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sábado, 26 de abril de 2014

Cristo resucitado también se nos manifiesta a nosotros para que seamos sus testigos ante toda la creación

Cristo resucitado también se nos manifiesta a nosotros para que seamos sus testigos ante toda la creación

Hechos, 4, 13-21; Sal. 117; Mc. 16, 9-15
El evangelio de Marcos es el más parco a la hora de relatarnos las apariciones de Cristo resucitado a los discípulos. Aparte de relatarnos cómo las mujeres fueron al sepulcro pasado el sábado para embalsamar debidamente el cuerpo muerte de Jesús cuando se encontraron a un ángel que les anunciaba que no habían de buscar allí a Jesús porque había resucitado y debían anunciarlo a los demás discípulos, son estos pocos versículos que hoy hemos escuchado los que nos hablan de las apariciones de Cristo resucitado.
Tres momentos escuchamos hoy con algo en común. Por una parte la incredulidad de los discípulos y la tristeza que aun les embargaba. Ni creyeron a María Magdalena a pesar de oír que estaba vivo y que ella lo había visto, ni creyeron a los dos discípulos que habían ido al campo - una referencia a los discípulos que marcharon a Emaús en el relato del evangelio de Lucas - y que vinieron también a dar la noticia de que se les había aparecido Jesús resucitado y había caminado con ellos.
En el tercer momento es Jesús el que les recrimina ‘su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado’. Ahora Jesús está con ellos, ‘los Once, a los que se apareció cuando estaban a la mesa reunidos’.
El otro aspecto a destacar y que es común a los tres momentos que nos relata hoy el evangelio es que siempre son enviados a dar la Buena Noticia de la resurrección de Jesús a los demás. Aunque no lo hemos leído hoy - se lee ese texto del evangelio el sábado santo en el ciclo B -, las mujeres que fueron al sepulcro, al darles la noticia el ángel de que no habían de buscar entre los muertos al que estaba vivo, son enviadas a comunicarlo a los demás discípulos. ‘Id a decir a sus discípulos y a Pedro: El va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os lo había dicho’.
De la misma manera hoy nos relata el evangelio que ‘María Magdalena fue a comunicárselo a los que le habían acompañado, que estaban tristes y seguían llorando’. También los discípulos que habían ido a Emaús ‘fueron a dar la noticia a los demás, aunque tampoco les creyeron’. Finalmente cuando Jesús se les aparece a los discípulos reunidos también los envía: ‘Id al mundo entero y predicad este Evangelio, esta Buena Noticia a toda la creación’.
También a nosotros se nos ha trasmitido esa Buena Noticia desde aquellos que fueron los primeros testigos de la resurrección del Señor. Pero también nosotros si con fe viva aceptamos ese testimonio y esa Buena Noticia también podremos experimentar allá en lo más hondo de nosotros mismos esa presencia viva de Cristo resucitado. Es lo que se convierte en el meollo de nuestra fe y lo que nos anima allá desde lo más hondo de nosotros mismos. Es lo que celebramos con toda intensidad en cada Pascua, lo que hemos venido viviendo y celebrando en estos días y lo que entonces nos convierte a nosotros también en testigos ante el mundo que nos rodea.
Que no haya dureza de corazón en nosotros, sino esa apertura de la fe para creer, para dejarnos conducir por el Espíritu del Señor, para sentir su presencia viva en nosotros. Porque creemos estamos aquí. No significa que algunas veces no nos cueste creer y también nos llenemos de dudas, pero con el evangelio hemos aprendido a confesar nuestra fe pero al mismo tiempo a pedirle al Señor que nos ayude a creer. ‘Yo creo, Señor, pero aumenta la fe’, le decimos como aquel hombre  del Evangelio. Y nosotros creemos de verdad que Cristo vive y que es nuestra vida; que en Cristo hemos encontrado nuestra vida y nuestra salvación.
Pero no olvidemos también lo que hemos venido reflexionando al contemplar estos hechos del Evangelio. Nosotros también somos enviados para ser testigos de Cristo resucitado en medio de nuestro mundo. Nuestra vida, nuestras actitudes y nuestros comportamientos, nuestras palabras tienen que convertirse en un anuncio de evangelio, de esa Buena Noticia de Salvación para todos los hombres que es la resurrección del Señor.

Que el Espíritu del Señor nos acompañe y dé fortaleza para ser siempre testigos de Cristo resucitado.

viernes, 25 de abril de 2014

Por la fe en Cristo resucitado nos sentimos enviados a ser pescadores de hombres, pero siempre en el nombre del Señor

Por la fe en Cristo resucitado nos sentimos enviados a ser pescadores de hombres, pero siempre en el nombre del Señor

Hechos, 4, 1-12; Sal. 117; Jn- 21, 1-14
Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades’. El episodio tiene un cierto paralelismo con otro episodio semejante que nos narran los sinópticos acaecido también en aquel lago de Tiberíades con ciertas resonancias vocacionales en medio de otros mensajes. Entonces había concluido con el anuncio de Jesús de que sería pescadores de otros mares, pues quería hacer de ellos pescadores de hombres.
En la orilla del lago habían dejado la barca y las redes a la llamada de Jesús, aunque ahora les vemos de nuevo volver a tomar las barcas y las redes para salir a pescar. Muchas connotaciones eclesiológicas puede tener también este episodio con esa resonancia de ser enviados a realizar otra pesca o de otra manera. Ahora como entonces, en ese episodio que recordamos, se pasan la noche bregando sin coger nada.
Al amanecer desde la orilla alguien les indica por donde han de echar la red para encontrar pesca. No conocían aún que era Jesús. ¿Ese claroscuro del amanecer? ¿la distancia de la orilla aunque apenas distaban como unos cien metros? ¿sus ojos que estaban cegatos porque aún no había sido muy intensa la experiencia de Cristo resucitado? Muchas explicaciones podemos darnos. Pero ahora la pesca había sido de nuevo abundante; luego contarán incluso la cantidad de peces grandes: ‘ciento cincuenta y tres’. Pero como dice el evangelista ‘no tenían fuerzas para sacar la red por la multitud de peces’. En el otro episodio que recordamos Pedro en muestra de confianza en la palabra de Jesús había lanzado de nuevo la red al agua; ahora simplemente se dejan guiar por quien está allá en la orilla sin saber que era realmente Jesús quien les estaba indicando cómo y dónde habían de echar la red.
Será aquel discípulo que tanto quería Jesús el que lo reconozca y se lo diga a Pedro. ‘Es el Señor’. Y Pedro tal como estaba se lanzará al agua para llegar pronto a los pies de Jesús. En aquella primera pesca milagrosa se había arrojado a los pies de Jesús para mostrarse y sentirse pecador e indigno de estar en su presencia. Ahora quiere estar lo más pronto a  su lado. Ya conocemos por el resto del evangelio la porfía de amor que hará Pedro por Jesús ante sus preguntas.
Al llegar a la orilla ya Jesús les tiene preparado sobre unas brasas un pescado puesto encima y pan para comer. Los detalles de Jesús; la presencia de Jesús que siempre quiere llenarnos de vida, alimentarnos con su vida. ‘Vamos, almorzad’, les dice ‘y Jesús toma el pan y se los da, y lo mismo el pescado’. Y comenta el evangelista, ‘Nadie se atrevía a preguntarle quien era, porque sabían bien que era Jesús’. Como los discípulos de Emaús también están reconociéndolo cuando Jesús les parte y les reparte el pan.
Jesús ha resucitado y por la fe que estamos manifestando en su resurrección ya nos estamos sintiendo enviados a anunciar esa Buena Noticia. Como le había dicho un día a Pedro y a los otros pescadores, ‘venid conmigo y os haré pescadores de hombres’, sentimos también ese envío del Señor.
Pero creo que este pasaje del Evangelio nos puede estar enseñando muchas cosas en ese sentido. Cuando vamos a hacer ese anuncio de Jesús no lo vamos a hacer por nosotros mismos o simplemente con nuestras sabidurías o capacidades humanas. Hemos de ser conscientes que siempre vamos en el nombre de Jesús y con la fuerza y la presencia del Espíritu de Jesús.
Cuando lo queremos hacer por nosotros mismos, como si fuera cosa solo de nosotros y apoyándonos en nuestras fuerzas o capacidades ya sabemos lo que nos suele pasar, podemos estar abocados al fracaso. Pedro y los discípulos, como hemos escuchado hoy, allá andaban por Galilea a la orilla del lago quizá con añoranzas de otros tiempos o quizá solo queriendo buscar en qué entretener el tiempo. ‘Me voy a pescar’, dice Pedro; ‘vamos también nosotros contigo’, dijeron los otros. Se embarcaron y aquella noche no cogieron nada. Habían ido sin Jesús.

