Contemplamos un amor que se arrodilla para servir y entregarse hasta el extremo de dar la vida y darnos su vida
Ex. 12, 1-8.11-14; Sal. 115; 1Cor. 11.23-26; Jn. 13, 1-15
Era importante la cena de la pascua que los judíos
celebraban cada año. Era un recuerdo imborrable lo que rememoraban pues sus
padres habían sido liberados de la esclavitud de Egipto liderados por Moisés,
pero donde el Señor se había mostrado grande y poderoso. Cada año cuando llegaba la pascua, así estaba
prescrito, habían de escoger un cordero, conforme a todo lo que estaba
ritualizado con todo detalle de lo que habían de hacer; un cordero que se
sacrificaría en el templo y luego comerían en familia recordando el paso
liberador del Señor en Egipto pero que ellos sentían vivo y presente entre
ellos. Era la Pascua.
Para eso habían hecho ahora los preparativos según las
instrucciones de Jesús. El cordero
sacrificado, el agua para las purificaciones, los panes Ázimos, las lechugas
amargas con su salsa del color de los ladrillos que fabricaban en Egipto, el
vino para las bendiciones… todo estaba preparado. Ahora se habían reunido en
aquella sala de la parte alta de la casa que generosamente les habían
facilitado, pero ya desde el comienzo de la cena se palpaba que todo iba a ser
distinto. ‘Mi momento está cerca’,
había mandado decir Jesús a quien le facilitaría aquella sala. Y ahora nos dice
el evangelista que ‘sabiendo Jesús que
había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los
suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo’.
Seguirían fielmente los rituales establecidos pero
pronto comenzarán a realizarse signos que nos hablarían de que algo distinto
estaba sucediendo, signos que nos hablarán de una nueva pascua; unos signos que
quedarían para perpetuidad pero que nos darían señales de una vida nueva, de un
estilo distinto, de una pascua nueva que se iba a convertir en Alianza eterna.
Unos signos que no solo iban a servirnos para recordar lo que entonces estaba
sucediendo o iba a suceder, sino que lo actualizarían y lo harían presente para
siempre cada vez que esos signos se repitiesen.
Todo aquello que allí esa noche estaba sucediendo se
habría de repetir cada día recordando y haciendo presente al Señor. Ese iba a
ser su mandato: ‘haced esto en
conmemoración mía… si yo el maestro y el Señor’ lo he hecho, de ahora en adelante
vosotros también tendréis que hacer lo mismo, viene a decirles Jesús.
Dos signos, que en el fondo serán como uno solo; dos
signos que habían de seguirse repitiendo a través de los tiempos si en verdad
querríamos vivir en esa Alianza nueva y eterna que ahora se constituía. Sería
el signo del amor en el lavarse los pies los unos a los otros, y sería el signo
del pan y el vino que ya no serían pan y
vino sino presencia real y verdadera para siempre de Jesús en medio de nosotros
como la expresión más sublime del amor. Los dos un mismo signo, porque será
para siempre el signo del amor que nos habría de distinguir.
Ya lo hemos escuchado en el Evangelio. ‘Jesús se levanta de la cena, se quita el
manto y, tomando una toalla, se la ciñe. Echa agua en una jofaina y se pone a
lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había
ceñido’. No simplemente les ofrece agua para que hagan sus purificaciones;
El, que es el Maestro y el Señor, se pone de rodillas delante de sus discípulos
para lavarles los pies. Algo inaudito, pero que conociendo a Jesús venía a
expresar lo que era toda su vida.
Es el signo del amor. El signo del amor que nos manda
repetir. El signo del amor más humilde y más entregado. El signo del amor que
es el signo del servicio y de la entrega. El signo del amor que nos habla de
cercanía y de humildad profunda. El signo del amor, sí, que nos habla de lo que
es el amor verdadero. Porque para amar de verdad no lo podemos hacer nunca
desde arriba, como no podemos lavar los pies de nadie desde la altura; al
menos, será necesario ponernos a su altura; pero Jesús nos enseña algo más
importante para ese amor, ponernos de rodillas delante de aquel a quien amamos.
Cuánto nos dice Jesús con ese signo de su amor. Cómo tenemos que aprender.
Luego nos dirá ‘si
yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis
lavaros los pies los unos a los otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he
hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis’. Contemplando el gesto de
Jesús comprenderemos mejor lo que luego nos dirá que es su mandamiento. Que nos amemos los unos a los otros, nos
dirá. Pero amarnos los unos a los otros no es hacerlo de cualquier manera ni
con cualquier medida. Un día se nos
había dicho que nos amemos los unos a los otros al menos como nos amamos a
nosotros mismos. Ahora Jesús, con sus gestos y con sus palabras nos dirá más,
porque la medida de ese amor es amar como El nos ha amado. ‘Amaos los unos a los otros como yo os he amado’.
