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sábado, 8 de junio de 2013

Latiendo al ritmo del Corazón de María aprendemos a latir al ritmo del amor de Dios

Judit, 13, 17-20; 15, 9; Sal.: Lc. 1, 46-55; Lc. 11, 27-28
Si ayer contemplábamos el Corazón de Jesús y en él todo el amor infinito de Dios que se derramaba en nuestros corazones con el Espíritu que nos daba, hoy la liturgia nos invita a contemplar el corazón de María, porque en ella podemos contemplar lo que ha de ser el corazón del hombre nuevo nacido de la Alianza nueva y eterna en la sangre derramada de Jesús.
Si el corazón del hijo late al ritmo de los latidos del corazón del madre cuando está en sus entrañas y así fue cuando llevaba a Jesús en su seno, el corazón de María hemos de reconocer que late el ritmo del corazón de Dios para que nosotros sus hijos apegados al corazón de la Madre a través de ella aprendamos a latir en ese latido del amor de Dios.
María fue toda para Dios y nada en ella podía apartarla de ese latir de Dios. En ella se fijó Dios para hacerla su Madre - luego nos la daría a nosotros también como madre en un hermoso regalo añadido de Jesús desde la cruz - y María fue toda inundada del Espíritu divino para hacerla mansión del Verbo de Dios que en sus entrañas se encarnaría y verdadero santuario del Espíritu Santo, como lo hemos expresado en la oración de la liturgia de este día.
No podía ser menos entonces que Dios la hiciese toda pura y la preservase incluso de toda mancha original en virtud de los méritos de su Hijo; por eso la llamamos Inmaculada, inmaculada y purísima desde el primer instante de su concepción, pero fue una santidad y pureza que María supo conservar porque todo su corazón fue siempre para Dios.
Es el corazón limpio y siempre dócil de María, tan dócil, que se consideraba a sí mismo la esclava del Señor dándole en todo momento el sí de la disponibilidad hasta plantar la Palabra de Dios en su corazón cumpliendo con toda fidelidad lo que eran los mandamientos del Señor. ''Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la llevan a la práctica', diría Jesús y es una referencia a María. Cuánto tenemos que aprender de María en esa docilidad y en esa disponibilidad para Dios, cuando nos sentimos tentados tantas veces a hacernos nuestras reservas para nosotros y aunque le queremos dar un sí generoso parece que si quisiéramos dejarnos algo para nosotros.
Docilidad de María que la llevó a ser siempre fiel, de manera que su sí no es el pronto de un momento de fervor sino la expresión de un corazón totalmente entregado para Dios. ‘Dichosa tú que has creído’, le diría su prima Isabel; una fe que envolvía toda su vida para saborear la presencia del Señor en todo momento paladeando, por así decirlo, cada palabra que llegaba a su corazón. Guardaba todo en su corazón. Pensativa, rumiando las palabras del ángel que la confundían en su humildad, se quedó cuando llegó a ella el mensajero de Dios.
Pero habría otros momentos oscuros y de dolor que como espadas traspasaban su alma, su corazón - como le anunciara el anciano Simeón -, pero la fe de María no se veía enturbiada por ninguna duda y siempre sentía en las manos del Señor como su humilde esclava tal como se había proclamado. Con corazón firme y dispuesto, lleno de la fortaleza del Espíritu, estaba María para unirse al sacrificio de su Hijo como la contemplamos en el camino del Calvario y al pie de la Cruz; no faltaba la esperanza en el corazón de María y sería la actitud segura que mantendría en la espera de la resurrección.
La presencia del Espíritu divino que la inundaba ya había realizado en ella la transformación que le hacía tener un corazón nuevo para poder descubrir y gustar la novedad del Reino de Dios. Jesús diría un día que había que nacer de nuevo, por el agua y el Espíritu, para poder ver y vivir el Reino de Dios, pero esa transformación por la gracia del Espíritu que la había envuelto con su presencia ya se había realizado.
De ahí la generosidad de la que rebosaba su corazón para servir y ayudar allí donde se la necesitara o para mostrar ese amor maternal que siempre está atento a las necesidades de sus hijos. Así marchó a la montaña para servir a Isabel, o estaba atenta a lo que podía faltar en las bodas de Caná.
Muchas más cosas podríamos decir del Corazón de María. Es la imagen de la nueva criatura que ha sido redimida; son las actitudes y los sentimientos del hombre nuevo nacido del Evangelio que en ella vemos reflejadas y de ella tenemos que aprender. Sabiamente nos lo resume la liturgia cuando hoy le damos gracia a Dios por María en el prefacio. ‘Porque diste a María un corazón sabio y dócil, dispuesto siempre a agradarte; un corazón nuevo y humilde, para grabar en él la ley de la Nueva Alianza; un corazón sencillo y limpio, que la hizo digna de concebir virginalmente a tu Hijo y la capacitó para contemplarte eternamente; un corazón firme y dispuesto para soportar con fortaleza la espada de dolor y esperar, llena de fe, la resurrección de tu Hijo’.
Le damos gracias a Dios por María; de su corazón queremos aprender para llegar a ser esa criatura nueva del Reino de Dios, ese hombre nuevo del Evangelio. Como aquella mujer anónima del evangelio nosotros queremos decirle también como una alabanza a María ‘dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron’, dichoso el corazón de María a cuyo ritmo latió el de Jesús mientras estaba en las entrañas de su madre. Que María nos alcance la gracia del Señor para que aprendamos a latir como ella al ritmo del amor de Dios.

