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sábado, 23 de julio de 2011

El amor nos hace entrar en comunión con Dios que nos lleva a la comunión con los hermanos

Santa Brígida de Suecia

Gál. 2, 19-20;

Sal. 33;

Jn. 15, 1-8

Los que se aman su gran deseo es estar juntos, estar unidos. Los amigos se buscan para estar juntos y compartir su amistad; los enamorados buscan allí donde puedan estar muy unidos a la persona que quieren; y asi podríamos mencionar muchas situaciones de la vida donde el amor y la amistad llevan al encuentro, a la unión, a la comunión en muchas cosas, pero sobre todo a esa comunión grande que nace del amor.

Así, podemos decir, es también nuestra relación con Dios. No creemos en un Dios del temor, sino del amor, porque así además El ha querido revelársenos. Es además la gran manifestación, la gran revelación que Jesús nos hace en el Evangelio, siendo El mismo el rostro de ese amor de Dios. Cuando creemos en El, descubriendo cuánto es el amor que El nos tiene, sentimos nosotros también ese deseo de vivir unidos a El porque le amamos. Pero es que además Dios nos busca a nosotros, ofreciéndonos continuamente su amor y queriendo que vivamos en profunda comunión con El.

Pero algo maravilloso es que cuando entramos en esa comunión de amor con Dios necesariamente entramos también en una nueva comunión de amor con los demás, con los que nos rodean; cuando no hemos llegado a eso es porque aún nuestro amor y comunión con Dios no es todo lo intenso y lo puro que tendría que ser y nos ha faltado el descubrir esa faceta de unión y comunión con los hermanos.

Hoy Jesús en el evangelio nos habla de esto con las imágenes de la vid y los sarmientos. ‘Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el viñador… yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí como yo estoy unido a él, produce mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada…’

Necesitamos estar unidos a Dios, necesitamos estar unidos a Jesús. Y esa unión será tan profunda que podemos llegar a lo que nos dice hoy san Pablo. Todo para él es vivir en Dios de manera que podrá llegar a decir que vive ‘crucificado en Cristo, y ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí’. Qué profundidad de vida, qué intensidad de unión con Cristo para sentirse crucificado con El y llegar a decir que ya no importa si vida sino la de Cristo, porque es Cristo quien vive en El. Hermosa meta, alto ideal al que hemos de aspirar. Es el camino de la santidad.

Así tiene que crecer nuestro amor más y más para que entremos en esa comunión produnda con Dios y se produzcan los frutos de santidad que hemos de dar. Frutos que se van a manifestar también en esa unión y comunión que vivimos con los demás.

Esto los santos lo vivían con toda intensidad. Llegaban a esa unión profunda, mística con Dios, pero que nunca les apartaba de los demás. Por eso vemos que siempre los santos respolandecen por su amor, por su entrega, por cuánto hacen de una forma o de otra por los demás.

Aunque vivieran incluso apartados del mundo, no vivian ajenos al mundo que les rodea. Algunas piensan que los que se consagran a Dios en la vida religiosa o la vida monástica lo hacen para alejarse del mundo y desentenderse de él, pero no es así. Se consagran a Dios y vivirán en esa vida de silencio y contemplación pero siempre estan muy unidos a sus hermanos los hombres que seguimos caminando por el mundo en los problemas de cada día, y nuestros problemas son también sus problemas, y nuestras necesidades o preocupaciones son también sus preocupaciones; ahí están con sus oraciones como palanca ante el Señor para alcanzarnos la gracia que necesitamos para nuestro caminar.

