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sábado, 20 de febrero de 2016

Que nos sintamos orgullosos de ser buenos hijos del Padre del cielo porque amamos a todos, incluso a los enemigos, con un amor como el suyo

Que nos sintamos orgullosos de ser buenos hijos del Padre del cielo porque amamos a todos, incluso a los enemigos, con un amor como el suyo

Deuteronomio 26,16-19; Sal 118; Mateo 5,43-48

Qué orgullosa se siente una madre, y lo mismo podemos decir de un padre, al que le dicen que si hijo se parece a él; y no solo por los parecidos físicos, que si la nariz, que si el corte de cara o cosas por el estilo en que siempre estamos sacando los parecidos, sino por la forma de actuar, por la forma de pensar, por la forma de hacer las cosas o de enfrentarse a la vida. Y lo mismo podemos decir del hijo al que le dicen ‘eres igualito que tu padre’ porque reflejamos en nuestro actuar lo que de los padres hemos aprendido.
Pues eso es lo que nos está diciendo hoy Jesús en el evangelio. Nuestro ideal y nuestra meta la tenemos en Dios. Como nos dice textualmente hoy ‘así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo…’, o como a continuación terminará diciéndonos ‘por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’.
¿Y qué nos ha dicho que hemos de hacer para expresarnos y manifestarnos verdaderamente como hijos de nuestro Padre del cielo? ¿En qué ha de consistir esa perfección en la que hemos de imitar a Dios? En una palabra lo resumimos, en el amor.
Pero no es un amor cualquiera, no es un amor a medias, no puede ser un amor raquítico, no nos podemos quedar en amar a los que nos aman. Tenemos la tendencia a la ley del mínimo esfuerzo; somos tan rutinarios que nos contentamos con poco; hacemos muchas veces las cosas a medias porque lo poquito que nos sale como espontáneo ya nos parece suficiente; porque eso de esforzarnos para vencer nuestro amor propio y nuestro orgullo pareciera que no está muchas veces en nuestros planes; porque nos dejamos caer por esa pendiente cómoda de que ya es suficiente lo que hacemos comparando con lo que recibimos. Así nos ponemos tantas disculpas.
Hoy Jesús nos traza las metas del amor, nos señala los limites que nunca podemos poner. Nos habla del amor a los enemigos, a los que nos hayan podido hacer mal. ¿En qué nos vamos a diferenciar en nuestro amor? Seremos hijos de nuestro Padre del cielo si intentamos amar con un amor semejante al que El nos tiene. ‘Siendo nosotros pecadores, Cristo murió por nosotros’ nos recordará más tarde san Pablo en sus cartas. Y, como nos dice hoy Jesús, ‘si amamos solo a los que nos aman, ¿qué merito tenemos?’ Eso lo hace cualquiera.
Porque sabemos que es difícil porque pesan demasiado en nuestro corazón los orgullos y nuestro amor propio Jesús nos dice que recemos por aquellos que no nos aman, por aquellos que incluso nos han hecho mal. ‘Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen’. Estoy seguro que si llegamos a ser capaces de hacer esto que nos dice Jesús, comenzaremos a amar también nuestros enemigos. Esa oración nos va a ayudar a ir realizando ese cambio profundo en nuestra actitud, en nuestra manera de ver al otro, en esa comunión nueva que se va creando, precisamente desde esa oración. ¿No pedía Jesús en la cruz por aquellos que le estaban crucificando al pedirle al Padre que los perdonara, incluso disculpándonos?
No lo olvidemos, seamos hijos de nuestro Padre del cielo por esa nueva forma de amar que plantamos en nuestro corazón; imitemos esa perfección del Padre del cielo en el amor, porque no olvidemos aquello que nos dirá san Juan ‘Dios es amor’.

viernes, 19 de febrero de 2016

No podemos decir en verdad Padre a Dios, si no somos capaces de decir hermano al que está a nuestro lado

