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sábado, 19 de abril de 2014

¡¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCION!!



Alegráos, Cristo ha resucitado y viviremos con El

… Rm. 6, 3-1; Sal. 117; Mt. 28, 1-10
 Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo… alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante, alegrémonos todos, cantemos llenos de alegría y si parar… que las trompetas anuncien la salvación y las campanas repiquen a gloria… ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!
Así nos queremos dejar impregnar y empapar por el sentir de la Iglesia y de la liturgia en esta noche santa y llena de luz. Fuera los miedos y temores, aléjense las tristezas y las penas, desaparezcan para siempre las tinieblas. Todo está lleno de luz y de vida, porque Cristo ha resucitado. Con Cristo tenemos que resplandecer con una luz nueva, con una vida nueva. Es la alegría de nuestra fe que queremos proclamar y anunciar a todos sin complejos ni cobardías.
Grande fue la sorpresa de las buenas y santa mujeres que iban al sepulcro con el deseo de terminar de cumplir con los ritos funerarios que no pudieron realizar plenamente en la tarde del viernes porque comenzaba con la caída de sol el descanso del sábado y llegaba la fiesta de la pascua. El ángel del Señor les sale ahora al encuentro con un anuncio gozoso y una misión. ‘No temáis; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado como lo había dicho… Id aprisa a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis’.
Impresionadas y llenas de alegría corren a llevar la noticia.  Pero Jesús les sale al encuentro. ‘Alegraos’. No saben que hacer, quieren abrazarle los pies postradas ante El. ‘No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea. Allí me verán’. Vuelven a escuchar ahora la misión que se les confía.
Es la gran noticia que nos congrega a nosotros en esta noche aquí. Es la alegría que desborda de nuestros corazones y que mutuamente nos contagiamos. Es el anuncio que recibimos y que a su vez nosotros hemos de trasmitir. Es la paz nueva que sentimos para siempre en nuestra alma que se desborda y rebosa para llenar de paz a los que están a nuestro lado. Cristo ha resucitado. La muerte ha sido vencida. Todo se siente transformado de una forma nueva. La vida se llena de luz y de paz.
Cristo ha vencido a la muerte. Hemos sido absueltos del pecado para siempre. Ha llegado para nosotros la verdadera libertad, porque Cristo nos ha liberado. La vieja personalidad de pecadores ha sido destruida y ha nacido el hombre nuevo. Con Cristo somos muertos al pecado para vivir para siempre en Cristo Jesús. Ha llegado en verdad la Pascua, el paso salvador y liberador del Señor por nuestra vida haciéndonos nacer a una vida nueva. Habíamos venido preparándonos durante toda la Cuaresma y ha llegado el momento de sentirlo y de vivirlo.
Es algo muy grande lo que estamos celebrando. No es un hecho cualquiera. Es el centro de la vida y de la historia. Antes de Cristo y después de Cristo, decimos desde entonces. Todo gira desde entonces en torno a Cristo resucitado. El misterio pascual de Cristo que celebramos en su pasión y en su muerte y resurrección se convierte en verdad en el eje de toda nuestra vida. La  creación del mundo en el comienzo de los siglos no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de Cristo en la plenitud de los tiempos. Y es lo que ahora estamos celebrando.
Pero cuando nosotros celebramos la resurrección de Jesús no lo hacemos como si fuera un hecho ajeno a nosotros en que nos alegremos por El, porque haya resucitado de entre los muertos, venciendo el poder de la muerte, sino que es algo que a todos nos afecta, porque su resurrección nos hace resucitar a nosotros. Con Cristo nosotros hemos sido sepultados en el bautismo, para con Cristo renacer a una vida nueva. ‘Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, nos decía san Pablo, lo estará también en una resurrección como la suya… si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con El’.
De ahí la alegría y el gozo. De ahí surge toda esa luminosidad y esplendor de esta noche santa, de esta noche de gloria, de esta noche dichosa y feliz, como cantábamos en el pregón pascual. En la hoguera del fuego nuevo hemos quemado para siempre todo lo viejo del pecado para hacer que brille una luz nueva en nuestro corazón. Por eso hemos encendido nuestra luz de esa luz nueva que es Cristo significado en el Cirio Pascual, signo de Cristo resucitado. Una luz que tiene que iluminar a nuestro mundo, que tenemos que llevar a los demás.
Noche santa y dichosa que nos hace volvernos a encontrar con Cristo, con la vida y con la santidad, alejando de nosotros para siempre el pecado que nos esclaviza porque con Cristo alcanzamos la verdadera libertad. Aquel paso del mar rojo fue para Israel el paso de la esclavitud a la libertad y es imagen del Bautismo que nosotros hemos recibido, en que también sumergidos en el agua surgimos de la fuente del bautismo llenos de vida y de gracia con una nueva dignidad, con la dignidad grande de los hijos de Dios.
Por eso, como un signo de nuevo hoy vamos a ser bañados en el agua renovando así nuestros compromisos bautismales, renovando así nuestra fe, confesándola con todo ardor porque así también con nuestra vida y nuestras palabras hemos de proclamarla a los demás, hemos de llevar la buena noticia a los demás. Recordemos que las mujeres que fueron primeros testigos de la resurrección fueron enviadas a llevar la noticia a los hermanos.
Nuestra confesión de fe no se puede quedar encerrada en nosotros o solo en el ámbito de nuestros templos, sino que tiene que correr de boca en boca, tiene que desparramarse por el mundo que nos rodea que tanto necesita de una Buena Noticia que le llene de esperanza. Y que Cristo ha resucitado en esa Buena Noticia que puede devolver la esperanza, va a devolver la esperanza a nuestro mundo. De nuestro anuncio depende. De eso hemos de estar convencidos de verdad.
Creer en Cristo resucitado nos hace ponernos en camino de una vida nueva transformadora de nuestros corazones, pero transformadora también de la vida de cuantos nos rodean y que ha de transformar ciertamente  nuestro mundo y nuestra sociedad a imagen del Reino de Dios proclamado por Jesús. Así es nuestra fe. Así nos compromete nuestra fe. Si nos dejáramos liberar por Cristo de todas esas esclavitudes que nos atan en nuestros egoísmos y orgullos, en nuestras violencias y en nuestros gritos, en nuestras formas injustas de actuar que oprimen y esclavizan a los que están a nuestro lado, en esas hipocresías, falsedades y apariencias en que vivimos envueltos tantas veces, en la forma materialista que tenemos tantas veces de ver la vida, en esas obsesiones por pasarlo simplemente bien a costa de lo que sea, qué distinto sería nuestro mundo.
Por eso esta noche al hacer una renovación de nuestra fe y de nuestra condición de bautizados vamos a hacer también esa renuncia a toda esa fuerza del mal que se nos puede meter en el corazón.  Es el hombre viejo de la esclavitud y el pecado que tenemos que dejar atrás para vivir ese hombre nuevo de la gracia en que Cristo resucitado quiere transformarnos.
No es momento de más palabras, sino de seguir viviendo y celebrando con toda intensidad y alegría nuestra fe. No lo olvidemos. Cristo vive. Cristo ha resucitado y ha vencido la muerte para siempre. Cristo está aquí y nos asegura la vida para siempre. Celebramos su victoria. Nos llenamos de su gloria. Comamos a Cristo que El nos asegura que nos da vida para siempre y nos resuci5tará en el ultimo día. Cantemos la gloria del Señor.

