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sábado, 18 de febrero de 2012


¡Qué bien se está aquí! Una experiencia de vida

Sant. 3, 1-10; Sal. 11; Mc. 9, 1-12
El mismo Pedro que allá en Cesarea de Filipo hizo una hermosa confesión de fe en Jesús proclamándolo como Mesías e Hijo de Dios, que luego se resistiría a aceptar las palabras de Jesús que anunciaban su pascua, su pasión y muerte, ahora entusiasmado en lo alto de la montaña se siente feliz de estar contemplando la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús. ‘¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías’.
Después de los anuncios que Jesús había hecho se los lleva a la montaña para orar. ‘Jesús se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, subió con ellos solos a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos’. Ya hemos escuchado en el evangelio todo lo que sucedió. La aparición de Moisés y Elías, la ley y los profetas, hablando con Jesús; la nube que los cubrió como señal de la gloria de Dios que los envolvía; la voz del Padre que señalaba a Jesús: ‘Este es mi Hijo amado, escuchadle’.
Simplemente podíamos decir, la pedagogía de Dios. La fe en Jesús iba creciendo en los discípulos. Ya podían vislumbrar algo más que el resto de los que seguían a Jesús. Como Pedro pueden confesar ya que Jesús es el Mesías anunciado y esperado.
Sin embargo cuando Jesús quiere hacerles comprender el verdadero sentido del mesianismo de Jesús, cuál era la entrega que Jesús iba a vivir para ofrecernos y regalarnos la salvación, comienzan a dudar, se comienza a tambalear la fe. Si ahora solamente con el anuncio así surgían las dudas, luego cuando llegara el momento de la pasión iba a ser muy duro para los discípulos.
Comprender que en la pascua había pasión y muerte pero detrás vendría la vida y la resurrección era algo que se les hacía costoso. Por eso había que ir iluminando sus vidas, haciéndoles vislumbrar lo que iba a ser el resplandor de la resurrección, la gloria del Señor. Jesús les ofrece el regalo de la transfiguración. Podían anticiparse a descubrir y ver lo que sería la luz y la gloria de la resurrección.
Aún así todo eso les sigue siendo costoso, porque cuando les dice que no deben hablar de ello hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos, ‘esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos’. Cuando resucite el Señor los comprenderán. Les contemplaremos ante la tumba vacía donde comienzan a creer todo lo que El les había dicho y anunciado. Las mieles que ahora comienzan a pregustar serán los gozos que inundarán su corazón cuando resucitado se les manifieste en el Cenáculo o allá junto al lago de Tiberíades.
Nosotros necesitamos también reafirmar nuestra fe. Hemos de vivir la pascua cada día de nuestra vida cuando tenemos que dar testimonio de Jesús en medio de un mundo descreído y malvado, como ayer mismo decía Jesús en el evangelio. Serán muchas las pruebas por las que tenemos que pasar en la vida que pueden llenar nuestro corazón de interrogantes y de dudas. Habrá momentos difíciles en que nos sentiremos débiles y abocados al fracaso porque la tentación es fuerte y no sabemos cómo vencerla. Los problemas de la vida, los sufrimientos y el dolor que aparecerán en nosotros en la enfermedad o en la debilidad y flaqueza de los años, muchas cosas nos harán que la fe se manifieste débil.
Necesitamos la firmeza de la fe, la convicción profunda de que Jesús es el Señor, el gozo en el alma de haber vislumbrado la gloria del Señor. La experiencia del Tabor si la hacemos de verdad vida en nosotros nos va a ayudar en esos momentos y hará que nuestra fe no se tambalee. Qué importante es que cuando escuchamos la Palabra de Dios la hagamos vida nuestra con toda intensidad para sentirnos transformados por ella, por la gracia del Señor.
No es cuestión solo de decir ‘¡qué bien se está aquí!’, sino haber experimentado hondamente en nuestra alma la vivencia de la presencia del Señor en nosotros y de su salvación.

viernes, 17 de febrero de 2012


¿Merece la pena arriesgarlo todo?

