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sábado, 14 de noviembre de 2015

La oración es un gozarnos de la presencia y amorosa de Dios que nos dará siempre lo que le pidamos con constancia y humildad

La oración es un gozarnos de la presencia y amorosa de Dios que nos dará siempre lo que le pidamos con constancia y humildad

Sabiduría 18,14-16; 19, 6-9; Sal 104; Lucas 18,1-8

Hay algo que muchas veces nos sucede o  nos puede suceder; cuando queremos conseguir algo, una meta que nos propongamos, un trabajo costoso que tengamos que realizar, unos deseos que queremos alcanzar, si no lo conseguimos tan pronto como nosotros los desearíamos tenemos el peligro de cansarnos, de ir quizá aflojando la intensidad con que lo buscamos y que al final tiremos la toalla vencidos porque no lo conseguimos. Es el peligro de la inconstancia, de la falta de perseverancia. Y esto nos sucede, como comprendemos en muchos aspectos de la vida.
Y nos sucede en nuestra vida religiosa de relación con el Señor en nuestra oración; y nos sucede cuando queremos vivir un compromiso en nuestra vida cristiana y quizá queremos trabajar por los demás. Como decía, nos sucede en muchos aspectos de nuestra vida.
El evangelio que hoy escuchamos parece centrarnos de manera especial en el tema de nuestra oración al Señor, pero, como digo, nos puede valer para muchos aspectos de nuestra vida y de nuestro compromiso cristiano. Por eso comienza a decirnos ‘Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola’.Ya la conocemos, la viuda que acude al juez en busca de justicia pero que este no le hace caso; solo la insistencia de aquella pobre mujer hará que al final el juez acceda a hacerle justicia, aunque solo fuera por quitársela de encima.
Orar siempre sin desanimarnos, nos invita Jesús. Y no nos podemos desanimar porque sabemos que a quien acudimos es a un Padre bueno que nos ama. Sin embargo muchas veces desconfiamos; desconfiamos incluso ya desde que comenzamos nuestra oración porque hasta quizá tenemos la tentación de pensar que no vamos a ser escuchados. Dios siempre nos escucha; Dios siempre nos concederá lo mejor; Dios siempre será más generoso de lo que nosotros pensamos y la riqueza de su gracia supera todo lo que nosotros podamos imaginar. Pero hemos de saber acudir con fe, con confianza, con esperanza cierta, con la seguridad de que estamos siempre encontrándonos con el amor de Dios.
Podremos sentirnos probados quizá; pero en esa constancia de nuestra oración nos iremos purificando, iremos purificando aquellas intenciones o aquello que le pedimos al Señor. Dios nos dará siempre lo mejor. Además pensemos siempre que nuestra oración no es ir a despachar con Dios como quien va a una oficina a resolver unos papeles y que al final saldrán bien rellenados. Pensemos que nuestra oración la hemos de vivir en la intimidad de un encuentro vivo con el Señor, dejándonos inundar de su presencia, dejándonos inundar de su amor.
Tenemos el peligro de ir a pedir cosas al Señor pero no gozarnos de su presencia; estamos en la presencia del Señor pero no lo disfrutamos; estamos en la presencia del Señor y preocupados de nuestros intereses no abrimos nuestro corazón a su presencia, a su Palabra, a aquello que el Señor quiere también trasmitirnos. La oración no es un monólogo, la oración es un diálogo de amor. Aprendamos a disfrutar de nuestra oración porque aprendamos a disfrutar de la presencia amorosa de Dios.
Cuanto podemos reflexionar sobre este sentido hermoso de nuestra oración. Cuanto tenemos que aprender de los santos, como nuestra santa Teresa de Ávila que nos decía que la oración era tratar de las cosas del amor con Aquel que sabemos que nos ama.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Nos interrogamos, nos preguntamos, buscamos en el evangelio esa luz que nos haga encontrar el sentido de Cristo en cuanto nos sucede

Nos interrogamos, nos preguntamos, buscamos en el evangelio esa luz que nos haga encontrar el sentido de Cristo en cuanto nos sucede

