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sábado, 30 de abril de 2011

Anunciamos a todos la Buena Noticia de Cristo resucitado


Hechos, 4, 13-21;

Sal. 117;

Mc. 16, 9-15

Durante toda la octava de pascua la liturgia insiste en presentarnos una y otra vez los relatos de las manifestaciones de Cristo resucitado a los discípulos también con sus dudas y su alegría. Pudiera a alguien parecer excesiva esa insistencia pero creo que no debemos de cansarnos de celebrar la Pascua y de cantar a Cristo resucitado. Aquí está el centro de nuestra fe y verdadero motor de nuestra vida cristiana.

Hoy, sábado, escuchamos el relato de Marcos que es el más breve y escueto sobre la resurrección del Señor porque de alguna forma simplemente hace como un resumen de las diversas apariciones de Cristo resucitado.

Nos dice cómo se aparece a María Magdalena y cuando viene a contarlo a los discípulos ‘que estaban tristes y llorando’, no la creen. Lo mismo a los dos discípulos que marchaban a Emaús que cuando vienen a contar lo que les había pasado, tampoco los creen. Finalmente será Jesús mismo el que se les manifieste cuando están todos reunidos ‘y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón porque no habían creído a los que le habían visto resucitado’. Y a ellos también les confía la misión de ir al mundo a llevar esa Buena Noticia, ese evangelio. ‘Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación’.

Predicar, anunciar la Buena Noticia es la misión que a nosotros también Jesús nos confía, aunque nos encontremos un mundo que no quiera creer. Pero es el anuncio que tenemos que hacer. No anunciamos simplemente a un lider que hizo cosas buenas y nos enseña a hacer también lo mismo. Es algo más nuestra fe en Jesús.

‘Es el Señor’, nuestro Salvador y el Hijo de Dios. Es el Señor que vive, que ha resucitado que ha vencido a la muerte y ha vencido el mal. Es el evangelio que tenemos que anunciar, pero no siempre todos están dispuestos a escucharnos. No todos están dispuestos de igual manera a aceptar la resurrección de Jesús, conmo nuestra propia resurrección y la vida eterna desde la fe que tenemos en Jesús. Quizá haya muchos también que no les guste que le hagamos ese anuncio, que le hablemos de esa trascendencia de la vida, que les hablemos de cielo y de vida eterna. Viven, o vivimos nosotros también, tan enfrascados en lo humano y lo terreno que perdemos esa perspectiva espiritual y en la práctica negamos tantas cosas esenciales de nuestra fe.

Hoy hemos escuchado en los Hechos de los Apóstoles que ‘los sumos sacerdotes, ancianos y escribas llamaron a los apóstoles y les prohibieron en absoluto predicar y enseñar en nombre de Jesús’. ¿Qué es lo que los Apóstoles habían enseñado y habían hecho? Anunciar que en nombre de Jesús que había resucitado de entre los muertos se había curado aquel paralítico, se había realizado aquel milagro. Y ese era el anuncio que no querían que se hiciera aunque no les quedara más remedio que aceptar el milagro que se había hecho. Entre ellos estaban los saduceos que niegan la resurrección, y claro no podían permitir que se hablara de Jesús resucitado de entre los muertos.

Pero ya escuchamos la respuesta de los Apóstoles. ‘¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a El? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído’. Eran testigos de la resurrección del Señor y eso no lo podían callar. Era el anuncio que Jesús les había encomendado, la Buena Noticia que tenían que anunciar, el Evangelio que tenían que predicar.

Que el Señor nos dé a nosotros también esa fortaleza y esa valentía para anunciar el nombre de Jesús. Que sintamos la fuerza de su Espíritu en nosotros. Que nunca endurezcamos nuestro corazón ni cerremos los ojos para no ver y creer en Cristo resucitado. Que no se nos debilite nunca nuestra fe. Que vivamos con todo compromiso nuestra fe. Que llenemos de esa trascendencia nuestra vida. Que nos centremos en todo momento en Cristo muerto y resucitado, que impregnemos nuestra vida de Pascua.

viernes, 29 de abril de 2011

Los ojos del amor podrán descubrir al Señor en la orilla de nuestro mar


Hechos, 4, 1-12; Sal. 117; Jn. 21, 1-14

‘Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades’. Esta vez están en Galilea. En las apariciones de Jesús resucitado en el evangelio de san Mateo siempre encomienda a los discípulos que vayan a Galilea; ‘allí me verán’, así les dice primero el ángel a las mujeres que fueron de mañana al sepulcro y luego Jesús mismo cuando les sale al encuentro.

