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sábado, 14 de marzo de 2009

Un Dios compasivo que se complace en la misericordia

iq. 7, 14-15.18-20
Sal. 102
Lc. 15, 1-3.11-32


‘Ese acoge a los pecadores y come con ellos’. Fue la reacción de los fariseos y los letrados que murmuraban entre ellos porque ‘se acercaban a Jesús los publicanos y pecadores a escucharle’.
Pareciera que quisiéramos enmendarle la plana a Dios y como si nos gozáramos en un Dios vengativo y castigador. Muchas veces decimos es que ése es el Dios del Antiguo Testamento. Pero no es así. Hoy mismo hemos escuchado al profeta Miqueas que nos decía: ‘¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa de tu heredad?’
Pero es que en el salmo hemos dicho una y otra vez ‘el Señor es compasivo y misericordioso… el perdona todas tus culpas… te colma de gracia y de ternura… no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas…
En ese mismo sentido seguía la profecía de Miqueas: ‘No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia. Volverá a compadecerse y extinguirá nuestras culpas, arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos’. ¿Queremos un Dios más compasivo?
No tenemos que juzgar a nadie, para que el Señor no nos juzgue ni nos condene, pero ¿cómo es que a los fariseos les parece extraño o un contrasentido que hasta Jesús se acercaran los publicanos y pecadores a escucharle? ¿No habían seguido a paso a paso la vida de Jesús, visto sus obras y escuchado su mensaje? Si hubieran tenido ojos para ver, hubieran descubierto el rostro compasivo del Padre que se nos manifiesta en Jesús.
¿No fue Jesús el que perdonó a la mujer pecadora ‘sus muchos pecados porque había amado mucho’? ¿No fue Jesús el que cuando le trajeron a la mujer adúltera dijo que ‘el que no tenga pecado, que tire la primera piedra’? ¿No fue Jesús el que perdonó los pecados al paralítico que hicieron descender desde el techo en una camilla? Y el que fue a hospedarse en casa de Zaqueo y dijo que había llegado 'aquel día la salvación a aquella casa'; y el que en la cruz comienza perdonando y hasta disculpando a quienes le estaban clavando en la cruz, ‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen’.
Es el Jesús que hoy nos propone la más hermosa de las parábolas. La del padre que acoge con un abrazo al hijo que retorna a la casa después de haber vivido perdidamente y malgastado toda la fortuna que le repartió el padre, y hasta hace fiesta porque su hijo ha vuelto.
Todos conocemos bien la parábola, la hemos escuchado hoy proclamar y la hemos meditado muchas veces. Hemos hecho siempre mucho hincapié en la indignidad del hijo pecador que se marchó de la casa del padre, pero tenemos que contemplar sobre todo el rostro misericordioso de Dios que es Padre que acoge y que perdona, que nos viste de nuevo con el traje de la gracia y se llena de alegría honda con nuestra vuelta cuando venimos hasta El arrepentidos.
‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti’, tenemos nosotros que confesar tantas veces. Y nuestro pecado ha estado en no haber descubierto antes de verdad cómo Dios es nuestro Padre y nos ama, cómo nos regala tantas veces con su gracia y siempre nos está llamando para que volvamos a El. Nos hacemos oídos sordos, nos hacemos ciegos de corazón y no terminamos de ver y comprender todo lo que es el amor de Dios.
Que seamos capaces de descubrir y experimentar ese amor en nuestras vidas y así nos llenemos nosotros también de amor. Que llenos de amor y arrepentidos acudamos al abrazo del Padre. No temamos por mucho y grande que sea nuestro pecado porque tenemos un Dios que nos ama y nos perdona y arroja a lo hondo del mar todos nuestros delitos para olvidarlos para siempre. La sangre derramada de Cristo es la señal y la garantía. Es la alegría de Dios el perdonarnos y tendrá que ser también nuestra alegría.