Es un amor que se arrodilla, porque quien es capaz de
hacerlo así no rivalizará con el otro, no querrá ser el primero, no le hará
sentirse principal o importante. Es un
amor que se hace servicial, porque ‘el
Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir’; sabe hacerse el
último y el servidor de todos porque esa será la verdadera grandeza, recordamos
que les decía a los discípulos cuando discutían por los primeros puestos. Es un
amor que nos purifica; ese ser capaz de lavar los pies a los otros nos purifica
de nuestros orgullos, nos abaja de nuestros pedestales, nos cura en humildad,
los limpia el corazón de malas querencias. Es un amor que nos abrirá los ojos
para contemplar a Jesús y postrarnos ante El para adorarle, porque a eso nos
tiene que llevar el amor que le tenemos.
Ese fue el primer signo del amor y de su presencia para
siempre con nosotros. El que realiza a continuación es como una consecuencia de
tanto amor como nos tiene. En la cena comían el cordero pascual que era un recuerdo y una memoria del
paso salvador de Dios que les liberó de la esclavitud de Egipto. Ahora ya no
sería un cordero cualquiera el que íbamos a comer como memorial de esta Pascua
eterna y salvadora para siempre. Juan lo había señalado a El como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo; y el Cordero iba a ser inmolado, pues comenzaba su pasión que era la
Pascua nueva y eterna en su Sangre derramada en la Cruz, como la prueba más
grande del amor más grande.
Un día había anunciado que comerle a El era tener vida
para siempre, porque El era el Pan vivo bajado del cielo que da vida al mundo. ‘Quien come mi carne y bebe mi sangre
tendrá vida para siempre y yo lo resucitaré en el último día’, había
anunciado en la sinagoga de Cafarnaún. Y ahora Cristo se nos da, se hace
Sacramento para que le comamos y le vivamos, para sepamos vivir su presencia
para siempre y para que adorándole a El aprendamos a amar de verdad a los
hermanos, para que comiéndole en la Eucaristía mientras caminamos aun por esta
tierra tengamos la prenda segura de la vida que dura para siempre.
‘Esto es mi cuerpo que
se entrega por vosotros… este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre…
cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor,
hasta que vuelva’.
Así nos lo recuerda san Pablo, como una tradición que ha recibido del Señor y
que a su vez él nos ha trasmitido. La noche de su entrega, la noche que nos dio
las muestras supremas de su amor así nos dejó este memorial. Lo mismo que había
dicho que si El les había lavado los pies, a su vez ellos tenían que hacer lo
mismo, ahora nos dice que eso mismo han de hacerlo en conmemoración suya para
siempre. Y le comeremos a El. Y le viviremos a El.
Cada vez que le comemos hacemos memorial de su entrega
y de su amor; cada vez que celebramos la Eucaristía no lo podemos hacer si no
estamos viviendo su mismo amor y su misma entrega; cada vez que nos ponemos de
rodillas delante de la Eucaristía para adorar su presencia tenemos que estar
recordando que así tenemos que ponernos de rodillas delante de los otros para
ofrecerles nuestro amor, porque ahí en ellos, y especialmente en los más pobres
o los más vulnerables, siempre tenemos que verle a El. No podrá haber Eucaristía donde no haya amor;
no podremos comer a Cristo en la Eucaristía si no vamos con nuestro amor
siempre al encuentro con los demás para lavarles los pies.
Hoy estamos celebrando el amor. Estamos iniciando el
triduo pascual de la muerte y la resurrección del Señor y no hacemos otra cosa
sino contemplar el amor infinito del Señor que así se entrega y así se da por
nosotros. Cada día un buen cristiano, un buen seguidor de Jesús, ha de celebrar
con toda intensidad el amor. Hoy parece que se hace más intenso contemplando
los signos del amor que Jesús nos muestra. Hoy mirando y contemplando a Jesús
en todos sus signos de amor nos tenemos que sentir como más impulsados a vivir
un amor así. Es que estamos mirando el amor de Jesús que llegó hasta el
extremo, al mayor amor.
Decimos que el Jueves Santo es el día del amor
fraterno, porque recordamos el mandato de Jesús. Comamos a Cristo en la
Eucaristía, sacramento de su amor que nos ha dejado, para que nos llenemos
intensamente de su amor y así aprendamos a amar siempre a los demás, aprendamos
a ponernos de rodillas los unos delante de los otros para lavarles los pies. Y
ya sabemos todo lo que eso significa y cómo podemos hacerlo.
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