Sant. 2, 14-24.26; Sal. 111; Mc. 8, 34-39
¿Merece la pena arriesgarlo todo? Nos cuesta en la vida correr riesgos. Nos gusta tenerlo todo atado y bien atado, todo bien preparado para prevenir posibles reacciones adversas o peligros. Somos conservadores y excesivamente previsores en ese sentido en muchas ocasiones. Sin embargo hay gente arriesgada, que prueba, que busca, que desea algo distinto, o que encuentra algo que le parece que tiene motivo suficiente para arriesgarse por ello.
Se cuenta de algunos lugares de los Alpes en que los jóvenes cuando han encontrado al amor de su vida arriesgan su vida para subir a las altas cumbres, con gran peligro incluso de sus vidas, para ir a buscar la flor que sólo en aquellas alturas florece para ofrecérsela a su amada como prueba del más grande amor, por el que son capaces de arriesgar todo.
Nosotros, los cristianos, tenemos un amor por el que arriesgarlo todo, porque además El fue delante de nosotros no sólo arriesgando sino dando su vida por nosotros. Nos decimos que creemos en Jesús y por la fe que tenemos en El tenemos que ser capaces de arriesgarlo todo por seguirle y por vivir su vida. Es lo que tendría que ser el camino de nuestra vida cristiana tras habernos encontrado profundamente con Jesús y su evangelio. ¿Merece arriesgarlo todo por él? Nos preguntamos completando la pregunta que nos hacíamos al principio. Lo merece.
De eso nos ha hablado Jesús hoy. Y estas palabras de Jesús nos las propone el evangelista como continuación de lo que ayer reflexionábamos. Pedro que quería quitarle la idea a Jesús cuando había anunciado que el Hijo del Hombre había de padecer, que iba a ser entregado y ejecutado. Ante las dudas y el rechazo de Pedro la réplica de Jesús. ‘Tú piensas como los hombres, no como Dios’.
Jesús nos afirma rotundamente hoy: ‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga’. Si ya ayer decíamos que Pedro podría temer que si Jesús subía a la Pascua que estaba anunciando, a él lo podía pasar lo mismo, hoy nos hablar claramente Jesús de la cruz que hemos de tomar, de ese negarnos a nosotros mismos, de ese ser capaz de perder la vida para ganarla, porque el que quiera conservarla para sí la va a perder. ‘El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará’, nos dirá Jesús.
Sí, tenemos que saber arriesgarnos por Jesús. Hemos de aprender a negarnos a nosotros mismos. ‘¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?’ Y nos habla Jesús de no avergonzarnos de El y de sus palabras. Las consecuencias serían funestas.
Hay que estar verdaderamente enamorado de Cristo para esto. Hay que haber vivido profundamente un encuentro vivo con el Señor para sentirnos así cogidos por su amor de manera que seamos capaces de llegar a un amor así, que se entregue hasta el final. Hay que haberse dejado coger en lo más hondo por Cristo y por su evangelio para que convertir su luz en la única razón de nuestra vida y nuestra existencia. Hay que dejarse transformar por el Espíritu de Jesús para llegar a vivir una entrega así.
Tenemos que dejar a un lado miedos y cobardías. Parece en ocasiones que los cristianos no nos tomamos en serio nuestra fe y nuestro seguimiento de Jesús porque cuando se nos habla de esa entrega y de esos riesgos que hemos de ser capaces de correr, a donde corremos es a echarnos para atrás, a quedarnos en mediocridades y en superficialidad.
En la vida vemos personas que por sus ideas, por la cultura, el arte o por el deporte, por las metas que se ponen en la vida de algo hermoso que quieren alcanzar, o simplemente por el disfrute de la vida son capaces de hacer otros sacrificios y renuncias para alcanzar aquello que desean. Pero cuando se trata del ámbito de la fe, de la religión, del seguimiento de Jesús pareciera que por eso no merecía la pena esos sacrificios o renuncias. ¿Será porque realmente no nos tomamos en serio lo de ser cristiano?
Tomémonos en serio lo de ser cristiano y lo de ser capaz de arriesgarnos totalmente por Jesús y su evangelio. Merece la pena.