viernes, 7 de junio de 2013

El Corazón de Jesús nos contagia de amor y de deseos de santidad

Ez. 34, 11-16; Sal. 22; Rm. 5, 5-11; Lc. 15, 3-7
Una persona de corazón es una persona profunda y a la vez cercana; entrañable y comprensiva, capaz de sentir emociones a la vez que ir al fondo de las cosas y los acontecimientos. Ser una persona de corazón es ser una persona íntegra y de gran personalidad, que actúa siempre con rectitud, que no tiene que significar rigidez a ultranza, porque será alguien capaz de ponerse en el lugar del otro porque su corazón tiene como una capacidad especial para comprender y para perdonar, para animar y para impulsar a quien está a su lado a metas grandes. Una persona de corazón enamora, porque queremos parecernos a ella o queremos estar siempre a su lado porque allí siempre nos sentiremos bien, aunque al mismo tiempo sintamos en nuestro interior exigencias grandes que nos estimulan e impulsan hacia arriba.
Hoy hablamos del corazón, pero queremos hablar del corazón de Cristo. Y en todo esto que hemos venido diciendo refiriéndonos a personas de corazón nos quedamos cortos cuando queremos referirlo a Cristo. Todo eso y mucho más podemos encontrar en el corazón de Cristo de manera que nuestras palabras se quedan cortas y pobres para expresar en toda su hondura lo que es el corazón de Cristo. Solamente tenemos que vivir su amor, experimentar su amor en nuestra vida para así sentirnos también contagiados de ese amor para parecernos a El, para actuar como el actúa.
La descripción que nos hace el profeta Ezequiel de lo que es ese pastor de nuestra vida que El anuncia proféticamente hemos de reconocer que es entrañable y nos da gusto ser ovejas de ese rebaño guiadas y cuidadas por ese pastor. Nos busca, nos llama, nos ofrece el mejor alimento en los mejores pastos, nos cuida con mimo cuando nos podamos sentir dolorosamente con heridas producidas por los avatares y luchas de la vida. Aunque andemos perdidos y descarriados el nos busca con afán y con ternura nos lleva de nuevo al redil en sus brazos curando las heridas que nos hayamos hecho en los duros barrancos de la vida.
Y es que ‘el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado’, como nos decía san Pablo. Sentimos y experimentamos ese amor cuando contemplamos todo lo que fue la pasión de Cristo con su muerte en la cruz que no es otra cosa que el pastor que termina dando su vida por las ovejas para que nosotros tengamos vida. Cristo es el Pastor, pero es también el Cordero inmolado, como es también ese pan que se nos da como alimento cuando nos da su propia carne como comida y alimento. Ya no es un alimento externo, ajeno a sí mismo el que nos da, sino que es El mismo el que se nos da, se nos ofrece en comida.
Somos la alegría y el gozo de Dios, a pesar de que tantas veces nos descarriemos por esos caminos que intentamos tantas veces recorrer apartándonos del buen camino. Pero Jesús, como Buen Pastor que nos conoce y nos conoce con nuestras virtudes y con nuestros defectos, con nuestros descarríos y con nuestras pérdidas muchas veces incluso interesadas, sin embargo siempre va a buscarnos, y sigue amándonos a pesar de nuestras sombras y oscuridades, y nos cargará sobre sus hombros lleno de alegría e invitando a todos a vivir la fiesta porque la oveja perdida ha sido encontrada y ha vuelto de nuevo al redil de las ovejas. Así es la alegría del cielo; así es la alegría del corazón de Dios cuando volvemos de nuevo a El.
¡Cómo nos conoce el Señor y cómo nos ama! ¡Cómo va continuamente en nuestra búsqueda y nos ofrece el bálsamo de gracia que con amor cure nuestras heridas para que nunca más haya nada de muerte en nosotros, sino que todo sea vida y felicidad! No terminamos de agradecer al Señor cuantas llamadas de amor nos está haciendo continuamente mientras nosotros quizá nos hacemos oídos sordos. Quizá nos permite que algunas veces nos descarriemos para que descubramos su amor cuando viene en nuestra búsqueda, o para que cuando andemos hundidos en nuestras sombras recapacitemos cayendo en la cuenta de lo que hemos pedido por habernos alejado.
Muchas veces sin que nosotros quizá nos demos cuenta El está llamándonos e impulsándonos con la fuerza callada de su Espíritu para que dejemos los malos caminos, emprendamos el camino nuevo y bueno. Ahí en nuestro corazón está trabajándonos con su gracia, permitiéndonos quizá en algunos momentos que tropecemos y nos duela en el alma el golpe que recibimos con esos tropiezos, pero que no son otra cosa que llamadas de amor, silbos amorosos que diría el poeta, con los que quiere atraernos por sus caminos de amor.
Y es que cuando nos acercamos a su corazón lleno de amor por nosotros nos sentimos más impulsados al amor; sentimos como su presencia junto a nosotros nos levanta y nos hace mirar a lo alto para que descubramos esas grandes metas de amor que tiene para nuestra vida y que hemos de alcanzar.
Cerca de su corazón nos sentimos contagiados de su amor y brota el deseo de parecernos a El, de hacernos una cosa con El, como los enamorados que se contagian mutuamente de amor y les hace buscarse para vivir en la unión más honda y profunda. Así queremos unirnos a Cristo, vivir su vida, dejar que El penetre en lo más hondo de nuestra alma o querer nosotros al mismo tiempo introducirnos hasta lo más hondo de su corazón de amor para sentirnos abrigados y acariciados por su ternura, levantados con su misericordia e inundados de alegría por participar y gozar de su amor.
Qué dicha poder gozarnos en su amor; qué paz más profunda sentimos en nuestro espíritu cuando estamos unidos a Jesús; qué impulso más grande sentimos en nuestra alma para dar ese salto grande que nos lleve a la santidad; qué confianza más esperanzada llena nuestro corazón porque sabemos que en El siempre vamos a encontrar misericordia y perdón.