Hoy precisamente celebramos una santa que replandecía por esa unión mistica con el Señor y por su amor a los hermanos. Santa Brígida de Suecia, casada y luego viuda, viviendo en palacios e incluso en la corte, y luego pobremente en un monasterio, peregrina por los caminos de Europa, llegó desde Compostela hasta tierra Santa y establecida por mucho tiempo en Roma, nunca fue ajena a los problemas de su tiempo. Para todos tenía una palabra sabia, para papas y reyes, para sacerdotes y para el pueblo fiel; a todos amonestaba en el nombre del Señor invitando a la conversión y a la renovación de la vida. Su vida ya no era su vida, sino unida al Señor vivía en Dios, pero vivía dispuesta siempre a servir a sus hermanos, los hombres y mujeres de su tiempo, en unas épocas muy convulsas tanto para la Iglesia como para Europa. Es por eso por lo que Juan Pablo II la nombró también patrona de Europa.

viernes, 22 de julio de 2011

Un corazón perdonado, agradecido y enamorado


María Magdalena
2Cor. 5, 14-17;
Sal. 62;
Jn. 20, 1-2.11-18

Un corazón perdonado, un corazón agradecido, un corazón enamorado. Es el corazón de María de Magdala a quien hoy celebramos.

Cuando aquella mujer pecadora se acercó por detrás a lavar los pies de Jesús, recordamos lo que pensaba el fariseo que había lo invitado Jesús le propuso una pequeña parábola: los dos que fueron perdonados por su amo en la deuda que tenían con él; uno era una gran cantidad y otro menos; y Jesús preguntó ‘¿quién le amará más?’

María Magdalena – no sabemos bien si fue o no fue esta mujer pecadora – sin embargo sí sabemos que Jesús le había perdonado mucho porque de ella había echado siete demonios, como dice Marcos en el evangelio. Lo que sí sabemos bien de ella era el amor grande que le tenía a Jesús. ‘¿Quién le amará más?’, preguntaba Jesús y ahí está el amor grande de María Magdalena. ¿Cómo no iba a amarle si así le había liberado del mal y del pecado? Al pie de la cruz estaba con María y algunas otras mujeres, nos dicen los evangelistas y fue de las primeras que corrieron el primer día de la semana al amanecer al sepulcro porque querían embalsamar debidamente el cuerpo de Jesús.

Un corazón perdonado, decíamos al principio, y un corazón agradecido que se manifestaba en ese seguimiento fiel a Jesús hasta llegar incluso hasta el pie de la cruz. Un corazón enamorado, un corazón lleno de amor. ¡Cuánto amaba a Jesús! Dispuesta estaba a cargar con el cuerpo de Jesús si lo encontrara, porque, como ella pensaba, se lo habían robado del sepulcro y no sabía donde estaba. Por eso pregunta al que ella cree que es el hortelano sin saber que era Jesús quien estaba allí porque para ella sería la primera de las apariciones después de resucitado.

Al oir su nombre de labios de Jesús le reconoce – ‘¡Maestro!’ es su exclamación - y corre a abrazarle los pies. ¡Cómo sería su nombre pronunciado por los labios de Jesús! Es el regalo de Jesús a tanto amor, a un corazon agradecido y enamorado. Pero es también la primera misión que Jesús confía despues de resucitado al enviarla que vaya a comunicar a los hermanos que había resucitado. Como canta la litrugia bizantina en su honor ‘el apóstol de los apóstoles’, enviada (apóstol) fue a los apóstoles con ese anuncio tan trascendental.

Nos basta esto que estamos reflexionando para sacar un mensaje para nuestra vida. ¿No tendría que ser también nuestro corazón un corazón agradecido y enamorado cuánto tanto nos ha perdonado el Señor? ‘¿Quién le amará más?’ se preguntaba Jesús y cuánto tiene que que ser entonces nuestro amor agradecido y enamorado como el de Magdalena. A aquella mujer pecadora se le habían perdonado sus muchos pecados porque había amado mucho. Pongamos de la misma manera nosotros mucho amor que ya se manifiesta el amor grande que Dios nos tiene que tanto nos ha perdonado, que nos ha entregado a su Hijo para que nosotros obtengamos la salvación.