viernes, 18 de abril de 2014

Por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz



Por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz

Is. 52-53, 12; Sal. 30; Hb. 4, 14-16; 5, 7-9; Jn. 18, 1-19, 42
‘Por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”’. Levantamos nosotros los ojos a lo alto y lo proclamamos Rey y Señor de nuestra vida, Sumo Sacerdote que ‘llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna’.
Así estamos en esta tarde a la sombra del árbol de la vida, a la sombra de la Cruz de nuestro Señor  Jesucristo. Como Moisés, como un signo, levantó la serpiente de bronce en el desierto, así será levantado el Hijo del Hombre para que todo el que cree en El obtenga la salvación. Queremos poner toda nuestra fe y nuestra vida; queremos alcanzar la salvación y por eso miramos a Jesús clavado en la cruz.
Nos sentimos todos atraídos hacia la cruz ‘donde estuvo clavada la salvación del  mundo’; nos sentimos atraídos hacia la cruz venciendo toda la repugnancia que el dolor nos pudiera producir, porque sabemos que en la cruz de Jesús encontramos la vida y alcanzamos la salvación. ‘Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí’, nos había dicho Jesús. Para nosotros es fuente de vida y de salvación; de ahí mana la gracia para nosotros que nos llena de nueva vida. Como aquel torrente caudaloso que manaba por debajo de las puertas del templo y que allí por donde pasaba lo iba llenando todo de vida, como anunciaba el profeta, nosotros acudimos al agua viva de la gracia que mana de la cruz salvadora de Jesús. ‘De su costado, tras la lanza del soldado, al punto salió sangre y agua’, imagen de la gracia redentora.
Miramos a lo alto de la cruz y contemplamos al Rey que nos ha redimido y nos ha salvado. ‘Jesús Nazareno, Rey de los judíos’, proclamaba el letrero puesto encima de la cruz. Era lo de lo que lo acusaban los sumos sacerdotes y escribas, y fue la pregunta repetida de Pilatos - ‘¿eres tú el rey de los judíos? -, como hemos escuchado en el relato de la pasión, aunque luego no quisieran que ese fuera el título de la ejecución.  Pero bien sabemos nosotros que no solo es Rey de los judíos, sino que es el Rey y Señor de todo el universo, porque con su sangre nos ha comprado, con su sangre nos ha redimido. ‘No valemos ni oro ni plata, sino la sangre preciosa de Cristo’.
Un reino nuevo, el Reino de Dios, había anunciado Jesús desde el principio de su predicación y para eso nos invitaba a la conversión y a creer en El. Pero su reino no era a la manera de los reinos de este mundo.  Ya les explicaba a los discípulos más cercanos que ellos no tenían que comportarse como los poderosos de este mundo. En el Reino de Dios todo había de ser distinto, porque distinta era la relación con Dios y distinta habían de ser nuestras relaciones basadas siempre en el amor. Para eso había venido El a instaurar ese Reino nuevo, el Reino de la verdad, el Reino de la autentica justicia y paz, el Reino donde tendría que resplandecer el amor con un especial brillo. Por eso era necesaria la conversión, para comprender que con El todo había de ser distinto.
Ayer meditábamos cómo teníamos que expresar ese amor a los demás en el servicio haciendo como Jesús que para servir se hacía el último y el servidor de todos poniéndose de rodillas a los pies de sus discípulos para lavárselos. Hoy le vemos subir al Calvario, a lo alto de la cruz, como la expresión del amor más sublime y más grande. ‘Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por aquellos a los que ama’. Así lo contemplamos hoy dando su vida, muriendo en la cruz por nosotros. Por eso lo proclamamos Rey, lo sentimos como el único Rey y Señor de nuestra vida.
Pero lo contemplamos también como Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza. Al altar de la cruz ha subido para hacer la ofrenda, para ofrecerse en sacrificio redentor por todos los hombres. Ahí le vemos ofreciendo la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, derramada para el perdón de los pecados. Ayer le contemplábamos cómo nos regalaba el Sacramento de su amor, el Sacramento de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada, signo que habíamos de repetir hasta la consumación de los siglos. Hoy le contemplamos en lo alto del Altar haciendo la ofrenda, realizando el Sacrificio, en que El mismo se entrega, El mismo se nos da, El mismo nos regala con el perdón su vida para que tengamos vida para siempre.
‘Mantengamos la confesión de nuestra fe, nos decía la carta a los Hebreos, ya que tenemos un Sumo Sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús el Hijo de Dios… el que, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y llevado a la consumación se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna’.
Mirando a la cruz de Cristo, ya para nosotros tiene un sentido y un valor el sufrimiento. En la entrega de amor que Jesús está realizando podemos entender que poniendo amor en nuestra vida, también nuestros dolores y sufrimientos pueden tener un valor redentor, como fue el sufrimiento de Cristo en la cruz. ‘El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores… fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes’. Es cierto que lo contemplamos ‘desfigurado, no pareció hombre, ni tenía aspecto humano… le vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado’.
Así nos lo describía el profeta, pero nosotros sí queremos mirarlo frente a frente, porque sabemos que ahí está nuestra muerte y nuestro pecado, ahí están nuestros sufrimientos y dolores, y que gracias a que El cargó así con nuestra vida de pecado, nosotros hemos podido alcanzar la salvación. Lo miramos, sí, frente a frente, sin volver nuestro rostro para que consideremos por una parte nuestra maldad y nuestro pecado, pero también, sobre todo, para que seamos capaces de admirarnos y sorprendernos hasta donde llega el amor de Dios. Lo miramos frente a frente también con nuestros dolores y sufrimientos aprendiendo a darle un sentido nuevo y un nuevo valor. Lo miramos frente a frente, porque sí nos sentiremos movidos a convertirnos sinceramente a El, a cambiar nuestra vida, a vivir una vida nueva  de gracia y santidad como El quiere ofrecernos.
Si la gente de Jerusalén, quizá inconscientemente, dijeron que cayera la sangre de Jesús sobre ellos y sus hijos haciéndose así responsables de su muerte, nosotros queremos decirlo de forma consciente, porque queremos que su sangre nos lave y nos purifique, nos redima y nos llene de vida. Ahí de la cruz de Jesús cae ese torrente de gracia, como antes ya decíamos, y de esa gracia queremos llenar nuestra vida.
Miremos a la Cruz, levantemos nuestra mirada a lo alto. Contemplamos a Jesús, el Hijo de Dios que muere por nosotros y por nuestra salvación. Contemplamos a Jesús nuestro Rey y Señor; contemplamos a Sumo Sacerdote  que se ofrece por nosotros. Unámonos nosotros a ese sacrificio redentor con toda nuestra vida. Hagamos la mejor ofrenda de amor de lo que somos. Emprendamos el camino nuevo de la gracia y de la santidad.

jueves, 17 de abril de 2014

Contemplamos un amor que se arrodilla para servir y entregarse hasta el extremo de dar la vida y darnos su vida


Contemplamos un amor que se arrodilla para servir y entregarse hasta el extremo de dar la vida y darnos su vida