jueves, 6 de junio de 2013

El Señor nuestro Dios es el único Señor

Tobías, 6, 10-11; 7, 9-17; 8, 4-10; Sal. 127; Mc. 12, 28-34
Ayer escuchábamos que eran los saduceos los que venían con preguntas y planteamientos a Jesús sobre el tema de la resurrección; hoy vemos que es un escriba el que viene con preguntas. ‘Un escriba se acercó a Jesús y la preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?’
Una pregunta que pudiera tener su importancia, pero es una pregunta en cierto modo ociosa por parte de un escriba o letrado, cuya misión era enseñar al pueblo y debía conocer con todo detalle, porque era además lo fundamental y esencial que en todo momento repetía todo buen judío. Pero Jesús no rehuye la pregunta, sino que responde con las propias palabras del Deuteronomio que todo buen judío conocía de memoria porque además era algo que repetían al entrar o salir de casa, al iniciar cualquier actividad o en cualquier momento de oración.
En esa respuesta de Jesús, tomada del Deuteronomio, se comienza con una profesión de fe, de la que arranca luego lo que va a ser el primer mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas. Y es que hemos de amar a Dios sobre todas las cosas porque Dios es único, no hay sino un único Dios y para El ha de ir todo nuestro amor y nuestra adoración. Es como  una confesión de fe al tiempo que una adoración, porque es reconocer a Dios como el único Señor de nuestra vida.
‘Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor’. Es el Dios en quien creemos; es el Dios a quien adoramos; es el Dios en quien ponemos toda nuestra vida; es el Dios de nuestra esperanza y nuestra vida; es el Dios al que hemos de hacer la ofrenda más profunda y más hermosa de nuestra existencia; es el Dios a quien hemos de ‘amar con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser’. Nuestro corazón y nuestra vida, para Dios; nuestro pensamiento y nuestro actuar, para Dios; todo siempre por amor de Dios y todo con todo el amor de nuestro corazón y nuestra vida.
Esto puede ser fácil de decir con palabras; pero han de ser palabras salidas desde lo más hondo de nuestra vida; y eso compromete y mucho. No es un amor de palabras, sino que tiene que ser el amor de toda nuestra vida, con toda nuestra vida. Estamos reconociendo que El es el único hacedor de nuestra vida y nuestro mundo, luego en El encontramos todo el sentido y el valor de lo que vivimos y de lo que hacemos. Estamos reconociéndole como el único Señor de nuestra vida al que hemos de amar, luego siempre y en todo momento hemos de buscar lo que es su voluntad. Estamos diciendo que es el único Dios a quien adoramos, eso es un reconocimiento pero también un deseo de vivir en la más íntima y profunda unión con El; lo que nos va a exigir una vida santa, alejada del pecado, buscando siempre lo que es la gloria del Señor.
Y todo eso sabiendo que vamos a ser tentados, que podrá haber otras cosas que en momentos determinados nos atraigan y nos quieran apartar de esos caminos de Dios; que tendremos la tentación de crearnos ídolos o falsos dioses a los que apegar nuestro corazón, porque podríamos tener la tentación de pensar que dejándonos seducir por esos falsos señuelos, de eso ídolos nuestra vida puede ser más fácil o podríamos alcanzar más fácilmente la felicidad. Pero cuando reconocemos al Señor como nuestro único Dios es porque no queremos dejarnos seducir por nada de esas cosas sino siempre buscar lo que es la gloria del Señor.
Pero Jesús dice algo más. Nos habla de un segundo mandamiento que es tan importante, porque no hay mandamiento mayor que estos. ‘El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No podremos separar nunca el amor que le tengamos al prójimo del amor de Dios. Y cuando amamos a Dios tenemos que amar necesariamente también a nuestro prójimo. Ya Jesús luego a lo largo del evangelio nos hablará repetidamente de cómo ha de ser ese amor al prójimo.