Es cuestión de amor. ‘Nos apremia el amor de Dios’, como nos decía san Pablo. Ya no podemos vivir para nosotros mismos, sino para el que murió y resucitó por nosotros. Es la respuesta de amor que nosotros hemos de dar. Es ese corazón agradecido que se ensancha más y más cuando siente el amor de Dios en él y con un amor así quiere amar también. En El tenemos que poner todo nuestro amor. Así tiene que ser nuestro corazón agradecido. Es de nobleza el ser agradecidos. Que no nos falte esa acción de gracias y que no nos falte ese amor. Con todo el corazón, con toda el alma, con todo nuestro ser, sobre todas las cosas, como se nos pide en el primero de los mandamientos de la ley del Señor.

¿Estaremos así enamorados de Jesús? ¿Estaremos así enamorados de Dios? ¿No tendríamos que ser nosotros apóstoles de ese amor que hemos recibido anunciándolo también a nuestro mundo?

jueves, 21 de julio de 2011

¿Por qué les hablas en parábolas?


Ex. 19, 1-2.9-11.16-20;

Sal. Dn. 3, 52-56;

Mt. 13, 10-17

Nos habrá pasado más de una vez. Estamos en un sitio y nos hablan o nos dicen algo, y aunque oímos realmente no escuchamos lo que nos dicen. Estamos ensimismados en nuestros pensamientos o imaginaciones que casi no nos enteramos de lo que pasa a nuestro alrededor o nos dicen. La loca de la casa como alguien llamó a la imaginación que nos distrae y nos lleva por otro mundo.

Pero quizá en otras ocasiones no oímos porque no queremos escuchar. No se trata de distracción sino más bien de no querer enterarnos. Nos explican, nos dicen, pero nosotros estamos en nuestra idea y no atendemos a razones. Se suele decir que no hay peor sordo que el que no quiere oír.

Pero también sucede o nos puede suceder que la pasión y la maldad nos envuelve de tal manera que no atendemos ni entendemos nada bueno que se nos pueda decir o enseñar. Nos cegamos en la pasión o en el vicio, en las malas costumbres o en las rutinas, y ahí cuánto nos cuesta arrancarnos de ese mal que hemos dejado que nos domine por dentro.

Los discípulos más cercanos a Jesús cuando éste propone sus enseñanzas en parábolas le preguntan ‘¿Por qué les hablas en parábolas?’ Quizá a ellos mismos les cuesta entender lo que les dice o enseña Jesús, pero ven que a la gente Jesús les propone el mensaje con parábolas.

Se queja Jesús de cómo muchos han cerrado su corazon a la palabra de Dios y les recuerda lo anunciado por el profeta Isaías: ‘Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos, para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure’.

Se alegra Jesús, sin embargo, de aquellos sencillos y pequeños a los que Dios se revela. Podríamos recordar otros momentos del evangelio al que se ha hecho mención en la antífona del aleluya. ‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado estas cosas a los pequeños y a los sencillos’, que nos dirá Jesús. Y es el lenguaje de los pequeños y de los sencillos el que Jesús emplea cuando nos habla en parábolas para que podamso entender los misterios de Dios. Y por otra parte llama dichosos a sus discípulos porque han podido escuchar la Palabra del Señor. ‘Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen…’

Todo esto tendría que hacernos reflexionar a nosotros en nuestra actitud y en nuestra acogida a la Palabra del Señor. No endurezcamos el corazón, no cerremos nuestros oídos. Como reflexionábamos al principio algunas veces oímos pero no escuchamos, no prestamos la suficiente atención, hay cosas que nos distraen; pero no es tanto lo de fuera sino lo que llevamos dentro. Que tengamos ese corazón sencillo y humilde; que dejemos que el Espíritu del Señor penetre en nosotros y nos haga conocer los secretos de los misterios del Reino de Dios.

Aunque nos parezca que nos repetimos no nos hace años hacernos una y otra vez estas reflexiones. La Palabra de Dios que se nos ha proclamado nos da pie a ello y la insistencia del Señor es una llamada de atención para nosotros. La lluvia que cae mansamente una y otra vez sobre la tierra le ayudará a mejor empaparse de esa humedad que necesita para hacer fructificar lo que en ella hayamos plantado. Que así suave y mansamente siga cayendo sobre nosotros esa lluvia de gracia de la Palabra de Dios que empape plenamente nuestra vida para que lleguemos en verdad a dar los frutos que el Señor nos pide.