Están en Galilea, junto al lago, y deciden ir a pescar. ‘Simón Pedro les dice: Me voy a pescar’, y el resto de discípulos que están con él le acompañan. ¿Una vuelta al trabajo que un día habían dejado por seguir a Jesús? ¿Podría indicar eso algo?

‘Salieron y se embarcaron y aquella noche no cogieron nada’. Como en aquella otra ocasión antes de la llamada de Jesús que habían estado toda la noche bregando y no cogieron nada. Este episodio nos recuerda el narrado por san Lucas. Entonces fue el principio de una confianza total en Jesús como dejarlo todo y seguirle; ahora puede servir para un nuevo encuentro con Jesús y que en lo que sucederá a continuación ayudará a mostrar el amor que sienten por Jesús y cómo Jesús sigue confiando en ellos para la misión que les va a encomendar. Pero necesitarán un descubrimiento de Jesús resucitado.

En la noche no cogieron nada pero al amanecer Jesús está en la orilla aunque, siendo apenas cien metros la distancia que media entre ellos, no le reconocen. Una voz que les pregunta si tienen pescado - ¿será alguien interesado en la pesca? – y que les señalará por donde han de echar la red. La pesca va a ser grande. Se han fiado de quien está a la orilla, como un día Pedro había confiado en Jesús para en su nombre echar la red aunque en la noche no habían cogido nada.

Pero los ojos del amor descubrirán quién es el que está allá en la orilla. ‘Aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: Es el Señor’. No hace falta más. Tampoco se va a detener en ayudar a sacar la red o arrastrarla hasta la orilla, eso se puede hacer después. Tal como estaba se lanzó al agua para llegar a los pies de Jesús. El amor había dado ojos a uno para reconocerlo y el amor impulsaba al otro a estar pronto con Jesús. ¿Quería Pedro protestar su amor y decírselo pronto, ya que antes le había negado a pesar de que Jesús lo había prevenido? Ya Jesús se lo preguntará después, no para echar en cara, sino para foguear ese amor cada vez más ardiente en su corazón.

Cuando llega Pedro y cuando llegan los restantes discípulos ya se encontrarán las brases encendidas con un pescado puesto encima y pan. Jesús quiere seguir alimentándolos El que se había llamado a sí mismo el Pan de vida eterna; El que en la cena ya les había dado su Cuerpo como comida y su Sangre como bebida. Pareciera que ahora hay una repetición en cierto modo. ‘Jesús se acerca, toma el pan y se los da, y lo mismo el pescado’.

‘Es el Señor’, había dicho Juan; ahora ‘ninguno se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor’, comenta el evangelista.

Es el Señor que viene también a nuestro encuentro en nuestras noches oscuras, o en nuestros momentos de decaimiento o desánimo; es el Señor que viene a nosotros cuando nos puede faltar el ánimo o la fe y sentimos la tentación de dejarlo todo para volver a lo de antes; es el Señor que viene a nosotros y nos está diciendo por donde tiene que ir nuestra vida, por donde echar las redes, por donde tenemos que manifestar nuestro compromiso y nuestro amor.

Que se nos abran los ojos; que se despierte el amor en nuestro corazón para que podamos verle, para que podamos correr hasta El y no separarnos nunca de El y de su camino. Que en su nombre echemos la red y sigamos siempre su camino.

jueves, 28 de abril de 2011

Una experiencia de fe en el encuentro con Cristo resucitado que nos fortalece y llena de vida

Hechos, 3, 11-26;

Sal. 8;

Lc. 24, 35-48

En aquel primer día de la semana diferentes sentimientos y estados de ánimo se iban sucediendo en el espíritu de los discípulos de Jesús. Desaliento, dudas, miedo, incredulidad, sorpresa, alegría eran algunos de esos sentimientos que afloraban. No terminaban de creer, el sepulcro lo habían encontrado vacío las mujeres, les hablaban de apariciones de ángeles, todo les parecían sueños y visiones calenturientas, apesadumbrados algunos se marchaban lejos, pero surgía la sorpresa porque era verdad que había resucitado el Señor y se llenaban de alegría inmensa.