Sabiduría13, 1-9; Sal 18; Lucas 17,26-37

En la vida nos sucede que aunque la tengamos muy organizada y programada en todo lo que tenemos que hacer o incluso tengamos previsto, sin embargo nos aparecen muchas cosas o acontecimientos que no los preveíamos y que de alguna manera nos van como trastocando nuestra programación. Será la llegada de alguien que no esperábamos, un accidente que nos sobreviene a nosotros o a las personas de nuestro entorno, una enfermedad que nos aparece cuando nos parecía que estábamos lo mejor de la salud y así muchas cosas. ¿Estamos preparados para esas cosas que nos aparecen así de improviso? ¿Cómo reaccionamos o cómo nos preparamos aunque sea remotamente para esos imprevistos?
Es necesaria, sí, una cierta madurez en la persona para reaccionar con serenidad y afrontar lo que nos acontece en ese día a día de nuestra vida. Pero también en esas cosas podemos encontrar lecciones o llamadas para nuestra vida para que aprendamos a valorar lo que verdaderamente es lo principal y más fundamental. Y como creyentes que somos hemos de tener una mirada más amplia y más profunda para saber descubrir también esos acontecimientos la llamada del Señor, la voz de Dios que quiere hablarnos allá en lo más intimo de nuestro corazón previniéndonos de peligros, haciéndonos llegar su protección y su gracia y ayudándonos a tomar una senda recta en nuestro camino.
Permitidme que os diga que es la lectura e interpretación que estoy haciendo de la Palabra de Dios que hoy se nos proclama en la liturgia. Pareciera que nos está hablando Jesús de los tiempos finales de nuestra existencia o de nuestro mundo; también lo hemos de ver desde ese punto de vista para estar prevenidos para ese momento final y que en verdad el Señor nos encuentre preparados para poder gozar de su gloria.
Pero yo quiero ver ahí también como una advertencia que el Señor nos hace para ese día a día de nuestra vida. Para que en esos acontecimientos que nos suceden seamos capaces de escuchar su voz, su llamada. Para que en todo momento los vivamos, como decíamos, con madurez y con serenidad, pero también para que aprendamos a tener la visión de la fe en aquello que hacemos o que nos sucede y nunca realicemos nada que vaya contra ese sentido cristiano.
El evangelio es esa luz que nos guía cada día, que nos ilumina para que sepamos vivir siempre desde ese sentido de Cristo. En nuestros afanes que nos pueden encerrar en nosotros mismos o en nuestros intereses, o en las influencias que recibimos de nuestro entorno no siempre impregnado del sentido cristiano podemos tener el peligro de dejarnos arrastrar por la corriente y perder ese pie de nuestra fe, ese sentido que Cristo le quiere dar a todo lo que es nuestra vida. Por eso hemos de estar atentos, vigilantes para que sea en verdad la luz del evangelio la que nos ilumine y nos guíe en nuestros pasos.
Por eso siempre nos interrogamos, nos preguntamos, buscamos en el evangelio en cada momento ese sentido de Cristo que vendrá a darle una mayor plenitud a nuestra vida, una profundidad más grande a todo lo que hagamos porque además todo lo llenaremos de trascendencia que nos abre a la vida eterna.

jueves, 12 de noviembre de 2015

No busquemos el Reino de Dios aquí o allá, ni sólo en los milagros o cosas extraordinarias o espectaculares sino dentro de nosotros mismos

No busquemos el Reino de Dios aquí o allá, ni sólo en los milagros o cosas extraordinarias o espectaculares sino dentro de nosotros mismos

