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sábado, 16 de noviembre de 2013

Orar siempre sin desanimarnos porque oramos a Dios que es Padre que nos ama

Sab. 18, 14-16; 19, 6-9; Sal. 104; Lc. 18, 1-8
‘Para explicar Jesús a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso una parábola’. Recientemente hemos escuchado esta parábola y este texto y lo hemos meditado. Sin embargo siempre la Palabra de Dios es Evangelio para nosotros, tiene una Buena Nueva que comunicarnos, que decirnos. Con fe la escuchamos y la meditamos abriendo nuestro corazón para lo que hoy y ahora el Señor quiere comunicarnos, quiere decirnos.
Fijémonos en la razón que da el evangelista del por qué de la parábola que propone Jesús con el testimonio de la pobre viuda que suplica una y otra vez ante aquel juez injusto. Nos dice el evangelista que para que aprendamos ‘a orar siempre sin desanimarnos’. ¿Es que podríamos tener esa sensación o esa tentación en una verdadera oración al Señor? Jesús nos conoce bien y conoce las flaquezas de nuestro espíritu; como nos dirá en otra ocasión estaremos prontos, deseosos, pero muchas veces nos puede la debilidad, ‘la carne es débil’.
Podemos desanimarnos, es cierto, cansarnos, no perseverar ni ser constantes. ¿Por qué? Podríamos preguntarnos. Empezaríamos por decir porque muchas veces nuestra fe es débil. Si fuéramos en verdad conscientes de a quién oramos, pensamos que estamos dirigiéndonos a Dios que es Padre bueno que nos ama siempre, seguro con mayor confianza y seguridad nos dirigiríamos a El. Quien ama tiene siempre el corazón abierto a quien es objeto de su amor. Así es Dios con nosotros, tenemos que empezar por reconocer.
Y ha de ser también la actitud y la postura con que nos acercamos a Dios; nos acercamos a El con un corazón lleno de amor, un corazón, entonces, abierto a Dios, deseoso de Dios, cuyo apoyo más fuerte es ese amor de Dios que siente en sí mismo. Por eso, como tantas veces decimos, cómo tenemos que avivar nuestra fe, cómo tenemos que fortalecer nuestra fe.
Contando con esa debilidad de nuestra surgirán, claro está, nuestros cansancios, nuestras rutinas, la frialdad con que nos dirigimos a Dios casi muchas veces de una manera mecánica. Por eso será tan importante que lo primero que hagamos cuando nos acercamos a Dios para nuestra oración es ese acto de fe en su presencia y en su amor. Desde ese acto de fe nos centraremos de verdad en el Señor y nada tendría que distraernos ni enfriarnos. Recordamos que Jesús nos decía que cuando fuéramos a orar nos retiráramos al cuarto interior, que no solo es un hecho físico o local, que también, sino ese entrar en nuestro interior para centrar nuestra fe, nuestro corazón, nuestra fe y nuestro amor en el Señor.
Es algo que hemos de cuidar entre todos, porque cuando estamos en una celebración entre todos hemos de crear ese ambiente propicio para la oración y para la celebración. No solo es que estemos allí en aquel lugar donde vamos a celebrar juntos, sino que realmente nos ayudemos unos a otros para que nada nos distraiga de ese encuentro vivo que hemos de tener con el Señor en nuestra oración o en nuestra celebración.
Desde esa fe y desde ese amor que queremos vivir con toda intensidad surgirá esa oración confiada al Señor. Nos ponemos en sus manos con la confianza en su amor que siempre nos escucha. Por eso en nuestra oración, en la insistencia o en la perseverancia de nuestra oración estaremos repitiendo una y otra vez ese acto de fe y de amor que nos sale de lo más hondo del corazón. Cuando amamos de verdad a alguien con qué confianza y con qué seguridad nos sentimos a su lado. Si amamos de verdad no desconfiaremos nunca. Así nosotros con el Señor en nuestra oración. Toda nuestra confianza para el Señor porque todo nuestro amor será siempre para El.