Ya podían contar que se le había aparecido a Simón, los que se habían marchado lejos a Emaús venían contando lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Y cuando estaban contándose mutuamente estas experiencias, sin que nadie abriera las puertas ‘se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: Paz a vosotros’.

Todavía queda temor y miedo por la sorpresa creyendo ver un fantasma, pero allí está Jesús que quiere convencerles y les muestras sus manos y sus pies. ‘Soy yo en persona’. No puede ser un fantasma. Cristo quiere incluso que le toquen y palpen para que se convenzan. Incluso les pide de comer. ‘Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de ellos’.

Una vez más Jesús comienza a explicarles las Escrituras. Como había hecho con los discípulos que marchaban a Emaús. ‘Todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse’. Y ahora les recuerda lo que tantas veces había anunciado en su subida a Jerusalén y a ellos tanto les costaba entender. Pero ahora ya ellos son testigos, tienen que ser testigos que anuncien esa Buena Noticia. ‘Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muerto al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén’. Ellos son testigos de todo lo sucedido y ese testimonio han de darlo por todas partes.

Es el testimonio que escuchamos dar a Pedro en los Hechos de los Apóstoles tras la curación del paralítico de la puerta del templo. En el nombre de Jesús ha sido curado aquel hombre. Los apóstoles dan testimonio ante todo el pueblo que se congrega alrededor al escuchar la noticia. ‘Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos’, dice Pedro; ‘como éste que veis aquí y conocéis, ha creido en su nombre, su nombre le ha dado vigor; su fe le ha restituido completamente la salud a la vista de todos’.

Seguimos nosotros disfrutando del gozo y la alegría por la resurrección del Señor. Todo esto que contemplamos en el evangelio nos llena de essa alegría y de ese gozo. Seguimos cantando y celebrando a Cristo resucitado. Seguimos proclamando nuestra fe, alimentándola en la Palabra del Señor que vamos escuchando con fervor y apertura de espíritu cada día. Queremos llenarnos de los mejores sentimientos y estados de ánimo para desterrar de nosotros las dudas y vacilaciones, los miedos y las cobardías. Es algo que desde la fe tenemos que sentir hondo en nosotros. Es una experiencia hermosa de fe la que tenemos que seguir viviendo en estos días.

No somos espectadores sino testigos. No nos contentamos con lo que otros nos cuenten, aunque su testimonio también nos enriquezca, sino que queremos tener nosotros esa experiencia viva de Cristo resucitado. Es la fe que nos llega desde la trasmisión de los apóstoles y desde la experiencia y vida de la Iglesia. Pero es la fe que hacemos nuestra porque todo eso lo sentimos en nosotros, lo hemos de vivir desde lo más hondo de nosotros mismos. Nos sentiremos así fortalecidos, animados para seguir dando testimonio cada día de nuestra fe y nuestro amor, para amar cada día más dejándonos inundar del amor de Dios y queriendo inundar con ese mismo amor a los demás.

miércoles, 27 de abril de 2011

Quédate con nosotros para que no haya nunca más noche en nuestra vida

Hechos, 3, 1-10;

Sal. 104;

Lc. 24, 13-35

‘Quédate con nosotros porque atardece, y el día va de caída’, le dijeron aquellos hospitalarios discípulos de Emaús para que no siguiera adelante. ¿Era sólo porque se hacía de noche, lo caminos podían ser peligrosos y le ofrecían su hospitalidad tan generosa? ¿O era quizá que ellos estaban presintiendo que si Jesús los dejaba y seguía su camino era para ellos para los que se les hacía la noche y todo se les volvía a poner oscuro?

¿No estarían diciéndole en cierto modo quédate con nosotros, no nos dejes porque contigo comprendemos mejor las Escrituras, porque contigo sentimos como arde de amor de una forma distinta nuestro corazón? ¿No le estarían diciendo quédate con nosotros para que no haya nunca más noche y oscuridad en nuestra vida?

