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jueves, 17 de abril de 2014

Contemplamos un amor que se arrodilla para servir y entregarse hasta el extremo de dar la vida y darnos su vida


Contemplamos un amor que se arrodilla para servir y entregarse hasta el extremo de dar la vida y darnos su vida

Ex. 12, 1-8.11-14; Sal. 115; 1Cor. 11.23-26; Jn. 13, 1-15
Era importante la cena de la pascua que los judíos celebraban cada año. Era un recuerdo imborrable lo que rememoraban pues sus padres habían sido liberados de la esclavitud de Egipto liderados por Moisés, pero donde el Señor se había mostrado grande y poderoso. Cada  año cuando llegaba la pascua, así estaba prescrito, habían de escoger un cordero, conforme a todo lo que estaba ritualizado con todo detalle de lo que habían de hacer; un cordero que se sacrificaría en el templo y luego comerían en familia recordando el paso liberador del Señor en Egipto pero que ellos sentían vivo y presente entre ellos. Era la Pascua.
Para eso habían hecho ahora los preparativos según las instrucciones de Jesús.  El cordero sacrificado, el agua para las purificaciones, los panes Ázimos, las lechugas amargas con su salsa del color de los ladrillos que fabricaban en Egipto, el vino para las bendiciones… todo estaba preparado. Ahora se habían reunido en aquella sala de la parte alta de la casa que generosamente les habían facilitado, pero ya desde el comienzo de la cena se palpaba que todo iba a ser distinto. ‘Mi momento está cerca’, había mandado decir Jesús a quien le facilitaría aquella sala. Y ahora nos dice el evangelista que ‘sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo’.
Seguirían fielmente los rituales establecidos pero pronto comenzarán a realizarse signos que nos hablarían de que algo distinto estaba sucediendo, signos que nos hablarán de una nueva pascua; unos signos que quedarían para perpetuidad pero que nos darían señales de una vida nueva, de un estilo distinto, de una pascua nueva que se iba a convertir en Alianza eterna. Unos signos que no solo iban a servirnos para recordar lo que entonces estaba sucediendo o iba a suceder, sino que lo actualizarían y lo harían presente para siempre cada vez que esos signos se repitiesen.
Todo aquello que allí esa noche estaba sucediendo se habría de repetir cada día recordando y haciendo presente al Señor. Ese iba a ser su mandato: ‘haced esto en conmemoración mía… si yo el maestro y el Señor’ lo he hecho, de ahora en adelante vosotros también tendréis que hacer lo mismo, viene a decirles Jesús.
Dos signos, que en el fondo serán como uno solo; dos signos que habían de seguirse repitiendo a través de los tiempos si en verdad querríamos vivir en esa Alianza nueva y eterna que ahora se constituía. Sería el signo del amor en el lavarse los pies los unos a los otros, y sería el signo del pan y el vino  que ya no serían pan y vino sino presencia real y verdadera para siempre de Jesús en medio de nosotros como la expresión más sublime del amor. Los dos un mismo signo, porque será para siempre el signo del amor que nos habría de distinguir.
Ya lo hemos escuchado en el Evangelio. ‘Jesús se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe. Echa agua en una jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido’. No simplemente les ofrece agua para que hagan sus purificaciones; El, que es el Maestro y el Señor, se pone de rodillas delante de sus discípulos para lavarles los pies. Algo inaudito, pero que conociendo a Jesús venía a expresar lo que era toda su vida.
Es el signo del amor. El signo del amor que nos manda repetir. El signo del amor más humilde y más entregado. El signo del amor que es el signo del servicio y de la entrega. El signo del amor que nos habla de cercanía y de humildad profunda. El signo del amor, sí, que nos habla de lo que es el amor verdadero. Porque para amar de verdad no lo podemos hacer nunca desde arriba, como no podemos lavar los pies de nadie desde la altura; al menos, será necesario ponernos a su altura; pero Jesús nos enseña algo más importante para ese amor, ponernos de rodillas delante de aquel a quien amamos. Cuánto nos dice Jesús con ese signo de su amor. Cómo tenemos que aprender.
Luego nos dirá ‘si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis’. Contemplando el gesto de Jesús comprenderemos mejor lo que luego nos dirá que es su mandamiento. Que nos amemos los unos a los otros, nos dirá. Pero amarnos los unos a los otros no es hacerlo de cualquier manera ni con cualquier  medida. Un día se nos había dicho que nos amemos los unos a los otros al menos como nos amamos a nosotros mismos. Ahora Jesús, con sus gestos y con sus palabras nos dirá más, porque la medida de ese amor es amar como El nos ha amado. ‘Amaos los unos a los otros como yo os he amado’.