Pidamos que nos llene y nos inunde de su Espíritu que es el que nos enseñará a orar de verdad y el que orará en nuestro interior con la mejor plegaria, con el más puro amor. Es el Espíritu que nos llena de amor y nos hace hijos, es el Espíritu que clamará en nuestro interior para que podamos decirle a Dios, la más hermosa de las palabras, Padre. 

viernes, 15 de noviembre de 2013

Que se nos abran los ojos de la fe para descubrir el hondo sentido de nuestra vida

Sab. 13, 1-9; Sal. 18; Lc. 17, 26-37
‘Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del Hombre’. Hemos de reconocer que el texto del evangelio hoy nos deja desconcertados e inquietos. Pudiera parecer que se han cargado todos los tintes negros.
¿De qué nos está hablando Jesús? ¿De la sorpresa y desconcierto que se produce en nosotros cuando nos suceden cosas desagradables? ¿Nos está hablando el momento final de la historia, del final del mundo donde podría parecer que todo acaba en una catástrofe que todo lo destruye?  ¿Nos está hablando del final de nuestros días que bien sabemos, aunque nos lo queramos ocultar o al menos  no pensar en ello, que no sabemos cuando sucederá y nos va a coger desprevenidos? ¿Nos estará hablando el Señor de cómo quiere llegar a nuestra vida en cualquier momento y a la hora que menos lo pensemos y esto es una llamada del Señor a estar preparados?
Muchas preguntas quizá nos podremos hacer ante lo que escuchamos hoy en el evangelio. Pero bien sabemos que en la vida nos suceden cosas así, de forma imprevista y que también en muchas ocasiones, como se suele decir hoy, nos dejan descolocados, o desconcertados como decíamos al principio. Puede ser la muerte repentina de alguien cerca de nosotros y quizá estaba en la flor de la vida; puede ser un accidente repentino en el que unos mueren y quizá a otros a su lado no les ha pasado nada; puede ser una catástrofe, como vemos muchas veces en las noticias como ahora mismo que se nos habla de lo sucedido en Filipinas, y nos preguntamos por qué suceden allí estas cosas y no suceden aquí; una enfermedad que afecta a una persona a la que nos parecía ver rebosante de salud pero que de la noche a la mañana la vemos consumirse en un terrible cáncer o cualquier otra enfermedad. Y así tantas cosas.
También ante todo eso nos podemos hacer muchas preguntas: por qué le sucedió a él y a mí no; qué nos vale la vida o de qué nos valen esas cosas que quizá con tanto trabajo habíamos acumulado y ahora tenemos que dejarlas atrás porque no nos sirven para nada en el momento presente y con lo que nos sucede. Y quizá podemos darnos cuenta de lo que vale de verdad y lo que es verdaderamente importante en la vida; o quizá pudiera ser que nos angustiáramos y perdiéramos la esperanza. Podríamos reaccionar de muchas maneras.
Nos preguntábamos al principio qué nos quería decir Jesús con sus palabras que hemos escuchado hoy en el texto del evangelio y luego nos hemos seguido haciendo en nuestros desconciertos o nuestra desorientación muchas preguntas. En medio de lo que Jesús recordaba que sucedió en tiempos de Noé con el diluvio o con Lot en Sodoma cuando fueron destruidas aquellas ciudades, aparecía repetido como una muletilla: ‘Así sucederá cuando se manifieste el Hijo del Hombre’. Y nos hablaba de no preocuparnos de las cosas que podríamos dejar en casa, y nos hablaba de perder la vida para ganarla.
¿Será que nos quiere hacer que pensemos en lo que verdaderamente tiene valor en nuestra vida? ¿No nos estará hablando de la esperanza que hemos de tener de ese encuentro con el Señor que viene a nuestra vida y para lo que hemos de estar preparados porque no sabemos cuando será ese momento?
También hemos de contemplar cuanto sucede a nuestro alrededor, y lo que mencionábamos antes era solo una muestra, para saber leer la vida con ojos de fe y descubrir al Dios del amor que está detrás de cuanto sucede porque siempre hay una llamada de amor que el Señor continuamente nos está haciendo y a la que hemos de saber responder. Esa lectura con ojos de fe de cuanto nos sucede ha de ser precisamente lo que nos ha de distinguir como creyentes.
Y no solo porque pensemos en el final de nuestra vida, para lo cual claro que hemos de estar preparados si vivimos con total trascendencia nuestra existencia, sino porque el Señor continuamente nos está haciendo esas llamadas de amor para que seamos fieles, para que pongamos más amor en nuestra vida, para que sepamos encontrar ese sentido profundo de las cosas precisamente desde esa fe que tenemos en El, para que nos dejemos iluminar por el evangelio.
No ceguemos los ojos del alma; despertémonos a esa fe que tiene que animar nuestra vida y darle profundo sentido a cuanto hacemos y vivimos. Seguro que no viviríamos de forma tan materialista como muchas veces vivimos; seguro que le sabremos dar el justo valor a las cosas de las que nos valemos en la vida de cada día y nunca nos dejaríamos esclavizar por apegos del corazón a las cosas que tienen el peligro de convertirse muchas veces en ídolos de nuestra vida.