Ex. 12, 1-8.11-14; Sal. 115; 1Cor. 11.23-26; Jn. 13, 1-15
Era importante la cena de la pascua que los judíos celebraban cada año. Era un recuerdo imborrable lo que rememoraban pues sus padres habían sido liberados de la esclavitud de Egipto liderados por Moisés, pero donde el Señor se había mostrado grande y poderoso. Cada  año cuando llegaba la pascua, así estaba prescrito, habían de escoger un cordero, conforme a todo lo que estaba ritualizado con todo detalle de lo que habían de hacer; un cordero que se sacrificaría en el templo y luego comerían en familia recordando el paso liberador del Señor en Egipto pero que ellos sentían vivo y presente entre ellos. Era la Pascua.
Para eso habían hecho ahora los preparativos según las instrucciones de Jesús.  El cordero sacrificado, el agua para las purificaciones, los panes Ázimos, las lechugas amargas con su salsa del color de los ladrillos que fabricaban en Egipto, el vino para las bendiciones… todo estaba preparado. Ahora se habían reunido en aquella sala de la parte alta de la casa que generosamente les habían facilitado, pero ya desde el comienzo de la cena se palpaba que todo iba a ser distinto. ‘Mi momento está cerca’, había mandado decir Jesús a quien le facilitaría aquella sala. Y ahora nos dice el evangelista que ‘sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo’.
Seguirían fielmente los rituales establecidos pero pronto comenzarán a realizarse signos que nos hablarían de que algo distinto estaba sucediendo, signos que nos hablarán de una nueva pascua; unos signos que quedarían para perpetuidad pero que nos darían señales de una vida nueva, de un estilo distinto, de una pascua nueva que se iba a convertir en Alianza eterna. Unos signos que no solo iban a servirnos para recordar lo que entonces estaba sucediendo o iba a suceder, sino que lo actualizarían y lo harían presente para siempre cada vez que esos signos se repitiesen.
Todo aquello que allí esa noche estaba sucediendo se habría de repetir cada día recordando y haciendo presente al Señor. Ese iba a ser su mandato: ‘haced esto en conmemoración mía… si yo el maestro y el Señor’ lo he hecho, de ahora en adelante vosotros también tendréis que hacer lo mismo, viene a decirles Jesús.
Dos signos, que en el fondo serán como uno solo; dos signos que habían de seguirse repitiendo a través de los tiempos si en verdad querríamos vivir en esa Alianza nueva y eterna que ahora se constituía. Sería el signo del amor en el lavarse los pies los unos a los otros, y sería el signo del pan y el vino  que ya no serían pan y vino sino presencia real y verdadera para siempre de Jesús en medio de nosotros como la expresión más sublime del amor. Los dos un mismo signo, porque será para siempre el signo del amor que nos habría de distinguir.
Ya lo hemos escuchado en el Evangelio. ‘Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe. Echa agua en una jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido’. No simplemente les ofrece agua para que hagan sus purificaciones; El, que es el Maestro y el Señor, se pone de rodillas delante de sus discípulos para lavarles los pies. Algo inaudito, pero que conociendo a Jesús venía a expresar lo que era toda su vida.
Es el signo del amor. El signo del amor que nos manda repetir. El signo del amor más humilde y más entregado. El signo del amor que es el signo del servicio y de la entrega. El signo del amor que nos habla de cercanía y de humildad profunda. El signo del amor, sí, que nos habla de lo que es el amor verdadero. Porque para amar de verdad no lo podemos hacer nunca desde arriba, como no podemos lavar los pies de nadie desde la altura; al menos, será necesario ponernos a su altura; pero Jesús nos enseña algo más importante para ese amor, ponernos de rodillas delante de aquel a quien amamos. Cuánto nos dice Jesús con ese signo de su amor. Cómo tenemos que aprender.
Luego nos dirá ‘si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis’. Contemplando el gesto de Jesús comprenderemos mejor lo que luego nos dirá que es su mandamiento. Que nos amemos los unos a los otros, nos dirá. Pero amarnos los unos a los otros no es hacerlo de cualquier manera ni con cualquier  medida. Un día se nos había dicho que nos amemos los unos a los otros al menos como nos amamos a nosotros mismos. Ahora Jesús, con sus gestos y con sus palabras nos dirá más, porque la medida de ese amor es amar como El nos ha amado. ‘Amaos los unos a los otros como yo os he amado’.
