La semilla caía en la tierra de Corozaín y Betsaida y no daba fruto, ¿sucederá lo mismo en nuestro corazón?
Job, 38, 1.12-21; 39, 33-35; Sal. 138; Lc. 10, 13-16
Los evangelios al describirnos la actividad de Jesús,
su predicación y sus milagros, nos destacan de manera especial, sobre todo los sinópticos,
su dedicación a los pueblos y aldeas de Galilea en todo el entorno del lago de
Tiberíades o llegando más allá por una parte hasta las fronteras del Líbano o
por el otro lado atravesando el lago para llegar incluso a la región de los Gerasenos.
Allí, como el sembrador que nos describe en la parábola
recorre sus caminos de un lado para otro esparciendo la semilla de la Palabra
de Dios, acompañada de los signos del Reino en sus milagros, para ir anunciando
por todas partes ese Reino de Dios al que habíamos de convertirnos.
Pero igual que sucede en la parábola del sembrador o en
cualquiera de las otras parábolas la semilla no siempre da el fruto del ciento
por uno, porque no todos acogen su predicación y anuncio del Reino de la misma
manera. Muchas veces surgiría en medio de la buena semilla plantada la cizaña
que venía a entorpecer o malear la cosecha.
En algunos lugares, quizá donde menos se lo esperaba
podría aparecer una cananea que impetrase su auxilio, aunque en otros era
rechazado como lo fue en la región de los Gerasenos incluso después de liberar
al endemoniado de su mal; en otros la resistencia no sería quizá tan abierta,
pero no terminaban de dar frutos de conversión a pesar de las múltiples
maravillas que el Señor iba realizando en medio de ellos.
Es lo que está sucediendo en aquellas ciudades mas
cercanas al lago y donde quizá más presente se hecho Jesús. Son las quejas y
recriminaciones que escuchamos en labios de Jesús contra Corozaín, Betsaida y
hasta el mismo Cafarnaún donde se había establecido en casa de Simón Pedro. ‘¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida!’
Eran la patria de gran número de los discípulos y apóstoles. En Betsaida vivían
y trabajaban Pedro, Andrés, Felipe, Santiago, Juan, entre otros muchos que
oyeron a Jesús y le siguieron. Pero otros muchos escucharon la misma Palabra
que escucharon éstos y sin embargo no quisieron seguir a Jesús.
Les dirá Jesús que si en otros lugares se hubieran
realizado los mismos signos que allí se habían realizado con toda seguridad se
habrían convertido. Por eso, les dice, ‘el juicio les será más llevadero a Tiro y a
Sidón’. Y en el mismo sentido le habla a Cafarnaún ciudad testigo
excepcional de la predicación y de los milagros de Jesús, en su sinagoga, junto
al lago, en la casa de Simón, por todas partes donde la gente se encontrara con
Jesús. Pero andaban más afanados en sus negocios y quehaceres y la semilla caía
como en tierra dura o llena de abrojos y zarzales. ‘Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo?’
La ceguera por la posesión de bienes materiales nos
insensibiliza para lo noble y lo espiritual y los hacía incapaces de dar
respuesta agradecida a tanto regalo del Señor. Cafarnaún era ciudad de tráfico
comercial importante porque se convertía en cruce de caminos de todo el norte
de Palestina.
¿Nos sucederá a nosotros de forma parecida? Hemos de
comenzar por reconocer la riqueza de gracia con la que el Señor cada día riega
nuestro espíritu. Pensemos cuántas oportunidades tenemos; pensemos en la Palabra
del Señor que cada día se nos ofrece; pensemos en la inmensa y maravillosa
gracia que es el poder participar cada día en la celebración de la Eucaristía y
alimentarnos del Cuerpo y Sangre de Cristo que por nosotros se nos da y se nos
entrega.
Y así podemos pensar en tantas gracias y tantas
llamadas del Señor. ¿Somos agradecidos a cuanto el Señor nos regala cada día?
Como tierra buena, ¿acogemos esa semilla que se siembra en nosotros y de la que
tenemos que dar fruto? ¿cuáles son nuestras obras buenas con las que estamos
dando señales de que acogemos y querer vivir el Reino de Dios? ¿Hay frutos de
verdadera conversión en nuestro corazón?
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