El escriba no puede menos que estar de acuerdo con las palabras de Jesús. Ya vemos su respuesta, a lo que Jesús le dirá que no está lejos del Reino de Dios. Ojalá nosotros amando así como nos enseña Jesús estemos también viviendo con toda intensidad el Reino de Dios.

miércoles, 5 de junio de 2013

El Dios de la vida me llama a una vida en plenitud junto a El

Tobías, 3, 1-11.24-25; Sal. 24; Mc. 12, 18-27
En la lectura continuada que vamos haciendo día a día (en medio de la semana) del evangelio de Marcos va apareciendo la reacción y la oposición de ciertos grupos religiosos a la acción y al mensaje de Jesús. Hemos ido viendo como la gente sencilla acoge a Jesús, los pobres y los enfermos se acercan a El con toda fe y confianza y son muchos los que le siguen para escuchar sus enseñanzas. Pero también va surgiendo la oposición de ciertos grupos.
En el caso del evangelio que hoy se nos ha proclamado serán los saduceos los que vienen con sus cuestiones porque los saduceos eran un grupo en la época de Jesús que entre otras cosas negaban la resurrección de los muertos. De ahí la pregunta que le plantean en el cumplimiento de la ley del levirato en relación al matrimonio, como hemos escuchado, que no es realmente lo más importante del mensaje, aunque nos prepara para encontrar el más hondo mensaje.
La respuesta de Jesús, que es además una afirmación de la fe en la resurrección de los muertos, sin embargo quiere hacerles profundizar algo más en el sentido de su fe en Dios. ‘Estáis equivocados y no entendéis la Escritura ni el poder de Dios’, les dice. Por una parte no se puede pensar en el cielo y en la vida eterna desde esas categorías humanas de matrimonio o no, o de vivir a la manera material que vivimos aquí en la tierra, porque es algo muy distinto y más sublime en el vivir en Dios, y por otra parte está la afirmación que les hace: ‘Dios no es un Dios de muertos sino de vivos’.
Aunque muchas veces en nuestras reflexiones, para tratar de ahondar en la trascendencia de nuestra vida, decimos que habríamos de mirar la vida como si la viéramos desde el momento de la muerte, creo que en eso incluso nos quedaríamos en cierto modo cortos. Eso sería de alguna manera pensar que la muerte es el final y un final tras el cual no hay nada más. Es el final de una existencia terrera pero podríamos decir es una puerta abierta a la eternidad, a la vida eterna.
El final para el cristiano, para el creyente cristiano no es en sí la muerte sino la vida, la vida en plenitud que estamos llamados a vivir. Desde la vida, la vida eterna, y no desde la muerte, es desde donde en verdad vamos a pensar en esa trascendencia que tiene nuestra existencia. Si fuera simplemente desde la muerte, una muerte que es el final de toda existencia, sí que no habría trascendencia, porque sería un acabarse todo; trascendemos porque vamos más allá, estamos llamados a una vida eterna. Estas cosas las hemos de tener bien claras porque en nuestro entorno en la sociedad actual muy materialista se piensa de esa manera sin darle verdadera trascendencia a la vida.
El Dios en quien creemos es el Dios de la vida, que nos ha dado la vida porque nuestra existencia depende de su voluntad creadora, pero que nos llama a la vida y a una vida sin fin, una vida eterna. Miramos a Jesús, pero no nos quedamos en un Jesús crucificado, muerto y sepultado, sino que contemplamos al vencedor de la muerte, al que ha resucitado y tiene una vida sin fin de la que nos quiere hacer partícipes a nosotros. Su Pascua ha sido redentora porque nos ha abierto las puertas de la vida, de la vida eterna con su salvación.
Mirando, pues, nuestra existencia terrena, no desde el umbral de la muerte, sino desde una vida sin fin a la que estamos llamados es cuando encontramos verdaderos caminos de plenitud para lo que ahora en este mundo cada día vamos viviendo. Es desde esa vida que es una participación plena de la vida de Dios desde donde encontrará verdadero sentido y valor todo lo que ahora hacemos y vivimos.
Y claro que lo que ahora vamos viviendo queremos que tenga esa trascendencia de eternidad feliz y dichosa; por esos nuestros actos no podrán ser nunca de muerte sino de vida; por eso envolvemos nuestra vida en el amor porque es el que nos lleva por caminos de plenitud; por eso podemos toda nuestra fe y nuestra esperanza en Dios, porque creemos en El como el Señor de la vida que quiere que tengamos vida en plenitud, dichosa y feliz, para siempre. Es por eso por lo que nos apartamos de la muerte y de todo lo que nos puede dar muerte, nos apartamos del pecado.
Si pensáramos más en esa vida de plenitud en Dios a la que estamos llamados seguro que nuestra vida sería distinta; seríamos capaces de esforzarnos más por buscar lo que es la voluntad de Dios para irlo realizando en nuestra vida y nos apartaríamos del pecado. Si Dios me ha prometido una vida de felicidad plena junto a El, ¿cómo es que yo ahora prefiero la muerte y me dejo arrastrar por el pecado?
Esa vida que Dios me ofrece me llena de esperanza; desde esa vida a la que Dios me llama me siento impulsado cada día a vivir más unido a Dios con una vida santa, pregustando ya de alguna manera lo que va a ser esa unión con Dios en total plenitud y en felicidad que dura para siempre.