Sabiduría 7, 22 – 8,1; Sal 118; Lucas 17, 20-25
Nos gustan las cosas espectaculares o maravillosas; nos sentimos sobrecogidos por las cosas extraordinarias y en el fondo las buscamos; en cierto modo, podríamos decir, nos gusta el espectáculo, lo espectacular. Desde sentirnos sobrecogidos ya sea por un amanecer o una puesta de sol maravillosa y espectacular por los colores del cielo mientras aparece o desaparece el sol en el horizonte, o ya sean esas maravillas que nos pueda ofrecer la naturaleza en medio de una espectacular tormenta, o desde cosas extraordinarias que nos puedan suceder en la vida que no sabemos por qué se producen y que nos llaman la atención aunque a veces sintamos como un cierto temor en nuestro interior ante la incertidumbre de lo que sucede.
Y eso nos sucede también en el ámbito de lo religioso. Cómo fácilmente la gente corre hacia aquel lugar donde hayamos tenido noticia de cosas extraordinarias, apariciones, milagros o cosas extrañas que no sabemos descifrar. Quizá desde el sentido de una religiosidad natural de lo más elemental nuestra relación con la divinidad la mantenemos solo desde esas acciones extraordinarias y muchas veces nuestra oración no es sino pedir cosas milagrosas que nos resuelvan los problemas que vamos teniendo cada día en la vida.
Seguimos acudiendo allí donde nos dicen que hay una aparición de la Virgen o hay hecho extraordinarios que nos parecen venidos del cielo sin discernir de verdad lo que allí pueda estar sucediendo y quizá toda nuestra religiosidad la fundamentamos en esas cosas con lo que se estará manifestando la pobreza de nuestra vida cristiana. Tendríamos que aprender a buscar algo más hondo que en verdad nos pueda transformar por dentro para sentir una verdadera presencia de Dios en nosotros. Es la búsqueda verdadera que tendríamos que hacer del Reino de Dios.
Es lo que Jesús quiere decirnos hoy en el evangelio y contra las cosas que nos quiere prevenir. Jesús hablaba del Reino de Dios. Había comenzado su predicación pidiendo la conversión del corazón para aceptar el Reino de Dios que estaba cerca. Continuamente Jesús va hablando de ello y nos propone las parábolas para irnos explicando cómo encontrarlo y cómo vivirlo. Pero bien sabemos que en la mentalidad judía de la época unían la llegada del Mesías con la reinstauración del Reino de Israel. Y en eso querían condensar lo que Jesús les proponía.
Es la pregunta que le hacen los fariseos, porque no veían que se realizaban sus sueños ni en lo que a ellos les parecía se estaba cumpliendo lo que Jesús tanto anunciaba. Por eso preguntaban cuando va a llegar el Reino de Dios. Como los mismos discípulos que al final, ya en el camino de la Ascensión, aún le preguntan a Jesús si llegaba ya la hora de la restauración del Reino de Israel porque Jesús se manifestara como Mesías, ya que ellos lo veían resucitado.
Pero ya ahora escuchamos la respuesta de Jesús. ‘El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros’. El Reino de Dios no es como ellos esperaban. Si hubieran escuchado con el corazón abierto las palabras de Jesús a lo largo de todo el Evangelio lo podrían comprender. No hay que buscar cosas espectaculares. No le podemos dar ese sentido político. No es una guerra que tengamos que hacer contra los otros para alcanzar nosotros la libertad. Es una semilla interior que nos transformará por dentro; como la pequeña semilla que se entierra y se transforma en una nueva planta, en una nueva vida, así tiene que suceder en nosotros, dentro de nuestro corazón.
No busquemos aquí o allá, no vayamos solo en búsqueda de milagros o cosas extraordinarias o espectaculares, sino que hagamos el milagro de la transformación de nuestra vida haciendo que en verdad Dios sea el único Señor de nuestra vida. Esa es la transformación del Reino de Dios, porque cuando Dios es el único Señor de nuestra vida nuestras actitudes y nuestras posturas cambiarán, nuestra manera de actuar será distinta, la mirada que tengamos hacia los que nos rodean será otra, comenzaremos a ser hermanos de verdad, que nos amamos, que vivimos unidos y en comunión y una nueva paz comenzará a florecer en nuestro mundo.
Será autentica nuestra religión y nuestra relación con Dios, porque le miraremos y sentiremos como el Padre que nos ama y está siempre junto a nosotros. Vivamos en lo más hondo de nosotros mismos el Reino de Dios anunciado por Jesús.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Las huellas de amor que dejamos en los demás sean signo de nuestro reconocimiento y gratitud por la obra de Dios en nosotros

Las huellas de amor que dejamos en los demás sean signo de nuestro reconocimiento y gratitud por la obra de Dios en nosotros