Dichosos nosotros porque podemos escuchar, podemos plantar en nuestro corazón esa semilla de la Palabra de Dios. ‘A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de los cielos’, nos dice el Señor. Dichosos nosotros si sabemos acogerla como en tierra buena para que produzca los frutos de santidad y de amor que el Señor quiere de nosotros.

miércoles, 20 de julio de 2011

Es el pan que el Señor os da de comer

Ex. 16, 1-5.9-15;

Sal. 77;

Mt. 13, 1-9

La semilla de la Palabra de Dios cae una vez más sobre nosotros que queremos ser esa tierra buena que la acoja para hacerla fructificar en nuestra vida. Como hemos reflexionado en estos días con espíritu abierto a Dios, en actitud orante hemos de saber escucharla siempre, y la fuerza y la sabiduría del Espíritu hemos de saber pedir para que mejor llegue a nuestra vida. Una vez más hemos escuchado la parábola del sembrador, porque ahora nos coincide con la lectura continuada que vamos haciendo cada día. Pero siempre es Palabra que el Señor quiere decirnos, quiere plantar en nuestro corazón.

‘Es el pan que el Señor os da de comer’. Nos vale esta respuesta de Moisés ante la sorpresa del pueblo ante el maná caído del cielo para alimentar al pueblo que peregrino caminaba por el desierto hacia la tierra prometida. Podemos decirlo también nosotros de esa Palabra que del Señor recibimos cada día.

El camino de los hebreos por el desierto no era un camino fácil. Aunque continuamente estaban viendo las maravillas que el Señor obraba con ellos o en su favor, como había sucedido al paso del mar Rojo, se les hacía duro y difícil el camino sintiendo una y otra vez la tentación de la rebeldía o del deseo de la vuelta a Egipto. Protestan contra Moisés y contra todo porque el alimento que encontraban en aquellos parajes de desierto no era lo suficiente para dar de comer a toda aquella comuniddad que había salido de Egipto. ‘Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda la comunidad’, protestan. Pero Dios les anuncia un alimento misterioso. Por eso lo llamarán Maná.

Cuando Aarón les está diciendo cómo el Señor ha escuchado sus murmuraciones y protestas, ‘ellos se volvieron hacia el desierto y vieron la gloria del Señor que se les aparecía en una nube’. Dios le habla a Moisés. ‘Al atardecer comeréis carne, por la mañana os hartaréis de pan, para que sepáis que yo soy el Señor vuestro Dios… una bandada de codornices por la tarde cubrió todo el campamento; por la mañana había una capa de rocío alrededor de él’. Era el Maná prometido del Señor que les alimentaría hasta la entrada en la tierra prometida.

Este pan bajado del cielo que los alimentó en su peregrinar por el desierto es lo que los judíos de Cafarnaún recordarán cuando Jesús les habla del Pan bajado del cielo que daría vida al mundo. Pero Jesús ya no les daría un maná, un pan como el que comieron en el desierto y sin embargo murieron; Jesús promete un pan venido del cielo que el que lo coma vivirá para siempre. Jesús les dirá que El es ese Pan bajado del cielo, que habrá que comer su carne y beber su sangre, pero el que lo coma tendrá vida para siempre.

Recordamos las palabras de Jesús en la Sinagoga de Cafarnaún que tantas veces hemos meditado, y las reticencias de los judíos a aceptar esa palabra de Jesús. Será en la última cena cuando Jesús instituya el Sacramento de la Eucaristía cuando terminaremos de comprender cómo tenemos que comer a Cristo porque El así se hace nuestra vida y nuestro alimento.

Ahora nosotros podemos decir recordando las palabras de Moisés al pueblo en el desierto: ‘Es el pan que el Señor os da de comer’. Es Cristo mismo que se nos da en comida, y nos alimenta con su Palabra y nos alimenta con la Eucaristía, en que le comemos a El para tener vida y tener vida para siempre. Pedimos nosotros también al Señor que nos dé de ese pan porque queremos tener vida.

