Hechos, 4, 13-21;
Sal. 117;
Mc. 16, 9-15
Durante toda la octava de pascua la liturgia insiste en presentarnos una y otra vez los relatos de las manifestaciones de Cristo resucitado a los discípulos también con sus dudas y su alegría. Pudiera a alguien parecer excesiva esa insistencia pero creo que no debemos de cansarnos de celebrar la Pascua y de cantar a Cristo resucitado. Aquí está el centro de nuestra fe y verdadero motor de nuestra vida cristiana.
Hoy, sábado, escuchamos el relato de Marcos que es el más breve y escueto sobre la resurrección del Señor porque de alguna forma simplemente hace como un resumen de las diversas apariciones de Cristo resucitado.
Nos dice cómo se aparece a María Magdalena y cuando viene a contarlo a los discípulos ‘que estaban tristes y llorando’, no la creen. Lo mismo a los dos discípulos que marchaban a Emaús que cuando vienen a contar lo que les había pasado, tampoco los creen. Finalmente será Jesús mismo el que se les manifieste cuando están todos reunidos ‘y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón porque no habían creído a los que le habían visto resucitado’. Y a ellos también les confía la misión de ir al mundo a llevar esa Buena Noticia, ese evangelio. ‘Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda la creación’.
Predicar, anunciar la Buena Noticia es la misión que a nosotros también Jesús nos confía, aunque nos encontremos un mundo que no quiera creer. Pero es el anuncio que tenemos que hacer. No anunciamos simplemente a un lider que hizo cosas buenas y nos enseña a hacer también lo mismo. Es algo más nuestra fe en Jesús.
‘Es el Señor’, nuestro Salvador y el Hijo de Dios. Es el Señor que vive, que ha resucitado que ha vencido a la muerte y ha vencido el mal. Es el evangelio que tenemos que anunciar, pero no siempre todos están dispuestos a escucharnos. No todos están dispuestos de igual manera a aceptar la resurrección de Jesús, conmo nuestra propia resurrección y la vida eterna desde la fe que tenemos en Jesús. Quizá haya muchos también que no les guste que le hagamos ese anuncio, que le hablemos de esa trascendencia de la vida, que les hablemos de cielo y de vida eterna. Viven, o vivimos nosotros también, tan enfrascados en lo humano y lo terreno que perdemos esa perspectiva espiritual y en la práctica negamos tantas cosas esenciales de nuestra fe.
Hoy hemos escuchado en los Hechos de los Apóstoles que ‘los sumos sacerdotes, ancianos y escribas llamaron a los apóstoles y les prohibieron en absoluto predicar y enseñar en nombre de Jesús’. ¿Qué es lo que los Apóstoles habían enseñado y habían hecho? Anunciar que en nombre de Jesús que había resucitado de entre los muertos se había curado aquel paralítico, se había realizado aquel milagro. Y ese era el anuncio que no querían que se hiciera aunque no les quedara más remedio que aceptar el milagro que se había hecho. Entre ellos estaban los saduceos que niegan la resurrección, y claro no podían permitir que se hablara de Jesús resucitado de entre los muertos.
Pero ya escuchamos la respuesta de los Apóstoles. ‘¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a El? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído’. Eran testigos de la resurrección del Señor y eso no lo podían callar. Era el anuncio que Jesús les había encomendado, la Buena Noticia que tenían que anunciar, el Evangelio que tenían que predicar.
Que el Señor nos dé a nosotros también esa fortaleza y esa valentía para anunciar el nombre de Jesús. Que sintamos la fuerza de su Espíritu en nosotros. Que nunca endurezcamos nuestro corazón ni cerremos los ojos para no ver y creer en Cristo resucitado. Que no se nos debilite nunca nuestra fe. Que vivamos con todo compromiso nuestra fe. Que llenemos de esa trascendencia nuestra vida. Que nos centremos en todo momento en Cristo muerto y resucitado, que impregnemos nuestra vida de Pascua.