No podemos decir en verdad Padre a Dios, si no somos capaces de decir hermano al que está a nuestro lado

Ezequiel 18,21-28; Sal 129; Mateo 5,20-26

No podemos decir en verdad Padre a Dios, si no somos capaces de decir hermano al prójimo que está a nuestro lado. Es algo muy serio, muy grande, muy comprometido poder llamar Padre a Dios. Es un regalo que Dios nos hace, amarnos como un Padre, llamarnos hijos, que en verdad lo somos, pero por nuestra parte ha de tener una correspondencia, que es llamarle Padre pero con todo sentido. Y lo podremos hacer cuando llamemos de verdad hermanos a todos los que están a nuestro lado. Cosa que no podemos hacer de cualquier manera.
Creo que este pensamiento nos tendría que dar para reflexionar muchas cosas, para que comprendamos de verdad el sentido que hemos de darle a nuestra vida. Nuestra vida ha de ser siempre una relación de amor. Nos sentimos amados y amamos; nos sentimos amados de Dios y no solo le amamos a El sino que amamos a todos los que El ama, porque son también sus hijos; le amamos a El y necesariamente tenemos que sentirnos hermanos y amarlos a todos con un amor como el que Dios nos tiene.
Es lo que nos viene a decir hoy Jesús en el Evangelio.  ‘Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. No podemos ir a decirle a Dios que le amamos y le hacemos nuestras ofrendas si está resentido nuestro amor a los hermanos. Por eso nos pide la reconciliación, el encuentro con los hermanos. Además nunca la ofrenda de amor que le hacemos a Dios se la hacemos en solitario, sino que su sentido pleno lo tiene cuando lo hacemos en una verdadera comunión con los hermanos.
No olvidemos que cuando nos ha enseñado a orar nos ha enseñado a llamar Padre a Dios, pero no es solo un ‘Padre mío’, sino que es siempre un ‘Padre nuestro’. Así comienza la oración que nos enseñó y que tantas veces rezamos, pero que tendríamos que detenernos al comenzar a rezarla a ver si en verdad podemos hacerlo, porque nos sentimos verdaderamente hermanos con los demás. Y ya sabemos que ser verdaderamente hermano entraña solidaridad, reconciliación, comunión, cercanía, comprensión, perdón… fijémonos que cuando le vamos a pedir que nos perdone, le estamos diciendo que nosotros ya hemos perdonado a los que nos hayan podido ofender. Tenemos que pensarnos muy bien lo que decimos en nuestra oración.
El sentido del amor que nos enseña Jesús tiene sus características propias. No es un amor cualquiera. No es solo no hacer daño al otro. El amor ha de tener siempre algo de positivo. El que ama busca el bien del amado; el que ama no solo no daña, sino que busca lo bueno; el que ama llena sus entrañas de compasión y misericordia; el que ama se hace solidario de verdad compartiendo con el que no tiene; el que ama busca la justicia y la paz, la armonía y la fraternidad; el que ama va creando siempre comunión con los hermanos. Fijémonos bien en lo que nos ha dicho hoy en el evangelio.

jueves, 18 de febrero de 2016

Con corazón agradecido sepamos decir siempre ‘cuando te invoqué me escuchaste, Señor’

Con corazón agradecido sepamos decir siempre ‘cuando te invoqué me escuchaste, Señor’