Cómo decíamos abrimos nuestro corazón a su Palabra, queremos alimentarnos de la Palabra del Señor que es Cristo mismo. Abrimos nuestra vida toda a Cristo porque queremos alimentarnos de El y queremos vivirle a El. Es su vida la que tiene que ser nuestra vida, la que lo tiene que ser todo para nosotros.

El camino de nuestra vida se nos hace duro y difícil en muchas ocasiones porque las tentaciones nos acechan, porque la debilidad y el sufrimiento aparecen en nuestra vida, porque los problemas quizá nos abruman, porque ese caminar se nos hace pesado en nuestro trabajo o en el desarrollo de nuestras responsabilidades. Pero Dios no quiere que muramos en este desierto de la vida. El está con nosotros. El quiere ser nuestro alimento. Cada día tenemos la oportunidad de alimentarnos de su Palabra y comer a Cristo en la Eucaristía. Recibamos ese alimento y esa gracia del Señor que tanta fortaleza nos da con corazón agradecido.

martes, 19 de julio de 2011

Israel vio la mano grande del Señor y creyó en El


Ex. 14, 21-15, 1;

Sal.: Ex. 15, 8-17;

Mt. 12, 46-50

‘Israel vio la mano grande del Señor… y el pueblo temió al Señor y creyó en el Señor… entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron un cántico al Señor’. Es el mensaje final de este acontecimiento maravilloso del paso del Mar Rojo que tantas repercusiones puede tener para nuestra vida de fe y nuestra vida cristiana.

‘Israel vio la mano grande del Señor…’ El pueblo reticente a salir de Egipto a pesar de sus deseos de libertad; el pueblo que se había llenado de dudas y de temor al verse de nuevo acosado por los Egipcios y en la incertitumbre de cómo rebasar aquel mar que se les interponía en su camino de libertad, sabe descubrir la mano grande del Señor, sabe descubrir a Dios en aquellas cosas portentosas que se suceden. ‘Y creyó en el Señor…’

Se pueden dar mil explicaciones de este acontecimiento de abrirse el mar para el paso de Israel. Ya el autor sagrado al comenzarlo a narrar nos habla de hechos naturales como el viento fuerte del este que sopló durante la noche sobre el mar. Pero el creyente sabe descubrir detrás de todo lo que sucede la mano providente del Señor. Es lo que supo ver Israel en aquel acontecimiento y es lo que tenemos que aprender a descubrir nosotros también. Cosas que suceden y decimos el azar o el destino, pero pueden ser cosas donde veamos la mano amorosa de Dios que nos protege, nos cuida, se hace presente junto a nosotros. Y se pueden convertir en un milagro de Dios; y son un milagro del amor de Dios para nuestra vida.

‘Israel temió al Señor… e Israel creyó en el Señor’. Era verdad, Dios estaba con ellos. Dios estaba con ellos para conducirlos por un camino que los llevase a la libertad, los llevase a ser verdaderamente un pueblo que caminara unido. Dios se manifestaba grande y poderoso, pero al mismo tiempo un Dios que estaba al lado de su pueblo y con su pueblo iba a caminar ese lago camino hacia la tierra prometida. Aún le faltarían muchos pasos que dar y en momentos serían dolorosos o costosos; no faltarían dudas e incluso rebeliones, pero allí se estaba manifestando el amor de Dios por su pueblo, dispuesto siempre a perdonarlo y a hacerle recomenzar una y otra vez el camino de la fidelidad. Será el pueblo con el que hará una Alianza.

Reconozcamos nosotros también la grandeza y el poder del Señor, pero sintámoslo también a nuestro lado, caminando junto a nosotros, haciéndonos crecer en libertad y en amor porque así quiere hacernos grandes también a nosotros. Tememos al Señor porque reconocemos su grandeza, creemos en el Señor porque estamos viendo la mano del Señor junto a nosotros, amamos al Señor porque nos sentimos amados por El, y de qué manera.