¡Qué distintas eran las sensaciones de aquellos dos discípulos caminantes antes y después del encuentro con Jesús! ‘¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?’ y dice el evangelista que ‘ellos se detuvieron preocupados’. Iban tristes, discutían una y otra vez todo lo que había sucedido en aquellos días, no terminaban de creer que podía haber resucitado a pesar de que las mujeres y algunos de los discípulos habían ido al sepulcro y lo habían encontrado vacío.

Pero desde que Jesús está con ellos, aunque sus ojos seguían velados y no lo reconocían, comenzaron a sentir dentro de ellos algo distinto. Comenzaron a entender las Escrituras que Jesús les estaba explicando. Luego dirían ‘¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?’

Sentados a la mesa lo reconocerían en la fracción del pan. ‘Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A Ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron’. Aunque ahora desapareció y ya no estaba, pero todo había cambiado. Aquellos que antes estaban preocupados y muy encerrados quizá en si mismos, ahora con la presencia de Jesús se llenaron de alegría y todo comenzaba a ser distinto. Se les habían abierto los ojos y descubrieron la presencia de Jesús. Serán ellos ahora los que corran de nuevo a Jerusalén, aunque sea de noche ya no temen hacer el camino, para anunciar a todos lo que había sucedido.

Allí se encontrarían que ellos estaban experimentando la misma alegría. ‘Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan’.

Muchas cosas podemos considerar a partir de este texto tan hermoso. Necesitamos, diría en primer lugar, dejarnos encontrar por Jesús. El viene a nuestro encuentro; muchas veces andamos preocupados por nuestras cosas y podemos tener el peligro de no darnos cuenta de su presencia junto a nosotros. El también nos va hablando muchas veces ahí en nuestro corazón. La fuerza de su Espíritu nos ayuda a comprender también las Escrituras, a comprender todo lo que es el Misterio de Dios que se nos manifiesta.

Un camino también para reconocer a Jesús, para saber descubrirle, verle y sentirle, es abrirnos a la hospitalidad; ser capaces de abrirnos a los otros, abrirnos al amor. Aquellos discípulos estaban cumpliendo con la ley de la hospitalidad que podemos decir estaban ya cumpliendo con el mandamiento del amor que Jesús les había enseñado, y comenzaron por acoger a aquel peregrino o caminante para ellos hasta entonces desconocido. Y se encontraron con Jesús. Cuando sepamos acoger a los otros, sea quien sea, sabemos que vamos a acoger a Jesús, lo que le hagamos a los otros es a Jesús a quien se lo estamos haciendo. ‘Era peregrino y me acogísteis’.

Y lo reconocieron al partir el pan, como tenemos nosotros que reconocerlo ahora presente entre nosotros al partir el pan, al celebrar la Fracción del Pan, al celebrar la Eucaristía. Aquí está también con nosotros Jesús. Pongamos toda nuestra fe en El y alimentemos nuestra fe y nuestra vida con su gracia, con el Pan de Vida que quiere darnos, con la Eucaristía de su Cuerpo y Sangre verdadero con que quiere alimentarnos.

martes, 26 de abril de 2011

Aprendamos a escuchar la voz del Señor para que se disipen nuestras oscuridades

Hechos, 2, 36-41;

Sal. 32;