Ester 14,1.3-5.12-14; Sal 137; Mateo 7,7-12

¿Por qué andaremos siempre en la duda de que no vamos a ser escuchados en nuestra oración? Tendríamos que recordar aquello del salmo ‘si el afligido invoca al Señor, El lo escucha y lo libra de sus angustias’. Lo habremos rezado muchas veces, sin embargo en el fondo parece que andamos en esa desconfianza.
Pudiera ser por una parte la humildad de no sabernos merecedores, porque en el fondo estamos reconociendo nuestra indignidad y nuestro pecado. Son tantas las veces en que somos nosotros los que le hemos fallado al Señor, nos ha fallado nuestra fidelidad, somos tan pecadores. Pero hemos de tener la certeza de que el Señor nos escucha si con humildad acudimos a El.
Tener confianza en el Señor es ponernos en sus manos, dejarnos conducir por su sabiduría sabiendo que el Señor nos va a dar siempre lo mejor para nuestra vida. Nos podemos ver probados, zarandeados por mil dificultades, por muchos momentos oscuros, pero sabemos que la luz está, como suele decirse, al final del túnel; pero más aún, la luz está guiándonos aunque nos parezca que vamos a oscuras, porque si algún paso vamos damos es siempre de la mano del Señor.
En medio de este camino cuaresmal que casi aun estamos comenzando la Palabra del Señor que nos ofrece la liturgia de cada día va llenando de luz nuestra vida en esas dudas que nos puedan ir surgiendo en nuestro interior. Hoy una vez más nos insiste en el tema de la oración, porque el camino que vamos haciendo no es un camino que hagamos por nosotros mismos, sino que hemos de sentirnos fortalecidos en el Señor. Es necesario vivir su presencia, sentir su amor cada día en nuestra vida; es necesario que aprendamos a acudir a El desde nuestras necesidades, desde ese camino que muchas veces se nos puede hacer duro. Es necesario ese espíritu de oración, esa confianza que ponemos totalmente en el Señor. Es lo que hoy nos ofrece la Palabra.
Nos insiste Jesús en pedir, llamar, invocar al Señor con absoluta confianza. ‘Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre’.  Y nos da las razones, porque es el Padre bueno que siempre escucha a sus hijos. Hace un par de días escuchábamos el modelo y el estilo de oración que Jesús nos enseñaba cuando nos ofrecía el padrenuestro. Hoy está la insistencia de orar siempre y orar con confianza. Es el Padre bueno que nos escucha porque nos ama y a quien le ofrecemos nuestro amor.
La liturgia nos ha ofrecido como primera lectura el ejemplo de la oración de Esther. Era un momento trascendental y decisivo para su pueblo, ella ha de convertirse en intercesora ante el Rey pero no quiere hacerlo por si misma; por eso pide al pueblo que ayune y que ore con ella como ella misma se pone en la presencia del Señor para pedir su fuerza y su sabiduría. Muchas cosas podríamos destacar, pero fijémonos en lo que pide: ‘Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar al león’. Pide tener la sabiduría de Dios que sea la que la guíe en su actuar. Un buen modelo para nuestra oración.
Sí, digamos con todo sentido y agradecidos desde lo más hondo del corazón: ‘Cuando te invoqué me escuchaste, Señor’

miércoles, 17 de febrero de 2016

Seamos capaces de leer las señales que como invitaciones el Señor va poniendo cada día en el camino de nuestra vida

Seamos capaces de leer las señales que como invitaciones el Señor va poniendo cada día en el camino de nuestra vida