Y el pueblo entero terminó cantando agradecido al Señor. ‘Cantemos al Señor, sublime es su victoria’. Será algo que no olvidarán nunca y este acontecimiento será un hito muy importante de su historia. Forma parte de todos aquellos acontecimientos de la Pascua, del Exodo, ahora del paso del Mar Rojo, y posteriormente de la Alianza que harán con el Señor en el Sinaí.

Ya hemos comentado que para nosotros los cristianos este paso del Mar Rojo es también un signo importante que nos anuncia y nos recuerda nuestra bautismo. Si aquel fue el paso de la esclavitud a la libertad el bautismo para nosotros es ese paso de la muerte a la vida, es más con Cristo somos sepultados en el bautismo para con Cristo en el Bautismo renacer a una nueva vida. Por eso, por ejemplo, en la bendición del agua bautismal se recuerda este paso del mar Rojo. ‘Hiciste pasar a pie enjuto por el mar Rojo a los hijos de Abrahán, para que el pueblo liberado de la esclavitud del Faraón fuera imagen de la familia de los bautizados’. Así lo expresamos en la oración litúrgica.

Nos puede valer esta reflexión que nos hacemos a partir de este texto de la Palabra proclamada para que recordemos nuestro bautismo, nuestra condición de bautizados; para que sintamos en verdad que en Cristo hemos sido liberados de toda esclavitud y vivamos la libertad gloriosa de los hijos de Dios con todo lo que eso implica de vivir en santidad.

lunes, 18 de julio de 2011

Estad firmes y veréis la victoria del Señor


Ex. 14, 5-18;

Sal. Ex. 15, 1-6;

Mt. 12, 38-42

La palabra del Señor que cada día vamos escuchando es esa buena semilla que se va sembrando en nuestro corazón y que tenemos que procurar que siempre de abundantes frutos de amor y de santidad. Es el alimento que cada día recibimos; es la luz que nos ilumina en nuestro caminar; es una gracia del Señor que enriquece nuestro corazón. Por eso con atención la escuchamos, queremos que nuestro corazón sea esa tierra buena, y evitamos que malas semillas o malas cizañas se metan en nuestra vida que nos lleven por caminos del mal.

Unas veces quizá nos entretenemos con más extensas reflexiones, y otras simplemente subrayamos aspectos que nos puedan resultar más interesantes o importantes para nuestra vida de fe.

En ese comienzo del peregrinar del pueblo de Israel tras su salida de Egipto rumbo a la tierra prometida de libertad nos encontramos ya con unas primeras dificultades. ‘El faraón y su corte cambiaron de parecer… y se empeñó en perseguir a los israelitas’, nos dice el texto. Cuando el pueblo se ve perseguido y acorralado, porque enfrente tiene un mar que atravesar se llena de temores y de dudas.

¡Cuántas dudas nos surgen a la primera dificultad cuando emprendemos una obra buena! ¿Habremos hecho bien en emprender esta tarea? ¿No hubiera sido preferible quedarnos como estábamos? Protestaban ahora contra Moisés porque casi preferían seguir como esclavos en Egipto a tener que enfrentarse ahora a estas dificultades.

Pero allí está Moisés el hombre que se fía plenamente del Señor. ‘No tengáis miedo; estad firmes y veréis la victoria que el Señor os va a conceder…’ Podrán atravesar el mar que tienen delante y saldrán victoriosos frente a los egipcios que sufrirán una dura derrota. Mañana veremos con todo detalle el paso del mar Rojo, que tan significativo fue en la historia del pueblo de israel y que es para nosotros un gran signo del Bautismo que nos hace renacer a una vida nueva. Ya lo comentaremos.

‘Cantemos al Señor, sublime es su victoria’, hemos repetido en el salmo. Un salmo que recitamos también en la noche del sábado santo después de haber hecho la lectura de estos mismos textos del paso del mar Rojo. Un canto que con gozo de pascua cantábamos en la Vigilia Pascual porque celebrábamos la victoria y el triunfo de Cristo resucitado de entre los muertos.

