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sábado, 22 de junio de 2013

Jesús nos invita a no agobiarnos ni perder la paz

2Cor. 12, 1-10; Sal. 33; Mt. 6, 24-34
Por cuatro veces nos dice Jesús en este corto texto que no vivamos agobiados. Una buena recomendación que nos viene bien escuchar en la hora actual que vivimos porque aún seguimos con nuestros agobios. En otros momentos nos dirá Jesús que no perdamos la calma y para ello nos invita a que confiemos en El y pongamos toda nuestra fe en Dios.
Al sentirnos agobiados perdemos nuestra paz interior y podríamos decir que es síntoma de una falta de confianza. Humanamente hablando incluso nos agobiamos cuando por los problemas que estamos pasando o las situaciones a las que tengamos que enfrentarnos nos hace que lo veamos todo negro y nos pareciera que no hay salida para esas situaciones difíciles que podamos vivir. El agobio diríamos que se opone a una falta de confianza y es como consecuencia de una pérdida de esperanza. Es como encontrarnos en una encrucijada donde no vemos el camino recto de salida y todo nos parece oscuro.
Jesús arranca en esta ocasión para hacernos estas recomendaciones de algo que comienza denunciándonos cuando nos dice que no podemos estar al servicio de dos amos ‘porque despreciará a uno y querrá al otro, o al contrario se dedicará al primero  y no hará caso del segundo’. Por eso nos dice a continuación ‘No podéis servir a Dios y al dinero’. Y ya sabemos cómo cuando nos dejamos cautivar por el dios dinero nos hacemos egoístas e insolidarios.
Partiendo de ahí nos dice que no estemos agobiados ni por lo que vamos a comer ni lo que vamos a vestir, ni por lo que nos pueda suceder en el futuro. Es una invitación a la confianza en Dios y en su divina Providencia que cuida siempre de nosotros. Nos pone el ejemplo de los pájaros que ni siembran, ni siegan, ni almacenan y sin embargo el Padre celestial las alimenta; o las flores o los lirios del campo que ni trabajan ni hilan y nada hay más bello que el resplandor de sus formas y colores. ¿No valemos nosotros mucho más que todo eso?
Hemos de saber descubrir el valor de la persona, de toda persona, de los dones y cualidades de los que Dios le ha dotado y de las capacidades de su ser para poder llegar a vivir su vida con toda dignidad. Todo ello una muestra del amor que Dios nos tiene que así nos ha creado. Están nuestras capacidades creativas y todas las iniciativas que la persona es capaz de tener en el uso de su inteligencia para desarrollar su vida, pero está también ese aspecto tan importante de la persona que nos hace ser social, ser siempre en capacidad de relación con los demás.
Cuando unimos una cosa y otra, nuestras capacidades y dones naturales, pero también esa capacidad de relación y encuentro con los que nos rodean, hará que no caminemos nunca solos ni solo pensando en nosotros mismos y todos seremos capaces de sentir la alegría o el sufrimiento de los demás como cosa nuestra y de ahí surgirán esos sentimientos de solidaridad que harán que mutuamente nos ayudemos a caminar buscando la dignidad y el valor de todos.
No os agobies nos está diciendo el Señor hoy y nos lo está diciendo de forma concreta en la situación por la que pasa nuestra sociedad. Sepamos creer los unos en los otros, sepamos unirnos solidariamente los unos con los otros, sepamos caminar juntos nunca de forma egoísta sino todo lo contrario y veremos cómo irán surgiendo en nosotros muchas cosas buenas que pueden remediar el sufrimiento de los demás.
En los momentos duros y difíciles suelen aflorar esos buenos sentimientos que llevamos en nuestro corazón y que parece que en algunos momentos hayamos olvidado. Rescatemos esos sentimientos de hermandad y de solidaridad que Dios ha puesto como semilla en nuestro corazón y tendiéndonos la mano los unos a los otros podremos ver el camino de la vida con un poco más de luz. El Dios, Padre bueno que nos ha creado, ha puesto esas buenas semillas en nuestro corazón y que nosotros hemos de saber fructificar. De esas encrucijadas oscuras y difíciles por las que pasamos, como está sucediendo hoy en nuestra sociedad, no seremos capaces de salir si cada uno de forma egoísta busca su propia salida sin pensar en los demás. Cuando seamos capaces de unirnos y apoyarnos mutuamente, con los sacrificios que sean necesarios, podremos salir a flote.