viernes, 13 de marzo de 2009

Dios nos pide frutos a su historia de amor para con nosotros

Dios nos pide frutos a su historia de amor para con nosotros
Gén. 37, 3-4,12-13.17-28
Sal. 104
Mt. 21, 33-43.45.46

Si sembramos una semilla es porque queremos que nos dé fruto.
El agricultor echa la simiente en la tierra esperando obtener fruto en una abundante cosecha.
El padre o madre de familia trabaja y se preocupa en educar a su hijo para verlo crecer y madurar y el fruto lo tendrá en el hombre o mujer que ha criado y ha educado desarrollando mejor su propia personalidad.
El educador trabaja con los jóvenes o personas a su cargo forjando hombres y mujeres de futuro que contribuyan con su buen hacer en lograr en el mañana una sociedad mejor.
El que trabaja al frente de la sociedad en distintos cargos o responsabilidades públicas se sentirá satisfecho si logra sus objetivos y hace que todos sus conciudadanos tengan una vida mejor y haya una mayor justicia para la sociedad.
Así podemos ir pensando en todas y cada una de las facetas de la sociedad y de la vida humana, pero ¿olvidaremos acaso lo que Dios ha hecho por nosotros cuando nos ha creado y nos ha colocado en este mundo maravilloso que ha puesto además en nuestras manos y de tantas miles de maneras nos ha manifestado su amor?
La historia del hombre como la historia de la humanidad tiene en paralelo una historia de amor de Dios que llamamos historia de la salvación. Porque digamos en paralelo no es porque sea menor su importancia, cuanto que como creyentes que somos tendríamos que ver esa historia como la principal y fundamental de nuestra vida.
Sin embargo, tendríamos que preguntarnos, ¿lo tenemos en cuenta? ¿recordamos agradecidos ese actuar de Dios y su amor? ¿Damos los frutos que Dios nos pide?
La parábola escuchada es un reflejo fiel de esa historia de amor de Dios en nuestra vida y de los escasos frutos que damos, cuando no, de nuestra respuesta tantas veces negativa. ‘Había un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje’. Luego veremos como enviará a sus criados a recoger los frutos – podemos pensar en los profetas que venían de parte de Dios a estar con su pueblo – y finalmente envía a su hijo que también es rechazado. Claramente vemos la referencia a Jesús mismo, el Hijo de Dios, que morirá incluso por nuestros pecados.
Cuando escuchamos la parábola pensamos en la historia de Israel. Jesús retrata esa historia en la parábola, y precisamente la pronuncia teniendo muy en cuenta quienes eran sus primeros y principales oyentes. ‘Dijo Jesús a la multitud de los judíos y a los sumos sacerdotes esta parábola…’ Y precisamente ellos se dieron por aludidos y entendieron que Jesús hablaba por ellos. ‘Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba por ellos…’ Por eso, ‘aunque buscaban echarle mano, temieron a la gente que lo tenía por profeta’.
Pero dejaremos muy reducida la amplitud de la parábola si nos quedamos ahí, pensando en el pueblo judío de entonces, y no la aplicamos a nuestra vida concreta. Nos tiene que hacer reflexionar, revisar nuestra vida y nuestra respuesta de amor a todo lo que es el amor que Dios nos tiene. Tendríamos quizá que comenzar por hacer una lista de cosas concretas de nuestra historia personal donde vemos claramente ese amor que Dios nos tiene. Creo que si fuéramos más concientes de lo que es el amor de Dios en nuestra vida, nos sentiríamos más motivados a nuestra respuesta de amor, a dar esos frutos que el Señor nos pide.
Cuidado no nos sucede lo que nos dice Jesús al final de la parábola. ‘Por eso os digo que se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y se dará a un pueblo que produzca sus frutos’.

