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jueves, 28 de abril de 2011

Una experiencia de fe en el encuentro con Cristo resucitado que nos fortalece y llena de vida

Hechos, 3, 11-26;

Sal. 8;

Lc. 24, 35-48

En aquel primer día de la semana diferentes sentimientos y estados de ánimo se iban sucediendo en el espíritu de los discípulos de Jesús. Desaliento, dudas, miedo, incredulidad, sorpresa, alegría eran algunos de esos sentimientos que afloraban. No terminaban de creer, el sepulcro lo habían encontrado vacío las mujeres, les hablaban de apariciones de ángeles, todo les parecían sueños y visiones calenturientas, apesadumbrados algunos se marchaban lejos, pero surgía la sorpresa porque era verdad que había resucitado el Señor y se llenaban de alegría inmensa.

Ya podían contar que se le había aparecido a Simón, los que se habían marchado lejos a Emaús venían contando lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Y cuando estaban contándose mutuamente estas experiencias, sin que nadie abriera las puertas ‘se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: Paz a vosotros’.

Todavía queda temor y miedo por la sorpresa creyendo ver un fantasma, pero allí está Jesús que quiere convencerles y les muestras sus manos y sus pies. ‘Soy yo en persona’. No puede ser un fantasma. Cristo quiere incluso que le toquen y palpen para que se convenzan. Incluso les pide de comer. ‘Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de ellos’.

Una vez más Jesús comienza a explicarles las Escrituras. Como había hecho con los discípulos que marchaban a Emaús. ‘Todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse’. Y ahora les recuerda lo que tantas veces había anunciado en su subida a Jerusalén y a ellos tanto les costaba entender. Pero ahora ya ellos son testigos, tienen que ser testigos que anuncien esa Buena Noticia. ‘Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muerto al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén’. Ellos son testigos de todo lo sucedido y ese testimonio han de darlo por todas partes.

Es el testimonio que escuchamos dar a Pedro en los Hechos de los Apóstoles tras la curación del paralítico de la puerta del templo. En el nombre de Jesús ha sido curado aquel hombre. Los apóstoles dan testimonio ante todo el pueblo que se congrega alrededor al escuchar la noticia. ‘Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos’, dice Pedro; ‘como éste que veis aquí y conocéis, ha creido en su nombre, su nombre le ha dado vigor; su fe le ha restituido completamente la salud a la vista de todos’.

Seguimos nosotros disfrutando del gozo y la alegría por la resurrección del Señor. Todo esto que contemplamos en el evangelio nos llena de essa alegría y de ese gozo. Seguimos cantando y celebrando a Cristo resucitado. Seguimos proclamando nuestra fe, alimentándola en la Palabra del Señor que vamos escuchando con fervor y apertura de espíritu cada día. Queremos llenarnos de los mejores sentimientos y estados de ánimo para desterrar de nosotros las dudas y vacilaciones, los miedos y las cobardías. Es algo que desde la fe tenemos que sentir hondo en nosotros. Es una experiencia hermosa de fe la que tenemos que seguir viviendo en estos días.

No somos espectadores sino testigos. No nos contentamos con lo que otros nos cuenten, aunque su testimonio también nos enriquezca, sino que queremos tener nosotros esa experiencia viva de Cristo resucitado. Es la fe que nos llega desde la trasmisión de los apóstoles y desde la experiencia y vida de la Iglesia. Pero es la fe que hacemos nuestra porque todo eso lo sentimos en nosotros, lo hemos de vivir desde lo más hondo de nosotros mismos. Nos sentiremos así fortalecidos, animados para seguir dando testimonio cada día de nuestra fe y nuestro amor, para amar cada día más dejándonos inundar del amor de Dios y queriendo inundar con ese mismo amor a los demás.

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