Si escuchamos esta llamada del Señor para despertar cosas buenas en nuestro corazón y las ponemos en práctica en el actuar de cada día podremos, a pesar de los agobios en que vivamos, seguir sintiendo paz en el corazón; es más, realizando todo eso de esta manera nuestra paz será mucho mayor porque sentiremos la satisfacción de lo bueno que hacemos y que beneficia a nuestra sociedad. Eso es también trabajar por el Reino de Dios.

viernes, 21 de junio de 2013

Un corazón lleno de fe y de amor es un corazón lleno de luz

2Cor. 11, 18.21-30; Sal. 33; Mt. 6, 19-32
‘Si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!’ Son las palabras de Jesús con las que termina el texto hoy proclamado. Nos habla de luz y nos habla de oscuridad. ¿Cuál será esa oscuridad de la que nos habla Jesús que se nos mete en la vida?
La vida del cristiano ha de ser la de un iluminado. Era una forma también de referirse a los bautizados. No en vano en el Bautismo ritualmente se nos ha puesto una luz en nuestras manos, una luz tomada precisamente del Cirio Pascual, signo de Cristo resucitado. Viene a significar esa vida que habrá en nosotros a partir del Bautismo, a partir de nuestra participación en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. Una luz que se nos pide en ese momento que mantengamos siempre encendida en nuestra vida. Una luz que nos habla de la fe y que nos habla de las obras del amor con las que hemos de resplandecer. Con nuestras vestiduras blancas, que también se nos entregó en el Bautismo y con nuestras luces encendidas en nuestras manos vamos al encuentro del Señor.
Pero Jesús nos habla hoy de que la luz se nos puede volver oscura y si se nos vuelve oscura, ¡cuánta será la oscuridad! ¿Qué nos querrá decir? Si estamos hablando de la luz y hablamos de la fe y del amor, por ahí pueden ir esas oscuridades cuando se nos debilita la fe, cuando perdemos la intensidad del amor en nuestra vida. Debilitada o perdida la fe andamos como sin rumbo en la vida, se nos llena de oscuridad, de sin sentido. Si se nos debilita la fe se nos debilitará también la intensidad del amor.
La fe es esa luz que nos guía, que nos hace encontrar sentido, que nos llena de esperanza, que nos hace saborear la fuerza que el Señor nos da con su gracia. Por eso cuánto hemos de cuidar nuestra fe. Es una planta bien delicada. Es una luz que cualquier viento nos la puede apagar si no la protegemos lo suficiente. Si tenemos que llevar una lámpara encendida en nuestras manos en un camino abierto y que puede estar sometido a muchas y diversas corrientes de aire, ya procuramos algo que proteja esa luz. Recuerdo aquellas lámparas o luces que utilizábamos en nuestras casas cuando no tenía energía eléctrica, cómo las protegíamos con tubos de cristal, o aquellos faroles para alumbrar nuestros caminos. Y aún así con aquella protección andábamos con cuidado para que una ráfaga de aire más fuerte no nos apagase la luz.
Es como tenemos que proteger nuestra fe. Muchas cosas nos la pueden poner en peligro, muchos vendavales nos vamos encontrando en nuestra vida en un mundo materialista y sensual como vivimos, en un mundo con corrientes de pensamiento tan diversas, en un mundo descreído, indiferente cuando no combativo contra todo lo que signifique fe y religión. Por eso tenemos que protegernos, buscando la gracia del Señor, pero alimentando también nuestra fe con una verdadera formación y conocimiento de lo que creemos para que nada nos haga dudar.
El mundo tan materialista en el que vivimos con la perdida de los valores espirituales que vemos en nuestro entorno es también un peligro grande porque nos va endureciendo el corazón y nos hace mirar demasiado a las cosas de aquí abajo olvidándonos de nuestro espíritu y olvidándonos de las cosas del cielo. Hoy precisamente Jesús nos previene también en este aspecto invitándonos a guardar nuestro tesoro allí donde los ladrones no los roban ni las polillas se los carcomen. ‘No amontonéis tesoros en la tierra… amontonad tesoros en el cielo’, nos dice Jesús. Esos tesoros que guardamos en el cielo no son las cosas ni las riquezas materiales precisamente.
Hay cosas de más valor que son las que realmente tenemos que buscar. Por eso hablábamos antes de luz que tenemos que cuidar como signo de ese amor del que hemos de llenar nuestro corazón para que haya de verdad luz en nuestra vida. Miremos donde tenemos puesto nuestro corazón, o miremos cuales son los tesoros que realmente nosotros valoramos más en nuestra vida. ‘Porque, nos dice Jesús, donde está tu tesoro está tu corazón’.