Con ese mismo sentido lo queremos recitar hoy, queremos seguir cantando al Señor porque en Cristo muerto y resucitado tenemos la victoria en tantas luchas, en tantas dificultades, en tantas tentaciones que cada día vamos soportando. Pero con el Señor tenemos asegurada la victoria. Como le decía Moisés al pueblo, nos dice también a nosotros: ‘No tengáis miedo; estad firmes y veréis la victoria que el Señor os va a conceder…’

Y aquí podemos subrayar algo de lo que nos decia el Evangelio. Los letrados y fariseos se acercan a Jesús pidiendo señales. ‘Maestro, queremos ver un milagro tuyo’. Ya hemos comentado este texto o sus paralelos y vemos la respuesta de Jesús. ‘No se les dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo, pues tres días y tres noches estará el Hijo del Hombre en el seno de la tierra’. Una referencia a la muerte y a la resurrección del Señor, centro de nuestra fe.

La certeza de la resurrección del Señor anima nuestra vida. La fe que ponemos en Jesús y en su salvación nos hace sentirnos seguros frente a las dificultades. La gracia que mana de la resurreccion del Cristo nos da fuerza para vivir su salvación.

domingo, 17 de julio de 2011

Transformemos el campo de nuestro mundo en tierra de buenos frutos


Sab. 12, 13.16-19;

Sal. 85;

Rm. 8, 26-27;

Mt. 13, 24-43

Un campo concienzudamente trabajado y prometedor de hermosos frutos, pero en el que pronto se verán resurgir las malas hierbas que pueden ahogar los ansiados y esperados buenos frutos. Es la imagen que nos ofrece la parábola del trigo y la cizaña que nos ha propuesto hoy en el evangelio. ¿Qué nos quiere enseñar? También hoy Jesús al finalizar de proponernos las parábolas nos dirá ‘el que tenga oídos, que oiga’.

Allí están los impacientes jornaleros prontos a arrancar si el amo se los permite la mala cizaña que ha surgido en medio del trigo. Pero el amo es paciente y no quiere correr el riesgo de que puedan ser arrancadas al mismo tiempo las plantas de buena semilla. ‘Dejadlos crecer juntos hasta la ciega…’ Alguno podrá pensar en su impaciencia ¿y no hay el peligro de que las malas hierbas ahoguen la buena planta? El amo tiene otra visión.

Es lo que Jesús quiere hacernos comprender. Porque ese campo sigue siendo nuestro mundo, como en la parábola del sembrador ya meditada. Y en ese mundo estamos unos y otros, buena y mala semilla. Y digo estamos unos y otros, porque ese campo somos nosotros. Claro que siempre pensamos que la mala semilla son los otros, cosa que tendríamos que revisarnos en lo hondo de nuestra conciencia con sinceridad.

Somos conscientes de cómo el mal está presente en el campo del mundo, de aquel mundo que cuando Dios lo creó ‘vio que todo era bueno’. Tenemos que ser conscientes también que en nuestro propio corazón también están mezcladas ambas cosas, porque no todo es bueno en nosotros, porque también tenemos semillas del mal en nuestro corazón.

Ya sé que nos surge la pregunta de por qué Dios permite el mal y cuando nos cuesta encontrar respuesta eso algunas veces nos desestabiliza en nuestra fe. En nuestra impaciencia, como aquellos siervos del amo del campo en el que apareció la cizaña, también alguna vez levantamos la voz contra Dios de por qué no arranca del mundo esos hombres injustos y llenos de maldad; por qué no los castiga, nos decimos muchas veces.

El amo es paciente, Dios es paciente porque no se trata simplemente de una planta a arrancar, sino que es mal está metido en el corazón de unas personas de las que Dios siempre está esperando su conversión y su vuelta a El. ¿No somos nosotros también pecadores de quienes Dios pacientemente está esperando nuestra respuesta de conversión? ¿Y si cuando cometidos aquel pecado nos hubiera arrancado violentamente de la vida como tantas veces pensamos o deseamos que Dios haga con los demás?