Que el Señor nos conceda ese Espíritu de Sabiduría que nos haga admirar de verdad las maravillas del amor de Dios que El va realizando en nuestra vida de cada día.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Reconozcamos que el Reino de Dios está dentro de nosotros

Sab. 7, 22-8, 1; Sal. 118; Lc. 17, 20-25
‘Unos fariseos le preguntaban cuando iba a llegar el Reino de Dios’. Una pregunta que puede resultar interesante. Jesús venía hablando continuamente del Reino de Dios. Fue su primer anuncio invitando a la conversión porque llegaba el Reino de Dios. ‘Convertios y creed en la Buena Noticia. Está cerca el Reino de Dios’, anunciaba Jesús. Pero a lo largo del Evangelio continuamente sigue hablando del Reino de Dios que nos explica en parábolas y que va realizando señales de cómo se realiza y cómo hemos de comprender el Reino de Dios.
Ellos no terminaban de comprender las palabras de Jesús, porque además había un rechazo, sordo en ocasiones y de manera abierta y directa en otros momentos, contra la persona de Jesús. Ellos quería ver ese Reino de Dios que Jesús les anunciaba y ver en qué cosas concretas se realizaba. Por eso preguntan.
Pero además cuando oían hablar del Reino en sus mentes lo que ellos tenían era el esplendor de tiempos pasados del Reino de Judá y de Israel y la esperanza que tenían en el Mesías que esperaban era de que iba a ser el que había de restaurar aquel antiguo reino de esplendor que habían vivido sus antepasados y que ahora no podían vivir porque estaban sometidos a poderes extranjeros. La liberación de que les hablaba Jesús recogiendo el sentir de los profetas era entendido por ellos de manera distinta a la liberación que Jesús quería realizar para el hombre, pero hombre entero.
Recogiendo algunos anuncios de algunos profetas esperaban una restauración del Reino de Israel bajo formas espectaculares y con grandes signos y señales de poder humano. Pero no era ese el anuncio que Jesús hacía. No era ese el Reino de Dios del que Jesús hablaba y anunciaba.
Les dirá que no hay que buscarlo con esos signos espectaculares; de esa manera no se realiza el Reino de Dios. No habrá que correr de acá para allá porque nos anuncien apariciones o cosas extrañas en este lugar o en aquel, porque el Reino de Dios tenemos que buscarlo de forma distinta. ‘Mirad, les dice, el Reino de Dios está dentro de vosotros’.
Recordemos que lo comparaba con una pequeña semilla sembrada en tierra y que habría de germinar silenciosamente en el interior de la tierra para que pudiera brotar y dar fruto; nos hablaba de un puñado de levadura que se oculta y mezcla en la masa para hacerla fermentar y darnos buen pan; nos hablaba de señales y signos con lo que habría de manifestarse a la manera de un banquete donde todos están invitados y donde todos van a participar sintiendo una nueva hermandad y comunión.
Y todo eso se tiene que realizar en el corazón del hombre. Esas señales que se nos dan nos estarán manifestando cómo se va transformando el corazón del hombre desde el momento en que ponemos a Dios como centro de nuestra vida y comenzará una nueva relación con Dios, pero comenzará también un nuevo estilo y sentir en relación con los que nos rodean a los que ya tenemos que amar porque los sentimos hermanos. Y cuando vayamos realizando todo eso en nosotros, todo eso que Jesús a lo largo del evangelio nos ha ido enseñando, estará viniendo el Reino de Dios a nosotros, estará haciéndose presente en nuestro mundo a través de nuestras nuevas actitudes, a través de nuestro nuevo actuar.
Y no podremos decir que está aquí o está allá, porque esa transformación de los corazones, esa nueva iluminación de la vida de los hombres se irá contagiando de unos a otros y se ira extendiendo más y más para querer abarcar a todos los hombres igual que la luz de un relámpago a todos nos ilumina al instante estemos donde estemos. Y todo eso  nos llenará de esperanza porque un día podremos vivirlo en plenitud.
Y no temeremos que haya momentos en que nos sea duro o difícil porque esa transformación muchas veces puede ser dolorosa por las cosas de las que tenemos que arrancarnos, pero es que miramos a Jesús el que para llevar a plenitud el Reino de Dios pasó por la pascua, pasó por la pasión y la muerte, pero con la culminación de la victoria de la resurrección.