Un corazón lleno de fe y de amor es un corazón lleno de luz y es el camino que nos lleva de verdad a la plenitud. Que ese sea nuestro verdadero tesoro que nos haga alcanzar la plenitud del Reino de Dios en el cielo. Que nuestra luz nunca se oscurezca para que no llegue nunca la tiniebla de la muerte a nuestra vida.

jueves, 20 de junio de 2013

Oramos con y como Jesús y nos sentimos envueltos por la presencia de Dios

2Cor. 11, 1-11; Sal. 110; Mt. 6, 7-15
Ayer escuchábamos cómo Jesús nos pedía autenticidad en nuestra vida y en concreto nos  hablaba de la limosna, el ayuno y la oración. Nos pedía Jesús que nos alejáramos de apariencias y superficialidades dándole profundidad a todo lo que hiciéramos y en concreto nos señalaba, como decimos, la oración, el ayuno y la limosna.
Por eso nos pedía que para nuestra oración nos introdujéramos en nuestro cuarto interior, en la profundidad de nuestro espíritu, para sentir así más hondamente la presencia y el amor del Señor. Nuestra oración no puede ser nunca al modelo de aquellos que hacían ostentación de sus rezos - ‘de pie en las sinagogas delante de todo el mundo o en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente’, nos decía - sino la oración interior, la oración callada que sale del corazón que vive intensamente la presencia de Dios en su vida.
Hoy nos dice algo más. Si la oración no puede ser la repetición ostentosa y meramente ritual de unas palabras o fórmulas de oración, tampoco se nos puede quedar en palabrería vana e interminable. ‘Cuando recéis, nos dice, no uséis muchas palabras como los paganos que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis’.
¿Querrá decir esto que entonces no es necesaria la oración porque lo que vamos a pedir ya Dios lo sabe? Ni mucho menos. La oración es necesaria y es esencial, tanto como lo tiene que ser el encuentro amoroso del hijo con su Padre. Por eso primero que nada lo que Jesús nos enseña que tiene que ser nuestra oración es ese reconocimiento del amor que Dios nos tiene y por eso lo llamamos Padre pero también cómo todo tiene que ser siempre para su gloria, glorificando el nombre del Señor realizando siempre lo que es su voluntad.
Son las primeras cosas que le decimos al Señor en nuestra oración. Santificar el nombre de Dios que es proclamar su gloria. ‘Santificado sea tu nombre’, decimos. Todo siempre para la gloria del Señor; en todo momento queremos cantar su alabanza y darle gracias; y santificando el nombre del Señor queremos nosotros al mismo tiempo llenarnos de su santidad.
Reconocerle como nuestro único Dios y Señor queriendo vivir su Reino. ‘Venga a nosotros tu Reino’, decimos pero porque nosotros queremos vivirlo; porque nosotros queremos reconocer que El es el único Señor de nuestra vida; porque queremos vivir en ese estilo y sentido nuevo que nos enseña el Evangelio; porque creemos en el Reino de Dios, que es la primera invitación que nos hizo Jesús, y convertimos nuestra vida al Señor.
Vivencia de ese Reino de Dios y santidad en nuestra vida, porque queremos siempre seguir sus caminos; en todo buscamos su voluntad; en todo queremos hacer siempre su voluntad. ‘Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo’. Si en el cielo los ángeles y santos cantan siempre la eterna alabanza y gloria para el Señor, nosotros aquí en la tierra buscamos hacer su voluntad que es la mejor forma de hacer esa alabanza al Señor.
Fijémonos que ahí está el centro de nuestra oración. Ese primer momento, esas primeras palabras que nos enseña Jesús para lo que ha de ser nuestra oración es fundamental que no solo las digamos sino que sean en verdad una forma de vivir esa presencia del Señor en nuestra vida, ahí en lo más hondo del corazón.
Luego vendrán las peticiones, por nuestras necesidades y las necesidades de nuestro mundo, pero también para que sintamos una vez más su amor que nos perdona y nos llena de su gracia, que nos fortalece y está a nuestro lado para librarnos de todo mal. Muchas más cosas podríamos decir comentando este modelo de oración que Jesús nos propone, pero creo que si entramos con buen pie en nuestra oración haciendo que esos primeros momentos sean verdaderamente intensos, luego vendrá casi como de forma espontánea todas esas otras peticiones que le hagamos al Señor.
Lo hemos comentado muchas veces. No es necesario que ahora digamos muchas cosas. Es toda la hondura que hemos de darle siempre a nuestra oración sintiéndonos envueltos por su presencia y por la inmensidad de su amor. No será entonces una oración que nos canse o nos aburra sino que será un verdadero encuentro con el Señor que nos deje siempre inundados de su paz y con deseos de seguir estando siempre en su presencia. Como Pedro en el Tabor también tendríamos que decir en nuestra oración '¡Qué bien se está aquí!' Nos queremos quedar para siempre contigo.