jueves, 12 de marzo de 2009

No nos trates como merecen nuestros pecados


Daniel, 9, 4-10
Sal. 78
Lc. 6, 36-38


La oración que escuchamos al profeta Daniel, en la primera lectura de hoy, es la oración y súplica del hombre que se siente pecador. ‘’Llegue a tu presencia el gemido del cautivo: con tu mano poderosa salva a los condenados a muerte…’ como decíamos en el salmo.
Pero además de ser esa súplica personal del hombre pecador, es también la oración del pueblo pecador que así lo reconoce ante Dios y pide repetidamente perdón, porque se ha rebelado contra el Señor ha escogido caminos lejos de los caminos del Señor. ‘Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y tus normas’.
Reconoce que no ha querido escuchar los mensajeros divinos que les querían hacer recapacitar para volver al buen camino. ‘No hemos querido escuchar a tus siervos, los profetas que en tu nombre hablaban… a todo el pueblo… nos hemos rebelado contra Dios y no hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios, para seguir sus leyes…’
Por eso el pueblo siente el oprobio en su vida por haber alejado del Señor cometiendo iniquidad. ‘A nosotros la vergüenza en el rostro… a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres, porque hemos pecado contra ti’.
Pero el pueblo pecador, que al mismo tiempo es pueblo creyente, no deja de reconocer la bondad y la misericordia de Dios. ‘Al Señor nuestro Dios la piedad y el perdón’. Como pedíamos en el salmo ‘no recuerdes contra nosotros las culpas de nuestros padres, que tu compasión nos alcance siempre’. Como tantas veces hemos repetido y reconocido ‘el Señor es compasivo y misericordioso’.
Jesús nos dirá que seamos compasivos, que no juzguemos nunca a los demás ni condenemos, sino que siempre seamos capaces de perdonar. ¿Por qué? Porque ‘vuestro Padre es compasivo’, y si queremos obtener misericordia y perdón, así nosotros hemos de comportarnos con los demás.
Estamos diciendo que esto tiene que ser un reconocimiento personal, una actitud personal en nuestra vida, pero es también el reconocimiento que, como pueblo de Dios, pueblo pecador y pueblo creyente, hemos de realizar.
Así lo expresa la Iglesia. Así nos lo enseña a realizar la liturgia en nuestras celebraciones. Nos reconocemos personalmente pecadores, pero como pueblo pecador solidariamente los unos con los otros acudimos al Señor invocando su misericordia y su perdón.
‘Yo confieso…’ decimos al reconocer nuestros pecados cuando comenzamos la celebración, pero también decimos una y otra vez a través de la celebración, ‘ten piedad de nosotros…’, ya sea en ese mismo acto penitencial como en el himno del gloria, y cuando invocamos al ‘Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’ repetidas veces en la celebración.
‘Yo no soy digno…’ decimos reconociéndonos pecadores antes de recibir la comunión, pero cuando le pedimos la paz y la unidad, le decimos que no mire nuestros pecados, porque somos un pueblo pecador sino que se fije en la fe su Iglesia. Así podríamos fijarnos en otros distintos momentos de la celebración de la Eucaristía.
‘No nos trates, Señor, como merecen nuestros pecados’, somos pecadores, somos un pueblo pecador.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Un abismo que hemos abierto con nuestro desamor