Jonás 3,1-10: Sal 50; Lucas 11,29-32

 Cuánto nos cuesta entender las señales que vamos recibiendo en la vida. Tenemos que querer aprender, pero ya sabemos que cuando nos sucede algo, nos dicen algo que pueda hacer referencia a nuestra vida como una señal de llamada de atención, parece que somos sordos y ciegos y con qué facilidad, como se suele decir, botamos balones fuera; eso no es por nosotros ni para nosotros, eso le valdría bien a fulanito, esto lo dicen por menganito, pero no queremos vernos retratados. Por eso decía tenemos que querer aprender, querer discernir las señales, ser sinceros con nosotros mismos para ver nuestra realidad y sacar lecciones para nuestra vida.
Creo que esto puede ser una buena reflexión y que nos ayude en nuestro crecimiento personal, en la maduración de nuestra vida, en el fortalecimiento de nuestra vida interior, en la adquisición de una espiritualidad cada día más profunda.
Es la actitud con la que hemos de ponernos ante la Palabra de Dios que cada día quiere llegar a nuestra vida y a nuestro corazón. Ponernos con sinceridad ante la Palabra de Dios. Lo que hoy escuchamos en el evangelio no nos vale para quedarnos en decir  mira como era la gente en los tiempos de Jesús que viendo lo que hacía y lo que enseñaban no terminaban de poner toda su fe en El. Nos preguntamos quizá por qué aun seguían pidiendo milagros y señales si ante sus ojos estaban los enfermos curados, los ciegos que habían recobrado la vista, los leprosos que se habían visto limpios de su lepra, los inválidos que podían caminar y hasta los muertos a los que les había devuelto la vida.
Jesús les dice que vendrán los ninivitas y le echarán en cara a aquella generación el no haber creído en Jesús. Los ninivitas que tenían fama de ser un pueblo duro y lleno de pecado, sin embargo se habían convertido con la palabra y la predicación de Jonás. Y como ahora les dice Jesús allí hay alguien más grande que Jonás y sin embargo no se convierten sino que aun siguen pidiendo signos. Por eso les dice que no se les dará más signo que el de Jonás, el que tras tres días en el vientre del cetáceo había vuelto a la vida. Una referencia clara a lo que va a ser la muerte y la resurrección de Jesús.
Pero, como decíamos, no nos quedamos en considerar lo que entonces sucedía y las referencias que Jesús les daba en concreto a la gente de su generación. Esto hoy lo escuchamos como Palabra que Dios ahora quiere dirigirnos a nosotros. ¿Cuáles son las señales que nosotros damos de que en verdad escuchamos la Palabra de Dios y volvemos nuestro corazón a El cambiando nuestra vida?
Ahí tenemos a nuestra mano cada día la Palabra de Dios; ahí tenemos la gracia de los Sacramentos y cuantas veces habremos participado en la celebración de la Eucaristía; ahí tenemos cuanto habremos escuchado y reflexionado a lo largo de nuestra vida que como semilla buena ha querido irse plantando en nuestro corazón. Pero, ¿cuáles son los frutos que damos? ¿Estaremos aun esperando nuevas señales para que se convierta nuestro corazón y somos ciegos a las señales que Dios pone a nuestro lado cada día? ¿Seguiremos pensando muchas veces que eso que escuchamos bien le vendría a tal o cual persona, pero no somos capaces de aplicárnoslo a nosotros mismos?
Seamos capaces de leer las señales que como invitaciones el Señor va poniendo cada día en el camino de nuestra vida. No nos hagamos ciegos ni sordos a su invitación y a su Palabra de Salvación.

martes, 16 de febrero de 2016

No rebusquemos palabras, nos estemos haciendo listas de méritos cuando vamos al encuentro con el Señor en la oración sino disfrutemos de su amor de Padre

No rebusquemos palabras, nos estemos haciendo listas de méritos cuando vamos al encuentro con el Señor en la oración sino disfrutemos de su amor de Padre