miércoles, 19 de junio de 2013

Un camino de crecimiento espiritual desde la autenticidad de nuestra relación con el Señor

2Cor. 9, 6-11; Sal. 111; Mt. 6, 1-6.16-18
No hace mucho escuchábamos que Jesús les decía a los discípulos que si su justicia no era mayor que la de los escribas y fariseos no llegarían a entender el Reino de Dios. Así tienen que ser nuestros deseos de santidad, que cada vez con mayor ahínco hemos de buscar para nuestra vida. Tiene que ser una vida en continuo crecimiento donde hemos de ir purificando nuestros deseos, nuestras intenciones, como hemos de ir mejorando nuestra manera de actuar igual que nuestras actitudes interiores.
El llamado sermón del monte que venimos escuchando día a día en el evangelio y tratando de meditarlo para irlo aplicando en nuestro camino de cada día va continuamente recordándonos diversos aspectos de nuestra vida, de nuestras relaciones con los demás, pero también de todo lo que ha de ser nuestra espiritualidad, nuestra relación con Dios, en una palabra, de nuestras prácticas religiosas.
Como siempre Jesús nos pide autenticidad en lo que hacemos y vivimos. De nada nos valen las apariencias si allá en lo más hondo de nosotros mismos no nos llenamos de Dios para ofrecerle lo mejor de nuestro corazón. No hacemos las cosas por el lucimiento para que los demás vean lo buenos que somos, porque con eso estaríamos ya enturbiando nuestras intenciones, podíamos decir, quitándole el brillo de aquellas buenas acciones que realicemos.
Es cierto que cuando los que están a nuestro lado vean nuestras buenas obras ellos darán gloria al Señor por ello, y les puede servir de estímulo para su caminar cristiano, porque realmente mutuamente nos ayudamos los unos a los otros. ‘Que vean vuestras buenas obras, nos dice Jesús cuando nos señala que tenemos que ser luz, para que glorifiquen al Padre del cielo’.
Pero hoy nos dice: ‘Cuidad de no practicar vuestra justicia - la santidad de vuestra vida, traducimos - delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre del cielo’. Nos señala tres pilares fundamentales de nuestra piedad como son la limosna, el ayuno y la oración. ‘No vayas tocando la trompeta por delante… no te pongas de pie delante de todos o en las esquinas de las plazas… no desfigures tu cara como los farsantes…’ nos señala Jesús. No busquemos ser honrados por los hombres, no busquemos alabanzas humanas que nos llenan de vanidad y orgullo. Como nos dirá en otro lugar que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha.
En nuestra oración lo que tenemos que buscar es ese encuentro intimo y profundo con el Señor, por eso hemos de saber hacer ese silencio en nuestro corazón para poder sentirle y escucharle. Que aunque nuestra oración la hagamos unidos a los demás, con un verdadero sentido comunitario, como son nuestras celebraciones litúrgicas, no nos quedemos en realizar, por así decirlo, el rito, porque repitamos los gestos o las palabras rituales de nuestras oraciones, sino que surja esa oración desde lo más profundo de nuestro corazón, sintiendo esa presencia de Dios que me llena y me inunda el alma, disfrutando de su presencia y de su amor.
Por eso tenemos que hacerlo de forma auténtica, de forma viva, haciéndonos conscientes de verdad de lo que estamos haciendo, de cómo nos sentimos en la presencia del Señor, y concentrándonos bien para que nada nos distraiga, para que no se quede en lo ritual, sino que vivamente nos sintamos inundados de la gracia de Dios.
Es así cómo podemos ir creciendo espiritualmente; sintiendo esa fuerza de la gracia en nuestro corazón nuestra vida se irá iluminando para ir descubriendo lo que de verdad merece la pena; nos sentiremos purificados porque iremos descubriendo todo eso en lo que hemos de crecer y con la gracia del Señor, unidos a El íntima y profundamente en nuestra oración, nos sentimos al mismo tiempo fortalecidos en el Señor. Que no nos falte nunca esa gracia del Señor ni la echemos en saco roto para que seamos cada vez más santos. Esa ha de ser la meta y la tarea de todo cristiano que quiere en verdad seguir a Jesús.