Jn. 20, 11-18


El episodio que escuchamos hoy en el evangelio de Juan es continuación literal del escuchado el pasado domingo. María Magdalena se había encontrado el sepulcro vacío, había corrido a contarlo a los discípulos que habían venido a comprobarlo, pero como se nos decía entonces, al ver las vendas por el suelo y el sudario doblado en sitio aparte, habían creído. Como nos decía el evangelista ‘hasta entonces no habían entendido lo que decían las Escrituras que había de resucitar de entre los muertos’.
Pedro y Juan marchan, pero María Magdalena se queda llorosa a la entrada del sepulcro. Insiste, podiamos decir, en su angustia, de manera que no reconoce a Jesús que llega junto a ella. Las lágrimas enturbiaban sus ojos, pero no sólo sus ojos sino su espíritu. Nos pasa muchas veces que nos encerramos en nuestro dolor y no somos capaces de ver nada más. Nos encerramos en nuestro dolor y todo se nos vuelve oscuro.
De tantas maneras nos sucede eso en la vida. Los problemas, la enfermedad, las limitaciones, los contratiempos que nos van apareciendo todo se nos vuelve un mundo oscuro que cae sobre nosotros y hasta nos parece que nosotros somos los únicos que tenemos esos problemas y que nadie sufre tanto como nosotros. Y cuando estamos así nos hundimos y no encontramos un resquicio de luz, de claridad. Y hasta aquellas cosas buenas que en otro momento nos habían servido para alentarnos en nuestros trabajos o luchas o que incluso nos pudieron servir para nosotros ayudar a los demás, ahora parece que no nos valen para nosotros.
¿Cómo es que María Magdalena no reconoció a Jesús? Si, podíamos decir, que hasta por el olor podría reconocerlo. Ella que tanto lo amaba, que había llorado a sus pies sus pecados de los que el Señor le había liberado por su amor; ella que en su fidelidad lo había seguido incluso hasta el pie de la cruz. Pero la cruz le había vuelto la vida quizá oscura y por eso sus ojos ahora estaban nublados.
‘Mujer, ¿Por qué lloras? ¿a quién buscas?’, si el que estás buscando está aquí a tu lado y te viene a traer la luz. Abre los ojos. Pero ella seguía encerrada en su dolor y en su deseo de encontrar a Jesús de manera que ahora no era ni capaz de verlo. Lo toma por el hortelano. ‘Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré’.
Jesús la llama por su nombre. ‘¡María!’, le dice. Será entonces cuando sus ojos se abrirán y lo reconoce. Se tira a sus pies. Ha encontrado la luz. ¡Cómo sería la forma de llamarla Jesús! ¡Cómo sonaría en su corazón!
Escuchemos cómo el Señor nos llama también por nuestro nombre. Dejemos que su voz llegue a nuestro corazón también. Una voz llena de amor. Una voz que nos llena de paz. Una voz que será siempre una invitación a ver la luz porque nos encontramos con la misericordia del Señor. Si escuchamos su voz también se nos disiparán muchas oscuridades y tinieblas, aprenderemos a salirnos más de nosotros mismos para saber encontrarnos mejor con los demás.
Es que además, como hemos ido viendo continuamente en el evangelio y vemos también que es como el mandato de Cristo resucitado, desde Jesús siempre tenemos que ir a los demás. Vemos cómo Jesús le dice a Magdalena que vaya a llevarle ese anuncio a los hermanos, al resto de los discípulos. ‘Y María Magdalena fue y anunció a los discípulos: He visto al Señor y ha dicho esto’. Es el anuncio que hemos de hacer también. Hemos visto al Señor. Que esa sea la experiencia grande que vivamos en estos días de Pascua.

lunes, 25 de abril de 2011

Seguimos diciendo éste el día en que actuó el Señor

Seguimos diciendo éste el día en que actuó el Señor

Hechos, 2, 14.22-32; Sal.15; Mt. 28, 8-15

Seguimos diciendo ‘éste el día en que actuó el Señor…’ Seguimos sintiendo la alegría y el gozo de la resurrección del Señor. Seguimos viviendo el hoy de la resurrección del Señor, el hoy de nuestra salvación. Toda esta semana de la octava de Pascua es como un día grande que se prolonga a lo largo de los ocho días como si fuera uno sólo que seguimos viviendo con la misma solemnidad y alegría. Decimos hoy también ‘éste es el día en que actuó el Señor’.

Durante toda esta semana iremos contemplando en el evangelio diversos momentos en torno a la resurreción de Jesús. Porque seguimos meditándolo, rumiándolo hondamente en nuestro corazón. Seguimos afirmando nuestra fe en Cristo resucitado. Y eso tanto en el texto de los Hechos de los Apóstoles, que además será la primera lectura de todo nuestro tiempo de pascua, como en los textos del evangelio que se nos proclaman.

Es importante para afirmar la resurrección de Jesús la primera escena del evangelio en el encuentro con el Señor resucitado de las mujeres que fueron al sepulcro, como ya escuchábamos en la noche de la vigilia pascual. Pero importante para esa misma afirmación es la segunda parte del evangelio con el engaño y soborno que pretendían con que los guardias dijeran que mientras ellos estaban durmiendo los discípulos se habían robado el cuerpo de Jesús. Un hecho que se vuelve contra ellos, porque en cierto modo es una afirmación y reconocimiento del hecho de la resurrección, del que los guardias son los primeros testigos. Repito, todo nos viene a reafirmar en nuestra fe en el Señor resucitado.