No querremos andar nosotros confundidos buscándolo de acá para allá porque sabremos sentir que el Reino de Dios está en nosotros  cuando llenemos nuestro corazón de amor y de paz y ese amor y esa paz seamos capaces, en el nombre del Señor, de trasmitirla a los demás. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Un encuentro con Jesús que nos lleve a reconocer que es nuestro Salvador

Sab. 6, 2-12; Sal. 81; Lc. 17, 11-19
Todo el camino de Jesús por la vida es un encuentro con la miseria humana, un triunfo de su misericordia y su poder sobre el mal, movido por la fe y la obediencia a su Palabra. Es Emmanuel, Dios con nosotros, Dios que camina a nuestro lado, viene a nuestro encuentro derrochando su amor y su misericordia sobre nosotros. Le hemos de acoger con fe y, ahí está la maravilla, en el encuentro con El ha de crecer esa fe y se han de suscitar en nosotros deseos verdaderos de salvación.
El encuentro del Señor con nosotros produce el milagro de la gracia, porque nuestro corazón se siente inundado de su amor, pero hemos de saber tener ojos atentos, corazón abierto de verdad, para que lleguemos a descubrir y sentir toda la salvación que nos ofrece. En ese encuentro con el Señor puede producirse el hecho milagroso y extraordinario en que nos veamos escuchados en eso primero que le pedimos, muchas veces quedándonos en pedirle por nuestra salud o por la solución de esos problemas primarios que nos aparecen en nuestra vida.
Pero ha de ser otro el milagro que se ha de producir en nuestro corazón y es que deseemos en verdad alcanzar su salvación. Nos pudiera suceder que nos quedamos en el milagro de la salud de nuestro cuerpo y de la curación incluso de nuestras enfermedades o de la solución de esos problemas humanos que tengamos, pero no lleguemos a alcanzar la salvación. Es lo que el Señor nos ofrece, pero algunas veces podemos estar cegados y no dar ese paso para llegar a reconocer en verdad que Jesús es nuestra salvación, nuestro único Salvador.
Nos sucede tantas veces en las expresiones de nuestra religiosidad que no damos el paso profundo a vivir la salvación que nos llegue a transformar por dentro nuestra vida. Acudimos al Señor con la intercesión de la Virgen rogándole por nuestras necesidades y/o nuestros problemas o la de aquellos que queremos; nos vemos beneficiados con esa gracia del Señor, porque sentimos que nuestra oración ha sido escuchada y nos hemos visto liberados de esos males, pero aunque luego quizá le ofrecemos un ramo de flores a la Virgen o tenemos un momento de religiosidad, sin embargo no damos el paso más allá para llegar a vivir plenamente el sentido del evangelio que ha de impregnar toda nuestra vida cristiana. Muy devotos de nuestras devociones del fervor quizá de unos momentos, pero luego nuestras actitudes y nuestras posturas en la vida muy distantes del evangelio y del sentir de Cristo.
Lo estamos viendo en el evangelio de hoy. ‘Iba Jesús camino de Jerusalén y pasaba entre Samaría y Galilea…’ hemos escuchado. Y unos leprosos - diez en concreto nos dice el evangelista - le gritan desde lejos: ‘Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros’. Conocían bien lo que era el amor y la misericordia de Jesús porque hasta ellos habría llegado la noticia de tantos que eran curados por la palabra de Jesús. Jesús les manda a presentarse a los sacerdotes para que cumplan lo prescrito cuando un leproso ha sido curado; lo hemos comentado muchas veces. ‘Mientras iban de camino, quedaron limpios’.
Ahora viene el momento importante y que nos tiene que hacer reflexionar. Se ha hecho presente la misericordia y la compasión del Señor y aquellos hombres ven sus cuerpos limpios de la lepra, se han curado. Pero uno se vuelve a Jesús. Reconoce que en él se ha obrado algo grande y maravilloso y se despierta una fe más honda en su corazón para reconocer a Jesús como Salvador. ‘Se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias’. Estaba reconociendo el poder de Jesús; estaba reconociendo la salvación que llegaba a su vida, y que era más que la curación de su cuerpo, por la Palabra de Jesús.
Ya escuchamos las palabras de Jesús. ‘¿No han quedado limpios los diez? ¿No eran diez los que se habían curado?... solo éste extranjero ha vuelto para dar gloria a Dios’. Y fijémonos en la palabra de Jesús. ‘Levántate, vete; tu fe te ha salvado’. Todos se habían curado. Solo éste alcanzó la salvación. Creyó en Jesús como su Salvador. El había dado el paso. Ahora vivía también la salvación de Jesús en su vida.

