Exigentes con nosotros mismos para poner nuestros valores al servicio de los demás
1Cor.1, 26-31; Sal. 32; Mt. 25, 14-30
Cuando no somos capaces de dar la talla de lo que se espera de nosotros, pudiendo darla, siempre tendremos o buscamos alguna disculpa que nos justifique. Porque quizá no somos exigentes con nosotros mismos para hacer lo que tenemos que hacer, nos es fácil decirle a los demás que ellos son los exigentes porque nos hacen ver que no estamos dando todo lo que podríamos dar.
Eso nos hace actuar con recelos, con miedos, con temores y desconfianzas, lo que nos anula aún más, y fácilmente pueden aflorar las envidias y rivalidades hacia los demás porque ellos sí son capaces de responder a las responsabilidades que se les han confiado. Y ya sabemos que cuando afloran las envidias nos podemos volver realmente destructores con los demás.
Tratando de leer con detenimiento y reflexionando un poquito sobre la parábola que hoy nos ha propuesto el evangelio, un poco de todo eso me parece ver en aquel a quien se le había confiado un talento y lleno de temores y desconfianzas lo enterró para no perderlo porque temía las exigencias de su amo. Sin embargo no supo ser exigente consigo mismo para salir de esa desconfianza que tenía en sí mismo quizá, o también de la abulia y pereza con que actuaba que no le hizo negociar o trabajar aquel talento que le había confiado.
Ya hemos escuchado el relato de la parábola que hemos meditado muchas veces. El hombre que marchaba de viaje y dejaba a sus empleados su bienes para que los administrasen en su ausencia. ‘A uno le dejo cinco talentos, a otro dos, y a otro uno, cada cual según su capacidad’. Ya hemos visto como dos de ellos sí supieron negociar aquellos talentos, pero el otro lleno de miedo y, como decíamos, de desconfianza en si mismo no fue capaz de hacerlos producir. Cada uno según su capacidad tenía que hacerlos producir. Es cierto que no todos tenemos las mismas cualidades, pero en cada uno de nosotros siempre hay unos valores que tenemos que saber desarrollar.
Nunca tenemos por que acomplejarnos ni sentirnos en inferioridad, sino que cada uno hemos de saber desempañar esas responsabilidades que se nos han confiado. Con muchos complejos vivimos muchas veces en la vida y no sacamos a flote todo lo que somos capaces. Ya hemos comentado en días anteriores que cada uno ha de examinarse a sí mismo para conocerse de verdad y conocer sus cualidades y valores.
Como decíamos antes los recelos y las envidias son malos consejeros en la vida porque a la larga nos hundirán cada vez más y al final también terminaremos haciendo daño a los que están a nuestro lado. Y eso en cualquier etapa o en cualquier estado de la vida. Siempre hay algo bueno que nosotros podemos aportar a los demás, con lo que podemos colaborar para hacer que nuestro mundo sea mejor y también para hacer más felices a los que están a nuestro lado. Y haciendo felices a los otros seremos nosotros mucho más felices.
Como siempre cuando escuchamos y reflexionamos sobre el evangelio podemos hacer concordancias con otros textos que nos ayudan con su mensaje. Recordemos cómo Jesús valoró los dos reales que puso la viuda en el cepillo del templo, o cómo nos dice que si no sabemos ser fieles en lo pequeño no sabremos serlo en lo grande. El grano que se siempre para que produzca mucho fruto es una pequeña e insignificante semilla, como pueda ser el grano de trigo o el grano de mostaza, como nos enseña Jesús en las parábolas. Lo pequeño se hace grande. Lo que hacemos con amor aunque nos parezca insignificante puede ser semilla que transforme nuestro mundo.
No enterremos nuestro talento. No actuemos con desconfianza ni hacia los demás ni con nosotros mismos. Seamos exigentes con nosotros para que siempre actuemos con responsabilidad y seamos capaces de poner todos nuestros dones en beneficio también de los demás.