Isaías 55,10-11; Sal 33; Mateo 6,7-15

A veces nos encontramos a alguien – o quizá nos sucede a nosotros mismos – que están buscando las palabras o las formas con qué hablar o cómo dirigirse a alguien a quien consideran muy importante; o se quedan atascados sin palabras, sin saber qué decir, o comienzan a dar vueltas y vueltas en su conversación que se convierte en palabrería inútil e innecesaria; nos volvemos locos buscando palabras para los halagos o para hacer una ostentación de nuestros méritos quedándose todo en pura vanidad.
¿No será así en cierto modo en lo que se nos quedan nuestras oraciones? Palabrería, vanidades, rutinas, palabras repetidas sin sentido porque están dichas muchas veces sin corazón son cosas que nos suceden con frecuencia. Muchas veces decimos no sabemos rezar, no sabemos como hacerlo y nos contentamos con ese rezo mecánico de repetición de oraciones. ¿Qué es lo que nos sucede?
Tendríamos que aprender a escuchar a Jesús, ver su oración y hacerla de verdad con su sentido; El además nos ha dicho que nos dejemos llevar por el Espíritu que anida en nuestro corazón y como nos diría luego san Pablo El pone en nosotros aquellas palabras que nosotros no sabemos decir. Pero es que además Jesús nos ha enseñado a orar.
Nos ha enseñado a orar porque nos ha enseñado a disfrutar del amor de Dios, a gozarnos de su presencia llena de amor en nuestra vida. Nos ha enseñado la palabra más importante, porque nos ha enseñado a llamarle Padre. Ahí está el centro de todo, de lo que ha de ser nuestra oración verdadera, gozarnos al sentirnos amados de Dios, gozarnos al sentirnos hijos, gozarnos de poderle llamar Padre. Lo demás vendrá como una consecuencia. Cuando nos encontramos con el amor, sobran las palabras. Cuando nos sentimos amados de Dios no tenemos que hacer otra cosa que disfrutar de ese amor correspondiendo con nuestro amor aunque esté lleno de imperfecciones y limitaciones.
La oración tiene que ser siempre alegría y esperanza. Porque confiamos en su amor sabemos que aunque seamos limitados e imperfectos – bien nos conoce Dios – El sigue amándonos siempre, sigue contando con nosotros, sigue regalándonos su amor.
Y le decimos Padre, saboreando bien esa palabra, y estamos diciéndole que sí, que le amamos, y que aunque nos cuesta queremos hacer siempre su voluntad, y que queremos siempre su gloria, y que sabemos que podemos contar con El porque El nunca nos abandona, que nunca nos vamos a sentir solos y en nuestra debilidad siempre vamos a contar con su fuerza, y que igual que le pedimos perdón por todas esas veces que fallamos y no somos fieles al mismo tiempo también queremos ser generosos en nuestro amor y nuestro perdón a los que nos hayan ofendido.
No rebusquemos palabras, nos estemos haciendo listas de méritos, sepamos dar gracias por su amor y gocémonos en su amor. Digámosle con toda la fuerza de nuestro amor, ¡Padre!

lunes, 15 de febrero de 2016

Solo por el camino del amor por encima de todo encontraremos a Dios y nos llenaremos de Dios

Solo por el camino del amor por encima de todo encontraremos a Dios y nos llenaremos de Dios

