No
acallemos ese profetismo del que tenemos que dar testimonio, el mundo necesita
de ese profetismo, de esa voz y testimonio de cada uno de los cristianos
Levítico 25,1.8-17; Sal 66; Mateo 14,1-12
Nos suele
suceder que cuando se menciona un profeta en lo primero que pensamos es que el
profeta es el adivino del futuro. Es cierto que el profeta tiene una visión de
la vida y del futuro de la vida que es muy especial, muy particular, porque su
vida y su palabra están siendo anuncio por su testimonio de algo distinto, de
algo nuevo, de una vida mejor. Pero la misión y la visión del profeta son para
el hoy de nuestra vida.
Misión del
profeta podemos decir que es abrir caminos en la vida, porque la rectitud de su
vida lo está convirtiendo de algo nuevo, de algo mejor, de una distinta trascendencia
de la vida, de un más profundo sentido; podíamos decir que le está poniendo a
la vida alas de eternidad. Su vida se convierte en denuncia de todo lo que
corte esas nuevas alas a la vida, de lo que nos pueda llevar por derroteros del
mal; su palabra, entonces, se volverá exigente para ayudarnos a descubrir lo
que verdaderamente es interesante, lo que verdaderamente dará plenitud a
nuestra vida. Su vida es estímulo para nuestra búsqueda de la verdad que da
sentido a nuestra vida.
Es una misión
dura, una misión difícil, una misión que compromete toda nuestra vida, una misión
que se vuelve hacia nosotros mismos, para convertirnos a nosotros en testigos. Y
esa es la misión de todo cristiano, esa es nuestra tarea, ese es el camino de
esperanza que hemos de emprender, pero no solo para nosotros mismos sino para
cuantos nos rodean, para en verdad transformar nuestro mundo.
Una misión
que nos hará sufrir, porque no soportamos en nosotros mismos esa falta de
esperanza cada vez más, pero de una esperanza que nos llene de trascendencia,
que contemplamos en el mundo que nos rodea. Una misión que nos hará sufrir
porque encontraremos no solo quienes se hacen sordos a esa palabra que
anunciamos, sino quienes van a estar en contra nuestro buscando la forma de
anular el testimonio que nosotros podamos ofrecer.
Es lo que
estamos contemplando hoy en el evangelio con Juan Bautista, el profeta que
había aparecido en las orillas del Jordán junto al desierto y que su vida quería
ser testimonio del momento nuevo que habían de vivir. Era el precursor del Mesías
y su misión era preparar los caminos del Señor para que se encontrara un pueblo
bien dispuesto, como incluso el ángel le había anunciado a Zacarías, su padre,
antes de su nacimiento.
Preparar los
caminos del Señor exigía un camino de rectitud; por eso pedía la conversión,
por eso bautizaba en las aguas del Jordán a quien estuviera dispuesto a
emprender ese nuevo camino. Esa voz que sonaba en el desierto era como un grito
anunciando la vida. Es lo que le va pidiendo a quienes se acercan a él a
escucharle, caminos de solidaridad, caminos del compartir, caminos de justicia,
caminos de búsqueda de la verdad. Eran las recomendaciones que uno a uno iba
haciendo a quienes se acercaban a la orilla del Jordán. Y ese grito llegó
también a Herodes, aunque no tuviera la valentía de ir a hacer ese camino de
desierto. Pero esa voz se convirtió en denuncia, que le llevaría a Juan a la cárcel
por las instigaciones de quien quería quitarlo de en medio.
Todos hemos reflexionado
muchas veces sobre cuanto sucedió en aquella fiesta del cumpleaños de Herodes,
que terminaría con la cabeza de Juan en una bandeja como trofeo de quien se
consideraba vencedora, pero que sería camino de su propia perdición.
A nosotros
nos queda tomar en nuestras manos el testigo de Juan. Porque esa misión profética
es también nuestra misión, cuando desde el Bautismo con Cristo nos hemos hecho
sacerdotes, profetas y reyes.
¿Será nuestra
presencia voz y grito de profeta en medio del mundo que nos rodea? Quien acudía
a Juan se sentía interpelado para algo nuevo; quienes están a nuestro lado ¿se
sienten interpelados a algo y por algo que puedan descubrir en nuestras vidas?
No acallemos
ese profetismo del que tenemos que dar testimonio, porque el mundo necesita de
ese profetismo, de esa voz y testimonio de la Iglesia, de esa voz y testimonio
de cada uno de los cristianos. Estamos demasiado callados, estamos siendo
demasiado invisibles, estamos siendo demasiado débiles y cobardes porque muchas
veces rehuimos dar ese testimonio, ser ese faro y voz de profeta en nuestro
mundo. Quitemos nuestros miedos.