Es un amor que se arrodilla, porque quien es capaz de hacerlo así no rivalizará con el otro, no querrá ser el primero, no le hará sentirse principal o importante.  Es un amor que se hace servicial, porque ‘el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir’; sabe hacerse el último y el servidor de todos porque esa será la verdadera grandeza, recordamos que les decía a los discípulos cuando discutían por los primeros puestos. Es un amor que nos purifica; ese ser capaz de lavar los pies a los otros nos purifica de nuestros orgullos, nos abaja de nuestros pedestales, nos cura en humildad, los limpia el corazón de malas querencias. Es un amor que nos abrirá los ojos para contemplar a Jesús y postrarnos ante El para adorarle, porque a eso nos tiene que llevar el amor que le tenemos.
Ese fue el primer signo del amor y de su presencia para siempre con nosotros. El que realiza a continuación es como una consecuencia de tanto amor como nos tiene. En la cena comían el cordero  pascual que era un recuerdo y una memoria del paso salvador de Dios que les liberó de la esclavitud de Egipto. Ahora ya no sería un cordero cualquiera el que íbamos a comer como memorial de esta Pascua eterna y salvadora para siempre. Juan lo había señalado a El como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y el Cordero iba a ser inmolado, pues comenzaba su pasión que era la Pascua nueva y eterna en su Sangre derramada en la Cruz, como la prueba más grande del amor más grande.
Un día había anunciado que comerle a El era tener vida para siempre, porque El era el Pan vivo bajado del cielo que da vida al mundo. ‘Quien come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida para siempre y yo lo resucitaré en el último día’, había anunciado en la sinagoga de Cafarnaún. Y ahora Cristo se nos da, se hace Sacramento para que le comamos y le vivamos, para sepamos vivir su presencia para siempre y para que adorándole a El aprendamos a amar de verdad a los hermanos, para que comiéndole en la Eucaristía mientras caminamos aun por esta tierra tengamos la prenda segura de la vida que dura para siempre.
‘Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros… este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre… cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva’. Así nos lo recuerda san Pablo, como una tradición que ha recibido del Señor y que a su vez él nos ha trasmitido. La noche de su entrega, la noche que nos dio las muestras supremas de su amor así nos dejó este memorial. Lo mismo que había dicho que si El les había lavado los pies, a su vez ellos tenían que hacer lo mismo, ahora nos dice que eso mismo han de hacerlo en conmemoración suya para siempre. Y le comeremos a El. Y le viviremos a El.
Cada vez que le comemos hacemos memorial de su entrega y de su amor; cada vez que celebramos la Eucaristía no lo podemos hacer si no estamos viviendo su mismo amor y su misma entrega; cada vez que nos ponemos de rodillas delante de la Eucaristía para adorar su presencia tenemos que estar recordando que así tenemos que ponernos de rodillas delante de los otros para ofrecerles nuestro amor, porque ahí en ellos, y especialmente en los más pobres o los más vulnerables, siempre tenemos que verle a El.  No podrá haber Eucaristía donde no haya amor; no podremos comer a Cristo en la Eucaristía si no vamos con nuestro amor siempre al encuentro con los demás para lavarles los pies.
Hoy estamos celebrando el amor. Estamos iniciando el triduo pascual de la muerte y la resurrección del Señor y no hacemos otra cosa sino contemplar el amor infinito del Señor que así se entrega y así se da por nosotros. Cada día un buen cristiano, un buen seguidor de Jesús, ha de celebrar con toda intensidad el amor. Hoy parece que se hace más intenso contemplando los signos del amor que Jesús nos muestra. Hoy mirando y contemplando a Jesús en todos sus signos de amor nos tenemos que sentir como más impulsados a vivir un amor así. Es que estamos mirando el amor de Jesús que llegó hasta el extremo, al mayor amor.
Decimos que el Jueves Santo es el día del amor fraterno, porque recordamos el mandato de Jesús. Comamos a Cristo en la Eucaristía, sacramento de su amor que nos ha dejado, para que nos llenemos intensamente de su amor y así aprendamos a amar siempre a los demás, aprendamos a ponernos de rodillas los unos delante de los otros para lavarles los pies. Y ya sabemos todo lo que eso significa y cómo podemos hacerlo.