Que no nos ceguemos nosotros; que se nos abran los ojos del alma para reconocer en verdad que Jesús es nuestro salvador. Recordamos aquella confesión de fe de Marta antes de la resurrección de Lázaro: ‘Yo creo que tú eres el Mesías, el que tenía que venir al mundo’. Que así proclamemos nuestra fe en Jesús como nuestro Salvador, pero no sólo con palabras sino con toda nuestra vida. Que podamos sentir también esa palabra de Jesús: ‘Tu fe te ha salvado’.

martes, 12 de noviembre de 2013

Dos valores que se pudieran estar perdiendo: la gratuidad y el sentido del deber

Sab. 2, 23-3, 9; Sal. 33; Lc. 17, 7-10
Algunas veces mirando con ojos observadores lo que sucede en nuestro entorno, fijándonos en las actitudes de muchas veces o las razones o motivaciones que manifiestan para hacer las cosas, da la impresión que de todo lo que hacemos queremos sacar una ganancia extra. Nada se hace muchas veces gratuito sino que por todo nos mueve un interés de un beneficio que podamos obtener.
Muchas veces pareciera que lo de la gratuidad haya desaparecido de nuestro vocabulario o de nuestra manera de actuar, porque incluso de aquello que tendríamos que hacer por deber y responsabilidad queremos también obtener un beneficio. Gratuidad y cumplimiento del deber parecieran cosas olvidadas en muchas ocasiones.
Siempre recuerdo una anécdota que me contaba un sacerdote; era capellán de un centro sanitario y tenía la costumbre de repartir unas estampas o tarjetas por navidad o por pascua para felicitar a la gente que estaba allí hospitalizada; me contaba que en más de una ocasión alguna persona se la rechazaba porque decía que no tenía dinero suelto para darle algo por aquella tarjeta, o en otras ocasiones enseguida la persona comenzaba a buscar en el monedero una monedas para darle algo. No entendían que aquello era una felicitación y una felicitación es un buen deseo que no hay que corresponder pagando. No entendían que fuera algo gratuito lo que le estaban dando.
Creo que es algo que nos puede ayudar a reflexionar en torno a este evangelio que hemos escuchado. Jesús pone el ejemplo de la persona que está al servicio de aquel señor y que cuando termina de realizar sus servicios, sus trabajos sencillamente dice: ‘Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’.
Es el cumplimiento de unas responsabilidades o deberes de lo que simplemente hemos de sentir la satisfacción del deber cumplido y nos buscar interesadamente que por aquello que es nuestra obligación tengamos que tener un beneficio extra. Parece que siempre estuviéramos con la mano tendida para alcanzar algo. No quita, por supuesto, la necesaria gratitud de quien ha recibido ese servicio, por ejemplo en razón de la función pública que aquel servidor realiza. Pero ya sabemos a donde nos está conduciendo este mundo de corrupción en el que vivimos. Cuántas cosas oímos continuamente en este sentido. Siempre hay que dar algo extra para conseguir lo que quizá por derecho nos corresponde.
Y está por otra parte la satisfacción de aquel que es generoso y servicial y está siempre dispuesto a ayudar, a prestar un servicio, a tender una mano con total generosidad y altruismo. Es la gratuidad de la que antes hablábamos, porque lo que motiva esos servicios que podamos prestar a los demás es el amor, el amor que contemplamos resplandecer en Jesús por nosotros.
¿Cómo es ese amor que Dios nos tienes? El amor de Dios es siempre un amor gratuito. Nos ama porque nos lleva en su corazón desde antes de la creación del mundo, desde toda la eternidad. Nos ama porque quiere considerarnos sus hijos y así nos levanta y nos llena siempre de nueva dignidad. No olvidemos que la palabra que utilizamos para expresar lo que el Señor nos regala con su amor es ‘gracia’, es el don gratuito del amor de Dios que nos hace partícipes de su vida para hacernos sus hijos, que nos llena de la fuerza del Espíritu, que está con nosotros siempre. Esa gracia, ese regalo del amor de Dios, que nos enseña a vivir nosotros también en gracia, en actitud siempre de gratuidad, de amor generoso para los que nos rodean.

