El Dios de la vida me llama a una vida en plenitud junto a El
Tobías, 3, 1-11.24-25; Sal. 24; Mc. 12, 18-27
En la lectura continuada que vamos haciendo día a día
(en medio de la semana) del evangelio de Marcos va apareciendo la reacción y la
oposición de ciertos grupos religiosos a la acción y al mensaje de Jesús. Hemos
ido viendo como la gente sencilla acoge a Jesús, los pobres y los enfermos se
acercan a El con toda fe y confianza y son muchos los que le siguen para
escuchar sus enseñanzas. Pero también va surgiendo la oposición de ciertos
grupos.
En el caso del evangelio que hoy se nos ha proclamado
serán los saduceos los que vienen con sus cuestiones porque los saduceos eran
un grupo en la época de Jesús que entre otras cosas negaban la resurrección de
los muertos. De ahí la pregunta que le plantean en el cumplimiento de la ley
del levirato en relación al matrimonio, como hemos escuchado, que no es
realmente lo más importante del mensaje, aunque nos prepara para encontrar el
más hondo mensaje.
La respuesta de Jesús, que es además una afirmación de
la fe en la resurrección de los muertos, sin embargo quiere hacerles
profundizar algo más en el sentido de su fe en Dios. ‘Estáis equivocados y no entendéis la Escritura ni el poder de Dios’,
les dice. Por una parte no se puede pensar en el cielo y en la vida eterna
desde esas categorías humanas de matrimonio o no, o de vivir a la manera
material que vivimos aquí en la tierra, porque es algo muy distinto y más
sublime en el vivir en Dios, y por otra parte está la afirmación que les hace: ‘Dios no es un Dios de muertos sino de
vivos’.
Aunque muchas veces en nuestras reflexiones, para
tratar de ahondar en la trascendencia de nuestra vida, decimos que habríamos de
mirar la vida como si la viéramos desde el momento de la muerte, creo que en
eso incluso nos quedaríamos en cierto modo cortos. Eso sería de alguna manera
pensar que la muerte es el final y un final tras el cual no hay nada más. Es el
final de una existencia terrera pero podríamos decir es una puerta abierta a la
eternidad, a la vida eterna.
El final para el cristiano, para el creyente cristiano
no es en sí la muerte sino la vida, la vida en plenitud que estamos llamados a
vivir. Desde la vida, la vida eterna, y no desde la muerte, es desde donde en
verdad vamos a pensar en esa trascendencia que tiene nuestra existencia. Si
fuera simplemente desde la muerte, una muerte que es el final de toda
existencia, sí que no habría trascendencia, porque sería un acabarse todo;
trascendemos porque vamos más allá, estamos llamados a una vida eterna. Estas
cosas las hemos de tener bien claras porque en nuestro entorno en la sociedad
actual muy materialista se piensa de esa manera sin darle verdadera
trascendencia a la vida.
El Dios en quien creemos es el Dios de la vida, que nos
ha dado la vida porque nuestra existencia depende de su voluntad creadora, pero
que nos llama a la vida y a una vida sin fin, una vida eterna. Miramos a Jesús,
pero no nos quedamos en un Jesús crucificado, muerto y sepultado, sino que
contemplamos al vencedor de la muerte, al que ha resucitado y tiene una vida
sin fin de la que nos quiere hacer partícipes a nosotros. Su Pascua ha sido
redentora porque nos ha abierto las puertas de la vida, de la vida eterna con
su salvación.
Mirando, pues, nuestra existencia terrena, no desde el
umbral de la muerte, sino desde una vida sin fin a la que estamos llamados es
cuando encontramos verdaderos caminos de plenitud para lo que ahora en este
mundo cada día vamos viviendo. Es desde esa vida que es una participación plena
de la vida de Dios desde donde encontrará verdadero sentido y valor todo lo que
ahora hacemos y vivimos.
Y claro que lo que ahora vamos viviendo queremos que
tenga esa trascendencia de eternidad feliz y dichosa; por esos nuestros actos
no podrán ser nunca de muerte sino de vida; por eso envolvemos nuestra vida en
el amor porque es el que nos lleva por caminos de plenitud; por eso podemos
toda nuestra fe y nuestra esperanza en Dios, porque creemos en El como el Señor
de la vida que quiere que tengamos vida en plenitud, dichosa y feliz, para
siempre. Es por eso por lo que nos apartamos de la muerte y de todo lo que nos
puede dar muerte, nos apartamos del pecado.
Si pensáramos más en esa vida de plenitud en Dios a la
que estamos llamados seguro que nuestra vida sería distinta; seríamos capaces
de esforzarnos más por buscar lo que es la voluntad de Dios para irlo
realizando en nuestra vida y nos apartaríamos del pecado. Si Dios me ha
prometido una vida de felicidad plena junto a El, ¿cómo es que yo ahora
prefiero la muerte y me dejo arrastrar por el pecado?
Esa vida que Dios me ofrece me llena de esperanza;
desde esa vida a la que Dios me llama me siento impulsado cada día a vivir más
unido a Dios con una vida santa, pregustando ya de alguna manera lo que va a
ser esa unión con Dios en total plenitud y en felicidad que dura para siempre.
¿No serán esos motivos para ser cada día más santo y
llenar mi vida de más amor?
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