El.
Danos, Señor, tu Espíritu de Sabiduría para que aprenda a saborear la riqueza maravillosa de tu Palabra.

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