Llenémonos de la alegría de la fe
que nos hace sentir y vivir a Dios si tenemos un corazón pobre y humilde
Job, 42, 1-3.5-6.12-16; Sal. 118; Lc. 10,
17-24
‘Los setenta y dos
discípulos volvieron muy contentos…’
Habían sido enviados ‘de dos en dos, por
delante, a todos los pueblos y ciudades a donde pensaba ir El’. Los había
enviado a anunciar el Reino de Dios, a curar enfermos y a expulsar demonios;
les había dado instrucciones muy concretas sobre lo que habían de hacer; y los
había enviado con el mensaje de la paz; ese era el saludo con el que habían de
llegar a todos sitios.
Ahora vuelven contentos, porque aquellas señales del
Reino de Dios que Jesús les había anunciado se estaban realizando. Le dicen a
Jesús a su vuelta: ‘Señor, hasta los
demonios se nos someten en tu nombre’. Pero Jesús les dice que la alegría
que tienen no ha de ser solamente porque puedan realizar signos y prodigios,
puedan realizar milagros, sino ‘porque
vuestros nombres están inscritos en el cielo’.
Pero la alegría sigue desbordándose, porque Jesús ‘lleno
de la alegría del Espíritu Santo’ prorrumpe en un cántico de acción
de gracias al Padre del cielo. El Reino de Dios comienza a brillar pero será en
los pequeños y en los pobres, en los de corazón humilde porque son los que de
verdad se abren al misterio de Dios.
Un día Jesús le diría a Pedro que porque humildemente
se había dejado conducir por Dios, había podido realizar una hermosa confesión
de fe. No es por tu sabiduría humana, lo que hayas aprendido de ti mismo u
otros te hayan enseñado, viene a decirle a Pedro tras aquella confesión en la
que lo había reconocido como Mesías y como Hijo de Dios. ‘Dichoso, Simón, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y
hueso, sino mi Padre que está en los cielos’.
Ahora Jesús da gracias al Padre porque es a los
pequeños y a los humildes a los que revela el misterio de Dios. ‘Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos
y las has revelado a la gente sencilla’. Allí está la prueba en lo que
vienen contando los discípulos después de haber realizado su misión. Jesús los
había escogido y llamado y los había enviado con aquella misión, en la que
seguramente se sentirían sobrecogidos y como superados, pero las señales del Reino
se estaban dando y el mal comenzaba a vencerse. ‘Veía a Satanás caer del cielo como un rayo’, les dice cuando ellos
le cuentan con alegría todo lo que habían realizado.
‘Todo me lo ha
entregado mi Padre, continúa
diciéndoles, y nadie conoce quien es el
Hijo sino el Padre; ni quien es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo
se lo quiere revelar’. Y allí se está manifestando el misterio de Dios,
allí se está revelando Dios, porque será la forma cómo podemos conocer mejor
quien es Jesús, pero también es la forma como Jesús nos revela a Dios, nos da a
conocer a Dios. Y ya sabemos cuales han de ser las actitudes que tiene que
haber en nuestro corazón para poder estar abiertos a Dios y para que podemos
conocer el misterio de salvación que Jesús nos ofrece.
Y siguiendo con la dicha y la alegría que parecer ser
hoy la plantilla de todo este episodio, Jesús los llama dichosos. Una nueva
bienaventuranza, podríamos decir quizá. Dichosos porque han podido conocer a
Jesús; dichosos porque así a ellos se les ha revelado el misterio de la
salvación y pueden estar participando en él. ‘¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Muchos profetas y
reyes desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron; y oír lo que oís, y no
lo oyeron’. Pudieron ver y oír directamente al Mesías Salvador. ¿No recordamos la dicha del anciano Simeón
porque sus ojos vieron al Salvador esperado de las naciones?
¿Sentiremos envidia nosotros porque no lo podemos ver y
palpar como lo vieron y lo palparon los discípulos de los que nos habla el
evangelio? Pero sí podemos verlo y sentirlo en nosotros con los ojos de la fe;
si lo podemos sentir presente en nuestra vida que para eso nos ha dado la
fuerza de su Espíritu. Abramos con humildad los ojos y los oídos de la fe.
Llenémonos de la alegría de la fe que nos hace sentir y vivir a Dios.