jueves, 16 de febrero de 2012


Nuestra fe en Jesús nos lleva a confesarle también en la Pascua

Sant. 2, 1-9; Sal. 33; Mc. 8, 27-33
Ya Herodes en su confusión, o mala conciencia, cuando había oído hablar de Jesús pensaba que era Juan Bautista quer había resucitado. Lo escuchamos no hace mucho. Ahora Jesús que anda con sus discípulos por las regiones fronterizas de Palestina le pregunta a los discípulos que es lo que la gente opinaba de El.
Curiosas respuestas, puesto que se admiraban de lo que Jesús hacía y decía, de sus milagros y signos que realizaba, pero lo veían casi como un personaje del pasado. ‘¿Quién dice la gente que soy yo? Y ellos le respondieron: Unos, Juan Bautista, otros Elías, y otros, uno de los profetas’. No llegaban a captar todo el ser de Jesús.
Quizá, antes de seguir adelante con la respuesta ya del pensar de los propios discípulos, quizá podríamos preguntarnos si acaso algunas veces, al menos por nuestras actitudes o la forma de dar respuesta al mensaje del Evangelio, pensamos de la misma manera en cierto modo. Y es que podemos pensar en Jesús también como un persona del pasado, un personaje histórico. Pensamos en que Jesús hizo, en que Jesús dijo, pero como dicho y hecho en el pasado sin ver lo que ahora nos dice y hace en nosotros. Si nos quedamos ahí, podría significar cuánto hemos de hacer crecer y madurar nuestra fe en Jesús.
Jesús insiste en sus preguntas, que son preguntas que tenemos que ver como hechas también a nosotros hoy. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ Es el momento de responder con verdad lo que es para nosotros Jesús, lo que es para mí Jesús hoy y ahora. Es el momento de hacer una auténtico proclamación de fe que no sean solo palabras sino que sean expresión de una vida, de lo que llevamos dentro, de lo que sentimos desde lo más hondo de nosotros mismos.
Conocemos la respuesta de Pedro que puede ser también nuestra respuesta y dicha con toda sinceridad. ‘Tú eres el Mesías’, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres nuestro Salvador, nuestra vida, la verdad de nuestra vida, todo para mi, que quiero llevarte en lo más hondo del corazón, pero que quiero manifestarte con toda mi vida y mi quehacer. Tú eres el sentido último de mi vida.
Pero cuidado que todo esto que estamos diciendo nos implica mucho. No pueden ser palabras hermosas que digamos desde un momento de fervor. Son palabras que tienen que ir acompañadas por toda nuestra vida y en todo momento; también en los momentos difíciles, en la prueba, en el dolor y en el sacrificio, en los momentos de oscuridad o en los momentos en que nuestro compromiso nos exige llegar hasta el final.
Confesamos a Jesús no solo en el Tabor o en el momento de fervor; confesamos a Jesús no solo desde un razonamiento que nos hagamos en un momento determinado, sino que tenemos que saber confesar a Jesús cuando subamos a la Pascua. Y subir a la Pascua es subir a la cruz, a la pasión, a la muerte, siempre con la esperanza de la resurrección. Subir a la Pascua es dejar que Jesús llegue y pase por nuestra vida en toda circunstancia. Subir a la Pascua es aprender a subir el camino del amor más sublime, del que es capaz de dar la vida por el amado.
Los apóstoles, sobre todo Pedro que fue el primero que reaccionó - ¿qué harían mientras los otros discípulos quizá más acobardados que se quedaron atrás mientras Pedro hablaba? -; Pedro reaccionó manifestando que eso de la cruz, de la pasión, de la pascua en ese sentido  no le podía pasar a Jesús. ¿Vislumbraba quizá que si Jesús había de pasar por ese tipo de Pascua a él que lo seguía le tocaría algo igual?
Jesús había comenzado a instruirlos de que ‘el Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días. Y se lo explicaba con toda claridad…’ Pero Pedro no entiende, como no queremos entender nosotros tantas veces de sacrificios y sufrimientos, de amor que nos lleve a una entrega hasta dar la vida. ‘Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo’. Como nosotros que tantas veces nos quejamos de que eso no puede suceder, por qué tienen que pasarme esas cosas a mí. Pensamos como los hombres, no como Dios.
Que se nos abran los ojos del corazón y de la fe, para que reconozcamos a Jesús de verdad y con toda nuestra vida, aunque eso nos lleve a la pascua. recordemos que la Pascua siempre termina en resurrección.

miércoles, 15 de febrero de 2012


Le trajeron  un ciego pidiéndole que lo tocase…

Sant. 1, 19-27; Sal. 14; Mc. 8, 22-26
‘Le trajeron  un ciego pidiéndole que lo tocase…’ Una vez más vemos los gestos y los signos de Jesús. No sólo nos están manifestando su poder sino también su cercanía y su amor. Se manifiesta con todo el poder de Dios que es quien nos cura y nos salva. Se manifiesta, podemos decir, con todo el poder de su misericordia y su amor.
‘Le untó saliva en los ojos, le impuso las manos… le puso otra vez las manos en los ojos… y el  hombre lo miró, estaba curado y veía con toda claridad’. Admirable la cercanía de Jesús. Es el Emmanuel, el Dios con nosotros, que camina a nuestro lado, se compadece de nuestras debilidades y carencias, se derrite de amor por nosotros.
No fue sólo entonces. Jesús sigue haciéndonos sentir su cercanía. Jesús sigue imponiéndonos las manos y tocando nuestro corazón. No es ya que nosotros como aquellos enfermos queremos al menos tocarle la orla de su manto, sino que es Jesús quien viene a nosotros. Dejémonos abrir los ojos para ver; que se nos abran los ojos de la fe, y le podremos sentir, y le podremos ver de tantas maneras como llega a nosotros, llega a nuestra vida.
Así tenemos que saber descubrir y sentir su presencia en los sacramentos. Es presencia real y verdadera de Cristo junto a nosotros. Así se hace realmente presente en la Eucaristía, es su Cuerpo y su Sangre, es Cristo mismo que está ahí y nos da su vida, se nos da en comida para ser nuestro alimento y nuestra vida.
Así vemos su presencia en su Palabra. No es un texto cualquiera por muy hermoso que sea. Es Dios mismo que nos habla. Es Cristo que es la Palabra de Dios que llega a nosotros. Qué hermoso cómo hoy el Señor ha llegado en su Palabra de forma muy concreta a nuestra vida. Y no sólo es el evangelio que estamos comentando, sino también en el texto de la carta de Santiago nos ha hablado de cosas muy concretas que nos pueden suceder cada día.
Y nos da pautas muy claras, muy sencillas, pero con mucha actualidad. ‘Sed prontos para escuchar, nos decía por ejemplo, lentos para hablar y lentos para la ira’. Son cosas que nos suceden y en las que hemos de tener cuidado y el Señor nos está hablando, corriendo, dándonos pautas de cómo actuar. Una Palabra que tenemos que saber escuchar y poner en práctica. ‘Quien se cree religioso y no tiene a raya su lengua, nos dice, se engaña, su religión no tiene contenido’. Por eso terminará diciéndonos el apóstol: ‘La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones, y no mancharnos las manos con este mundo’. Cuánto tenemos que aprender de lo que nos dice el Señor.
Así lo tenemos que descubrir en el amor y desde el amor. Porque ya sabemos que cuando le hagamos al otro a Cristo mismo se lo hacemos. Luego en el otro tenemos que ver a Cristo, en el otro está presente Cristo para nosotros esperando nuestro amor. Y de la misma manera en el amor que nosotros recibimos de los demás, estamos sintiendo, recibiendo el amor de Cristo. El se  nos hace presente en el amor de los demás; así nos manifiesta su amor. Así está Cristo tocando nuestra vida, como impuso las manos a aquel ciego de Betsaida y tocó sus ojos.
No son cosas mágicas de las que estamos hablando, sino del misterio de Dios. El misterio de Dios que así se nos manifiesta, así se hace presente en nuestra vida. Y que es un misterio de amor, porque es así cómo Dios nos ama. Por eso decíamos que tenemos que dejar que Jesús toque nuestros ojos para abrirlos, abrirlos al misterio de la fe, al misterio de Dios que se  nos manifiesta. Porque es necesario avivar nuestra fe, renovarla, porque se nos apaga y nuestra vida se nos llena de tinieblas.
Señor, yo quiero ver, quiero que me impongas las manos y toques mis ojos, me abras ojos del alma, los ojos de la fe.