martes, 18 de junio de 2013

El amor del cristiano es algo más que ser bueno

2Cor. 8, 1-9; Sal. 145; Mt. 5, 43-48
No se trata simplemente de ser buenos. Decimos que somos buenos porque más o menos tratamos de hacer las cosas bien, no molestamos a nadie ni nos metemos con nadie, porque nos encerramos en nuestras cosas y casi nos olvidamos o prescindimos de los demás, y ya con cosas así nos quedamos satisfechos. Pero ¿con solo eso podemos decir que somos cristianos y vivir con un sentido cristiano la vida?
Está bien que seamos buenos y no molestemos a nadie, ni robemos ni matemos, como solemos decir. Pero hemos de reconocer que ser cristiano tiene que ser algo más, en poca cosa se quedaría el mensaje del evangelio si no pasamos de ahí.
Fijémonos, por ejemplo, en lo que nos ha dicho hoy Jesús. Nos habla, sí, de querernos, pero ya nos advierte que no es solo hacer lo que todos hacen, amar a los que nos aman, hacer cosas buenas con aquellos que previamente han sido buenos con nosotros y si no me molestan yo no los molesto. Leamos con atención las palabras de Jesús.
Primero nos habla del amor al prójimo, pero nos quiere hacer pensar en quien es ese prójimo al que tenemos que amar. No vamos ahora a contar aquí la parábola que le propuso a aquel escriba que aun le preguntaba quién era su prójimo, aunque nos conviene siempre recordarla. Fijémonos simplemente en lo que ahora nos dice: ‘Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo en cambio os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian’.
Esto ya es otra cosa. Primero decir que estaba sobreentendido ese dicho de aborrecer a los enemigos, aunque dicho así no se encuentra en la ley del Señor contenida en la Biblia, sino que era más bien interpretación que se hacía de la ley del Señor. Pero es que Jesús nos está pidiendo algo más, pues nos está pidiendo amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos hayan hecho mal y rezar por los que nos persiguen o calumnian. Nos damos cuenta de que hay que subir unos cuantos puntos aquello que decíamos al principio de que soy bueno y quiero a los que me quieren.
El amor cristiano no se puede quedar reducido a eso; nuestro amor tiene que ser más universal y todos han de ser amados. Nos dirá a continuación Jesús que si amamos solo a los que nos aman ‘¿qué meritos tendréis? Si saludáis solo a vuestros hermanos ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los publicanos? ¿No hacen lo mismo también los paganos?’ Algo más que ser bueno es el sentido del amor cristiano. Para un cristiano nadie puede ser considerado enemigo, porque todos han de caber en ese amor.
Recordemos que en la parábola a la que hacíamos antes mención el hombre caído junto al camino y el que lo recogió, podríamos decir que eran en cierto modo enemigos, porque uno era judío y el otro era samaritano, y ya sabemos que los judíos y los samaritanos no se llevaban; sin embargo será el samaritano el que bajará de su cabalgadura para atender al judío que está caído allí junto al camino.
Pero además podemos fijarnos en otro detalle. Y es que Jesús nos pide que recemos por aquellos que nos hayan podido hacer mal. ‘Rezad por los que os persiguen y calumnian’, nos dice. Dos cosas podemos decir; primero que a Jesús le vemos rezar por aquellos que le están llevando a la cruz, ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’; rezad y disculpa. Ya nos dirá Jesús que amemos con un amor como el suyo, como el que El nos tiene.
Y otro aspecto es recordar que cuando Mateo escribe el evangelio ya estaban comenzando los cristianos a sufrir las primeras persecuciones, con lo que estas palabras de Jesús que nos recoge el evangelista tendrían que tener un especial valor para aquellos cristianos que ya estaban sufriendo en su carne la persecución por el nombre de Jesús. Lo que ha de tener un significado especial también para nosotros hoy, que tan incomprendidos nos sentimos en medio de nuestro mundo; cómo tenemos que rezar por ese mundo que nos rodea que no nos entiende ni quiere entender el mensaje cristiano.