¿No serán esos motivos para ser cada día más santo y llenar mi vida de más amor?

martes, 4 de junio de 2013

La sinceridad, la humildad, la rectitud hacen un mundo mejor

Tobías, 2, 10-23; Sal. 111; Mc. 12, 13-17
‘Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa nadie: porque no te fijas en las apariencias, sino que enseñas el camino de Dios sinceramente’. Aunque sabemos que sus intenciones no eran buenas, porque estaban llenas de hipocresía y falsedad, sin embargo hacen una hermosa afirmación de Jesús. Hablan de su sinceridad y su rectitud. Tendría que hacernos pensar.
Recordamos que Jesús nos dirá en el Evangelio que El es la Verdad y la Vida. En Jesús no cabe la falsedad y la mentira. Como a Jesús tampoco podemos ir desde nuestras falsedades y mentiras. Jesús es la verdad y Jesús nos conoce desde lo más hondo de nosotros mismos. Esa sinceridad y esa rectitud le llevarían a ser odiado por los hijos de las tinieblas que no pueden aguantar la luz; rechazan la luz y todo lo que pueda conducirnos a la luz; por eso rechazan a Jesús.
Una primera consideración que tendríamos que hacernos habría de ir por este sentido. Que obremos siempre con sinceridad y según la verdad; que no nos dejemos confundir nunca por las apariencias y ya no es simplemente que no nos dejemos engañar por las apariencias de los demás, sino que nosotros mismos no ocultemos la verdad de nuestra vida detrás de ese velo falso de las apariencias. Es la rectitud con que hemos de actuar en todo momento; es no dejarnos comprar nunca por ningún plato de lentejas de falsedades y disimulos. Que podemos tener esa tentación. Juzgamos y condenamos fácilmente a los demás cuando nos parece que están actuando desde las apariencias y la vanidad, pero luego nos sentimos tentados a actuar también en muchas ocasiones de esa forma.
La vanidad nos puede seducir porque nos agradan los halagos y las alabanzas. Y alimentados por esas vanidades llenamos al mismo tiempo nuestro corazón de orgullo y de soberbia; con qué facilidad pretendemos subirnos a pedestales queriendo mostrar lo que no somos, alimentando nuestro ego que nos endiosa y nos llena de soberbia.
Cuando se nos mete el orgullo y la soberbia en el corazón vamos arrasando cuanto encontremos a nuestro paso, o más aún, vamos arrasando y destruyendo a cuantos se crucen en nuestro camino y nos puedan hacer sombra. Por algo decimos que son pecados capitales. Son generadores de egoísmos, de insolidaridades, de violencias, de malos tratos a nuestros semejantes, de mentira, de injusticia, de pasiones descontroladas… y podríamos seguir haciendo una lista bien grande de los males que vamos provocando.
Los caminos de la sencillez, de la humildad, de la sinceridad, aunque a veces nos cueste abajar nuestros orgullos, sin embargo son los caminos que contribuyen mejor a la felicidad y al bienestar de todos. Nos sentiremos nosotros bien cuando actuamos así con sinceridad y sencillamente, pero haremos agradable nuestra presencia ante los demás y contribuiremos así a su felicidad. Ya sabemos lo desagradable que es estar al lado de una persona orgullosa y vanidosa y lo insoportable que se puede volver el estar a su lado, pues con nuestra sencillez y con nuestra humildad hagamos agradable la vida de los que nos rodean.
Otras consideraciones podríamos hacernos con las preguntas que le plantean a Jesús, pero ahí tenemos tajantes lo que son sus respuestas. La reflexión primera que nos hemos venido haciendo creo que nos puede ayudar mucho, sin embargo. Que todo sea siempre para la gloria del Señor. Humanamente tenemos unas responsabilidades en esa sociedad, en esa comunidad humana en la que vivimos que no podemos nunca desatender, porque sería además enterrar los talentos que el Señor nos ha dado para mejorar nuestro mundo. Pero siempre por encima de todo la gloria del Señor. ‘A Dios lo que es de Dios’, que respondió Jesús.