martes, 14 de febrero de 2012


Misioneros de Cristo el Señor y sembradores de la semilla del evangelio

2Cor. 4, 1-2.5-7; Sal. 95; Mc. 41-9
Misioneros que anunciamos que Cristo es el Señor y sembradores de la semilla de la Palabra de Dios. Es el mensaje que recibimos y al mismo tiempo anunciamos desde la Palabra de Dios que se nos ha proclamado en esta fiesta de los Santos Cirilo y Metodio, patronos de Europa a quienes hoy celebramos.
Decir que Jesús es el Señor es el centro y meollo de nuestra fe. Cuando así lo proclamamos estamos manifestando que no hay otro nombre en el que podamos encontrar la salvación. Le pondrás por nombre Jesús porque El salvará a su pueblo de sus pecados, le dijo el ángel a José. Y recordamos cómo los apóstoles y los primeros discípulos hacían este anuncio continuamente. Jesús es el Señor, y en su nombre alcanzamos la salvación y el perdón de los pecados.
Como nos dice el apóstol Pablo en la carta a los corintios ‘porque nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, predicamos que Cristo es el Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesús’. Nos recuerda lo que san Pablo nos dice en otra carta cuando habla de que predica a Cristo y a Cristo crucificado.
Y es la semilla que tenemos que ir sembrando, la semilla de la fe, la semilla de la Palabra de Dios que nos hace conocer a Jesús, la semilla de la gracia que nos llena de la vida de Dios. El evangelio nos ha hablado de la parábola del sembrador. Y con hondo sentido nos la propone la liturgia en esta fiesta de los santos que evangelizaron grandes regiones de Europa y cuyo ejemplo y testimonio nos impulsa a que nosotros seamos sembradores también de la semilla del evangelio.
Cuando escuchamos la parábola del sembrador siempre recogemos el mensaje por la parte de la tierra que está o no está preparada para recibir la semilla y entonces dará o no dará fruto. Nos miramos a nosotros mismos y tratamos de ver si somos esa tierra buena y fértil o qué abrojos, malas hierbas o pedruscos hay en nosotros que arrancar, que limpiar.
Pero también podemos detenernos a reflexionar en el sentido de que a nosotros también nos envía el Señor como sembradores de esa semilla. Envía a sus discípulos hasta los confines de la tierra para anunciar el evangelio. Y nosotros, testigos de Jesús, recogemos ese testigo de que hemos de ser esos sembradores de la semilla. A nosotros el Señor también nos envía.
Y eso es tarea de todo cristiano. Dentro de la Iglesia el Señor ha querido escoger y llamar con una vocación especial a quienes elige para ser sus pastores o los que se consagran al Señor radicalmente en la vida religiosa. Pero es misión de todo cristiano el ser testigo, el ser anunciador con su vida y con su palabra del Evangelio. La fuerza del Espíritu nos consagra a todos en el sacramento de la confirmación para hacernos esos testigos de Cristo resucitado. Todos recibimos esa misión del Señor.
Como nos dice san Pablo en el final del texto de hoy ‘este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros’. Nos sentimos pequeños y débiles, pero si el Señor nos confía la tarea de ser anunciadores del evangelio, aunque seamos frágiles como vasijas de barro, con nosotros está la fuerza y la gracia del Señor.
Que la fuerza del Espíritu del Señor nos ilumine y fortalezca.

