Tenemos que aprender a despojarnos de miedos y desconfianzas para acercarnos con el Espíritu de Jesús a cuantos tenemos en las periferias de la vida y no queremos ver
Isaías 35, 4-7ª; Sal. 145; Santiago 2, 1-5; Marcos 7, 31-37
Confieso que hay ocasiones en que me siento un poco perplejo y me
pregunto cuales son nuestros valores o por donde llevamos nuestro mundo y
nuestra sociedad. Se proclaman fácilmente valores humanos, hablamos de derechos
y de libertades, pareciera que entramos en una honda, por decirlo de alguna
manera, de respeto y de valoración de las personas, nos encontramos grupos muy
sensibilizados en estas cuestiones, pero al mismo tiempo parece que cuando nos
tocan nuestros intereses – y aquí en lo de intereses pueden caber muchas cosas
– reaccionamos olvidando mucho de lo dicho, nos aparecen resabios de insolidaridad
y de orgullos y hasta comenzamos a querer cerrar fronteras poniendo todo tipo
de dificultades.
En nuestro mundo occidental, en nuestro entorno del Mediterráneo se están
viviendo, es cierto situaciones difíciles, alarmantes incluso donde está
apareciendo tanta miseria en nuestra humanidad, aunque también en otras zonas
de nuestro mundo – pensemos en América latina - se viven situaciones similares.
El fenómeno emigratorio está en momentos de mucha intensidad, es algo
candente, bien nos duele escuchar noticias de cuantas vidas se pierden
queriendo atravesar el Mediterráneo en búsqueda de una vida mejor en Europa, y
aun así siguen llegando a nuestras costas miles y miles de personas que
llamamos ilegales por aquello de los papeles, y en nuestras ciudades es normal
encontrarnos con personas procedentes de otros lugares, y no ya por turismo.
Afloran sentimientos de humanidad, es cierto, aunque bien sabemos de
tantas reticencias en muchos ambientes y hasta del miedo que nos quieren meter
algunos por esta invasión de personas de otros lugares.
Y es ahí en donde en cierto modo me quedo perplejo, en una cultura
como la nuestra, en unas raíces cristianas como tiene nuestra sociedad, en un
recuerdo que tendríamos que hacer de cuando nuestros padres o nuestros vecinos
y en tiempos no tan lejanos también tuvieron que emigrar – emigraciones
interiores de un lugar a otro del mismo país o emigraciones hacia fuera - buscando una mejor vida. ¿Por qué reaccionamos
así con tantas reticencias y miedos en tantas ocasiones? ¿Por qué esas
desconfianzas?
Con este fondo quiero hacer hoy la lectura del evangelio que se nos
ofrece en este domingo. Se nos habla que Jesús venía de la Fenicia pagana, de
Tiro y de Sidón en cuyas cercanías había andado, y ahora caminaba por la
Decápolis medio adentrándose en lo que hoy seria Siria o norte de Jordania que
era una región pagana. Ya sabemos cuales eran las actitudes que los judíos
tenían hacia lo gentiles con los que no querían ni mezclarse.
Y es por ahí, por esas regiones periféricas por donde ahora camina
Jesús y hasta le veremos hacer milagros. Allí cura a aquel sordomudo con todos
aquellos gestos que realiza que son bien significativos. No se queda Jesús solo
con las ovejas de Israel sino que le estamos viendo ir en búsqueda de otras
ovejas, aunque sea en aquellos lugares que los judíos consideraban malditos.
Es todo un signo que nos quiere manifestar Jesús. un signo que hemos
de saber leer en esas situaciones que antes mencionábamos y también escuchar
desde lo que nos dice el Papa de que no nos podemos quedar encerrados solo en
los que consideramos nuestros sino que hemos de saber salir a las periferias.
Pienso en el momento en que se quiere estar viviendo en nuestra Diócesis, donde
estamos hablando de una Iglesia en salida.
¿Somos en verdad esa Iglesia en salida? ¿A dónde estamos yendo?
Podemos seguir pensando en mundos lejanos, podemos seguir pensando en misiones
en lugares de los infieles en lenguaje que tanto hemos utilizado, pero, ¿dónde
están esas periferias? Creo que tendríamos que darnos cuenta que no tenemos que
ir muy lejos. Y podemos pensar en las bolsas de pobreza que nos rodean con
tantos y tantos que vamos marginando de nuestra sociedad con tantas desconfianzas
con las que llenamos nuestro corazón, pero ¿no podemos pensar también en esa
situación difícil que decíamos antes que estamos viviendo, y entonces comenzar
a mirar y ver a todos esos que nos llegan? Sí, comencemos a mirar y a ver.
Porque ni miramos ni queremos ver.
Jesús no solo caminaba por aquella región sino que se acercó allí
donde estaba el sufrimiento de aquella gente. Es significativo el encuentro con
aquel sordomudo. Le piden que le imponga las manos, pero Jesús se lo lleva
aparte; es como entrar en una comunicación distinta. Jesús le impone las manos,
pero toca los sentidos discapacitados, porque así quiere llegar Jesús hasta la
persona, es como una relación interpersonal; le mete los dedos en los oídos, le
toca con la saliva la lengua. Y allí está la acción de Dios, mirando al cielo
suspiró y le dijo ‘Effetá (ábrete)’ y se les abrieron los oídos y se le soltó
la lengua.
Unos gestos de Jesús de cercanía, de contar con la persona, de hacer
sentir con su mano el calor de la vida y del amor. Y vemos a los que se nos
acercan y quizás terminamos desviando la mirada; y sentimos la presencia de
alguien que nos parece distinto y tratamos de acomodarnos bien como si
tuviéramos miedo de acercarnos; queremos quizás responder al saludo que nos
hacen y no nos salen las palabras y nos quedamos solo en una inclinación de la
cabeza; y quizá conmovido nuestro corazón queremos compartir algo con quien nos
mira o nos tiende la mano y simplemente lo depositamos en la cesta que está a
los pies como si temiéramos tocarle con nuestra mano. Cuántos gestos tenemos
que revisar, cuantos miedos y desconfianzas tenemos que quitar, cuantas formar
nuevas tenemos que realizar.
Y estoy reflexionando y compartiendo todo esto que me dice hoy el
evangelio y aun sigo en mi perplejidad. Pero no es por los otros, es por mi
mismo, porque aunque quiero escuchar todo esto en mi corazón, todavía sigo
reticente porque no termino de dar los pasos que tendría que dar, todavía
quizás siguen aflorando en mi interior mis cobardías y mi indecisión.
Pido al Señor que me ayude a transformar mi corazón, que toque mis oídos
para que oiga bien, que toque mis labios y mi lengua para que comience a
relacionarme de forma distinta, que toque mis manos y mis pies para que se
suelten de mis miedos y vaya al encuentro del otro sea quien sea; que sienta yo
el calor del amor de Dios en mi vida, pero que sepa llevar ese calor del amor a
cuantos me rodean.
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