Como escuchábamos, ‘mientras las mujeres se marchaban a toda prisa, impresionadas y llenas de alegría’ por lo que los ángeles les habían anunciado, para ‘anunciarselo a los discípulos’, Jesús les sale al encuentro. ‘Alegraos… no tengáis miedo’. Nos dice el evangelista que ‘ellas se acercaron, se postraron ante El y le abrazaron los pies’. Sorpresa, alegría, se encontraban con Jesús. Era un reafirmar lo que los ángeles les habían anunciado. Allí estaba Jesús.

Y está ahora el envío de Jesús: ‘Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán’. En Mateo, en la brevedad con que trata el hecho de la resurrección, la aparición de Cristo resucitado a los discípulos se desarrolla en Galilea. Los otros evangelistas, sobre todo Lucas y Juan, nos hablan más de las apariciones de Jesús en Jerusalén.

Pero sea una cosa u otra hay algo que podemos destacar. El encuentro con Cristo resucitado entraña siempre una misión. El encuentro con el Señor que nos llena de vida, de alegría, que nos hace crecer en nuestra fe, nos impulsa siempre al encuentro con los demás, al anuncio que de Jesús tenemos que hacer siempre a los demás. Quien cree en Jesús se hace misionero, anunciador del evangelio. Quien cree en Jesús ese regalo grande que ha recibido de Dios que es su fe ha de compartirlo con los demás. Nos sentiremos siempre enviados.

En este sentido, aunque sea brevemente, hagamos referencia al discurso de Pedro, en el mismo día de Pentecostés. Han recibido el Espíritu del Señor e inmediatamente salen a anunciar a Jesús a los demás. Aunque pudiera parecer atrevimiento el hablar con la claridad que hace Pedro ante unas personas que cincuenta días antes han crucificado al Maestro. Ese Jesús a quien vosotros matásteis colgándolo de un madero, Dios lo resucito rompiendo las ataduras de la muerte. Y es que el que cree en Jesús tiene que ser siempre valiente para dar testimonio del Señor, de su fe en todo momento y ante todos.

Que el Señor nos haga crecer y madurar en nuestra fe de esa manera y nos dé esa valentía para anunciarlo.

domingo, 24 de abril de 2011

¡Resucitó de veras, mi amor y mi esperanza!’


¡Resucitó de veras, mi amor y mi esperanza!’

Hechos, 10, 34.37-43; Sal. 117; Col. 3, 1-4; Jn. 20, 1-9

‘¿Qué has visto de camino, María, en la mañana? A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras, mi amor y mi esperanza!’

Así cantamos, nos preguntamos y proclamamos con el himno litúrgico de la secuencia de la Eucaristía de esta mañana de Pascua. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! ‘Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo’, repetíamos con el salmo. Celebramos a Cristo resucitado. Proclamamos nuestra fe en Cristo resucitado. Queremos anunciar a todo el mundo que Cristo ha resucitado. No nos cansamos de repetirlo. Estamos llenos de la alegría del Espiritu y nos sentimos renovados y transformados por su gracia.

Esta mañana de Pascua prolongamos los ‘aleluyas’, la alegría que nos embargaba anoche en la Vigilia Pascua cuando cantábamos a Cristo resucitado. Se prolonga esa alegría, se prolonga esa fiesta, no un día ni dos, sino una semana, hasta cincuenta días que dura la Pascua, como tendría que ser la alegría de toda nuestra vida cristiana.

Hemos venido haciendo un camino durante cuarenta días esperando que llegue este momento. Ya casi desde un principio vislumbrábamos la gloria de la resurrección al contemplar a Jesús transfigurado en el Tabor. Un camino de desierto en el que nos dábamos cuenta de todas nuestras contradicciones y toda nuestra desorientación; un camino en el que a los sedientos se nos ofrecía el agua viva para la vida eterna; a los que estábamos en tinieblas se nos anunciaba la luz que sólo en Jesús podíamos encontrar; y para nuestra muerte se nos prometía vida y vida para siempre si poníamos toda nuestra fe en Jesús.

Hoy podemos decir que aquí tenemos esa agua viva, esa luz y esa vida. Tenemos a Jesús resucitado en quien encontramos todo eso y mucho más. El lo es todo para nosotros. Contemplamos su gloria, nos llenamos de su luz y con El queremos sentirnos en verdad resucitados a vida nueva. Cristo ha venido a hacer un mundo nuevo y un hombre nuevo.