Rescatemos esos dos conceptos, esos valores para nuestra vida: gratuidad y sentido del deber. Son unas relaciones basadas en la justicia y en el amor.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Porque seguir a Jesús no es cosa fácil le pedimos: Auméntanos la fe

Sab. 1, 1-7; Sal. 138; Lc. 17, 1-6
‘Los apóstoles le pidieron al Señor: Auméntanos la fe’. Querían los discípulos creer en Jesús. Queremos creer en Jesús. Hay ocasiones en que parece que las cosas se nos oscurecen, se nos oscurece la fe. No es que no tengamos fe en el Señor, pero nos cuesta creer. Nos cuesta creer cuando quizá vemos que lo de creer no es solo cuestión de palabras o de buena voluntad. No es solo cuestión de aceptar unas ideas o de la realidad de la existencia de Dios. Es mucho más. Es mucho más porque implica nuestra vida.
Cuando nos damos cuenta de que la fe nos compromete. Nos exige algo distinto y superior. Con la fe, podíamos decir que andamos en otra órbita. Nos exige unas posturas distintas, una nueva forma de actuar. Tiene sus exigencias también en el sentido que le damos a las cosas y en la valoración moral de las mismas. Le pedimos al Señor también como los discípulos: ‘Auméntanos la fe’.
Fijémonos en el momento en que hoy los apóstoles le hacen esta petición al Señor. Ha venido hablando Jesús de la gravedad del escándalo, de la gravedad que significa poner en peligro la fe de los demás, de la gravedad de que por nuestras actitudes y posturas, de nuestra manera de actuar estemos arrastrando a los demás, y en especial a los más pequeños y débiles, al pecado, a vivir una vida apartada de Dios.
Ha venido Jesús hablando también de la corrección fraterna cuando cometemos errores en la vida, y cómo en ese sentido, con nuestra corrección, con nuestras buenas palabras tenemos que ayudar a los demás, lo que no es nada fácil en muchas ocasiones; no es fácil porque quizá no sabemos encontrar palabras y momentos para hacerlo bien sin herir a nadie; no es fácil porque siempre cuesta la corrección que nos pueda hacer el hermano, aunque la haga con el mayor cariño del mundo.
Pero ha hablado Jesús de nuestra capacidad de comprensión y de perdón. El corazón de quien sigue a Jesús siempre ha de estar dispuesto a perdonar. El corazón de quien sigue a Jesús siempre tiene que estar rebosante de compasión y de misericordia. No nos podemos negar a perdonar, porque sería además encerrarnos en nosotros mismos y cuando no perdonamos nos estamos haciendo daño a nosotros mismos porque no vaciamos el corazón de los sentimientos malos del rencor, del resentimiento o de los deseos de venganza. Y Jesús nos dice que siempre que el hermano nos diga ‘lo siento’, siempre tenemos que nosotros ofrecer generoso perdón. ‘Si te ofende siete veces al día, y siete veces vuelve a decirte: lo siento, lo perdonarás’.
Recordemos el planteamiento que un día le había hecho Pedro de si hemos de perdonar hasta siete veces y la respuesta de Jesús. ‘Te digo que no solo siete veces, sino setenta veces siete’. Y esto no es algo que hagamos fácilmente y por nosotros mismos. Esto solo seremos capaces de hacerlo si nos llenamos del mismo espíritu de Jesús, si hacemos que nuestro corazón se parezca cada vez más al corazón lleno de misericordia de Dios.
Por esto, después de escuchar a Jesús estos planteamientos para nuestra vida, es cuando los apóstoles le piden: ‘Auméntanos la fe’. No es ahora pedir ese crecimiento en la fe para pedir milagros o cosas extraordinarias. Es pedir ese crecimiento en la fe para que lo que ha de ser nuestra vida desde ese seguimiento de Jesús y lo que nos enseña en el evangelio lo podamos realizar. Todo ha de ser fruto de la fe. Todo lo podremos realizar con la gracia del Señor.
Es lo que nosotros ahora queremos pedirle también. No son cosas las que le pedimos al Señor; no milagros o hechos extraordinarios. Es simplemente que se nos abran más y más los ojos del alma para ver esa acción de Dios y para descubrir y tener fuerzas para realizar el camino que Jesús nos va realizando. Que el Señor ponga en nuestros ojos, en los ojos del alma el colirio de la fe.