miércoles, 16 de abril de 2014

Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la pascua, y ¿nosotros la hemos preparado?



Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la pascua, y ¿nosotros la hemos preparado?

Is. 50,4-9; Sal.68; Mt. 26, 14-25
‘Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la pascua’. Repetidamente lo hemos escuchado estos días, pues el evangelio se nos centra en la cena pascual como comienzo del relato de toda la pasión y muerte de Jesús que nos disponemos a celebrar.
Como hemos escuchado en el evangelio Jesús les da instrucciones concretas de donde han de ir buscando el lugar para celebrar la cena de Pascua y que tendrían que acogerse a la hospitalidad de algún amigo o pariente de Jerusalén, lo que era bastante habitual. Preparativos como el cordero, el agua de las abluciones, el pan sin levadura, el vino, las lechugas amargas, etc… eran las diversas cosas que habían de preparar y ahora todo estaba ya dispuesto conforme a las instrucciones de Jesús y lo que ritualmente se preparaba en cada casa.
Ya entraremos en más detalles de la cena pascual cuando celebremos el jueves la cena del Señor  y ahora nos centramos en los preparativos y esos primeros momentos. Aquella cena tenía aires de tener un especial significado, pues algo de tragedia y dramatismo se palpaba en cierto modo en el ambiente. El relato que hemos escuchado ha comenzado narrándonos el ofrecimiento de Judas a los sumos sacerdotes para la entrega de Jesús. Hasta seis veces nos aparece esta palabra ‘entregar’ en estos cortos versículos que se nos han proclamado. Nos están hablando de la entrega que Judas en su traición hace de Jesús.
Pero nos faltaría quizá añadirla una vez más pues quien realmente se está entregando es Jesús mismo que por amor a nosotros llega hasta la pasión en una entrega de amor para nuestra salvación. Una misma palabra, entrega o entregar, nos puede  valer para describirnos la traición de Jesús, pero para hablarnos también de la entrega de amor  que Jesús libremente hace por nosotros.
Es el misterio de amor que nos disponemos a celebrar y para lo que nos estamos preparando. Al hilo de lo que se nos decía que los discípulos cumplieron con las instrucciones de Jesús e hicieron todos los preparativos necesarios para la cena pascual es cuando nosotros tendríamos que preguntarnos si ya hemos hecho todos los preparativos preocupándonos de lo que es fundamental.
Estos días en nuestras parroquias y en nuestros templos también todo son preparativos y agobios; por un lado y por otro nos encontramos con personas que con buen deseo y deseo de colaborar participan en los múltiples preparativos para las celebraciones,  para las procesiones con el arreglos de las correspondientes imágenes, para los adornos que queremos hacer, para el monumento para el Santísimo para el jueves santo… y así no sé cuantas cosas. A todos, es cierto, nos gusta encontrar las cosas bien preparadas y dispuestas y hasta que las cosas nos salgan bien hermosas.
Pero, ¿sería eso en lo único que tendríamos que preocuparnos? Para muchos quizá todo se queda en esas cosas, pero bien sabemos que preparar la pascua, preparar la cena pascual es mucho más que todo eso. Quienes hemos querido vivir con intensidad nuestro camino de cuaresma seguro que nos hemos preocupado de cosas de mayor calado y en lugar de preparar cosas nos hemos querido preparar nosotros. Eso tendría que ser lo importante.
Que nunca los preparativos de las cosas nos agobien y nos impidan centrarnos en lo que tiene que ser lo verdaderamente importante. Y es el amor que en todo ello hemos de poner, pero también en cómo preparamos nuestro espíritu, como buscamos la purificación de nuestro corazón, como ansiamos de verdad  la gracia del Señor.
Es a lo que nos está invitando hoy la liturgia de la Iglesia y la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Que sigamos también nosotros las instrucciones del Señor, que sigamos cuanto en la Palabra del Señor se nos ha ido indicando para que en verdad podamos sentir ese paso salvador de Dios por nuestra vida y con Cristo lleguemos a la vida nueva y a la resurrección

martes, 15 de abril de 2014

La ternura del corazón misericordioso de Cristo nos está invitando a entrar en la intimidad profunda del amor