Jer. 17, 5-10; Sal. 1; Lc. 16, 19-31


Hay abismos que nos los ofrece la propia naturaleza en los profundos barrancos o en las altas montañas. Abismos de vértigo que se nos vuelven infranqueables o al menos de muy difícil acceso, pero que realmente no dependen de nosotros aunque siempre procuramos buscar un camino, un tránsito que nos haga pasar a la otra orilla.
Pero hay algunos abismos que nos creamos nosotros los hombres, donde ponemos distancias entre unos y otros que nos hacen difícil el encuentro, la comunicación, la relación, la amistad y el amor.
Son los abismos nacidos de los egoísmos humanos que nos llenan de ambición, o que nos hacen subirnos en pedestales que de una forma u otra nos distancian, nos apartan de los demás. Podemos estar físicamente cerca, pero por nuestras actitudes egoístas y orgullosas nos incomunican, nos cierran en nosotros mismos e impiden esa relación humana y amistosa. Todos tenemos experiencia de ello, ya porque tengamos que sufrirlo de los demás – qué curioso que siempre son los otros los que ponen distancias o se encierran en sí mismos, ¿será así de verdad? – o porque, reconozcámoslo somos nosotros tantas veces los que creamos esos abismos con los otros. A buen entendedor, pocas palabras bastan, dice el refrán.
Es la consideración que me hago ante la parábola del evangelio que hoy hemos escuchado. ‘Un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día’, nos dice la parábola. Pero ‘en su portal hay un mendigo llamado Lázaro, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del tico, pero nadie se lo daba…’
No es sólo una bonita parábola, que literariamente es también hermosa. Es un reflejo exacto de las distancias que en la vida ponemos entre unos y otros. Lo primero a lo que hace referencia es a la distancia y las diferencias que tenemos entre los ricos y los pobres, en la realidad de cada día de nuestro mundo. Es toda una denuncia de la injusta distribución de la riqueza en nuestro mundo cuando el Señor lo creó para ponerlo en las manos de todos los hombres, de todo hombre, no sólo de alguno.
Pero seguro que si seguimos reflexionando hondamente encontraremos mas referencias en esas actitudes egoístas e injustas que tenemos en nuestra relación de cada día de los unos con los otros. Nos creemos superiores, nos creemos mejores, nos creemos más sabios, nos creemos más santos, nos creemos… y nos ponemos en tantos pedestales para mirar por encima del hombre a los otros pobrecitos…
Y puede entrar aquí todo el mundo de la marginación que creamos y que contemplamos alrededor. Discriminación y marginación que nos daría para hablar mucho.
Pero hay algo más en lo que me quiero fijar. Cuando los hombres ponemos abismos entre nosotros estamos poniendo también abismos entre nosotros y Dios. La parábola también nos habla de ello cuando nos describe el abismo inmenso que no se podía cruzar entre el seno de Abrahán donde estaba Lázaro y el infierno en el que yacía el rico epulón. Abismos que hemos puesto por nuestro desamor y que sólo con el amor podremos rellenar para volver al encuentro.
Tenemos que romper esas barreras o hacer desaparecer esos abismos. Como dirá Abrahán al rico epulón no se necesita que resuciten muertos para que vengan a decirnos la verdad de la vida y la existencia. Ya sabemos lo que rogaba aquel hombre para que Lázaro fuera a decirle a sus hermanos cuál era la situación para que cambiasen. Abrahán le dice: ‘si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’.
Tenemos la Palabra de Dios que se nos proclama cada día, tenemos a Cristo que se nos da una y otra vez y a quien podemos contemplar en el evangelio e imitar. Imitémosle poniendo amor en nuestra vida y todo será distinto. Ya sabemos que con el amor se acaban esos abismos entre nosotros y los demás y entre nosotros y Dios, que mientras no hagamos desaparecer el abismo que con nuestro desamor hemos creado en nuestra relación con los demás, no va a desaparecer el abismo que también nos separa de Dios. Miremos a Jesús que sí nos tiende la mano para que nos acerquemos a El porque en El vamos a encontrar misericordia, pero para que nos acerquemos a El también a través del amor que le tengamos a nuestros hermanos.