‘Señor, auméntanos la fe’.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, estamos llamados a la resurrección y la vida

2Mac. 7, 1-2.9-14; Sal. 16; 2Tes. 2, 16-3, 5; Lc. 20, 27-38
‘Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas’.
Es casi como un saludo, en el estilo de san Pablo en sus cartas; es un deseo profundo que nos llena de consuelo y de esperanza cuando nos sabemos así amados de Dios; es la constatación de que cuando nos sentimos consolados en la esperanza muchas pueden ser las cosas que nos sucedan aunque fueran dolorosas y llenas de muerte, pero nos sentimos seguros en esa fe que profesamos e impulsados aún con mayor ardor a vivirla con intensidad en cada momento de nuestra vida.
Es lo que podemos sentir en lo más hondo de nosotros mismos tras esta Palabra de vida que se nos ha proclamado en este domingo. Palabra que nos anuncia la vida y la vida para siempre; palabra viva de Dios que nos hace sentir el consuelo de la esperanza en la resurrección a la que todos estamos llamados, porque todos estamos llamados a participar para siempre de la vida de Dios. A eso nos lleva toda la Palabra de Dios que hoy se nos ha proclamado.
Está por una parte el testimonio de los jóvenes macabeos de la primera lectura. La esperanza que tienen puesta en Dios que es el Señor de la vida y que da vida para siempre a los que creen en El les hace soportar con valentía cualquier tipo de tormento aunque les lleve a la muerte y al martirio. Se sienten seguros en el Señor. Son hermosas las respuestas que van dando cada uno de los jóvenes macabeos al verdugo. La fidelidad al Señor está por encima de todo y están dispuestos a morir, porque ‘el Señor del universo nos resucitará para una vida eterna… vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará…’
Es una esperanza firme en la resurrección que ya nos encontramos en el Antiguo Testamento, aunque, como veremos en el evangelio, por allá andan los saduceos negando la resurrección. Pero en el evangelio encontramos una confesión así de fe en la resurrección en la respuesta que Marta le dará a Jesús cuando tras su queja por no haber estado allí en su enfermedad, Jesús le anuncie que su hermano resucitará. ‘Tu hermano resucitará’, le dice Jesús. A lo que ella replicará: ‘Sé que resucitará en la resurrección del último día’. Ahí se manifiesta esa convicción de la resurrección.
Pero Jesús quiere hablarle de un sentido más profundo de resurrección cuando creemos en El. Jesús le dirá: ‘Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre’. Entonces Marta hará una profesión de fe mucho más profunda porque pone toda su fe en Jesús, el que es la resurrección y la vida, el que viene a traernos la vida y la salvación.
En el evangelio que hoy se nos ha proclamado escuchamos las pegas de los saduceos a la fe en la resurrección - ya decíamos antes que negaban la resurrección - partiendo de la ley del levirato en relación a lo que había de hacerse cuando un hombre moría sin descendencia. Los saduceos pretenden llevar la casuística hasta el extremo, pero Jesús no quiere entrar en sus juegos sino dejarnos la afirmación de que, por una parte, la vida eterna no la podemos contemplar desde medidas y aspectos terrenos - ‘los que sean juzgados dignos de la resurrección de entre los muertos, no se casarán’, les dice Jesús -, y por otra parte de que ‘Dios es un Dios de vivos y no de muertos; porque para El todos están vivos’; es el Señor de la vida que quiere vida para siempre para nosotros, como ya nos expresara en el diálogo previo a la resurrección de Lázaro, como hemos comentado.