La ternura del corazón misericordioso de Cristo nos está invitando a entrar en la intimidad profunda del amor

Is. 49, 1-6; Sal. 70; Jn. 13, 21-33.36-38
Momentos de ternura y de confidencia llenos de una delicadeza exquisita que se contraponen a oscuridades de traición y entrega; disponibilidades generosas de un primer impulso contrarrestadas con negación y abandono. En medio de todo ello la gloria del Señor que se manifiesta aun en los momentos más duros y difíciles.
Algo así es lo que nos describe este pasaje del evangelio que se corresponde a momentos en medio de la cena pascual.  Nos valen a nosotros que nos preparemos para la celebración del triduo pascual para que apuntalemos bien nuestras actitudes y nuestras decisiones y al final terminemos llenándonos en verdad de esa gloria del Señor que nos inunda con su gracia salvadora.
‘Profundamente conmovido en un momento de la cena pascual Jesús anuncia: Uno de vosotros me va a entregar’. Se siente la conmoción que se produce entre los asistentes a la cena. Se preguntan quién puede ser. Pedro le hace señas a Juan que estaba más cerca de Jesús para que le pregunte. ‘Apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: Señor, ¿quién es?’ Y Jesús le hace la confidencia. ‘Aquel a quien yo le dé el pan untado’.
Jesús se lo da a Judas mientras le dice ‘lo que tienes que hacer hazlo enseguida’. Pero la delicadeza ha sido tanta que el resto de los discípulos no se dan cuenta de lo que Jesús quiere decirle. Pero la oscuridad de la noche estaba rondando en su entorno. ‘Judas después de tomar el pan salió inmediatamente y era de noche’. Pero no eran solo las tinieblas de la oscuridad nocturna las que habían aparecido, sino que la negrura estaba en el corazón de la traición y del pecado.
Por otra parte están los impulsos de disponibilidad de Pedro. Quiere ir con Jesús adonde sea, aunque Jesús le anuncia que ahora no le puede acompañar, que le acompañará más tarde. Pero Pedro, impulsivo como siempre, insiste: ‘Señor, ¿por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti’. Es un hermoso impulso del amor. Pero como le dirá más tarde Jesús en Getsemaní ‘el espíritu está pronto, pero la carne es débil’, y ahora le anuncia: ‘¿Con que darás tu vida por mí? Te aseguro que no cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces’.
Cuántas cosas nos enseña la Palabra del Señor que hoy se nos ha proclamado en estos textos, sobre todo en el evangelio. Cómo desearíamos por ejemplo esa cercanía que pudo Juan vivir con Jesús. Era el discípulo amado y su corazón siempre quería estar al lado de Cristo para latir al unísono con El. Tendría que ser algo que aprendiéramos, pero eso solo podremos hacerlo en la medida en que crezca más y más nuestra oración y podamos llegar así a esa hermosa sintonía con Dios. Estar atentos a esos latidos de Dios, que podemos sentir de verdad en nuestro corazón cuando entramos en esa intimidad de la oración con el Señor. Esa oración que nos lleve a esa paz en el corazón, porque nos sentimos amados del Señor, porque sentimos en nosotros ese calor del amor de Dios en nuestra vida que nos llevará a hacer arder también de amor nuestro corazón.
Están también esos impulsos de amor de Pedro, aunque luego fuera débil y también tropezara y cayera en la negación. Pero era un corazón lleno de amor por Jesús. Tendríamos que escuchar mucho lo que Jesús le diría luego en el huerto: ‘Velad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está pronto pero la carne es débil’. Si así nos fortaleciéramos en el Señor esos impulsos de amor serían algo muy hermoso y que tendríamos que desear de verdad.
Que nuestro corazón y nuestra vida siempre esté llena de luz; no dejemos penetrar en nosotros las tinieblas de muerte del pecado. Pero contamos con nuestra debilidad, pero contamos también con la ternura y la delicadeza del amor y de la misericordia del Señor. Estos días lo estamos contemplando hasta la saciedad. En estos días de pasión miramos una y otra vez a la cruz donde fue crucificado para escuchar sus palabras de perdón, de misericordia, de amor; para dejar que su sangre caiga sobre nosotros porque queremos recibir su salvación, queremos llenarnos de gracia.
Dispongamos de verdad nuestro corazón para recibir esa gracia salvadora del Señor. Que brille siempre en nosotros la luz del Señor y nunca nos inunden las tinieblas de la muerte y del pecado

