Aprendamos
a valorar lo bueno de los otros, quitemos prejuicios de nuestra mente,
arranquemos también el orgullo que motiva tantas desconfianzas
Levítico 23, 1. 4-11. 15-16. 27. 34b-37; Sal
80; Mateo 13,54-58
Suele suceder muchas veces que le hacemos caso más pronto al que viene de fuera que a uno de los nuestros. Nos llenamos de admiración con facilidad ante lo que nosotros consideramos palabras sabias porque citamos a tal o cual personaje, y mejor si es de nombre impronunciable porque está en otro idioma, pero no sabemos escuchar una palabra que nos puede decir un vecino de los nuestros de toda la vida. ¿Qué va a saber este que conocemos de toda la vida y que quizás no ha salido de nuestro pueblo o no tiene los estudios que nos parece que pueden tener otros, simplemente por el hecho de que es de fuera o de un determinado lugar?
Nos cuesta valorar lo nuestro, y a eso que nos dice el vecino de al lado
al que decimos que conocemos de toda la vida no le damos el mínimo valor. Somos
muchas veces obtusos, como se suele decir, nos envolvemos de prejuicios y no
somos capaces de valorar lo que está ahí a nuestro lado.
Cuando Jesús
llegó a su pueblo de Nazaret, ya venía con su fama de lo que oían que Jesús
realizaba en otros lugares; como iba haciendo en todos los lugares a donde
llevaba la buena noticia del Reino de Dios que llegaba, también en esta ocasión
fue el sábado a la sinagoga de su pueblo, y allí se puso a enseñar.
La gente sorprendida le escuchaba con atención, estaban admirados que uno de los de ellos se hubiera adelantado al ambon de la Palabra para hacer la lectura de la ley y los profetas. Al encargado de hacer la lectura le correspondía hacer también el comentario del texto sagrado, que iba a ser una motivación para el cántico de los salmos con que terminaba la oración.
Estaban admirados porque
era el hijo de María, la de José el carpintero, y por allí andaban sus primos y
parientes, todos conocían el que hacía
la lectura y ahora les hablaba. La admiración se fue convirtiendo en extrañeza
y terminaría por claro rechazo. ¿Dónde había aprendido todo eso que decía,
cuando lo conocían desde niño allí en medio de ellos en su pueblo?
En otros
lugares vemos que la gente se admira, sí, y se pregunta dónde ha aprendido todo
eso, pero también reconoce que nadie ha hablado con tanta autoridad como Jesús
les estaba hablando. Y eso es lo que sus paisanos de Nazaret no quieren
aceptar. ‘Ningun profeta es bien mirado en su tierra’ terminará incluso
reconociendo Jesús. Y allí no pudo hacer Jesús ningún milagro por su falta de
fe.
Cuando le
pedían signos y acudían a El con sus limitaciones y enfermedades, Jesús lo único
que les pedía siempre era la fe. ‘Basta que tengas fe’, le decía Jesús a
Jairo mientras iban de camino y las malas noticias desalentaban al jefe de la
sinagoga. Se admiraba Jesús de la fe del centurión porque incluso en todo
Israel nunca había encontrado una fe así. ‘Tú fe te ha curado’, les
decía Jesús a los que salían sanos de sus dolencias y enfermedades. Y viendo la
fe de aquellos hombres que habían descolgado al paralítico a sus pies Jesús no
solo hace que el paralítico se levante y cargue con su camilla sino que le ofrecerá
el perdón de sus pecados. Pero en Nazaret no pudo realizar ningún milagro por
su falta de fe.
Dos conclusiones o dos interrogantes para nuestra vida. ¿Sabremos aceptar lo bueno de los que están a nuestro lado aunque los conozcamos de toda la vida? Aprendamos a valorar lo bueno que podemos descubrir junto a nosotros; quitemos prejuicios de nuestra mente, arranquemos también el orgullo que se nos puede meter en el corazón que motiva tantas desconfianzas.
Y por otra parte despertemos la fe muchas veces aletargada de nuestros corazones. Cuidado que nos puede suceder que incluso realizando nuestras prácticas religiosas, por llamarlas de alguna manera, algunas veces caigamos en la rutina y no seamos capaces de expresar con toda la carga de vitalidad nuestra fe esos actos piadosos que estamos realizando.
Nos acostumbramos y hasta en nuestras oraciones muchas veces nuestra mente está muy lejos de las palabras que pronunciamos con nuestros labios; se nos debilita y se nos enfría nuestra fe. Tenemos que de nuevo caldearla para que no solo sean unas palabras que pronunciamos, sino sea algo que envuelva totalmente nuestra vida desde lo más hondo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario