La vanidad lo echa todo a perder, pero un espíritu humilde
manifiesta la verdadera grandeza de la persona y nos llena de mayor dignidad
2Timoteo 4, 1-8; Sal 70; Marcos 12, 38-44
La vanidad lo echa
todo a perder, pero un espíritu humilde manifiesta la verdadera grandeza de la
persona y nos llena de mayor dignidad. Pero no lo terminamos de aprender. Nos
sentimos engolosinados por unas alabanzas y reconocimientos. Decimos que no
queremos aparentar, pero buscamos la forma de que las cosas sean reconocidas;
nos halaga que digan cosas bonitas de nosotros y de alguna manera parece que
queremos hacer saber a los demás lo bueno que somos, aunque mal lo disimulemos.
Primeros puestos o
lugares de honor, puestos donde podamos tener nuestras influencias y cargos que
eleven nuestro status, alcanzar aquello que signifique poder para que
prevalezcan por encima de todo mis ideas, llegar al lugar donde yo pueda hacer
y deshacer a mi antojo o en lo que pueda obtener unos beneficios. Lo estamos
viendo continuamente en nuestra sociedad; gente que nos viene de redentora
protestando o denunciando todo lo que los otros hacen y populismos de los que
nos valemos para alcanzar esas cotas de poder y actuar ahora quizás con más
despotismo de lo que antes anunciaban.
Lo estamos muchas veces
sufriendo. Y sucede en lo que podríamos llamar las clases dirigentes de la
sociedad, pero son también las pequeñas batallitas – o no tan pequeñas – que se
dan en nuestra cercanía, en nuestros grupos sociales, también – hay que
reconocerlo – en nuestras comunidades de orden religioso o cristiano. Muchas
veces contemplamos guerras sordas también en esos grupos a los que pertenecemos
o que nos rodean también en el ámbito de nuestras parroquias y comunidades
cristianas. No siempre los diálogos de tipo pastoral que podamos tener en
nuestras comunidades arrancan de ese deseo pastoral, sino pudieran aparecer
intereses y hasta deseos de manipulación en ocasiones.
Nos es fácil tirar la
piedra pensando en los grandes dirigentes de la sociedad, o quedándonos en retazos
de la historia si ahora al leer el evangelio solo pensamos en aquellos letrados
y fariseos de la época de Jesús, y no somos de darnos cuenta que eso sucede en
nuestro entorno y también en la Iglesia. Tenemos que saber reconocer nuestras
debilidades y nuestros fallos. Tenemos que ser claros y humildes.
En el evangelio que
hoy escuchamos se contraponen, por así decirlo, las dos posturas. Previene Jesús
ante la actitud y la manera de actuar de escribas y fariseos. Allí estaba Jesús
frente a la entrada del templo y se podía contemplar la postura y manera de
actuar de todos aquellos que iban entrando. ‘Cuidado,
les dice, con los escribas. Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les
hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas
y los primeros puestos en los banquetes, y devoran los bienes de las viudas y
aparentan hacer largas oraciones’. No hacen falta más descripciones, no
para verlos a ellos, sino para mirarnos a nosotros mismos.
Pero al
mismo tiempo Jesús se ha fijado en quien nadie se fija. Una pobre viuda,
anciana, con sus pobres ropas que trata de pasar desapercibida. Nadie se habría
fijado en ella si no fuera por la indicación de Jesús. ‘Estando Jesús
sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando
dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos
monedillas, es decir, un cuadrante’. Así nos lo describe el evangelio. Y
ahí está el comentario de Jesús. ‘En verdad os digo que esta viuda pobre ha
echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de
lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía
para vivir’.
Así, sin
hacer ruido, sin llamar la atención aquella mujer echó cuanto tenía en el
cepillo del templo. Merece la alabanza de Jesús. ‘Dichosos los pobres porque
de ellos es el Reino de los cielos’, nos dirá en otro lugar. Pero es la
actitud de los que están siempre dispuestos a servir, a hacer el bien, a
contribuir a todo lo bueno desde sus valores o sus capacidades, pero también
desde su pobreza y lo poco que son. Es la disponibilidad y la generosidad, es
el desprenderse de uno mismo y ser capaz de gastarse por los demás. Porque lo
importante es el bien, lo bueno que hagamos, aunque no nos llevemos medallas que
colgarnos al cuello o diplomas que colgar de nuestras paredes.
Ahí está
la verdadera grandeza del ser humano. Ahí se manifiesta la mayor dignidad que
no está en unos ropajes o en unos bastones de mando. Mucho tendría que hacernos
pensar todo esto. Mucho tenemos que verlo también ad intra de nuestras
comunidades.