Es un amor que se arrodilla, porque quien es capaz de hacerlo así no rivalizará con el otro, no querrá ser el primero, no le hará sentirse principal o importante.  Es un amor que se hace servicial, porque ‘el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir’; sabe hacerse el último y el servidor de todos porque esa será la verdadera grandeza, recordamos que les decía a los discípulos cuando discutían por los primeros puestos. Es un amor que nos purifica; ese ser capaz de lavar los pies a los otros nos purifica de nuestros orgullos, nos abaja de nuestros pedestales, nos cura en humildad, los limpia el corazón de malas querencias. Es un amor que nos abrirá los ojos para contemplar a Jesús y postrarnos ante El para adorarle, porque a eso nos tiene que llevar el amor que le tenemos.
Ese fue el primer signo del amor y de su presencia para siempre con nosotros. El que realiza a continuación es como una consecuencia de tanto amor como nos tiene. En la cena comían el cordero  pascual que era un recuerdo y una memoria del paso salvador de Dios que les liberó de la esclavitud de Egipto. Ahora ya no sería un cordero cualquiera el que íbamos a comer como memorial de esta Pascua eterna y salvadora para siempre. Juan lo había señalado a El como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y el Cordero iba a ser inmolado, pues comenzaba su pasión que era la Pascua nueva y eterna en su Sangre derramada en la Cruz, como la prueba más grande del amor más grande.
Un día había anunciado que comerle a El era tener vida para siempre, porque El era el Pan vivo bajado del cielo que da vida al mundo. ‘Quien come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida para siempre y yo lo resucitaré en el último día’, había anunciado en la sinagoga de Cafarnaún. Y ahora Cristo se nos da, se hace Sacramento para que le comamos y le vivamos, para sepamos vivir su presencia para siempre y para que adorándole a El aprendamos a amar de verdad a los hermanos, para que comiéndole en la Eucaristía mientras caminamos aun por esta tierra tengamos la prenda segura de la vida que dura para siempre.
‘Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros… este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre… cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva’. Así nos lo recuerda san Pablo, como una tradición que ha recibido del Señor y que a su vez él nos ha trasmitido. La noche de su entrega, la noche que nos dio las muestras supremas de su amor así nos dejó este memorial. Lo mismo que había dicho que si El les había lavado los pies, a su vez ellos tenían que hacer lo mismo, ahora nos dice que eso mismo han de hacerlo en conmemoración suya para siempre. Y le comeremos a El. Y le viviremos a El.
Cada vez que le comemos hacemos memorial de su entrega y de su amor; cada vez que celebramos la Eucaristía no lo podemos hacer si no estamos viviendo su mismo amor y su misma entrega; cada vez que nos ponemos de rodillas delante de la Eucaristía para adorar su presencia tenemos que estar recordando que así tenemos que ponernos de rodillas delante de los otros para ofrecerles nuestro amor, porque ahí en ellos, y especialmente en los más pobres o los más vulnerables, siempre tenemos que verle a El.  No podrá haber Eucaristía donde no haya amor; no podremos comer a Cristo en la Eucaristía si no vamos con nuestro amor siempre al encuentro con los demás para lavarles los pies.
Hoy estamos celebrando el amor. Estamos iniciando el triduo pascual de la muerte y la resurrección del Señor y no hacemos otra cosa sino contemplar el amor infinito del Señor que así se entrega y así se da por nosotros. Cada día un buen cristiano, un buen seguidor de Jesús, ha de celebrar con toda intensidad el amor. Hoy parece que se hace más intenso contemplando los signos del amor que Jesús nos muestra. Hoy mirando y contemplando a Jesús en todos sus signos de amor nos tenemos que sentir como más impulsados a vivir un amor así. Es que estamos mirando el amor de Jesús que llegó hasta el extremo, al mayor amor.
Decimos que el Jueves Santo es el día del amor fraterno, porque recordamos el mandato de Jesús. Comamos a Cristo en la Eucaristía, sacramento de su amor que nos ha dejado, para que nos llenemos intensamente de su amor y así aprendamos a amar siempre a los demás, aprendamos a ponernos de rodillas los unos delante de los otros para lavarles los pies. Y ya sabemos todo lo que eso significa y cómo podemos hacerlo.

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