En Cristo resucitado encontramos ese verdadero camino, porque El es el camino, la verdad y la vida y ya para nosotros no tiene que haber más desorientación ni contradicción. Y en Cristo resucitado podemos decir que en verdad podemos ser ese hombre nuevo de gracia y de santidad. En Cristo resucitado nos sentimos impulsados con toda la fuerza de su Espíritu a ir realizando ese mundo nuevo, ese hombre nuevo.

Hemos contemplado en el evangelio esa experiencia viva de la fe. Una fe que crecía más y más en los discípulos en la medida en que iban sintiendo que era verdad que Cristo había resucitado. Primero María Magdalena se siente desconcertada cuando encuentra la losa del sepulcro quitada y allí no está el cuerpo de Jesús. Para ella aún era oscuro. Le faltaba la experiencia del encuentro vivo con Cristo resucitado para que ella encontrara la luz y saliera de las tinieblas.

Pero María en su miedo y en sus oscuridades, ella que tanto amaba a Jesús, corre al encuentro de los discípulos. ¿Simplemente va a llevar la noticia? ¿busca algun consuelo o seguridad en aquella primera comunidad? Cómo tendríamos que aprender a buscar la luz, a buscar la verdad de Jesús que a través de la comunidad podemos encontrar. ‘Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han puesto’, es lo único que entonces se le ocurre decir. Más adelante, como nos seguiría contando el evangelio, al encontrarse con Jesús al que confunde con el jardinero todavía seguirá buscando porque ella está dispuesta a todo con tal de encontrarse con Jesús. Así sucederá cuando Jesús la llame por su nombre.

Mientras Pedro y Juan corren al sepulcro. Quieren comprobar lo que María Magdalena les ha contado. Sólo se van a encontrar un sepulcro vacío, ‘las vendas por el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte’. Llega Juan primero, llega Pedro; entra Pedro primero, luego entra Juan; ‘vió y creyó’, dice escuetamente el evangelista. ‘Hasta entonces no habían entendido la Escritura: que El había de resucitar de entre los muertos’. Era lo que Jesús tantas veces habían anunciado y no habían entendido ni creído.

‘Vió y creyó’. ¿Qué vamos a buscar en el sepulcro? ¿El cuerpo de un crucificado muerto y derrotado? Vamos a comprobar que allí no está porque ha resucitado. ‘No busquéis entre los muertos al que vive. Ha resucitado.

Nos vamos a encontrar al Señor que es nuestra vida, que es nuestra luz, que es nuestro camino, que es nuestra verdad. Vamos a encontrarnos con el Señor vencedor de la muerte y del pecado. Ya allá en lo alto de la cruz, desde nuestra fe, no veíamos una derrota sino una victoria. Sabíamos en verdad que era el Señor. Como el centurión también nosotros queríamos decir que ‘en verdad este hombre era el Hijo de Dios’. Pero ahora lo podemos proclamar con mayor rotundidad y certeza. ‘Al Jesús que mataron colgándolo de un madero, Dios lo resucitó al tercer día’, como decía Pedro en lo que hemos escuchado en los Hechos de los Apóstoles. ‘Y los que creen en El reciben por nombre el perdón de los pecados’.

De ahí nuestra alegría y nuestros cantos. De ahí el entusiasmo de nuestra fe. De ahí toda esa vida nueva que sentimos en lo hondo del corazón y que queremos contagiar a los demás. ¿Cómo no alegrarnos cuando sentimos ese perdón de Dios en nuestra vida, cuando sentimos la gracia de su salvación en nosotros?

Porque además esa alegría, y esa fe, y ese amor nuevo que sentimos en nuestro corazón no nos lo podemos guardar para nosotros mismos. Nos tenemos que convertir en anunciadores de evangelio, en trasmisores de alegría de la verdadera. Tenemos que contagiar de nuestra fe a nuestro mundo. Tenemos que llevar la luz de Cristo resucitado que disipe tantas tinieblas. Tenemos que, en nombre de Cristo, resucitado hacer ese mundo nuevo.

¡Aleluya!, que Cristo ha resucitado. Resucitemos con El.