Sabiduría 6,2-12; Sal 81; Lucas 17,11-19
¿Cuál es la huella que nosotros dejamos a nuestro paso en el camino de la vida? Y bien entendemos que no nos estamos refiriendo a la huella en el polvo del camino. Con frecuencia oímos decir refiriéndose a alguien ‘era una persona buena, una persona de gran corazón…’ y así tenemos la referencia de esas personas a nuestro lado que quizá no hayan destacado por ninguna cosa especial, pero dejaron la huella de que eran personas buenas, personas generosas y serviciales. Todos habremos conocido personas así en nuestro entorno que a su paso por la vida van dejando en nosotros el perfume de su bondad.
Cuando Pedro en uno de sus discursos al principio de los Hechos de los Apóstoles quiere hacer como un resumen de lo que fue la vida de Jesús dirá que ‘pasó haciendo el bien’. Ahí se manifestaba en cada paso de Jesús la bondad y la humildad de su corazón. Ahí le vemos en el evangelio cercano de los pobres y de los humildes, acogiendo a pecadores e incluso comiendo con ellos aunque eso le llevara criticas de los de siempre, curando a los enfermos de sus enfermedades y dolencias de todo tipo. No solo deja que se acerquen a El sino que El mismo se acercará y buscará al enfermo, al pecador, al pequeño y al marginado que quizá nada cuenta pero que Jesús siempre tendrá en cuenta.
Hoy en el evangelio vemos que va camino de Jerusalén y se encuentra en las fronteras entre Galilea y Samaría. Allá en esos lugares descampados suelen estar abandonados a su suerte muchos enfermos, sobre todo los leprosos a los que se consideraba especialmente impuros. Es precisamente un grupo de leprosos el que se acerca a Jesús, aunque se quedan a distancia para no contravenir las normas y reglas judías. Desde allá gritan, porque saben bien quien es el que va al frente de aquella comitiva que se dirige a Jerusalén, pidiéndole a Jesús que tenga compasión de ellos. Conocen su misericordia y compasión porque hasta ellos llegarían noticias de Jesús. Tienen la certeza, la confianza de que Jesús les va a escuchar.
‘Jesús, maestro, ten compasión de nosotros’. Podía ser un grito para mover a compasión en sus necesidades y soledades y ser una forma más de pedir una limosna con la que mitigar sus necesidades. Pero la súplica es más honda, porque bien saben de los signos y milagros que realiza Jesús. Y El los envía para que cumpliendo con las normas establecidas puedan reintegrarse en la familia y en la comunidad. ‘Id a presentaros a los sacerdotes’. Y ellos se dieron cuenta mientras iban de camino con el gozo en el alma de que estaban curados. Se había manifestado la compasión y la misericordia del Señor.
Pero a la manifestación de la misericordia del Señor sobre nosotros ha de corresponder nuestro reconocimiento y gratitud. Algo que algunas veces olvidamos. Nos sentimos muy felices con los dones que recibimos pero no sabemos hacer nuestro reconocimiento y manifestar nuestra gratitud. ‘Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús dándole gracias’.
Se hará palpable la queja de Jesús. ‘¿No eran diez los curados? Los otros nueve, ¿dónde están?... vete, tu fe te ha salvado’.
Muchas preguntas, muchas consecuencias para nuestra vida. Lo primero la pregunta que nos hacíamos al comienzo de la reflexión. ¿Cuál es la huella que nosotros dejamos a nuestro paso en el camino de la vida? Que sean huellas de amor, de humildad, de generosidad, de una vida auténtica. Pero también nos preguntamos ¿somos agradecidos con los dones que el Señor va derramando en nuestra vida? ¿Somos agradecidos también por lo que recibimos de los demás signos que son también del amor de Dios?

martes, 10 de noviembre de 2015

En una cosa hemos de ser los primeros, en nuestra disponibilidad para servir y ayudar en todo momento a quien lo necesite

En una cosa hemos de ser los primeros, en nuestra disponibilidad para servir y ayudar en todo momento a quien lo necesite