martes, 10 de marzo de 2009

Sed abogados del huérfano, defensores de la viuda como señal de conversion


Is. 1, 10.16-20
Sal.49
Mt, 23, 1-12


‘Oid la palabra del Señor, príncipes de Sodoma, escucha la enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra…’ Sodoma y Gomorra son símbolos de pueblo pecador. Recordemos lo que reflexionábamos ayer. Todos conocemos que Sodoma y Gomorra junto a otras ciudades fueron destruidas con fuego caído del cielo por ser ciudades pecadores y no se convertían al Señor.
Ahora viene la Palabra del Señor al pueblo pecador que se le menciona con el nombre de esas dos ciudades, pero con una invitación del Señor a la conversión. Es el mensaje repetido a través de todo la cuaresma, pero que esta semana escucharemos con una especial incidencia en la Palabra que iremos escuchando día a día.
‘Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones, cesad de obrar mal, aprended a obrar bien…’ Toda una invitación a darle una vuelta a la vida, a la conversión. Los pecados serán grandes y graves, pero el Señor nos purificará. Así es la gracia y el amor del Señor. Sólo es necesario que nosotros queramos volvernos a El, para que el Señor nos lave y nos purifique. Bien sabemos que Cristo ha derramado su sangre para el perdón de los pecados. Y si queremos podemos recordar aquel escena del Apocalipsis donde aparece aquella multitud innumerable que ‘ha lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero’.
‘Aunque vuestros pecados sean como la grana, como nieve blanquearán; aunque sean rojos como escarlata, como lana blanca quedarán’.
Pero ¿por dónde ha de ir ese camino de conversión al Señor? Por los caminos del amor. Ya Tobías decía que ‘la limosna expía nuestros pecados’, para indicarnos que una vida de amor y de compartir generoso es agradable al Señor y atrae sobre nosotros el perdón de los pecados. Por eso ahora el profeta nos señala las obras de amor que hemos de realizar como señal de nuestra conversión al Señor.
‘Buscad la justicia, defended al oprimido, sed abogados del huérfano, defensores de la viuda’. Señala aquellas situaciones de los más desamparados, huérfanos, viudas, oprimidos, y con un corazón generoso para con ellos, para amar y para compartir, estaremos dando en verdad esas señales de nuestra conversión al Señor. Ya sabemos cómo Jesús en el evangelio nos enseñará que lo que hagamos al hermano, al humilde y al pobre, a El se lo estamos haciendo.
Es lo que nos señala también hoy Jesús en el evangelio. Un camino de amor verdadero y auténtico. Nada de apariencias o luchas por alcanzar honores, reverencias o reconocimientos humanos, sino un camino de humildad, de servicio, de amor. Ni hacernos jefes de los otros, ni ponernos en un escalo superior sobre los demás, sino saber ser humilde para amar y para servir.
‘No os dejéis llamar maestros… ni jefes… ni padre… todos sois hermanos… uno sólo es vuestro Padre, el del cielo… uno solo es vuestro Señor, Cristo… El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido’.
Que podamos escuchar por nuestro amor y nuestro servicio, por la autenticidad de nuestra vida y el cumplimiento de nuestras responsabilidades de labios de Jesús que nos dice: ‘Pasa al banquete de tu señor… Venid vosotros, benditos de mi Padre… porque lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis…’ Que sólo escuchemos la alabanza de Jesús porque hayamos vivido nuestra vida en el amor como la señal más auténtica de la conversión de nuestro corazón.

lunes, 9 de marzo de 2009

¿Qué caliz es el que tenemos que beber?


