Un encuentro con Jesús que nos lleve a reconocer que es nuestro Salvador
Sab. 6, 2-12; Sal. 81; Lc. 17, 11-19
Todo el camino de Jesús por la vida es un encuentro con
la miseria humana, un triunfo de su misericordia y su poder sobre el mal,
movido por la fe y la obediencia a su Palabra. Es Emmanuel, Dios con nosotros,
Dios que camina a nuestro lado, viene a nuestro encuentro derrochando su amor y
su misericordia sobre nosotros. Le hemos de acoger con fe y, ahí está la
maravilla, en el encuentro con El ha de crecer esa fe y se han de suscitar en
nosotros deseos verdaderos de salvación.
El encuentro del Señor con nosotros produce el milagro
de la gracia, porque nuestro corazón se siente inundado de su amor, pero hemos
de saber tener ojos atentos, corazón abierto de verdad, para que lleguemos a
descubrir y sentir toda la salvación que nos ofrece. En ese encuentro con el
Señor puede producirse el hecho milagroso y extraordinario en que nos veamos
escuchados en eso primero que le pedimos, muchas veces quedándonos en pedirle
por nuestra salud o por la solución de esos problemas primarios que nos
aparecen en nuestra vida.
Pero ha de ser otro el milagro que se ha de producir en
nuestro corazón y es que deseemos en verdad alcanzar su salvación. Nos pudiera
suceder que nos quedamos en el milagro de la salud de nuestro cuerpo y de la
curación incluso de nuestras enfermedades o de la solución de esos problemas
humanos que tengamos, pero no lleguemos a alcanzar la salvación. Es lo que el
Señor nos ofrece, pero algunas veces podemos estar cegados y no dar ese paso
para llegar a reconocer en verdad que Jesús es nuestra salvación, nuestro único
Salvador.
Nos sucede tantas veces en las expresiones de nuestra
religiosidad que no damos el paso profundo a vivir la salvación que nos llegue
a transformar por dentro nuestra vida. Acudimos al Señor con la intercesión de
la Virgen rogándole por nuestras necesidades y/o nuestros problemas o la de
aquellos que queremos; nos vemos beneficiados con esa gracia del Señor, porque
sentimos que nuestra oración ha sido escuchada y nos hemos visto liberados de
esos males, pero aunque luego quizá le ofrecemos un ramo de flores a la Virgen
o tenemos un momento de religiosidad, sin embargo no damos el paso más allá
para llegar a vivir plenamente el sentido del evangelio que ha de impregnar
toda nuestra vida cristiana. Muy devotos de nuestras devociones del fervor
quizá de unos momentos, pero luego nuestras actitudes y nuestras posturas en la
vida muy distantes del evangelio y del sentir de Cristo.
Lo estamos viendo en el evangelio de hoy. ‘Iba Jesús camino de Jerusalén y pasaba
entre Samaría y Galilea…’ hemos escuchado. Y unos leprosos - diez en
concreto nos dice el evangelista - le gritan desde lejos: ‘Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros’. Conocían bien lo que
era el amor y la misericordia de Jesús porque hasta ellos habría llegado la
noticia de tantos que eran curados por la palabra de Jesús. Jesús les manda a
presentarse a los sacerdotes para que cumplan lo prescrito cuando un leproso ha
sido curado; lo hemos comentado muchas veces.
‘Mientras iban de camino, quedaron limpios’.
Ahora viene el momento importante y que nos tiene que
hacer reflexionar. Se ha hecho presente la misericordia y la compasión del
Señor y aquellos hombres ven sus cuerpos limpios de la lepra, se han curado.
Pero uno se vuelve a Jesús. Reconoce que en él se ha obrado algo grande y
maravilloso y se despierta una fe más honda en su corazón para reconocer a
Jesús como Salvador. ‘Se volvió alabando
a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole
gracias’. Estaba reconociendo el poder de Jesús; estaba reconociendo la
salvación que llegaba a su vida, y que era más que la curación de su cuerpo,
por la Palabra de Jesús.
Ya escuchamos las palabras de Jesús. ‘¿No han quedado limpios los diez? ¿No eran
diez los que se habían curado?... solo éste extranjero ha vuelto para dar
gloria a Dios’. Y fijémonos en la palabra de Jesús. ‘Levántate, vete; tu fe te ha salvado’. Todos se habían curado.
Solo éste alcanzó la salvación. Creyó en Jesús como su Salvador. El había dado
el paso. Ahora vivía también la salvación de Jesús en su vida.
Que no nos ceguemos nosotros; que se nos abran los ojos
del alma para reconocer en verdad que Jesús es nuestro salvador. Recordamos
aquella confesión de fe de Marta antes de la resurrección de Lázaro: ‘Yo creo que tú eres el Mesías, el que
tenía que venir al mundo’. Que así proclamemos nuestra fe en Jesús como
nuestro Salvador, pero no sólo con palabras sino con toda nuestra vida. Que
podamos sentir también esa palabra de Jesús: ‘Tu fe te ha salvado’.
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