lunes, 13 de febrero de 2012


Que el colmo de vuestra dicha sea pasar por toda clase de pruebas

Sant. 1, 1-11; Sal. 118; Mc. 8, 11-13
A todos nos gustaría vivir la vida como en un camino de rosas. Todo fácil, todo placentero, sin dificultades, siempre llenos de dicha y de felicidad. Pero las rosas tienen espinas y los caminos de la vida no están exentos de dificultades y problemas. Pero aún así creo que tendríamos que aprender a disfrutar del perfume de las cosas buenas de la vida como disfrutamos del perfume de la rosa, a pesar de que debajo de las hojas, en su tallo hay espinas. Pero quizá las espinas nos harán tomar con cuidado la rosa, que es tan delicada que si la tomáramos de cualquier manera estropearíamos su belleza. Esa delicadeza de la flor y de su perfume nos ayuda a preservarla el cuidado con que hemos de tomarla para no dañarnos con las espinas.
Hoy hemos comenzado a leer en la primera lectura la carta de Santiago, que leeremos en parte en los días que nos quedan del tiempo ordinario. Y precisamente comienza hablándonos de las pruebas que nos darán aguante y fortaleza a nuestra fe. ‘Que el colmo de vuestra dicha sea pasar por toda clase de pruebas. Sabed que al ponerse a prueba vuestra fe, os dará aguante. Y si el aguante llega hasta el final, seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna’.
Nos podría parecer no muy comprensible el que nos habla de que el colmo de la dicha sea pasar por toda clase de pruebas. Las pruebas no nos gustan. Si podemos quitarnos ese peso de encima ya intentaríamos evitarlo. Nos gustaría el camino de rosas, como decíamos al principio. Pero nos dice que en la prueba se aquilata y fortalece nuestra fe. Y que el pasar por la prueba nos llevará la perfección y la integridad.
Si nos detenemos un poquito a reflexionar nos daremos cuenta. Cuando se nos pone a prueba sacamos a flote lo mejor de nosotros mismos. Y en la prueba es donde se va a manifestar nuestra fortaleza y nuestra madurez. Al encontrar dificultad para nuestra fidelidad o para hacer el bien, tratamos de superarnos, de mejorar lo mejor que llevamos dentro de nosotros y sacaremos toda nuestra fortaleza y todos nuestros valores.
Las pruebas pueden ser diversas como diversa es la vida misma. Nos vienen de dentro de nosotros mismos cuando tratamos de superarnos, de corregirnos, de no dejarnos arrastrar simplemente por la pasión. Nos vienen desde el exterior en los contratiempos que nos va ofreciendo la vida, o en los contratiempos que puedan surgir en la convivencia con los demás. Nos puede venir desde la enfermedad, el fracaso o muchas cosas adversas que nos afectan.
Pero el hombre que quiere ser maduro no se deja llevar simplemente, no se acobarda ni se echa para detrás, sino que luchará, se esforzará, querrá crecer en su vida y así es prueba que va encontrando en la vida le hará ver lo que verdaderamente es importante, donde merece la pena en verdad poner todo su esfuerzo. Así al final irá perfeccionando su vida.
No temamos la prueba; no es que nos las busquemos, porque ellas irán apareciendo, pero sepamos aprovechar la ocasión para descubrir el verdadero valor de nuestra vida, el verdadero perfume y entonces la delicadeza y cuidado con que tenemos que enfrentarnos a todo lo que nos va ofreciendo la vida.
En el camino de la fe y de la vida cristiana nos vamos encontrando muchas pruebas pero que con la gracia y la ayuda del Señor podremos superarlas y nos llevarán siempre a un camino de mayor perfección, de mayor fidelidad, de mayor entrega. Siempre sentiremos la fuerza del Señor. ‘Si el aguante llega hasta el final seréis perfectos e íntegros, sin falta alguna’, que nos decía el apóstol Santiago. Brillará la belleza de la santidad, daremos el buen perfume de la santidad que es el buen olor de Cristo. 