Sabiduría 2,23-3,9; Sal 33; Lucas 17,7-10

Alguna vez ese pensamiento se nos ha pasado por la cabeza o le hemos escuchado ese comentario a alguien. Estamos implicados en una tarea que nos afecta a todos y pareciera que todos deberían estar colaborando para que todo salga adelante, pero parece que es a uno al que le toca estar en todo, ser el que siempre toma la iniciativa, el que se pone a arreglar las cosas o solucionar los problemas, el que tiene que resolverlo todo. ¿Es que tengo que ser yo el que tenga que resolverlo todo?, quizá nos preguntamos porque pareciera que no hay nadie más dispuesto a ponerse a servir.
Pero aún así seguimos dispuestos a prestar un servicio a quien sea, a ayudar, a compartir nuestro tiempo y lo que somos por los demás. Y es que para quien está imbuido por el evangelio el servir es vivir; la vida no tiene otro sentido sino el estar en disposición de los demás para lo que haga falta.
Es cierto también que nos cuesta, que nos viene la tentación del desaliento cuando quizá no nos vemos correspondidos o no vemos claramente los frutos en aquellas personas a las que ayudamos. Pero no podemos tirar la toalla, como se suele decir; en nosotros siempre ha de estar esa buena disponibilidad porque además no hacemos las cosas para que nos las agradezcan sino por el gozo del servicio y del bien que le hacemos a los demás.
Es el amor generoso y altruito el que salva al mundo; será con ese amor y con personas dispuestas siempre al servicio como haremos que nuestro mundo sea mejor; tenemos la esperanza de que el amor es como una mancha de aceite que se va extendiendo poco a poco y deseamos que de una vez por todas vaya empapándonos a todos. Es como podemos hacer un mundo mejor; no valen imposiciones ni reglas que nos digan por donde tenemos que ir o lo que podemos o no podemos hacer. Es el amor que se contagia, que empapa los corazones, que nos hará salir de nuestra frialdad e indiferencia; es lo que nos hace mejores y hará mejores a cuantos nos rodean.
Es el mensaje que Jesús quiere dejarnos hoy en el evangelio. Nos habla del servidor de la casa que siempre ha de estar dispuesto para lo que necesite el señor de la casa, porque esa es su obligación y su trabajo. Pero termina diciéndonos Jesús: ‘Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’.
Es la actitud que repetidamente Jesús nos ha enseñado en el evangelio. Nuestra grandeza está en servir, en ser capaces de hacernos los últimos y los servidores de todos. En María, la madre de Jesús tenemos el hermoso testimonio de quien se llamara a si misma la esclava del Señor, pero que tan pronto se enteró que allá en la montaña su prima Isabel esperaba un hijo y necesitaba quien le ayudara en esas circunstancias, corrió presurosa a casa de Zacarías e Isabel siempre dispuesta a servir.
¿Qué somos los únicos que estamos dispuestos a servir y ayudar, porque nadie a nuestro alrededor mueve un dedo? No nos importe, pongamos manos a la obra a lo bueno que tenemos que hacer que bien sabemos que nuestro mundo necesita ser redimido por el amor.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Seamos como cristianos y como Iglesia ese verdadero y santo templo de Dios donde cantemos para siempre la gloria del Señor

Seamos como cristianos y como Iglesia ese verdadero y santo templo de Dios donde cantemos para siempre la gloria del Señor

