Siempre está el Padre esperándonos en cuyo corazón de amor caben los hijos por muchas que sean las negruras que lleven en sus vidas
Miqueas 7,14-15.18-20; Sal 102; Lucas 15,1-3.11-32
Dar marcha atrás reconociendo los errores algunas veces el orgullo nos
lo impide. Tenemos la tentación de creernos los mejores, los que siempre
sabemos hacer bien las cosas y nos es más fácil culpabilizar de nuestras
actitudes y posturas a los demás, a lo que hacen los demás que quizá, decimos,
nos hacen reaccionar así. Queremos hacer la vida a nuestra manera y no
aceptamos un consejo; cuando se nos mete entre ceja y ceja el que queremos
hacer una cosa porque nos sentimos libres y queremos demostrarlo aunque eso
pueda herir a los demás, no hay quien nos arranque de ese empeño.
Y es difícil que luego recapacitemos, el orgullo no nos deja; nos
parece que reconocer un error de nuestra vida nos rebaja y nos humilla y no
queremos sentirnos humillados ante nadie. Nos creemos con derechos y nos es
fácil echarlo en cara a los demás y no nos permiten hacer lo que nosotros
queramos o no nos consienten en nuestros caprichos.
Tendríamos que abrir nuestro corazón al amor y darnos cuenta de quien
nos sigue amando a pesar de nuestros fallos o errores, para que quizá
comencemos un poquito a repensar las cosas y querer cambiar. Nos es necesaria
una buena dosis de humildad para reconocer ese amor que siempre permanece y que
nos aceptará a pesar de lo que nosotros hayamos podido haber sido en la vida.
Me hago estas primeras consideraciones poniéndome ante el cuadro que
se nos presenta en la parábola que se nos ofrece en esta mañana en la liturgia.
Siempre decimos la parábola del hijo pródigo recalcando casi exclusivamente en
la actitud y postura del hijo menor, quizás olvidando o dándole menor importancia
a las posturas o actitudes orgullosas del hijo mayor. Es cierto que últimamente
llamamos más la parábola del padre misericordioso que es el mensaje central que
realmente se nos quiere ofrecer. No lo olvidamos, pero sí quiero que nos
detengamos un poco en las posturas de ambos hijos que reflejan mucho nuestras
posibles posturas y comportamientos.
El hijo mejor, es cierto, que se marchó de casa, queriendo alejarse
del amor de su padre, y como dice la parábola derrocho toda su fortuna viviendo
perdidamente. Pero cuando se vio hundido en la miseria que no era solo no tener
nada que comer y andar entre los cerdos sino más bien toda la miseria y
oscuridad en la que se había visto envuelto su corazón, fue capaz de
recapacitar, pensar que podía haber tenido una vida mejor y añorar la casa del
padre aunque no se consideraba digno de poder regresar. ‘Trátame como a uno
de tus jornaleros’, pensaba decirle a su padre.
Ya conocemos la reacción del padre, que es el meollo de la parábola.
Es el amor y la misericordia de Dios que siempre nos acoge. Por eso, como antes
decía, tenemos que abrir nuestro corazón al amor y entender entonces que
podemos ser acogidos a pesar de nuestras oscuridades y miserias. Fue el abrazo,
y el vestido nuevo, y la fiesta con la que el padre celebró el regreso de su
hijo perdido.
Pero podríamos decir que es más dura la actitud y postura del hijo
mayor. Su corazón tampoco entiende del amor y todo en él son resentimientos y
orgullos. No quiere dar su brazo a torcer, no quiere acoger a su hermano a
quien ni siquiera quiere reconocer, afloran todos los resentimientos que había
en su corazón que hacían que ya hace tiempo estaba muy lejos del padre, aunque
no se hubiera marchado de la casa. ¿No
habrá muchas veces mucho de todo eso también en nuestro corazón? Qué heridos
nos sentimos cuando pensamos que no se reconocen nuestros derechos o no nos atienden como nosotros quisiéramos;
que insolidarios nos volvemos ante los que puedan pasar a nuestro lado heridos
y rotos por muchas cosas, pero que nuestro orgullo nos impide ver; cuantos
resentimientos seguimos guardando en nuestro corazón.
Allí está el padre que también ama a este hijo que tiene el corazón
tan roto, aunque no se lo crea. Allí se hace presente también el amor porque en
el corazón de aquel padre caben los dos hijos, como tendrían que caber en
nuestro corazón todos nuestros hermanos los hombres aunque podamos verlos
llenos de negruras en su vida. No dejemos que nuestro corazón se llene también
de la negrura del orgullo y de la insolidaridad.
Aprendamos de lo que es el amor que Dios nos tiene y seamos capaces de
volvernos con humildad hasta El porque siempre vamos a encontrar su abrazo de
amor. El Señor siempre es compasivo y misericordioso.