Tenemos
que aprender no solo a oír sino a escuchar con toda la apertura del corazón la
novedad de la Buena Noticia que tiene que ser el evangelio de Jesús para
nosotros
Hechos de los apóstoles 9, 31-42; Sal 115;
Juan 6, 60-69
Nos sucede en
muchas ocasiones; estamos oyendo algo pero no nos estamos enterando, no estamos
escuchando; entretenidos en nuestras ocupaciones tenemos la radio o la
televisión encendida, pero nosotros estamos a lo nuestro; oímos que hablan de
noticias, de cosas que suceden, pero no estamos prestando atención; luego
quizás recordamos que hablaron de un tema importante, de algo que había
sucedido, y por algunos retazos de lo que escuchamos damos nuestra opinión
muchas veces bien diversa de lo que allí se había notificado. Luego podremos opinar
no sé cuantas cosas, pero que son bien lejanas de lo que ha sido la realidad.
He puesto ese
ejemplo como muy elemental, pero mas gravemente nos sucede en nuestras
conversaciones con los demás y en nuestras discusiones; ya tenemos una idea
preconcebida de lo que pensamos que nos iban a decir y no escuchamos sus
argumentos, su explicación y nosotros hacemos nuestras interpretaciones; un
diálogo de sordos, porque mutuamente no nos estamos escuchando aunque hagamos
nuestras réplicas.
Pero ¿y no
nos sucederá algo así cuando escuchamos la Palabra de Dios? Cuando comenzamos a
leer un texto de la Biblia o en una celebración se nos hace la proclamación de
la Palabra de Dios, tan pronto comenzamos a leer o a escuchar el relato, ya nos
lo damos por sabido, tenemos nuestras conclusiones o nuestros prejuicios, pero
realmente no estamos prestando atención a lo que en aquel momento se nos está
proclamando; así deja de ser tantas veces verdadera buena noticia el evangelio
para nosotros. Y hacemos nuestras interpretaciones, damos nuestros juicios,
manifestamos que nos gusta o no o que estamos en desacuerdo, pero, ¿habremos
escuchado de verdad?
Es lo que hoy
escuchamos en el relato del evangelio conclusión de todo lo que hemos venido
escuchando durante la semana, aquellas palabras de Jesús en la Sinagoga de Cafarnaún
donde nos anuncia el Pan de vida, su Cuerpo que es vida y alimento para
nosotros. Se queda aquella gente en algunas palabras, que quizá pudieran ser
más llamativas y abandonan a Jesús quejándose de que aquella doctrina es dura y
no se puede aceptar. No habían terminado de entender lo que significaba aquello
que Jesús les decía de comerle para tener vida para siempre.
‘Desde
entonces, nos dice el evangelista, muchos discípulos suyos se echaron atrás y
no volvieron a ir con él’. Discípulos que hasta entonces habían seguido a Jesús, le habían
seguido hasta el desierto, pero que ahora, podríamos decir, dejaban de serlo.
Nos recuerda, tantos cristianos que así se llamaban y hasta los veíamos
entusiasmados en nuestras iglesias y en muchas de las cosas de la religión,
pero que de la noche a la mañana no quieren saber nada y se marchan, ya dicen
que la Iglesia no les gusta, que la religión no les convence, que eso de ser
cristiano ellos lo viven a su manera y que no necesitan de la Iglesia. Da mucho
que pensar.
Y Jesús se
vuelve a los discípulos más cercanos, a aquellos que había escogido de manera
especial y los llamaba apóstoles y les pregunta que si también quieren
irse. Una pregunta inesperada, una
pregunta que nos deja en silencio sin saber qué responder, una pregunta que nos
cuestiona por dentro en si de verdad creemos o no creemos en Jesús, una
pregunta ante la que hay que decantarse, no nos podemos quedar como si no la
hubiéramos escuchado. ‘¿También vosotros queréis marcharos?’
Allí nos
sale Pedro como siempre para resolver esas cuestiones inesperadas, como allá en
Cesarea de Felipe cuando Jesús pregunta qué es lo que piensan de El. Ahora
también será Pedro el que se adelante para hacer una afirmación que podría
incluso sobrepasar todo el amor por Jesús que lleva en su corazón. ‘Señor,
¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y
sabemos que tú eres el Santo de Dios’.
Quedémonos en esas Palabras de Pedro y veamos si nosotros podemos firmar también esa confesión. Pero hagámoslo con sinceridad. Veamos si realmente nosotros solo oímos o también escuchamos la Palabra de Jesús porque vamos a ella sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, con apertura de corazón a la novedad que es esa Buena Noticia del Evangelio.