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miércoles, 13 de noviembre de 2013

Un encuentro con Jesús que nos lleve a reconocer que es nuestro Salvador

Sab. 6, 2-12; Sal. 81; Lc. 17, 11-19
Todo el camino de Jesús por la vida es un encuentro con la miseria humana, un triunfo de su misericordia y su poder sobre el mal, movido por la fe y la obediencia a su Palabra. Es Emmanuel, Dios con nosotros, Dios que camina a nuestro lado, viene a nuestro encuentro derrochando su amor y su misericordia sobre nosotros. Le hemos de acoger con fe y, ahí está la maravilla, en el encuentro con El ha de crecer esa fe y se han de suscitar en nosotros deseos verdaderos de salvación.
El encuentro del Señor con nosotros produce el milagro de la gracia, porque nuestro corazón se siente inundado de su amor, pero hemos de saber tener ojos atentos, corazón abierto de verdad, para que lleguemos a descubrir y sentir toda la salvación que nos ofrece. En ese encuentro con el Señor puede producirse el hecho milagroso y extraordinario en que nos veamos escuchados en eso primero que le pedimos, muchas veces quedándonos en pedirle por nuestra salud o por la solución de esos problemas primarios que nos aparecen en nuestra vida.
Pero ha de ser otro el milagro que se ha de producir en nuestro corazón y es que deseemos en verdad alcanzar su salvación. Nos pudiera suceder que nos quedamos en el milagro de la salud de nuestro cuerpo y de la curación incluso de nuestras enfermedades o de la solución de esos problemas humanos que tengamos, pero no lleguemos a alcanzar la salvación. Es lo que el Señor nos ofrece, pero algunas veces podemos estar cegados y no dar ese paso para llegar a reconocer en verdad que Jesús es nuestra salvación, nuestro único Salvador.
Nos sucede tantas veces en las expresiones de nuestra religiosidad que no damos el paso profundo a vivir la salvación que nos llegue a transformar por dentro nuestra vida. Acudimos al Señor con la intercesión de la Virgen rogándole por nuestras necesidades y/o nuestros problemas o la de aquellos que queremos; nos vemos beneficiados con esa gracia del Señor, porque sentimos que nuestra oración ha sido escuchada y nos hemos visto liberados de esos males, pero aunque luego quizá le ofrecemos un ramo de flores a la Virgen o tenemos un momento de religiosidad, sin embargo no damos el paso más allá para llegar a vivir plenamente el sentido del evangelio que ha de impregnar toda nuestra vida cristiana. Muy devotos de nuestras devociones del fervor quizá de unos momentos, pero luego nuestras actitudes y nuestras posturas en la vida muy distantes del evangelio y del sentir de Cristo.
Lo estamos viendo en el evangelio de hoy. ‘Iba Jesús camino de Jerusalén y pasaba entre Samaría y Galilea…’ hemos escuchado. Y unos leprosos - diez en concreto nos dice el evangelista - le gritan desde lejos: ‘Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros’. Conocían bien lo que era el amor y la misericordia de Jesús porque hasta ellos habría llegado la noticia de tantos que eran curados por la palabra de Jesús. Jesús les manda a presentarse a los sacerdotes para que cumplan lo prescrito cuando un leproso ha sido curado; lo hemos comentado muchas veces. ‘Mientras iban de camino, quedaron limpios’.
Ahora viene el momento importante y que nos tiene que hacer reflexionar. Se ha hecho presente la misericordia y la compasión del Señor y aquellos hombres ven sus cuerpos limpios de la lepra, se han curado. Pero uno se vuelve a Jesús. Reconoce que en él se ha obrado algo grande y maravilloso y se despierta una fe más honda en su corazón para reconocer a Jesús como Salvador. ‘Se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias’. Estaba reconociendo el poder de Jesús; estaba reconociendo la salvación que llegaba a su vida, y que era más que la curación de su cuerpo, por la Palabra de Jesús.
Ya escuchamos las palabras de Jesús. ‘¿No han quedado limpios los diez? ¿No eran diez los que se habían curado?... solo éste extranjero ha vuelto para dar gloria a Dios’. Y fijémonos en la palabra de Jesús. ‘Levántate, vete; tu fe te ha salvado’. Todos se habían curado. Solo éste alcanzó la salvación. Creyó en Jesús como su Salvador. El había dado el paso. Ahora vivía también la salvación de Jesús en su vida.

Que no nos ceguemos nosotros; que se nos abran los ojos del alma para reconocer en verdad que Jesús es nuestro salvador. Recordamos aquella confesión de fe de Marta antes de la resurrección de Lázaro: ‘Yo creo que tú eres el Mesías, el que tenía que venir al mundo’. Que así proclamemos nuestra fe en Jesús como nuestro Salvador, pero no sólo con palabras sino con toda nuestra vida. Que podamos sentir también esa palabra de Jesús: ‘Tu fe te ha salvado’.

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