Jer. 18, 18-20
Sal. 30
Mt. 20, 17-28


‘No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’
Algunas veces lo que no nos gusta oír, no lo escuchamos aunque nos lo digan claramente o nos hacemos oídos sordos. Pero parece incomprensible la petición de la madre de los Zebedeos pidiendo primeros puestos para sus hijos después de lo que Jesús había anunciado. ¿El sueño de toda madre? ¿la ambición que siempre se nos mete de rondón en nuestro corazón?
Efectivamente Jesús había anunciado ‘mientras iban subiendo a Jerusalén, tomando aparte a los Doce: Mirad, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del Hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los letrados y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen, y al tercer día resucitará’.
Bien nos viene escuchar nosotros también este anuncio en el camino de Cuaresma que estamos haciendo. Es el camino que nos lleva a la Pascua, nos lleva a la muerte y a la resurrección del Señor. No lo podemos perder de vista. Es camino que nos prepara para vivir ese triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte que pasa por su propia pasión y muerte pero que culmina en la resurrección. Es el camino de pascua que también tenemos que hacer nosotros para llegar a resucitar a la vida nueva que Jesús nos ofrece.
También quizá tenemos nuestros sueños como aquella madre o también hay ambiciones en nuestro corazón. O también nos pudiera suceder que desvirtuáramos el verdadero sentido que hemos de darle a nuestro caminar. Por eso hemos de escuchar con oído atento este anuncio de Jesús y también nos puede valer mucho toda esa conversación de Jesús con la madre y con los hijos, con los Zebedeos, con Santiago y con Juan.
Ya hemos escuchado la respuesta de Jesús a aquella madre que hacía su petición. ‘Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda… No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’
Pero la pregunta nos la está haciendo a nosotros Jesús. ‘¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?’ Estáis caminando el camino cuaresmal; decís que queréis celebrar la pascua; pronto llegará la semana santa y su culminación de la celebración solemne de la resurrección, pero, ¿hasta dónde sois capaces de llegar? ¿qué pascua es la que estáis dispuestos a realizar?
¿Qué cáliz es el que tenemos que beber? ¿Qué muerte es la que tenemos que realizar allá en lo más hondo de nosotros mismos? Porque tenemos que ver cuál es nuestra disponibilidad; en qué medida estamos dispuestos a subir con Jesús a Jerusalén. El lo va a hacer para la entrega, para la pasión, para el amor hasta el final, para la muerte, para nuestra redención.
Jesús les explica a los discípulos – por allá había ya algunos indignados con las pretensiones de los Zebedeos, ¿estarían apareciendo atisbos de envidias y recelos, de desconfianza y división entre el grupo? – que el estilo de su reino era otro; que no era a la manera de los reinos de este mundo. Que en su Reino ‘el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo…’ Claro que nosotros tenemos que mirarnos a nosotros mismos antes de comenzar a juzgar las actitudes y las acciones de los discípulos en aquel momento.
Es una pasión más dolorosa y difícil; es en cáliz que nos amarga dentro del corazón cuando tenemos que renunciar a nuestros orgullos y ambiciones, cuando tenemos que arrancar de nuestro corazón desconfianzas y recelos, cuando tenemos que transformar nuestro egoísmo en amor. Es el negarnos a nosotros mismos que ya en otros momentos nos ha enseñado Jesús. Es la cruz que hemos de tomar tras de él para seguirle, es el cáliz que hemos de beber. Un cáliz que nos arrancará del pecado para vivir en la nueva vida de la gracia. Un cáliz que nos purificará y nos hará hombres nuevos. Porque a eso tiene que llevarnos la pascua, al hombre nuevo de la resurrección, al hombre nuevo del amor y del servicio.
Y si queremos una motivación más nos la da Jesús con sus últimas palabras en este evangelio. ‘Igual que el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar su vida en rescato por muchos’.