Ezequiel 47,1-2.8-9.12; Sal 45; 1Corintios 3, 9-11.16-17; Juan 2,13-22

Comencemos diciendo que en este día 9 de noviembre la liturgia de la Iglesia celebra la Dedicación de la Basílica de Letrán en Roma. ¿Por qué es importante esta conmemoración para toda la Iglesia de manera que la liturgia nos la proponga como fiesta especial? La Basílica de san Juan de Letrán es la Catedral de Roma, es en consecuencia la catedral del Papa. Normalmente pensamos que por estar el Papa en san Pedro del Vaticano esa basílica es la catedral del Roma y no es así porque la catedral de Roma es la Basílica de san Juan de Letrán. Es la Iglesia madre de todas las Iglesias como la llamaron los Santos Padres desde antiguo y tiene por eso una especial importancia para toda la cristiandad.
Por otra parte el texto del Evangelio que se nos propone en esta fiesta nos habla de la expulsión por parte de Jesús de los vendedores del templo de Jerusalén.  ‘Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre’, les decía Jesús mientras cogía un azote y expulsaba del templo a vendedores y cambistas. ‘El celo de tu casa me devora’, recordarán los discípulos las palabras de la Escritura.
Y cuando le piden explicaciones de con qué autoridad se atrevía a realizar aquello Jesús les dice ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré’. Y como no entendieran lo que aquello podía significar recordando cuanto tiempo les había costado la ultima restauración del templo, el evangelista nos comenta que ‘él hablaba del templo de su cuerpo’.
Muchas consideraciones nos podemos hacer en nuestra reflexión. Apuntemos algunas. El respeto y la valoración del templo es quizá lo primero que nos surge. ¿Qué son nuestros templos? ¿Para qué levantamos templos? Es el lugar del culto, donde los creyentes nos reunimos para dar culto al Señor cantando su alabanza, escuchando su Palabra, elevando nuestras oraciones, celebrando los sacramentos. Lugar santo, lugar sagrado que merece todo nuestro respeto y veneración que no solo consiste en la suntuosidad con que lo presentemos en la riqueza del arte o de las joyas con que lo adornemos, sino por el hecho en si de ser un lugar sagrado especial que nos ayuda a sentir y vivir la presencia de Dios.
Es lo que tienen que ser siempre nuestros templos; es lo que tenemos que cuidar; será la forma en que nosotros estemos en ello para ayudarnos mutuamente a vivir esa presencia del Señor. ¿Necesitaran una purificación nuestros templos cuando los hacemos excesivamente suntuosos, cuando los dedicamos a muchas cosas que no son el culto del Señor o cuando no nos portamos con el debido respeto al lugar santo que son?
Pensar en el templo y hacerlo en esta fiesta tan esencialmente eclesial como la que hoy celebramos nos hace pensar en la Iglesia, no ya el templo sino la comunidad cristiana. Una invitación primero que nada a vivir en comunión eclesial con el Papa, principalmente en este día en que estamos celebrando la fiesta de su sede. Pero uniéndolo al texto del evangelio que hemos escuchado podemos pensar en la purificación de la Iglesia. La Iglesia también necesita purificarse de muchas cosas que pudieran alejarla de su sentido original. Nos sentimos unidos al Papa en la tarea renovadora que está queriendo realizar en estos momentos en la Iglesia. Nos daría el tema para más amplias consideraciones.
Finalmente recordamos que el evangelista nos decía que hablaba del templo de su cuerpo. Una referencia clara a su resurrección. ‘En tres días lo reedificaré’, decía refiriéndose a la destrucción y reconstrucción del templo. Al tercer día Jesús salió victorioso del sepulcro, resucitó. Pero nos lleva a pensar que Cristo es el verdadero templo de Dios; en Cristo y a través de Cristo nos encontramos con Dios, con su amor, con su salvación; es con Cristo cómo damos verdadera gloria a Dios. Así lo expresamos en la liturgia en el momento culminante de la Eucaristía, en la doxología final de la plegaria eucarística. ‘Por Cristo, con El y en El, a ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria por siempre’.
Y pensamos en el templo de nuestro cuerpo. Somos templos del Espíritu Santo, morada de Dios. ‘El Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él’, nos decía Jesús en el evangelio. Cómo tiene que resplandecer de santidad de nuestra vida si somos conscientes de esa presencia de Dios en nosotros.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Autenticidad y generosidad en el amor y en el compartir para merecer la bienaventuranza del Señor

Autenticidad y generosidad en el amor y en el compartir para merecer la bienaventuranza del Señor