Como decíamos es algo más que ser bueno porque el amor cristiano tiene una sublimidad mucho mayor, cuando queremos amar con un amor como el de Jesús. Es lo que nos pide cuando nos dice que así seremos ‘hijos del Padre que está en el cielo que hace salir su sol sobre malos y buenos y envía la lluvia a justos e injustos’.

lunes, 17 de junio de 2013

Una cultura nueva de la paz y del amor frente a la ley del talión

2Cor. 6, 1-10; Sal. 97; Mt. 5, 38-42
‘Os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios’, nos decía san Pablo en el comienzo de la lectura de la segunda carta de los Corintios de hoy.  ‘Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el tiempo de la salvación’, seguía diciéndonos. Es el hoy de la salvación que vivimos cada día en nuestra vida. Dios va derrochando sus gracias sobre nosotros que hemos de saber aprovechar como una riqueza grande para nuestra vida.
La oportunidad que tenemos cada día de escuchar la Palabra de Dios es una gracia con la que el Señor nos regala y que no podemos desaprovechar. Como les decía Jesús a los discípulos muchos quisieron ver el día del Señor y no pudieron; hacía una referencia a los judíos de todos los tiempos del Antiguo Testamento que vivían con ansia y deseos grandes de poder ver el día del Señor, el día de la llegada del Mesías y sin embargo no pudieron. Los judíos del tiempo de Jesús tenían la oportunidad de ver ese día de gracia y vivirlo y sin embargo muchos no quisieron.
Apliquémonos eso al hoy de nuestra vida. Es una gracia que llega a nosotros en el hoy de nuestra vida y hemos de saber aprovechar. Es la Palabra de Dios que siempre hemos de escuchar con atención y sentir cómo en cada momento el Señor quiere hablarnos a la situación concreta de nuestra vida.
Seguimos escuchando en el evangelio el sermón del monte como una prolongación de las Bienaventuranzas que Jesús pronunciara. San Mateo nos lo recoge en varios capítulos de su evangelio que ahora nosotros vamos escuchando y meditando paso a paso. En él, como ya hemos reflexionado en otra ocasión, se nos va desgranando el mensaje de cómo hemos de vivir los que queremos pertenecer al Reino de Dios. Habrá  cosas que nos puedan parecer más agradables, en otras ocasiones Jesús se nos manifestará con total radicalidad. Hemos de saber escucharlo y aplicarlo a nuestra vida y a las situaciones concretas con sus problemas que vivimos. Siempre la Palabra del Señor es luz que nos ilumina.
Hoy partiendo de la ley del talión que de alguna manera regía el estilo de vida y las relaciones mutuas entre los judíos, Jesús nos hace unas precisiones muy concretas que, como ya nos decía, vienen a dar plenitud a la ley del Señor. Podríamos decir que la ley del talión - el ojo por ojo y diente por diente - venía como a suavizar el espíritu de venganza que podría haberse adueñado del corazón de los hombres. Según la ley del talión - lo del ojo por ojo - significaba como no había que excederse en la revancha que se pudiera tomar para hacer justicia que se hubiera recibido una injuria. Nunca se podía exceder de la injuria que se hubiera recibido.
Pero Jesús sí viene a abolir esa ley del talión, que no estaba en la voluntad ni en la ley del Señor, sino que eran más o menos explicaciones y aplicaciones que se habían introducido en las costumbres y leyes del pueblo de Israel. Como les dirá Jesús cuando hable del divorcio, les dice que Moisés se los permitió por la dureza del corazón. En ese mismo sentido tendríamos que verlo ahora en este aspecto.
Pero Jesús nos dice por el contrario: ‘No hagáis frente al que os agravia’. Creo que lo entendemos, no podemos responder con violencia a quien haya actuado con violencia contra nosotros. Responder con violencia a la violencia significaría entrar en una espiral que cada día se haría más grande terminando por envolver toda la existencia del hombre. Por eso frente al que nos haya podido hacer daño nuestra respuesta ha de ser la de la paz.
Ojalá hubiéramos aprendido esta lección y mensaje de Jesús y nos hubiera ido bien distinto en la vida. Cuántas cosas se hubieran podido evitar. Desgraciadamente sigue pesando en nosotros de alguna manera esa ley del talión que no hemos terminado de abolir en nuestras costumbres. Que el Espíritu del Señor que es Espíritu de amor y de paz inunde nuestra vida y seamos capaces de entrar en esa civilización del amor y de la paz