Levítico 19,1-2.11-18; Sal 18; Mateo 25,31-46

Es por el camino del amor por encima de todo por donde encontraremos a Dios y nos llenaremos de Dios. Es el amor de Dios que se nos revela y es en la vivencia del amor donde podremos alcanzar el misterio de Dios.
Igual que decimos que no hay vida en plenitud si no somos capaces de amar, porque para eso estamos hechos, no podremos alcanzar la plenitud de la vida que es Dios si no es por ese camino del amor. Solo cuando somos capaces de darnos a nosotros mismos, porque trascendemos hacia los otros, porque trascendemos hacia Dios podremos llegar a conocer y vivir a Dios.
Cuando vivimos encerrados en nosotros siendo incapaces de amar, de darnos, de salir de nosotros, es a nosotros mismos a quien ponemos sobre el pedestal como centro en torno al que gravite todo, nos endiosamos. Es la tentación ya del jardín del Edén por donde el maligno tentó al hombre, ‘seréis como dioses’, y el hombre huyó de Dios, no podía vivir con Dios.
Pero cuando encontremos ese amor verdadero que nos llevará a encontrarnos con Dios es cuando más grandes seremos, cuando podremos de verdad alcanzar toda nuestra dignidad y toda nuestra plenitud, cuando podremos aprehender a Dios, conocer y poseer a Dios.
¿Qué nos ha dicho hoy Jesús en el Evangelio? ‘Venid vosotros, benditos de mi Padre, a poseer el Reino, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’.  ¿Por qué podemos heredar el Reino, poseer el Reino o lo que es lo mismo poseer a Dios, vivir en la plenitud de Dios? Porque amamos. Es lo que nos explica Jesús con toda la alegoría del juicio final.
Es lo mismo que nos decía la primera lectura del libro del Levítico. ‘Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’. Ser santos como Dios es vivir la misma vida de Dios, es ese conocer a Dios poseyendo a Dios, llegando a la plenitud de Dios, a la Sabiduría de Dios. Pero ¿qué es lo que hay que hacer? Nunca hacer daño a los demás, nunca hacer el mal. El texto del Antiguo Testamento usa expresiones negativas, prohibiciones, pero que a la larga son el mandato de amar, porque quien ama de verdad nunca hará daño a los demás.
Amamos y tenemos nuestro corazón siempre abierto a los demás; amamos y compartimos y obramos con justicia con nuestro prójimo; amamos y queremos hacer felices a los demás alejándoles de todo sufrimiento; amamos y nos hacemos uno con el prójimo para sentir como nuestras sus necesidades y sus dolencias; amamos y llevamos el pan y el vestido, y el acompañamiento y el caminar juntos, y el consuelo y la esperanza.
Y en ese amor estamos llenándonos de Dios, estamos aprendiendo también a amar con un amor como el de Dios. Conocer a Dios no es solo un pensamiento de nuestra mente sino una vivencia que llevamos en el corazón. Conocer a Dios no es solo descubrirle en la inmensidad del universo, sino sentirle caminando a nuestro lado en ese hermano con el que compartimos nuestra vida. Conocer y amar a Dios no es solo dirigirle con nuestras palabras un cántico de alabanza a su inmensidad y a su poder, sino cantar la gloria del Señor cuando hacemos que el hermano que sufre a nuestro lado está recibiendo nuestro consuelo y nuestro amor.
Hagamos que en verdad podamos heredar el Reino de Dios, podamos conocer a Dios, podamos poseer en plenitud a Dios y llenarnos de Dios, podamos sentirnos en verdad inundados del amor de Dios.

domingo, 14 de febrero de 2016

Un momento para detenernos, mirar nuestra vida con sinceridad y valentía en las desviaciones que sufrimos y levantar nuestra mirada a la Palabra de Dios que es la luz que nos guía

Un momento para detenernos, mirar nuestra vida con sinceridad y valentía en las desviaciones que sufrimos y levantar nuestra mirada a la Palabra de Dios que es la luz que nos guía