La cizaña no se podrá convertir en trigo – las parábolas son siempre imágenes o ejemplos, pero el mensaje va mucho más allá de la literalidad de unas palabras – pero el corazón del hombre si se puede cambiar. Es lo que espera Dios de nosotros. Está en juego nuestra libertad que Dios nos respeta, pero está también presente la gracia del Señor que nos previene contra ese mal y nos fortalece en nuestra lucha contra la tentación y el pecado.

Por eso nos habla también de la pequeña e insignificante semilla de la mostaza que una vez plantada hará surgir una planta más alta que el resto de las hortalizas en las que puedan incluso anidar los pájaros del cielo. O nos habla también del puñado de levadura que la mujer echa en las tres medidas de harina para hacer fermentar la masa.

Es la gracia de Dios que fortalece nuestro corazón que, aunque débil y herido por el pecado, sin embargo se puede transformar en corazón bueno. Es la gracia de Dios que nos acompaña y fortalece para que, aunque nos sintamos pequeños e insignificantes en medio del mundo, sintamos que podemos hacerlo fermentar para lo bueno y podemos ayudar también a cambiar el corazón de los hombres nuestros hermanos.

Pero quizá tendríamos que decir algo más. ¿Cómo y en qué se manifiesta la grandeza y el poder del Señor? Hemos de reconocer que en su amor y en su misericordia. El Dios poderoso que se manifiesta en medio de la grandiosidad de las fuerzas más espectaculares de la naturaleza – podríamos recordar algún hecho o texto del Antiguo Testamento – es el Dios que se manifiesta también a Moisés y a Elías tras un susurro que repetía una y otra vez ‘Dios clemente y compasivo’ o como hemos recitado hoy en el salmo ‘tú, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad y leal mírame, ten compasión de mí’.

En ese sentido nos decía el autor del libro de la Sabiduría en la primera lectura ‘tu poder es el principio de la justicia y tu soberanía universal te hace perdonar a todos... Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con gran indulgencia porque puedes hacer cuanto quieres…’ Así se nos manifiesta el poder y la grandeza del Señor, en el perdón y en la indulgencia.

Y nos enseñaba a tener nosotros también un corazón humano y paciente también con los demás. Frente al mal que nos rodea no podemos volvernos nunca intransigentes sino que hemos de tener también un corazón misericordioso y comprensivo con los demás, como el Señor lo tiene con nosotros. Nos creemos que somos fuertes cuando somos intransigentes con los demás y no le pasamos una al que nos haya hecho mal, pero tendríamos que reconocer que seremos fuertes en verdad cuando llegamos a tener la valentía de saber perdonar a los demás. Eso sí que es fortaleza y valentía. ‘En el pecado, das lugar al arrepentimiento’, terminaba diciéndonos el texto sagrado.

Hagamos en verdad que el campo de nuestro mundo pueda dar esos hermosos y ansiados frutos a pesar de las malas semillas que el maligno siembra en medio de nosotros. Tratemos nosotros de ser siempre buena semilla y semilla transformadora que mejore día a día nuestra sociedad, ese mundo concreto en el que vivimos.

No permitamos que las malas cizañas se metan en el campo de nuestras familias, en el campo de nuestras relaciones sociales, en el campo donde convivimos cada día, en el campo de nuestro trabajo. Tenemos una tarea que realizar. Cuidemos nuestro campo, nuestras familias, nuestros lugares de convivencia. Ayudemos a que brille siempre el bien y la bondad.

Tenemos que ser buena semilla siempre con nuestra palabra, con nuestro ejemplo con esas cosas buenas que podamos hacer aunque nos puedan parecer pequeñas e insignificantes pero que contagian de bien y de bondad a los demás. Hagamos por nuestro buen corazón que puedan ser felices siempre los que nos rodean. Seamos levadura de la buena en la masa de nuestro mundo. Es la tarea que el Señor nos confía y nos da su gracia para que podamos realizarlo. La fuerza del Espíritu del Señor está con nosotros.