lunes, 14 de abril de 2014

Nuestra vida ha de estar llena siempre de la fragancia y del buen olor de Cristo



Nuestra vida ha de estar llena siempre de la fragancia y del buen olor de Cristo

Is. 42, 1-7; Sal. 26; Jn. 12, 1-11
Estamos de nuevo en Betania; era un lugar que frecuentaba Jesús en sus estancias en Jerusalén, además de quedar de paso en su subida a la ciudad santa. Allí están sus amigos que ahora le ofrecen una cena, después de la resurrección de Lázaro.
Y se multiplican los signos y los gestos; por allí vemos a Marta siempre sirviendo, siempre preocupada por atender de la mejor manera a sus huéspedes; pero veremos también los detalles de María, la que en otra ocasión se sentó a los pies de Jesús para beberse ensimismada sus palabras que le valiera la queja de su hermana; ahora es otro hermoso gesto el que realiza al ponerse de nuevo a los pies de Jesús pero con un caro frasco de perfume de nardo purísimo y costoso con los que querrá ungir a Jesús enjugándoselos con su cabellera.
Son muchas las cosas que pueden decirnos para nuestra vida esos signos y gestos que contemplamos en esta escena del Evangelio. No  nos pueden pasar desapercibidos esos hechos que nos narra el evangelio con el hermoso mensaje que nos trasmite.
Surgirán, es cierto, las interpretaciones del gesto de María y por allá anda Judas interesado en el dinero que se ha gastado, escudándose en la atención a los pobres, pero ya el evangelista nos hace ver algo distinto. Pero Jesús quiere darle otro sentido al gesto de María de Betania, porque nos dice que está adelantándose a su sepultura, con lo que le está dando un sentido pascual a lo que está sucediendo. ‘Lo tenía guardado para el día de mi sepultura’, dirá Jesús saliendo en defensa del gesto de aquella mujer. En fin de cuentas estamos hablando de una unción y estamos haciendo referencia a Jesús, el Ungido del Espíritu del Señor, que viene a nosotros con su salvación.
Es bien significativo el gesto. ‘La casa se llenó de la fragancia del perfume’, dice el evangelista. Ya sabemos que el nardo produce un olor muy intenso; sin embargo podríamos preguntarnos, ¿cuál es en realidad la fragancia y el olor que todo lo estaba invadiendo? Ya hacíamos referencia a Jesús como el Ungido por el Espíritu, recordando al profeta Isaías, pero recordando también lo sucedido en la Sinagoga de Nazaret cuando Jesús proclamó ese texto del profeta.
¿No será en verdad el olor de Cristo, por hablar de alguna manera empleando la misma simbología, el que todo lo está invadiendo con su presencia? Olor de Cristo que es contemplar su vida; olor de Cristo que es ver sus obras; olor de Cristo que es su amor en una entrega total hasta el final; olor de Cristo que nos sabe a gracia y a salvación, a nuevas virtudes y valores a cultivar en nuestra vida; olor de Cristo que nos hace contemplar la gloria de Dios y que nos impulsa en consecuencia a una vida santa.
Y es que de la misma manera que un perfume no pasa desapercibido sobre todo cuando es de un olor intenso como el nardo, la presencia de Cristo tampoco puede pasar desapercibida para quienes creemos en El. Ante Jesús, ante sus gestos, ante las obras que realiza, ante su mensaje, ante su vida nadie puede quedarse impasible y como si nada pasara. La presencia y la palabra de Jesús siempre nos interpelan, nos hace interrogarnos allá en lo más hondo de nosotros mismos, nos impulsa a algo nuevo y mejor porque traza ante nosotros horizontes grandes y altos y nos propone las mejores y más trascendentes metas para nuestra vida.
Pero creo que este texto nos puede estar recordando algo más: lo que tiene que ser nuestra vida desde que nos manifestamos como creyentes en Jesús y optamos seriamente por seguirle y vivir su misma vida. ¿No tendríamos que dar nosotros también ese buen olor de Cristo? En nuestro Bautismo y en la Confirmación hemos sigo ungidos con el Crisma santo para marcarnos con el sello de Cristo, de manera que siempre seremos para El, siempre hemos de manifestarnos como cosa de Cristo, como personas de Cristo; pero ungidos con el Crisma santo hemos de dar ese buen olor de Cristo, queriendo parecernos cada día más a El.
En nuestra vida ya no podemos reflejar otra cosa que a Cristo; en nuestra vida siempre ha de aparecer la gracia y la santidad de Cristo; en nuestra vida hemos de resplandecer en esos valores y en esas virtudes nuevas que aprendemos de Cristo; en nuestra vida que ha de dar siempre el olor de Cristo ha de resplandecer la gracia de Dios y todo será siempre ya para la gloria de Dios.

domingo, 13 de abril de 2014

La Pasión y la Pascua la hemos de vivir sintiendo el paso salvador del Señor en nosotros



La Pasión y la Pascua la hemos de vivir sintiendo el paso salvador del Señor en nosotros

