Desde nuestra fe en Jesús la vida no se termina al pie de una tumba, porque estamos llamados, aunque humanos y limitados, a eternidad en el amor de Dios
Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7; Salmo 24; Filipenses 3, 20-21; Juan 11, 17-27
Hoy es un día de recuerdos, de nostalgias, de memorias agradecidas, para algunos un día envuelto en la tristeza, otros sin embargo levantando la mirada hacia lo alto y con el brillo que da la esperanza en sus ojos, recordamos a los que con nosotros han sido, han hecho camino, a quienes le debemos la vida y lo que somos, a quienes nos unían fuertes lazos en el amor, de quienes mucho recibimos, o que pasaron quizás casi inadvertidos a nuestro lado pero alguna huella, algún perfume nos dejaron que ahora recordamos; un día para algunos como una loza pesada que cae sobre ellos, pero un día agradecido para otros porque siguen envueltos en ese suave perfume que dejaron en sus vidas.
Distintos planteamientos y diversas maneras de enfrentar la situación. Emoción en los recuerdos que hará brotar alguna lágrima furtiva, una flor que quiere ser ofrenda de amor en el recuerdo y quizás también acción de gracias por lo recibido de quienes ahora ya no están con nosotros, connivencias sociales a las que nos sometemos desde unas tradiciones y una cultura, angustia para otros ante lo inevitable de la muerte y lo doloroso de la separación que es como arrancarnos parte del alma, interrogantes que se plantean en lo hondo de nosotros mismos invitándonos a una reflexión sosegada sobre el sentido de la vida, desesperación para quien no le encuentra ningún sentido, pero apertura a la trascendencia de la vida para los que tenemos una fe y una esperanza.
Hoy es en cierto modo una conmemoración universal en el recuerdo de los difuntos pero a la que los cristianos queremos darle un sentido y valor muy especial. Nos pueden surgir todos esos planteamientos y maneras de enfrentar el hecho de la muerte, pero si en verdad somos creyentes y seguimos los pasos de Jesús todo ha de tener un sentido muy especial y muy lleno también de esperanza. Es la realidad de la vida que tiene sus pasos contados, aunque ninguno sabe cuántos son los pasos que ha de recorrer por lo incierto de la hora de la muerte.
Nuestra fe en Jesús nos enseña cómo la vida no se termina al pie de una tumba, porque estamos llamados, aunque seamos muy humanos y muy limitados, a eternidad. Quien se siente amado de Dios – y eso es algo fundamental de nuestra fe – se siente lleno de esa vida de Dios que entonces no tiene por qué acabarse en una tumba. Caminamos con ese deseo de vida sin fin, de vida en Dios y en esa esperanza le vamos dando trascendencia de eternidad a cuanto somos y a cuanto vivimos, porque en Dios todo ese amor alcanzará su plenitud total.
Por eso pensamos en vida eterna y en resurrección. Pero miramos y escuchamos a Jesús, revelación de Dios, Palabra eterna de Dios, que nos revela el misterio de Dios amor, pero que nos revela el misterio y la grandeza del ser humano. Y como nos enseña en el evangelio quien pone su fe en Él vivirá para siempre. Cuántas veces hemos escuchado esas palabras de Jesús a aquellas hermanas que lloraban la muerte de su hermano Lázaro. ‘Quien cree en mí tendrá vida para siempre’, nos viene a decir Jesús.
Por eso desde nuestro bautismo estamos viviendo ese misterio de muerte y resurrección pues queremos morir en Cristo para en Cristo vivir para siempre, como tan bien nos enseña el apóstol san Pablo en sus cartas. Es cierto que no siempre sabemos morir en Cristo, porque más bien muchas veces damos muerte a la vida con el pecado; pero confiamos en la misericordia de Dios y sentimos cómo Jesús desde su Cruz está tendiéndonos la mano para decirnos ‘levántate y anda’, cómo Jesús desde la cruz nos está enseñando en sentido de vida que solo alcanza plenitud en la entrega del amor. A Jesús no solo lo contemplamos muerto en la cruz, sino que lo sentimos resucitado, porque el amor de Dios permanece para siempre y si morimos con Cristo también resucitaremos con Él.
Es el sentido del camino de nuestra vida, que no nos hace temer la muerte, porque sabemos que estamos llamados a la vida para siempre. Sabemos que en ese juicio final no nos vamos a encontrar con un Dios justiciero sino con un Dios que es Padre y es amor; y por aquellas señales, aunque algunas veces fueran débiles, que dimos de amor en nuestra vida mientras caminamos en este mundo, nos va a decir ‘venid, benditos de mi Padre, porque estuve hambriento y me diste de comer, estuve sediento y me diste de ver, estuve enfermo, solo, o en la cárcel y viniste a estar conmigo’, en aquellos detalles de amor que realizamos – algo de eso habremos hecho alguna vez - a lo largo de la vida. Es nuestra esperanza y lo que nos hace confiar.
Es la esperanza llena de confianza con que hoy recordamos a todos los difuntos y que anima nuestra oración por ellos en este día de manera especial. Aunque surjan lágrimas en nuestros recuerdos o nostalgias tiene que brillar en este día la luz de la esperanza en nuestros ojos. No caben ya angustias, recorramos las huellas que nos dejaron, perfumemos nuestra vida con esos valores que nos transmitieron, sigamos sintiendo el calor de su amor en nuestros corazones, pero que todo esto nos impulse a que le demos ese sentido y valor de esperanza a cuanto hacemos en el camino de la vida.