lunes, 3 de junio de 2013

Una viña y una vida cuidadosamente preparada por la gracia que ha de dar fruto

Tobías, 1, 1-2; 2, 1-9; Sal. 111; Mc. 12, 1-12
‘Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje…’ Así comienza la parábola que Jesús propone a los sumos sacerdotes, a los letrados y a los ancianos. Una parábola que de alguna manera recuerda el canto de amor del amigo a su viña, que nos había dejado el profeta. Esa viña preparada con tanto espero por su propietario y que confía a los labradores para que saquen sus frutos es una imagen muy llena de significado.
Cuando escuchamos la parábola, ya en su mismo relato, hacemos la interpretación para referirnos a la respuesta no tan positiva, sino muy llena de sombras del pueblo de Israel a lo largo de toda la historia de la salvación. Al final de la parábola el mismo evangelista nos dice que los sumos sacerdotes, letrados y ancianos comprendieron que la parábola iba por ellos y por eso mismo estaban buscando la manera de acabar con Jesús.
Por supuesto que el reflexionar sobre este aspecto de la parábola también nos puede ayudar a preguntarnos por nuestra respuesta y es en lo que hemos de incidir. Nos sería fácil y cómodo quedarnos en constatar cómo el pueblo de Israel no respondía a todo el amor que el Señor manifestaba sobre su pueblo a lo largo de la historia. Pero nos quedaríamos en mucha pobreza de mensaje si solo nos quedáramos ahí y no viéramos nuestra vida reflejada en ella.
Esa viña tan cuidadosamente preparada y podríamos decir enriquecida con tantos medios - la cerca, el lagar, la casa del guarda, etc… - nos está hablando de cuánto hace Dios con nosotros. La riqueza de esa viña, de la gracia divina que Dios ha puesto en nuestras manos derramando su amor sobre nosotros. Pero, ¿seremos en verdad conscientes de cuanto nos da el Señor?
Confieso que ayer tarde, mientras participaba en la procesión del Corpus en una parroquia, observando la gente que iba en la procesión, los que la veían pasar como meros espectadores, o aquellos con los que nos cruzábamos que iban a sus cosas y que se tropezaban de paso con la procesión, todo eso me hacía reflexionar y me hacía muchas preguntas en mi interior.
¿Éramos en verdad todos conscientes del misterio del amor de Dios que allí llevábamos entre nosotros al llevar a Cristo en la Eucaristía? No digo tanto los que iban en la procesión, pero quizá de aquellos que se asomaban a su paso o de aquellos con los que nos cruzábamos y tropezaban con la procesión, probablemente habrían hecho un día la comunión, o en aquellos que eran más jóvenes o más niños quizá no hacía tanto tiempo, pero ahora ¿qué les pasaba por la cabeza al ver o encontrarse con la procesión? ¿Recordarían en verdad lo que les enseñaron de la Eucaristía?
Pongo esto como ejemplo, por decirlo de alguna manera. Pero yendo a la imagen de la parábola y pensando en todos nosotros ¿seremos conscientes de esa viña que Dios ha puesto en nuestras manos, de esa riqueza de gracia que nos ha dado a lo largo de nuestra vida? ¿qué respuesta le estamos dando? Ya veíamos en lo que decíamos antes que algunas personas se quedaban como meros espectadores, y otros quizá se sorprendían al encontrarse con la procesión, y muchos pasaban de largo como siguen pasando de largo tantos ante la fe, la religión, la vida cristiana.
Pero no queremos juzgar a los demás, sino juzgarnos a nosotros mismos, analizarnos a nosotros mismos para ver cuál es la respuesta que nosotros le damos al Señor. Ante el hecho de aquellos criados que el amo envió a recoger sus frutos que en la historia de la salvación los podríamos ver como los profetas enviados por Dios a lo largo de los tiempos, nosotros tendríamos que preguntarnos cómo acogemos nosotros a quienes Dios pone a nuestro lado para trasmitirnos la Palabra de Dios. Y la misma Palabra del Señor, ¿cómo la acogemos? Porque muchas veces ponemos nuestros filtros para aceptar o no aceptar aquello que nos conviene o no nos conviene. Y así podríamos preguntarnos por muchas cosas de nuestra vida cristiana de cada día.