domingo, 16 de junio de 2013

La mirada de Jesús y nuestras miradas

2Sam. 12, 7-10.13; Sal. 31; Gál. 2, 16.19-21; Lc. 7, 36-8, 3
La mirada de Jesús y nuestras miradas. Vemos una diferencia grande entre la mirada de Jesús y la mirada de aquel fariseo que lo había invitado a comer, como la mirada de los otros convidados después de todo lo sucedido. ¿Y nuestra mirada a cuál se parecerá más?
Es el primer pensamiento en la reflexión que me hago en torno a este evangelio que hoy se nos ha proclamado. Tal como comienza el relato no parece ser sino otra comida en la que han invitado a Jesús, como sucede en otras ocasiones. Pero ya en otras ocasiones ha sido motivo para que Jesús nos dejara hermosos mensajes. Recordemos cuando los invitados se daban de codazos por conseguir los mejores puestos en torno a la mesa y cómo nos dice Jesús que ese no ha de ser nuestro estilo, ni el de estarnos peleando por puestos principales, ni el de simplemente invitar a los amigos y a quienes pudieran correspondernos invitándonos a su vez a nosotros.
Hoy las cosas van a ir por otro camino. Una vez que estaban recostados en torno a la mesa, según costumbre y estilo de la época, ‘una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba Jesús comiendo en casa del fariseo vino con un frasco de perfume y colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume’.
Allí está Simón, el fariseo que lo había invitado, nervioso y observando cuanto sucedía. No se atreve a decir nada pero su mirada lo dice todo. No se atreve a decir nada pero allá está pensando en su interior. ¡Cómo se atreve esta pecadora! ¡Cómo lo permite Jesús si es una pecadora! ‘Si éste fuera profeta… - ¿están aflorando sus dudas? ¿serán sus sospechas maliciosas? ¿serán los juicios ya condenatorios de antemano? - si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora’.
No lo olvidemos era un fariseo y según sus puritanas ideas aquella mujer pecadora está contaminando con su impureza todo cuanto toque; no olvidemos cuantas purificaciones se hacían cuando llegaban de la plaza, aunque ahora ni agua había ofrecido a Jesús. Allí estaba brotando por sus ojos la malicia de su corazón que no es capaz de ver algo más hondo en cuanto estaba sucediendo.
Pero la mirada de Jesús era distinta porque estaba viendo lo que realmente había en el corazón de aquella mujer. Quien nos estaba enseñando que Dios es compasivo y misericordioso y nos pedía que fuésemos nosotros compasivos como compasivo y misericordioso es Dios, estaba mostrándonos ahora ese rostro misericordioso de Dios.
Jesús que conoce cuanto sucede en nuestro corazón, conociendo cuanto estaba pasando por el corazón y el pensamiento de quien lo había invitado a comer le propone una breve parábola. La hemos escuchado. ‘Un prestamista que tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Y como  no tenían con qué pagar los perdonó a los dos. ¿cuál de los dos lo amará más?’ La respuesta salió lógica de la boca del fariseo. ‘Supongo que aquel a quien le perdonó más’.
Y ahora Jesús se vuelve hacia aquella mujer. Aquella mujer que solo llora en silencio. No le escuchamos ninguna palabra. Aquella mujer que no había buscado puestos especiales, sino se había puesto en el lugar de los sirvientes, postrada detrás a los pies de Jesús, y realizando aquello que quizá a través de sus sirvientes Simón le tenía que haber ofrecido a Jesús en el nombre de la hospitalidad. No lo había hecho Simón; lo estaba haciendo aquella mujer a quien el fariseo consideraba indigna, pero que en la enseñanza de Jesús sería la primera, porque había aprendido a ponerse en el ultimo lugar, a ocupar el lugar de los que sirven.