Deuteronomio 26, 4–10; Sal 90; Romanos 10, 8-13; Lucas 4, 1-13
Hay preguntas que de una forma o de otra siempre están presentes en la vida de todo ser humano. Preguntas que nos hacemos con mucha intensidad quizá en la juventud cuando nos estábamos abriendo a la vida, pero que nos seguiremos haciendo en nuestra madurez y que nos son necesarias para que no erremos nuestros caminos, para que encontremos un verdadero sentido a nuestra existencia, para revisar y renovar continuamente nuestros propósitos si acaso estamos en peligro de olvidarlos.
Qué somos, a dónde vamos, qué buscamos, que sentido y valor tiene lo que hacemos y vivimos, cuál es la meta de la vida, qué hacemos y qué frutos podemos presentar en nuestras manos a lo largo o al final de nuestra existencia.
La vida no es un vacío, tampoco nos quedamos en la materialidad de lo que hacemos con nuestras manos, no nos quedamos en el momento presente como si fuera el objetivo alcanzado, aunque somos conscientes del valor de cada paso que damos, buscamos una trascendencia que no es solo dejar un buen recuerdo de nuestro paso,  sino que ansiamos una plenitud que va más allá, como tampoco nos quedamos en el aplauso pasajero que nos puedan dar porque sería solo vanidad.
Aunque con la madurez que vamos adquiriendo en la vida vamos encontrando respuestas a todo eso que nos preguntamos y de alguna manera podemos ir teniendo claro poco a poco ese sentido de nuestro vivir, sin embargo muchas veces podemos caer en errores, quedarnos en lo pasajero sin buscar trascendencia de verdad a lo que hacemos, o simplemente buscar la satisfacción pronta de nuestros elementales deseos perdiendo la verdadera intensidad de nuestra vida.
Son las tentaciones, llamémoslas así, que nos van apareciendo que nos pueden hacer tan materialistas que solo buscamos la ganancia del momento presente, tan sensuales que evitemos todo esfuerzo de superación y solo pensemos en disfrutar de la manera que sea del momento presente, o tan vanidosos que nos busquemos constantemente el aplauso de los que nos rodean llenándonos de vanidad y terminando por subirnos a los pedestales de nuestro orgullo o de nuestra arrogancia.
Nuestra madurez humana y cristiana no nos tendría que dejar caer por esas pendientes abismales, pero muchas veces nos cegamos o hay un mal que nos rodea y nos asfixia arrastrándonos por caminos que no hubiéramos deseado caminar. Son los errores y los tropiezos que vamos teniendo en nuestra vida tantas veces a los que tenemos que enfrentarnos con sinceridad y con valentía para superar esos malos momentos, para darle ese verdadero sentido trascendente a nuestra vida, para buscar una espiritualidad que nos haga fuertes frente a las tentaciones, para caminar ese camino que como creyentes en Jesús hemos escogido cuando hemos hecho opción por Cristo y su Evangelio del Reino de Dios.
Hemos emprendido hace pocos días el camino de la Cuaresma que nos conduce y nos prepara para celebrar la Pascua. Es un camino que nos ayuda a esa renovación que necesitamos en nuestra vida, un camino donde nos repetimos esas preguntas de siempre pero tratando de encontrar en el evangelio esa respuesta y esa fuerza que necesitamos para vivir con integridad nuestra vida cristiana. Y es la Palabra de Dios que la liturgia día a día nos va ofreciendo, y son todos los signos de la Cuaresma los que nos harán encontrar esa luz y esa gracia que necesitamos.
La cuaresma sigue su ritmo con toda sabiduría. Nos irá ayudando a adentrarnos allá en lo más hondo de nosotros mismos para ver la realidad de nuestra vida, pero al mismo tiempo nos hará levantar la mirada hacia lo alto para contemplar y para escuchar a Jesús, verdadera vida de nuestra vida. Y en un primer paso en este primer domingo de la cuaresma nos presenta la liturgia el episodio de las tentaciones a las que también Jesús se vio sometido allá en el desierto antes de comenzar su vida pública.
Tentaciones expresadas en esa invitación a convertir las piedras en pan para saciar el hambre después de los cuarenta días de ayuno,  pero expresadas también en ese aplauso que recibía el que caía del pináculo del templo sin que nada le pasara porque los ángeles de Dios no dejarían que su pie tropezara con ninguna piedra, y expresada también en ese poder y dominio sobre toda la creación pero desde la adoración del maligno que lo tentaba. Materialismo, milagro fácil, manipulación de los sentimientos religiosos para conseguir sus propios fines, idolatría cuando dejamos que cosas o sentimientos ocupen el lugar de Dios en nuestra vida, son formas también de expresar lo que podían significar aquellas tentaciones. 
Pero en ellas podemos ver reflejada nuestra vida con sus preguntas y sus equivocadas respuestas, con la pérdida de un sentido o la forma como nos dejamos arrastrar muchas veces por las circunstancias, con nuestras vanidades buscadas interesadamente o con nuestros orgullos que nos levantan en pedestales haciéndonos creer que somos poco menos que dioses.
Lo importante es que ahora nos detengamos a reflexionar buceando en la Palabra de Dios esa respuesta y ese verdadero sentido de nuestra vida. Es a lo que nos está invitando el camino que la iglesia nos ofrece en esta cuaresma que estamos iniciando. Que en verdad la Palabra de Dios sea nuestro alimento, la luz que nos guíe y nuestra fortaleza.