Sí, tenemos que sentir que la parábola el Señor la pone por nosotros, no por otros ni por gente de otro tiempo, sino para mi y para ti hoy, con lo que es nuestra vida. Y a la luz de esa Palabra tenemos que examinar nuestra vida y ver cuál es la respuesta que damos en ese cuidado de esa viña de gracia que Dios ha puesto en nuestras manos.

domingo, 2 de junio de 2013

La fiesta de la Eucaristía un compromiso de amor: dadles vosotros de comer

Gén. 14, 18-20; Sal. 109; 1Cor. 11, 23-26; Lc. 9, 11-17
‘Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que los repartieran. Comieron todos y se saciaron…’ Es lo que hemos escuchado en el evangelio pero con casi las mismas palabras san Pablo nos trasmitía la tradición que había recibido ‘que procede del Señor’, como nos dice: ‘En la  noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y pronunciando la acción de gracias, lo partió y lo repartió… esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros’. Pero ahora  nos añade: ‘haced esto en memoria mía’.
Es lo que hoy nos congrega de una forma especialmente solemne en este día, pero que nos congrega cada día y de manera especial en el día del Señor. Hoy es la fiesta grande de la Eucaristía, la fiesta en que celebramos y queremos trasmitir a todo el mundo saliéndonos incluso de nuestros templos el Misterio, el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, Sacrificio de la nueva y eterna Alianza.
¿Qué es lo que contemplamos? ¿Qué es lo que celebramos? Un misterio infinito de amor. Cristo que se nos da; Cristo que se nos entrega. ‘En la última cena con los apóstoles, para perpetuar su pasión salvadora, se entregó a sí mismo como Cordero Inmaculado y Eucaristía perfecta’, que vamos a proclamar en el prefacio de nuestra acción de gracias de hoy. Sí, es el Cordero Inmaculado que fue inmolado en sacrificio de amor por nosotros. Cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando el sacrificio de Cristo, porque cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz estaremos anunciando su muerte hasta que vuelva.
Sacramento que nos alimenta y nos vivifica, que nos santifica y nos llena de vida. Sacramento de amor que nos congrega para que en el amor vivamos y en el mismo amor nos entreguemos y a su manera. Sacramento que nos hace presente a Cristo para que en El lo reconozcamos; presencia permanente en el sacramento eucarístico que nos enseña a reconocerle también en los hermanos, sacramentos que también se convierten para nosotros de su presencia.
Quiso hacerse pan, hacerse comida porque es el signo más hermoso que nos habla del amor y de la comunión que entre todos los que en él creemos hemos de tener. La multiplicación de los panes, que hemos escuchado en el relato del evangelio, es signo que nos anticipa lo que va a ser para siempre el signo de la Eucaristía. Una comida que nos congrega y nos reúne en torno a Jesús y donde vamos a comer a Cristo y a entrar en profunda comunión con El.
Ya sabemos que reunirnos en torno a una mesa para una comida suscita sentimientos de gozo, de comunicación, de amistad. Se reúnen los que se siente hermanos y amigos para compartir juntos y con alegría una comida. Se reúnen los que quieren sentirse hermanos y amigos quizá en un momento determinado para restablecer y alimentar un amistad, una comunicación y una comunión que pudiera estar perdida o en peligro.
En torno a la mesa nos sentimos alegres, nos comunicamos espontáneamente, entramos en una bonita comunión que estrecha los lazos del amor y de la amistad. Bien sabemos que no es solo lo que comemos, sino lo que compartimos, lo que hablamos y las nuevas e intensas relaciones que mutuamente establecemos. Compartimos y comemos juntos el pan de la amistad mejorando nuestras mutuas relaciones humanas y nuestra calidad de vida y relación. Es una bendición poder compartir juntos esa comida que se convierte siempre en banquete de vida.
Cristo así quiso hacerse Eucaristía, hacerse comida que nos congregue para compartir nuestro amor y nuestra amistad; comida que alimente y haga crecer ese amor y esa nueva relación de profunda comunión. No olvidamos el memorial que hacemos de su entrega y sacrificio de amor, sino que haciendo memoria de esa entrega y amor precisamente vamos a alimentar nuestro amor y nuestra comunión de hermanos. ‘Haced esto en memoria mía’, nos dijo porque en su mismo amor y entrega también nosotros hemos de vivir.
