Dios quiere siempre el bien del hombre y que alcancemos la plenitud de la felicidad con un corazón lleno de paz
Colosenses 1, 21-23; Sal 53; Lucas 6,
1-5
Lo que le importa a Dios es el hombre. En el bien del hombre está la
gloria de Dios. Dios es el que nos ha hecho grandes y nos quiere felices porque
seamos capaces de vivir en plenitud todos esos dones que nos ha regalado.
Algunas veces los hombres erramos en nuestras apreciaciones. Aunque en
nuestro corazón tendría que predominar toda esa semilla de bien y de bondad que
Dios ha sembrado en nosotros, en razón de uno de esos maravillosos dones de los
que Dios nos dotó, la libertad, somos nosotros los que escogemos un camino
egoísta creyéndonos dioses de nosotros mismos. Quiere que vivamos en plenitud
pero no somos perfectos, porque no somos dioses, y en el uso de nuestra
inteligencia y libertad nos creamos confusiones en nosotros mismos que nos llevan a la confusión
y al mal, aunque en nuestro error pensemos que es el bien y que es lo mejor.
Por eso en nuestro interior nos rebelamos contra esa ley positiva
inscrita en nuestro corazón que nos quiere conducir por ese camino del bien y
queremos hacer nuestras opciones, nuestros caminos; en nuestra confusión
pensamos que esa ley divina inscrita en nuestros corazones coarta la libertad
del hombre, cuando realmente lo que quiere es darnos cauces para que caminemos
por esos caminos de plenitud no solo para nosotros mismos sino también para el
bien de los demás. Sustituimos la ley del amor que Dios ha inscrito en nuestros
corazones por la ley de nuestro orgullo y egoísmo que no mira sino solo para
nuestro yo y lo que contradiga nuestro yo, ya queremos eliminarlo de nuestra
existencia.
¿Qué nos sucede muchas veces en nuestras relaciones con los demás?
Caminamos caminos de dicha y felicidad cuando sabemos aceptarnos, ayudarnos,
tendernos la mano, caminar el uno junto al otro, buscando siempre el bien, lo
bueno y lo justo. Pero muchas veces nuestras vidas dan un giro inesperado;
llegó un momento de desacuerdo, quizá tuvimos que reprocharnos algo que no
hicimos bien y olvidamos lo que es le debilidad de cada uno y como en nombre de
esa debilidad podemos equivocarnos, no aceptamos humildemente lo que él otro
quiso decirnos buscando lo bueno, quizá en nuestro orgullo se nos subió el tono
de nuestras reconvenciones, y ya comenzamos a poner barreras, a crear
distancias, a apartar de nuestro camino aquel con el que nos sentimos heridos
porque nos dijo algo que no nos gustaba, destruimos todo lo hermoso que antes habíamos
vivido.
Es una lastima que no encontremos caminos de entendimiento, que nos
encerremos en nosotros mismos pensando que nos valemos solo por nosotros.
¿Buscamos el bien de la persona o el halago de nuestro orgullo egoísta? Cuanto
nos cuesta bajarnos de nuestros pedestales y con humildad sabernos poner a la
misma altura del otro. Siempre tendríamos que haber estado a la misma altura,
pero tenemos esa vanidosa tentación de querer estar por encima y tener siempre
la razón.
El Señor cuando ha inscrito en nuestros corazones la ley del amor es
porque sabe que por ese camino siempre estaremos encontrando el bien del
hombre, de todo hombre, de toda persona. Es lo que quiere de nosotros y por eso
nos traza sus cauces, nos da sus leyes y mandamientos para que sepamos como no podemos
nunca atentar contra el otro, como siempre tenemos que sabernos aceptar y
comprender y eso nos ha de llevar al perdón, porque es así como vamos a
encontrar esa plenitud que es la paz del corazón.
No perdamos nunca esa paz. Será así como podremos cantar
verdaderamente la gloria del Señor. Lo que importa a Dios, lo que es la gloria de Dios, es el bien
y la plenitud del hombre, la felicidad de un corazón lleno de paz.