Creemos en Jesús y creemos en su palabra. Y porque a El le contemplamos resucitado de entre los muertos, sabemos que estamos llamados a resucitar con El, a vivir su misma vida. ‘Para eso vivió y murió Cristo, para ser Señor de vivos y muertos’, como diría san Pablo en otro lugar. Y el Señor de la vida a nosotros nos llama a la vida. ‘Porque, como antes recordamos, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá’.
Y qué distinta se ve la vida, toda la existencia humana desde esta perspectiva de la resurrección. Nuestra vida no se queda truncada con la muerte, porque tenemos esperanza de resurrección y de vida eterna, estamos llamados a vivir nuestra plenitud total en Dios. Cuando muere una persona en la flor de la vida, ya sea un joven o una persona adulta pero aún de pocos años, sentimos pena y lástima porque pensamos que aquella vida con muchas esperanzas aun de futuro y de una realización de su vida con mayor plenitud se ha quedado truncada en esas esperanzas y no se ha visto plenamente realizada. Pero esos son nuestros planes y pensamientos humanos a los que damos quizá unos horizontes de unos pocos años, pero los planes y los pensamientos de Dios son distintos.
Esa vida no se ha quedado truncada sino que ha comenzado precisamente a vivir en una plenitud mayor, una plenitud de eternidad. Y esa es precisamente la esperanza que tiene que animarnos y que nos da sentido a lo que hacemos y a lo que vivimos. Desde esa trascendencia de la vida, desde esa esperanza de plenitud en Dios que es la mayor plenitud que podemos desear y alcanzar, nuestra vida, nuestras luchas, nuestros sueños y compromisos, todo lo que vamos realizando aquí tienen otro sentido y otro valor, que solo en Dios podemos encontrar.
Dios nos ha amado tanto y nos ha regalado el consuelo de la esperanza, recordábamos al principio en palabras de san Pablo, pues esa esperanza de vida en plenitud, esa esperanza de resurrección para vida eterna no nos desentiende de este mundo con sus luchas y trabajos, sino todo lo contrario; desde ese consuelo y desde esa esperanza, como nos decía el apóstol, nos sentimos consolados internamente, no sentimos fortalecidos internamente, sentimos la fuerza del Señor para toda clase de palabras y obras buenas, nos decía; nos sentimos fortalecidos internamente para trabajar con mayor ahínco por hacer este mundo en el que vivimos mejor; nos sentimos fortalecidos internamente para ir llenando de amor, de justicia, de paz, de autenticidad y verdad todo nuestro mundo, cada una de las cosas que hacemos, y nuestras mutuas relaciones, haciendo así un mundo mejor con la esperanza de todo eso solo en Dios podremos vivirlo en plenitud total.
 Demos gracias a Dios por ese amor, por ese consuelo, por esa esperanza. Démosle gracias a Dios porque en El nuestra vida tiene trascendencia y está llamada a la plenitud, a la resurrección, a la vida para siempre. Démosle gracias a Dios y sintámonos confortados interiormente porque en El encontramos un sentido que de otra manera nuestra vida no podría tener. Démosle gracias a Dios porque sentimos su fuerza en nosotros para hacer ese mundo nuevo y en el evangelio nos ha dejado el camino. Que el Espíritu del Señor llene nuestra vida y nos haga vivir para siempre en la plenitud total de Dios.