1Reyes 17, 10-16; Sal. 145; Hebreos 9, 24-28; Marcos I2, 38-44
‘Yo aprendí a DAR, no porque tenga mucho, sino porque sé lo que no es tener NADA’. Hace unos días me encontré con este hermoso mensaje en internet y lo he querido traer hoy aquí al comienzo de esta reflexión porque realmente es lo que vemos reflejado en el evangelio y podría llevarnos a hermosos compromisos.
Jesús estaba sentado frente a la puerta de entrada del templo e iba observando a cuantos entraban en él. Por allí andan los maestros de la ley, los fariseos, los que se creían principales con sus amplios ropajes, con sus gestos portentosos, con sus ofrendas bien sonadas en el cepillo del templo para que todos se dieran cuenta de lo generosos que eran. Entran también los pobres, la gente sencilla que no se hace notar y que calladamente van dejando también sus ofrendas. Qué diferencias y qué distancias entre los humildes y sencillos y aquellos que tienen lleno su corazón de orgullo.
‘¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscando los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes, y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Recibirán una sentencia más rigurosa’. Cuanto nos puede estar señalando Jesús con estas palabras sobre nuestras posturas y actitudes en la vida.
Por allí entra una mujer pobre, una viuda que nada tiene y que pasará desapercibida a los ojos de las gentes. Pero Jesús que está siempre cerca de los pequeños y de los humildes se fijará en aquella mujer que deposita en el arca de las ofrendas los dos reales que tenía para vivir. Jesús quiere resaltar aquel gesto que pasaría desapercibido. ‘Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie… ésta que pasa necesidad he echado todo lo que tenía para vivir’.
Merece la bienaventuranza de Jesús. ‘Dichosos los pobres, de ellos es el Reino de los cielos’. Jesús había pedido al joven rico que vendiera todo lo que tenia y diera el dinero a los pobres para tener un tesoro el cielo. Pero tenía mucho y no entendía lo que es desprenderse de todo. ‘Se marchó pesaroso’, había comentado el evangelista en aquella ocasión. Esta mujer no tiene nada, pasa necesidad y todo lo da. ‘Aprendí a dar, no porque tengo mucho, sino porque sé lo que es no tener nada’, como recordábamos al principio.
Iban al templo a dar culto a Dios. Las ofrendas eran un signo de nuestro reconocimiento profundo de que todo nos viene de Dios y para Dios es lo primero y lo mejor. Así estaba el mandamiento de los diezmos y primicias. Pero si para Dios es lo primero y lo mejor, lo primero que tenemos que ofrecer al Señor es nuestro corazón. No son ofrendas externas las que Dios nos pide, aunque nos cueste mucho sacrificio desprendernos de ellas. Ya la ofrenda tiene también ese sentido de sacrificio, algo que sacrificio, que ofrendo al Señor. Pero es nuestro corazón desde lo más hondo de nosotros mismos lo que tenemos que ofrecer al Señor.
Quizá se contentaban con sus limosnas en las que quizá simplemente se desprendían de lo que les sobraba, pero en el fondo de su corazón sus vidas estaban lejos de Dios. Lejos de Dios estamos cuando no hay verdadero amor en nuestro corazón; lejos de Dios estamos cuando no sentimos el sufrimiento de los demás como nuestro también; lejos de Dios estamos cuando nos encerramos en nosotros mismos, en nuestros intereses, en nuestras cosas y vivimos poniendo murallas entre nosotros y los que están a nuestro lado haciendo el mismo camino de la vida; lejos de Dios estamos cuando no sabemos tener una mirada de amor y de ternura para fijarnos en el hermano que está a nuestro lado, para tenerle en cuenta y para valorarle, para tenderle una mano en su necesidad, o para compartir su dolor y sus lágrimas cuando quizá no podemos hacer más.
Ese el culto que Dios quiere que le demos. Un corazón lleno de misericordia, un corazón rebosando de amor, un corazón generoso que pone toda su confianza en Dios. Es el verdadero culto que aquella mujer estaba dando a Dios desde su pobreza. Su confianza estaba en el Señor; en las manos de Dios ponía su vida, sabiendo que podía confiar en El. Por eso es capaz de desprenderse de todo y quedarse sin nada porque sabe que Dios es su socorro y su fortaleza. Y los que confían en Dios nunca se verán defraudados.
Lo hemos escuchado en el caso de la viuda de Sarepta que nada tenía y se fió de la palabra del profeta, de la palabra del hombre de Dios. Hizo como le había pedido Elías y ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó.
¿Qué nos pide el Señor hoy después de escuchar su Palabra? Primero, una autenticidad en nuestra vida; no podemos hacer las cosas por las apariencias, para que los otros vean y me consideren bueno. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, nos enseñaba Jesús en otro momento del evangelio. Lo que hacemos tiene que salir desde lo  hondo del corazón poniendo todo nuestro amor para que tenga el sello de la autenticidad.
Y por otra parte esa generosidad de nuestro corazón, no tanto para ofrecer cosas a Dios, sino para ofrecerle auténticamente nuestro corazón y nuestra vida. ¿Qué eso significa desprendernos de todo para saber lo que es no tener nada y aprender a ser más solidario con los demás? Cuando aprendamos a vivir de una manera austera como viven los que nada tienen nuestro corazón se volverá más generoso y seremos capaces de desprendernos de todo por los demás.
Es la gloria del Señor, es el culto que hemos de darle a Dios.