Ex. 19, 1-2.9-11.16-20;
Sal. Dn. 3, 52-56;
Mt. 13, 10-17
Nos habrá pasado más de una vez. Estamos en un sitio y nos hablan o nos dicen algo, y aunque oímos realmente no escuchamos lo que nos dicen. Estamos ensimismados en nuestros pensamientos o imaginaciones que casi no nos enteramos de lo que pasa a nuestro alrededor o nos dicen. La loca de la casa como alguien llamó a la imaginación que nos distrae y nos lleva por otro mundo.
Pero quizá en otras ocasiones no oímos porque no queremos escuchar. No se trata de distracción sino más bien de no querer enterarnos. Nos explican, nos dicen, pero nosotros estamos en nuestra idea y no atendemos a razones. Se suele decir que no hay peor sordo que el que no quiere oír.
Pero también sucede o nos puede suceder que la pasión y la maldad nos envuelve de tal manera que no atendemos ni entendemos nada bueno que se nos pueda decir o enseñar. Nos cegamos en la pasión o en el vicio, en las malas costumbres o en las rutinas, y ahí cuánto nos cuesta arrancarnos de ese mal que hemos dejado que nos domine por dentro.
Los discípulos más cercanos a Jesús cuando éste propone sus enseñanzas en parábolas le preguntan ‘¿Por qué les hablas en parábolas?’ Quizá a ellos mismos les cuesta entender lo que les dice o enseña Jesús, pero ven que a la gente Jesús les propone el mensaje con parábolas.
Se queja Jesús de cómo muchos han cerrado su corazon a la palabra de Dios y les recuerda lo anunciado por el profeta Isaías: ‘Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos, para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure’.
Se alegra Jesús, sin embargo, de aquellos sencillos y pequeños a los que Dios se revela. Podríamos recordar otros momentos del evangelio al que se ha hecho mención en la antífona del aleluya. ‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado estas cosas a los pequeños y a los sencillos’, que nos dirá Jesús. Y es el lenguaje de los pequeños y de los sencillos el que Jesús emplea cuando nos habla en parábolas para que podamso entender los misterios de Dios. Y por otra parte llama dichosos a sus discípulos porque han podido escuchar la Palabra del Señor. ‘Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen…’
Todo esto tendría que hacernos reflexionar a nosotros en nuestra actitud y en nuestra acogida a la Palabra del Señor. No endurezcamos el corazón, no cerremos nuestros oídos. Como reflexionábamos al principio algunas veces oímos pero no escuchamos, no prestamos la suficiente atención, hay cosas que nos distraen; pero no es tanto lo de fuera sino lo que llevamos dentro. Que tengamos ese corazón sencillo y humilde; que dejemos que el Espíritu del Señor penetre en nosotros y nos haga conocer los secretos de los misterios del Reino de Dios.
Aunque nos parezca que nos repetimos no nos hace años hacernos una y otra vez estas reflexiones. La Palabra de Dios que se nos ha proclamado nos da pie a ello y la insistencia del Señor es una llamada de atención para nosotros. La lluvia que cae mansamente una y otra vez sobre la tierra le ayudará a mejor empaparse de esa humedad que necesita para hacer fructificar lo que en ella hayamos plantado. Que así suave y mansamente siga cayendo sobre nosotros esa lluvia de gracia de la Palabra de Dios que empape plenamente nuestra vida para que lleguemos en verdad a dar los frutos que el Señor nos pide.
Dichosos nosotros porque podemos escuchar, podemos plantar en nuestro corazón esa semilla de la Palabra de Dios. ‘A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de los cielos’, nos dice el Señor. Dichosos nosotros si sabemos acogerla como en tierra buena para que produzca los frutos de santidad y de amor que el Señor quiere de nosotros.
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