La Eucaristía celebra el amor y alimenta el amor. Celebra primero que nada el amor de Cristo que por nosotros se entregó, pero necesariamente al mismo tiempo estamos celebrando ese amor que nosotros en el nombre de Jesús queremos vivir; pero además cuando Cristo se hace alimento está significándonos la gracia que nos regala al darnos su Cuerpo como alimento para que así fortalezcamos nuestro amor y lleguemos a vivir en esa necesaria y profunda comunión entre nosotros para siempre. Nunca podrá haber una Eucaristía sin amor y que no nos conduzca a más amor. La Eucaristía siempre tendrá que terminar en compromiso de amor.
Por eso hoy queremos escuchar con especial atención esa palabra que Jesús nos ha dicho en el evangelio al contemplar aquella multitud hambrienta a su alrededor. ‘Dadle vosotros de comer’. Nos lo dice a nosotros también. Miramos a nuestro alrededor y contemplamos, sí, una multitud hambrienta; quizá primero que nada nos fijamos en la situación dura y difícil que puedan estar pasando tantos hoy en nuestra sociedad. No podemos cerrar nuestro corazón ni de ninguna manera insensibilizarnos ante la situación difícil que pasan tantos en su necesidad. Cuando hoy celebramos esta fiesta del amor que es la Eucaristía sentimos ese compromiso del amor.
No podemos decir que somos pobres y que poca cosa quizá nosotros tenemos o podemos hacer. San Basilio de Cesarea, un santo padre de la Iglesia antigua en el siglo IV decía: ‘Sólo sabes decir: no tengo nada que dar, soy pobre. En verdad, eres pobre y privado de todo bien: pobre en amor, pobre en humanidad, pobre en confianza en Dios, pobre en esperanza eterna’.
Cuando Jesús nos dice hoy en esta fiesta de la Eucaristía al mirar la multitud que  nos rodea ‘dadle vosotros de comer’, quizá quiere que nos fijemos en esos pobres de amor a los que tenemos que alimentar, en los que tenemos que despertar al amor; y no son solo los que no se sienten queridos o son abandonados, sino aquellos que no saben amar porque han llenado su corazón de egoísmo y cerrazón; aquellos que se han cerrado al amor verdadero porque solo saben amarse a sí mismo y se vuelven insolidarios, fríos, insensibles, injustos con los hermanos, porque esa insensibilidad es también una forma de injusticia. Es una gran pobreza que también tenemos que ayudar a curar, alimentándolos de amor.
Quienes estamos celebrando hoy esta fiesta grande de la Eucaristía y queriendo así proclamar a voz en grito, podríamos decir, nuestra fe en Jesús lo tenemos que expresar con nuestro amor, auténtico y verdadero. Si de cada Eucaristía siempre hemos de salir amándonos más, cuando hoy queremos darle especial intensidad a esta fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo mucho más comprometidos con el amor hemos de salir de nuestra celebración.
Y ese compromiso de amor ha de manifestarse en una comunión más intensa que vivamos entre nosotros los que cada día convivimos, ya sean nuestras familias, el círculo de nuestros amigos, los compañeros de trabajo o allí donde habitualmente compartimos nuestra vida. Más comunión que es querernos más, que es ser siempre comprensivos los unos con los otros en los achaques de cada día y saber perdonarnos en todo momento. Más comunión que es sentirnos verdaderamente solidarios los unos con los otros compartiendo nuestras alegrías pero también sabiendo acompañarnos en nuestras penas y sufrimientos poniendo una especial empatía con los que sufren a nuestro lado.
Y por supuesto ese compromiso de amor con el que hemos de salir de nuestra celebración por justicia y amor nos ha de hacer que nos sintamos solidarios de manera efectiva con los que pasan necesidad o padecen especiales sufrimientos. Cuánto tenemos que aprender a compartir y cuanto hemos de aprender a consolar para mitigar sufrimientos.

Y en ese compromiso de amor de nuestra Eucaristía hoy, como nos pide Cáritas, hemos de aprender a vivir más sencillamente para que otros, sencillamente, puedan vivir. Vive con sencillez y la convivencia nos hará más felices. Aprendamos del amor de Jesús y alimentemos nuestro amor en Jesús que para eso se nos da como alimento en la Eucaristía.