domingo, 12 de febrero de 2012


Rompamos las barreras que aíslan y marginan como hizo Jesús con el leproso

Lev. 13, 1-2.44-46;
 Sal. 31;
 1Cor. 10, 31-11,1;
 Mc. 1, 40-45
Si uno se ve aceptado por alguien que le acoge y le recibe cuando en la vida se ha sentido como maldito y condenado a la soledad y al ostracismo porque se ha visto marginado por su situación, por lo que ha sido su vida o por las circunstancias que sea, seguro que para él será como momento de gloria y de felicidad que no cambiaría por todo el oro del mundo.
Pienso que algo así le sucedió a aquel leproso cuando Jesús lo acoge y lo recibe e incluso le toca con su mano, que, aunque venía pidiendo la salud para su enfermedad de lepra, este gesto de Jesús sería para él mucho más grande que la propia curación. Bien sabemos cómo un leproso estaba condenado a vivir alejado de la comunidad y de su familia; hemos escuchado en la primera lectura la ley del Levítico que les dio Moisés y que quería impedir la propagación de la enfermedad por el contagio, aparte del concepto que solía tenerse de mirar la enfermedad como un castigo por el pecado; de ninguna manera un leproso podía acercarse a nadie sano; incluso eran apedreados para que se alejarán por miedo al contagio, muy natural en cierto modo, aunque hoy no lo comprendamos, en las condiciones higiénicas de la época y las medicinas con que contaban.
‘Si quieres, puedes limpiarme’, fue la petición del leproso que se atreve a acercarse a Jesús con el riesgo incluso de que fuera rechazado. Y hemos visto el gesto de Jesús. ‘Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero, queda limpio’. No sólo no lo rechazó, sino que saltando todas las convecciones sociales se atrevió a tocarlo directamente con su mano.
‘Si quieres, puedes limpiarme’, fue el grito y la súplica de aquel leproso. Pero, ¿no será también el grito y la súplica que salga de nuestro corazón? ¿No será, acaso, el grito y la súplica que tantos puedan estar haciendo cuando desde su dolor y soledad, desde sus sufrimientos y tantas penas en su corazón gritan pidiendo ayuda a Dios o a sus semejantes?
¿Por qué decimos que puede ser el grito y la súplica que brote de nuestro corazón? ¿Acaso estamos nosotros leprosos?, nos preguntamos quizá. Para comenzar podríamos pensar en nuestra condición pecadora desde la que acudimos al Señor para que nos limpie, para que nos conceda su gracia y su perdón. No es, por supuesto, que nosotros pensemos en el sufrimiento y la enfermedad como un castigo de nuestros pecados. Hemos de tener una visión distinta. Pero sí podemos considerar esta imagen del leproso como un signo de la fealdad del pecado en nuestra vida y que con la gracia del Señor nos lavaremos y purificaremos, alcanzaremos el perdón del Señor.
Pero podemos pensar algo más. Recogiendo la imagen de la soledad, de la marginación y del aislamiento que veíamos en la situación de los leprosos en la época de Jesús podemos pensar en las actitudes que pudiera haber en nosotros y fueran causa de sufrimiento para los que nos rodean. Cuántos vacíos nos creamos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y cuántos vacíos les hacemos a los demás. Cuánto nos cuesta comprendernos y aceptarnos; algo que nos lleva muchas veces a marcar a las personas haciendo distinciones y separaciones con las que de alguna manera marginamos a los otros.
Porque aquella persona es así o de la otra manera; porque un día cometió un error en la vida que ya siempre se lo tendremos presente; porque no nos cae bien o nos es antipático; porque es amigo de éste o de aquel otro y eso  no me convence; porque piensa de esta manera y yo tengo otra manera de pensar… cuántas cosas que nos aíslan o con las que aislamos a los demás de nuestra vida. Cuántas barreras vamos poniendo en nuestras relaciones prohibiendo el paso a algunos a los que no dejamos que lleguen hasta nosotros. Prohibido el paso, prohibido detenerse aquí, prohibido… cuantas limitaciones… como esos carteles que vemos en caminos o en propiedades.