Mt. 21, 1-11; Is. 50, 4-7; Sal. 21; Filp. 2, 6-11; Mt. 26, 14-27, 66
Con gozo, con aires de triunfo hemos comenzado hoy nuestra celebración conmemorando la entrada de Jesús en Jerusalén cinco días antes de la Pascua. También nosotros hemos cantado como los niños hebreos con nuestros ramos de olivo y nuestras palmas de victoria en las manos ‘¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!’
Es el domingo de Ramos en la Pasión del Señor y podría quizá parecernos que cuando vamos a contemplar y celebrar durante esta semana la pasión y la muerte de Jesús en la cruz esos aires de gozo y de triunfo podrían estar fuera de lugar. Pero tienen todo su sentido; por una parte conmemoramos aquel momento de la entrada de Jesús en Jerusalén entre las aclamaciones y los gritos de júbilo, los hosannas de los niños y del pueblo sencillo y queremos vivir aquel mismo entusiasmo; pero no hemos de olvidar que vamos a cantar victoria porque la muerte de Jesús y su cruz no es una derrota, sino una victoria. Como nos dice Tomás de Kempis ‘en la cruz está la salud, en la cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la fortaleza del corazón’.
Hemos escuchado el relato de la pasión según san Mateo. Por una parte comienza señalando la traición de Judas que desembocaría en todo el proceso de la Pascua de Jesús, pero al mismo tiempo vemos que el resto de los discípulos le están preguntando a Jesús dónde y cómo van a celebrar la Pascua. ‘¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?’, le preguntan.
Puede ser también esa nuestra pregunta en el inicio de esta semana de Pasión que va a culminar con la celebración del misterio pascual de Cristo. Le preguntamos a Jesús, pero nos preguntamos a nosotros mismos, ¿cómo vamos a celebrar la pascua? ¿cómo vamos a culminar los preparativos? Jesús les señala unas circunstancias para que encontraran el sitio de Jerusalén, pero a nosotros quizá también nos está señalando cómo no hemos de celebrar la pascua o cómo hemos de celebrarla.
La Pascua la hemos de vivir con nuestra vida, con lo que es la realidad concreta de nuestra vida; la Pascua la hemos de vivir en nuestra vida, celebrar en nuestra vida sintiendo ese paso salvador del Señor en nosotros.
La pasión de Jesús comenzó en medio de angustias, tristezas, soledades además de las  traiciones y abandonos. En la cena recuerdos y anuncios de pascua, de pasión, de entrega, pero también de traiciones y negaciones. ‘Uno de vosotros me va a entregar…’, les dice. Y más adelante les anuncia que ‘esta noche vais a caer todos por mi causa’, cuando le abandonen tras el prendimiento de Getsemaní, o cuando incluso Pedro llegue a negarle diciendo que no lo conoce.
Y aunque a su llegada a Getsemaní comenzó a entristecerse y angustiarse, como señala el evangelista, en su oración, aunque pide que pase de El este cáliz, asume el sufrimiento de su pasión y se pone en las manos del Padre para hacer su voluntad. ‘Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad’.
Caminamos nosotros también en este domingo de ramos en la pasión del Señor con nuestra pasión, con la pasión que se hace realidad en nuestra vida en nuestros propios sufrimientos y angustias, en nuestras soledades y en las debilidades que ensombrecen nuestra vida tantas veces que hasta nos llevan a la infidelidad del pecado. Aquí estamos, le queremos decir también nosotros al Señor; aquí estamos con lo que es nuestra vida.
Cada uno puede pensar en su realidad, en sus sufrimientos o carencias, en sus debilidades y en lo que ha sido y es su vida que no podemos ocultar a los ojos de Dios. Pero como somos venimos hasta el Señor; como somos viene el Señor con su salvación a nuestra vida. Ahí tiene que realizarse esa pascua del Señor, ese paso de salvación para nosotros. No nos viene a salvar el Señor de cosas imaginarias sino de lo que es la realidad concreta de nuestra vida y así con sinceridad hemos de ponernos ante El.
Vamos nosotros a atrevernos a acercarnos a la pasión del Señor, pero para que podamos llegar a confesar nuestra fe en El. Entre los que estaban en el entorno de Jesús en el camino del calvario o al pie de la cruz, había muchos que se mofaban de El o lo injuriaban de forma blasfema. ‘A otros ha salvado, y El no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?’ Y nos dice el evangelista que ‘hasta los bandidos crucificados con El lo insultaban’, aunque bien sabemos por el relato de otro evangelista que uno de ellos al verse en el mismo tormento y sufrimiento supo descubrir la acción de Dios.
Nosotros sí queremos seguir confiando totalmente en El y poniendo en El toda nuestra fe y nuestra esperanza. Ahí tenemos segura nuestra salvación. Es en verdad el Hijo de Dios y nuestro Salvador. El centurión romano al final también lo confesaría porque igualmente él supo descubrir en ese sufrimiento la acción de Dios y por la fe que se despertó en su corazón de alguna manera él vivió también la pascua salvadora de Jesús en su vida. Es lo que nosotros con toda intensidad queremos sentir y queremos vivir hoy y a través de toda esta semana de Pasión.
Hay un detalle que nos dice que cuando depositaron a Jesús en el sepulcro ‘María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas frente al sepulcro’. Serían las que en la mañana de pascua, en la mañana de la resurrección fueron las primeras en llegar y encontrar el sepulcro vacío, porque Cristo había resucitado. Queremos nosotros quedarnos sentados enfrente de la cruz de Jesús en estos días contemplando y meditando en nuestro corazón toda la pasión del Señor. En medio de todo el dolor y sufrimiento brilla siempre la luz de la esperanza de la salvación. No podemos vivir de cualquier manera estos días que tienen que ser para nosotros días de gracia y días en que alcancemos la salvación del Señor para nuestras vidas.
Ahí tenemos una tarea, una meditación que realizar, una pascua del Señor que hemos de asumir en nuestra vida, para que, aunque en la vida tengamos muchos momentos duros, aprendamos a vivir nuestra pasión buscando siempre por encima de todo lo que es la voluntad del Señor.