domingo, 8 de marzo de 2009

con mirada limpia contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro

Gén. 22, 1-2.9-13.15-18
Sal. 115
Rm. 5, 31-34
Mc. 9, 2-10


La experiencia de los apóstoles en lo alto del Tabor fue única e impactante. ‘Subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo…’ Pero además la aparición de Elías y Moisés. Y ‘la voz que salió de la nube: este es mi Hijo amado; escuchadlo’.
‘¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas…’ Luego Jesús les hablaría de la resurrección de entre los muertos ‘y discutían que querría decir aquello de resucitar de entre los muertos’. Tampoco habían entendido poco antes cuando Jesús les había hablado de su entrega en manos de los gentiles, de su condena a muerte en la cruz y de su resurrección a los tres días. No era fácil.
Pero ellos bajaron impresionados. ¿Transfigurados también? Cuando Moisés bajó del monte tras contemplar la gloria del Señor allá en el Sinaí y hablar cara a cara con el Señor, su rostro resplandecía, de manera que los judíos le pidieron que su cubriera el rostro con un velo, porque el resplandor hería sus ojos. ¿Tendríamos quizá nosotros que resplandecer de la misma manera en nuestro rostro, o en nuestra vida tras contemplar la gloria del Señor?
Estamos llamados, sí, a contemplar el rostro glorioso del Señor. Contemplar el rostro glorioso del Señor y dejarnos nosotros también transfigurar por El. Bueno, eso es lo que hemos pedido en la oración litúrgica, aunque hay unos pasos que dar para llegar a contemplarlo. ‘Tú que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro espíritu con tu palabra y así con mirada limpia contemplaremos gozosos la gloria de tu rostro’.
Las voz del cielo nos señalaba a Jesús, Hijo eterno de Dios, Palabra que hemos de escuchar. Pues así tenemos que alimentarnos de su palabra para que lleguemos, contemplando su gloria, a sentirnos nosotros también transfigurados.
Como diremos en el prefacio, ‘tras anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección’. Por eso hoy cuando estamos casi aún en el inicio de la cuaresma que nos prepara para la pascua contemplamos a Cristo transfigurado en el Tabor. Es el anticipo de lo que va a ser la gloria de la resurrección. Nos recuerda entonces la pascua que nosotros hemos de vivir para llegar a sentirnos nosotros transfigurados en Cristo resucitado.
¿Cómo es esa pascua que hemos de vivir? ¿Cuál es la pasión y muerte que en nosotros se ha de realizar?
Nos lo enseña la actitud de Abrahán, que hemos escuchado en la primera lectura. ‘Aquí estoy’, fue la respuesta repetida de Abrahán ante la llamada del Señor, ante lo que Dios le pedía. ‘Aquí estoy’ y Abrahán, el hombre de la fe que un día fiado de Dios se había puesto en camino, ahora le ofrece lo que Dios le pide. Ofrece a Dios aquel que era la esperanza del cumplimiento de las promesas divinas: ‘Serás padre de un pueblo numeroso’. Ofrece a Dios lo que más quería, el hijo de sus entrañas, el hijo de la promesa. Es el ofrecimiento de su yo más personal y profundo, sus proyectos y deseos, sus esperanzas más hondas son ofrecidas en sacrificio a Dios. Es la obediencia de la fe. ‘Aquí estoy’.
Hermosa lección. Hermosa ofrenda que hemos de saber hacer igualmente nosotros a Dios. Es la ofrenda de amor de nuestra vida. Es la ofrenda de nuestro yo para abrirnos totalmente a lo que es la voluntad de Dios para nosotros. Y esto muchas veces nos duele porque tenemos nuestros deseos y proyectos, porque nos parece que nuestro camino es el mejor. Es también nuestra obediencia de fe. Es ese despojarnos de nosotros mismos. Porque en la medida en que seamos capaces de despojarnos de nosotros mismos más será el resplandor de nuestra vida con los resplandores de la resurrección.
No es fácil hacer esa ofrenda. Como doloroso tuvo que ser para Abrahán. Como no es fácil entrar en el desierto o subir a la montaña. Ya vimos a Jesús el pasado domingo en el desierto de la cuarentena y lo vemos hoy en la montaña alta del Tabor. También nosotros tenemos nuestras tentaciones y nuestras dudas, nuestras reticencias y hasta nuestras huidas cuando llega la hora de la negación de nosotros mismos, en la hora de la entrega radical del amor. No siempre terminamos de tenerlo todo claro. Como los discípulos que no entendían lo de la resurrección porque no les cabía en la cabeza que Jesús había de pasar por la pasión y la muerte.
Y la cuaresma para nosotros tiene que tener mucho de desierto y de montaña. De esfuerzo y superación, de sacrificio y de ofrenda de amor, que nos purifique, que nos desinstale de nuestros apegos, que nos conduzca a una vida nueva.
Nos queda escuchar a Jesús. ‘Este es mi hijo predilecto; escuchadle’, nos decía la voz del Padre desde lo alto. Escuchar a Jesús es seguirle para decir como Abrahán ‘aquí estoy’. Escucharle es hacernos uno con El también en su pasión y en su cruz. Escucharle es dejarnos transfigurar por El; que su Espíritu nos inunde y nos transforme. Escucharle es ponernos en camino para vivir su Pascua.
Es lo que queremos hacer de manera intensa en esta cuaresma. Es lo que tiene que ser el alimento diario de nuestra vida.