Allí estaba Jesús, el Maestro y el Señor; el que viene a levantar y a redimir le está devolviendo la dignidad a aquella mujer; el que sabe valorar cuanto amor hay en el corazón de aquella mujer que aunque muy pecadora, sin embargo había sido capaz de amar mucho.  ‘Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor’.  ¡Qué hermosa la mirada de Jesús! ¡Qué grande es el corazón de Cristo! ‘Tus pecados están perdonados’, le dice a aquella mujer.
Pero todavía hay por allí algunos que siguen con la mirada de la desconfianza, de la incredulidad, del juicio y la condena que no entienden de misericordia y de perdón.  ‘Los demás convidados comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona pecados?’ La cerrazón de sus corazones les impide abrir los ojos para descubrir el amor, para descubrir el rostro misericordioso de Dios que allí se está manifestando.
Y como nos preguntábamos ya desde el principio ¿cuál es nuestra mirada? Seguro que ahora diremos que nuestra mirada tiene que ser como la de Jesús. Ojalá aprendamos la lección y aprendamos a mirar con una mirada como la de Jesús, porque tenemos que reconocer que no ha sido así muchas veces en nuestra vida. Seamos sinceros ¿cómo miramos habitualmente a los demás?
Con cuánta desconfianza miramos tantas veces a los que nos rodean; cuántas veces aparece esa desconfianza o hasta esa sospecha ante quien pueda aparecer de manera inesperada en nuestra vida; cuántas veces seguimos marcando con el sambenito de la duda y de la culpa a quien en un momento quizá tuvo un tropiezo en su vida e hizo quizá lo que no era bueno, y nosotros seguimos desconfiando y pensando que sigue siendo igual; cuánto  nos cuesta dar una oportunidad al caído para levantarse y redimirse. Quizá hasta tenemos miedo de tocar con nuestra mano a aquel pobre a quien vamos a dar una limosna o no me quiero mezclar con aquellos que tienen tan mala apariencia.
Qué fácil nos es acusar y condenar con nuestro juicio y con nuestra crítica a cualquiera que se cruce en nuestra vida porque quizá nos cae mal o no nos es tan simpático o tiene mala presencia. Muchas veces tomamos posturas distantes ante los que nos parece que no son de los nuestros o tienen otra manera de pensar y con ellos no queremos hacer migas. Cómo nos cuesta perdonar a quien nos haya podido molestar en un momento determinado y cómo se guardan los rencores y los resentimientos. Cómo seguimos pensando que aquella persona no puede cambiar y no le damos una oportunidad ni le tendemos la mano para ayudarla a levantarse.
Jesús no le preguntó a la mujer ni le echó en cara por qué había caído en aquella situación de pecado. La mirada de Jesús fue una mirada llena de amor, una mirada que era como una mano tendida para levantarse, para darle como un plus de confianza, para hacerle sentir que su vida podía ser distinta, para que comenzara una nueva vida, para que comenzara a valorarse dentro de sí misma. La mirada de Jesús era una mirada de amor y de paz que inundaría de ese amor y de esa paz el corazón de aquella mujer.
Es la mirada que tenemos nosotros que aprender a tener para dar confianza, para despertar esperanza, para llenar de paz los corazones, para que en verdad se sientan perdonados y transformados, para que puedan valorarse a sí mismos creyendo que pueden comenzar una vida nueva; somos nosotros los que ahora tenemos que ir mostrando con nuestro amor, con nuestra comprensión, con nuestro corazón lleno de misericordia y amor el corazón misericordioso de Dios.
¿Cambiará nuestra mirada, la forma de acercarnos y de amar a los demás?