1Jn. 2, 22-28
Sal. 97
Jn. 1, 19-28
Sal. 97
Jn. 1, 19-28
‘¿Tú quién eres?’, fue la pregunta de los sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén a Juan. Había aparecido en el desierto con una vida distinta de austeridad y penitencia, anunciaba una buena nueva al pueblo al que invitaba a prepararse y los judíos estaban en la expectativa de la venida del Mesías. ¿Sería Juan el Mesías? ¿Era un profeta? Si no era ni lo uno ni lo otro ¿por qué bautizaba?
Es un tema que hemos venido reflexionando en el adviento porque Juan era el que preparaba los caminos del Señor y fue lo que nosotros quisimos hacer durante ese tiempo como preparación a la navidad.
‘¿Tú quien eres?’, podría ser la pregunta que nosotros ahora nos hiciéramos cuando estamos celebrando la Navidad y contemplamos a ese niño recién nacido y ‘acostado en un pesebre en Belén’.
‘En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de su sandalia’, respondía Juan a los enviados de Jerusalén.
En medio de nosotros está. El que existe desde siempre. Como escuchamos el día treinta y uno y volveremos a escuchar en el segundo domingo de Navidad, ‘en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios…’
Es Jesús, la Palabra eterna de Dios. Es Jesús, el Hijo eterno del Padre. Es Jesús, nuestro Señor y nuestro Salvador. No contemplamos sólo un niño recién nacido. Contemplamos al hijo de María que es el Hijo de Dios.
La Palabra de Dios que vamos escuchando en este tiempo de Navidad poco a poco, podríamos decir que de forma pedagógica, nos va ayudando a conocer a Jesús, conocer el Misterio de Dios que en El está. No nos quedamos en el Niño, contemplamos a Dios. Contemplamos nuestra Salvación. Contemplamos al que nos va a dar su Espíritu para que también nosotros nos inundemos de la vida de Dios.
Es que nuestra fe tiene que ir creciendo, clarificándose, madurando cada vez más. No sólo no la tenemos que dejar apagar, sino que tenemos que hacerla crecer, hacerla más fuerte y más viva, más asimilada en nuestra vida y más madura. Y una lectura reflexiva del Evangelio nos va ayudando a ello. Aunque cuando nos acerquemos a los textos sagrados pensemos que ya los conocemos, que ya nos los sabemos, tenemos que reflexionarlos una y otra vez, tenemos que rumiarlos para sacarle todo su jugo.
No pensemos que es una pérdida de tiempo el que cojamos el evangelio en nuestras manos y lo leamos una y otra vez y nos quedemos largo rato reflexionándolo, haciéndolo oración. Iremos comparando unos textos con otros, iremos comprendiéndolos mejor desde la lectura y reflexión de textos paralelos. Es la forma de profundizar.
Si así lo hacemos el Espíritu del Señor irá actuando en nosotros, nos irá revelando cada vez todo ese misterio de Dios y podremos así profundizar en nuestra fe. Descubriremos cada vez cosas nuevas, matices en los que no nos habíamos fijado, detalles que nos harán profundizar en él. En una palabra iremos conociendo más y más a Jesús y su evangelio y eso se irá traduciendo en una vida renovada, en una vida que nos impulse a mayor santidad, a mayor amor, a una fe más profunda, madura y comprometida.