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viernes, 18 de abril de 2014

Por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz



Por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz

Is. 52-53, 12; Sal. 30; Hb. 4, 14-16; 5, 7-9; Jn. 18, 1-19, 42
‘Por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”’. Levantamos nosotros los ojos a lo alto y lo proclamamos Rey y Señor de nuestra vida, Sumo Sacerdote que ‘llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna’.
Así estamos en esta tarde a la sombra del árbol de la vida, a la sombra de la Cruz de nuestro Señor  Jesucristo. Como Moisés, como un signo, levantó la serpiente de bronce en el desierto, así será levantado el Hijo del Hombre para que todo el que cree en El obtenga la salvación. Queremos poner toda nuestra fe y nuestra vida; queremos alcanzar la salvación y por eso miramos a Jesús clavado en la cruz.
Nos sentimos todos atraídos hacia la cruz ‘donde estuvo clavada la salvación del  mundo’; nos sentimos atraídos hacia la cruz venciendo toda la repugnancia que el dolor nos pudiera producir, porque sabemos que en la cruz de Jesús encontramos la vida y alcanzamos la salvación. ‘Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí’, nos había dicho Jesús. Para nosotros es fuente de vida y de salvación; de ahí mana la gracia para nosotros que nos llena de nueva vida. Como aquel torrente caudaloso que manaba por debajo de las puertas del templo y que allí por donde pasaba lo iba llenando todo de vida, como anunciaba el profeta, nosotros acudimos al agua viva de la gracia que mana de la cruz salvadora de Jesús. ‘De su costado, tras la lanza del soldado, al punto salió sangre y agua’, imagen de la gracia redentora.
Miramos a lo alto de la cruz y contemplamos al Rey que nos ha redimido y nos ha salvado. ‘Jesús Nazareno, Rey de los judíos’, proclamaba el letrero puesto encima de la cruz. Era lo de lo que lo acusaban los sumos sacerdotes y escribas, y fue la pregunta repetida de Pilatos - ‘¿eres tú el rey de los judíos? -, como hemos escuchado en el relato de la pasión, aunque luego no quisieran que ese fuera el título de la ejecución.  Pero bien sabemos nosotros que no solo es Rey de los judíos, sino que es el Rey y Señor de todo el universo, porque con su sangre nos ha comprado, con su sangre nos ha redimido. ‘No valemos ni oro ni plata, sino la sangre preciosa de Cristo’.
Un reino nuevo, el Reino de Dios, había anunciado Jesús desde el principio de su predicación y para eso nos invitaba a la conversión y a creer en El. Pero su reino no era a la manera de los reinos de este mundo.  Ya les explicaba a los discípulos más cercanos que ellos no tenían que comportarse como los poderosos de este mundo. En el Reino de Dios todo había de ser distinto, porque distinta era la relación con Dios y distinta habían de ser nuestras relaciones basadas siempre en el amor. Para eso había venido El a instaurar ese Reino nuevo, el Reino de la verdad, el Reino de la autentica justicia y paz, el Reino donde tendría que resplandecer el amor con un especial brillo. Por eso era necesaria la conversión, para comprender que con El todo había de ser distinto.
Ayer meditábamos cómo teníamos que expresar ese amor a los demás en el servicio haciendo como Jesús que para servir se hacía el último y el servidor de todos poniéndose de rodillas a los pies de sus discípulos para lavárselos. Hoy le vemos subir al Calvario, a lo alto de la cruz, como la expresión del amor más sublime y más grande. ‘Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por aquellos a los que ama’. Así lo contemplamos hoy dando su vida, muriendo en la cruz por nosotros. Por eso lo proclamamos Rey, lo sentimos como el único Rey y Señor de nuestra vida.
Pero lo contemplamos también como Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza. Al altar de la cruz ha subido para hacer la ofrenda, para ofrecerse en sacrificio redentor por todos los hombres. Ahí le vemos ofreciendo la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, derramada para el perdón de los pecados. Ayer le contemplábamos cómo nos regalaba el Sacramento de su amor, el Sacramento de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada, signo que habíamos de repetir hasta la consumación de los siglos. Hoy le contemplamos en lo alto del Altar haciendo la ofrenda, realizando el Sacrificio, en que El mismo se entrega, El mismo se nos da, El mismo nos regala con el perdón su vida para que tengamos vida para siempre.
‘Mantengamos la confesión de nuestra fe, nos decía la carta a los Hebreos, ya que tenemos un Sumo Sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús el Hijo de Dios… el que, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y llevado a la consumación se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna’.
Mirando a la cruz de Cristo, ya para nosotros tiene un sentido y un valor el sufrimiento. En la entrega de amor que Jesús está realizando podemos entender que poniendo amor en nuestra vida, también nuestros dolores y sufrimientos pueden tener un valor redentor, como fue el sufrimiento de Cristo en la cruz. ‘El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores… fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes’. Es cierto que lo contemplamos ‘desfigurado, no pareció hombre, ni tenía aspecto humano… le vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado’.
Así nos lo describía el profeta, pero nosotros sí queremos mirarlo frente a frente, porque sabemos que ahí está nuestra muerte y nuestro pecado, ahí están nuestros sufrimientos y dolores, y que gracias a que El cargó así con nuestra vida de pecado, nosotros hemos podido alcanzar la salvación. Lo miramos, sí, frente a frente, sin volver nuestro rostro para que consideremos por una parte nuestra maldad y nuestro pecado, pero también, sobre todo, para que seamos capaces de admirarnos y sorprendernos hasta donde llega el amor de Dios. Lo miramos frente a frente también con nuestros dolores y sufrimientos aprendiendo a darle un sentido nuevo y un nuevo valor. Lo miramos frente a frente, porque sí nos sentiremos movidos a convertirnos sinceramente a El, a cambiar nuestra vida, a vivir una vida nueva  de gracia y santidad como El quiere ofrecernos.
Si la gente de Jerusalén, quizá inconscientemente, dijeron que cayera la sangre de Jesús sobre ellos y sus hijos haciéndose así responsables de su muerte, nosotros queremos decirlo de forma consciente, porque queremos que su sangre nos lave y nos purifique, nos redima y nos llene de vida. Ahí de la cruz de Jesús cae ese torrente de gracia, como antes ya decíamos, y de esa gracia queremos llenar nuestra vida.
Miremos a la Cruz, levantemos nuestra mirada a lo alto. Contemplamos a Jesús, el Hijo de Dios que muere por nosotros y por nuestra salvación. Contemplamos a Jesús nuestro Rey y Señor; contemplamos a Sumo Sacerdote  que se ofrece por nosotros. Unámonos nosotros a ese sacrificio redentor con toda nuestra vida. Hagamos la mejor ofrenda de amor de lo que somos. Emprendamos el camino nuevo de la gracia y de la santidad.

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