¿No tendremos que decirle al Señor ‘si quieres, puedes limpiarme’? Que nos limpie el Señor de esas actitudes aislantes que hemos puesto en nuestro corazón y en nuestro comportamiento. Que nos haga salir de nosotros mismos y seamos capaces de abrir el corazón a todo hombre, a toda persona que es mi hermano. ¿No es nuestro distintivo el amor? Si amamos de verdad no caben esas limitaciones en nuestra vida, se tienen que caer las barreras.
Pero decíamos también que es el grito y la súplica que tantos desde su dolor y su soledad, desde su sufrimiento y sus penas pueden estarnos haciendo. Vivimos en un mundo en el que se multiplican los medios de comunicación y proliferan las redes sociales en internet a través de las que nos podemos comunicar instantáneamente con personas en cualquier rincón del planeta. Pero me atrevo a decir que vivimos en un mundo donde desgraciadamente se multiplican las soledades y la incomunicación de muchas maneras. Quien vaya con cierta sensibilidad por la vida y atento a estas necesidades de comunicación de los demás se encontrará con mucha gente que está ansiosa de comunicación y de compartir. Son muchas las angustias que de este tipo podemos encontrar muchas veces en personas que están muy cercanas a nosotros o con las que nos cruzamos cada día en la vida y a los que no prestamos la debida atención.
Si quieres… puedes escucharme, nos pueden decir tantos. Si quieres… detente a mi lado y escúchame. Si quieres… y nos tienen la mano y quizá no les prestamos atención porque vamos a prisa o vamos con nuestras cosas. Mucho podríamos hablar en este sentido de todo lo que tendríamos que hacer.
En este domingo en que se unen en cierto modo dos jornadas - la Jornada Mundial del Enfermo del once de febrero y la Campaña contra el Hambre en el mundo de Manos Unidas - que celebramos en la comunidad cristiana, también este grito del leproso puede ser el grito de los enfermos y de los hambrientos de nuestro mundo. ‘Si quieres, puedes limpiarme’, nos gritan ambas campañas.
Jornada, por una parte, del Enfermo que viene a sensibilizar a la comunidad cristiana con este mundo de dolor y sufrimiento donde tenemos que hacer llegar el amor y la presencia de Jesús a través del amor de la comunidad cristiana que los atiende y se preocupa de ellos y a los que quiere hacer también el anuncio del evangelio de Jesús. Cuántos enfermos desde su lecho de dolor nos están diciendo también ‘si quieres…’ puedes acompañarme, ayudarme, estar a mi lado, servirme de paño de lágrimas, curarme… ¡Qué hermosa la labor que nos voluntarios y visitadores de enfermos de la pastoral de la salud realizan en nuestras parroquias y centros hospitalarios asistenciales!
Y Campaña de Manos Unidas contra el Hambre en el mundo que nos quiere hacer abrir los ojos para que contemplemos y nos sensibilicemos con ese mundo de injusticia en el que vivimos donde tantos millones de hombres y mujeres pasan hambre y mueren de hambre. Campaña este año bajo el lema ‘la salud, derecho de todos, actúa’, que quiere concienciarnos sobre las principales enfermedades – enfermedades contagiosas que acaban con la vida de millones de personas: SIDA, malaria, tuberculosis y otras enfermedades infecciosas - que azotan a muchos pueblos y que podrían ser evitadas y para lo que se nos pide un compromiso denunciando tanta enfermedad, tanta miseria y tanto sufrimiento. 
‘Si quieres, puedes limpiarme…’