Hoy nos quedamos en el entorno de la cruz para contemplar a la madre, a María, a quien queremos invocar como Madre de los Dolores y de todos sus hijos que sufren
Hebreos 5,7-9; Sal 30; Juan 19,25-27
¿Quién no se conmueve ante las lágrimas de una madre? Unas lágrimas de
amor, lágrimas calladas y en silencio sorbidas muchas veces para tratar de
disimularlas, lágrimas que se arrancan desde el alma, lagrimas por el dolor que
se lleva en el corazón, pero lágrimas de compasión ante el sufrimiento de los
hijos, lágrimas envueltas en la esperanza y en el deseo de algo mejor, lagrimas
de impotencia en ocasiones por no poder hacer más cuando ya se han desgastado
totalmente por los que aman, lagrimas que se abren a un futuro que desean mejor
y que les lleva a luchar por hacer que las cosas cambien, lágrimas en mil
situaciones y circunstancias pero que siempre conmueven a quien las contempla.
Hoy contemplamos las lágrimas de una madre, lagrimas de sufrimiento
cuando hace suyo el sufrimiento del hijo, pero lágrimas de amor porque su vida
quiere hacerse también ofrenda de amor cuando comprende la grandeza y el
misterio de quien está sufriendo colgado de un madero. Hoy contemplamos las
lágrimas al mismo tiempo serenas porque están llenas de esperanza de quien está
al pie de una cruz haciendo suyo el tormento y el martirio de quien está
haciendo la más hermosa entrega de amor.
Son las lágrimas de María al pie de la cruz de Jesús. Son las lágrimas
de la mujer que permanece firme a pesar del dolor porque para ello estaba
preparada porque un día ya le habían profetizado que una espada traspasaría su
alma. Son las lágrimas de una virgen Madre a quien desde entonces llamaremos
también dolorosa, madre y virgen de los dolores siendo ya para siempre para
nosotros la mejor compañía en el camino de nuestra vida también tan lleno de
dolores y de sufrimientos.
Si ayer con la liturgia mirábamos a lo alto de la cruz y a quien de
ella pendía en la obediente ofrenda de amor, hoy contemplamos el entorno de la
cruz para contemplar a la madre, para contemplar a María a quien hoy queremos
invocar como Madre de los Dolores. Ella está ahí, firme junto a la cruz y al
sufrimiento, pero para decirnos también como quiere estar para siempre junto a
nosotros en nuestro dolor y en nuestro sufrimiento, en nuestras angustias y en
nuestras penas, porque precisamente desde ahí, desde la cruz, Jesús para
siempre la ha convertido en nuestra madre.
¿Cómo no va a estar una madre junto a los hijos que sufren? Esas
lágrimas que hoy vemos brotar de sus ojos no son solo porque Jesús está
pendiendo de la cruz sino porque está contemplando nuestro sufrimiento, el
sufrimiento de sus hijos por los que siente la compasión de madre y con su
presencia quiere ser nuestro apoyo en ese camino tan lleno de dolores que
nosotros muchas veces tenemos que hacer por la vida. Ven con nosotros al
caminar, le hemos cantado tantas veces, ven con nosotros en nuestros caminos de
dolor para que seas nuestra luz y nuestro apoyo, para que nos enseñes a amar y
a tener esperanza a pesar de los sufrimientos que nos da la vida, como a ella
no le faltó el amor y la esperanza al pie de la cruz de su Hijo en el Calvario.
En sus lágrimas están también nuestras lágrimas, en su dolor están los
dolores y sufrimientos de todos sus hijos; y aunque la llamamos también madre
de las angustias, en ella no hay angustia porque hay amor y hay esperanza, pero
si podemos llamarla madre de las angustias, porque es nuestra madre y con
nosotros está en nuestras angustias y en nuestras desesperanzas para
levantarnos el ánimo, para llevarnos a la vida, para enseñarnos lo que es amor,
para poner por encima de todo esperanza en nuestro corazón.
Ven con nosotros, Madre y Virgen de los Dolores, en nuestro caminar,
pon esperanza en nuestros pasos, pon en nuestra vida la alegría de la fe.