Llegará Jesús y todo cambiará. Actuamos en el nombre de Jesús y con la fuerza de su Espíritu y mucho podremos hacer. Algo que no podremos nunca olvidar, ni en el trabajo que queramos hacer por los demás, ni en nuestros  trabajos apóstolicos que realicemos, ni incluso en esa tarea de superación personal en la que hemos de estar siempre embarcados buscando ser mejores aspirando a esa santidad a la que nos llama el Señor. Siempre, en el nombre del Señor. Y ya sabemos lo que eso significa.

jueves, 24 de abril de 2014

Dios resucitó a Jesús de entre los muertos y nosotros seremos testigos creando un mundo de fidelidad y de paz

Dios resucitó a Jesús de entre los muertos y nosotros seremos testigos creando un mundo de fidelidad y de paz

Hechos, 3, 11-26; Sal. 8; Lc. 24, 35-48
‘Todavía estaban hablando de lo que contaban los discípulos que habían llegado de Emaús de cuanto les había sucedido por el camino y como lo habían reconocido al partir el pan, cuando Jesús se presentó en medio de ellos y les dice: Paz a vosotros’. Ahora sí estaba Jesús en medio de ellos, pero se quedaron aturdidos por la sorpresa. No terminaban de creer. ¿Será un fantasma?
Para sus dudas,  para sus miedos - como nos dirá el evangelista Juan estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos -, para sus desesperanzas Jesús llega con su paz. ‘Paz a vosotros’. El evangelista Juan cuando nos narra esta escena - la escucharemos el próximo domingo - nos pone en labios de Jesús el mismo saludo de paz.
Era lo que habían anunciado los ángeles en su nacimiento. Era lo que Jesús les decía a los enfermos que curaba o a los pecadores a quienes ofrecía su perdón.  Había venido a traernos la paz. De ello nos habló también en la última cena, auque nos dice que no nos da la paz como la da el mundo. Nos llamará dichosos si trabajamos por la paz. Había venido a traernos la reconciliación y la paz derribando el muro que nos separaba, el odio, para poner paz y amor en nuestro corazón.
Pero ellos seguían sin creer. Les dará todas las pruebas que necesiten para que se den cuenta que no es un fantasma. Es que la muerte de Jesús en la cruz había sido algo que les había dejado descolocados por completo. Lo habían abandona y huido ya desde el prendimiento en Getsemaní. Alguno que había intentado seguirle un poco más había claudicado frente a una criada que lo reconocía como discípulo suyo. Solo Juan Había llegado hasta el Calvario y hasta la cruz. Ahora les cuesta creer porque les parece imposible. Jesús se deja palpar e incluso come con ellos, para que se les abran los ojos.
No se queda ahí, para que se les abran los ojos de la fe. Nos dirá el evangelista: ‘Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras’. Todo estaba anunciado. ‘Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse’. Era necesario e importante que lo tuvieran bien claro, porque ahora tenían que ser testigos de todo eso ante el mundo donde había de anunciarse el evangelio de Jesús. ‘En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos’.
Era la Buena Noticia que había que anunciar y de la que habían de ser testigos. Tendrían que anunciar a Jesús, Buena Nueva de Salvación que por nosotros se entregó y murió, pero que al tercer día resucitó. ‘Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados’. Es el anuncio de la salvación, del perdón, de la gracia, porque será el anuncio del amor de Dios para todos los hombres. Ya hemos contemplado a Pedro haciendo ese anuncio en el templo de Jerusalén después de hacer caminar al paralítico de la puerta Hermosa. ‘Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos’, proclamará el apóstol.
Cuando nosotros en esta primera semana de Pascua estamos contemplando todos estos hechos que nos narra el evangelio también hemos de despertar nuestra fe en Jesús porque de ella hemos de ser testigos en medio de nuestro mundo. También llega a nosotros Jesús con su saludo y mensaje de paz. Necesitamos llenarnos de esa paz de Jesús; esa paz que nos haga superar miedos y cobardías; esa paz que despierte de nuevo en nosotros la esperanza pero que al mismo tiempo nos compromete profundamente.
Tenemos que aprender a vivir en esa paz que nos haga sentir ese equilibrio interior en nuestro corazón pero que al mismo tiempo nos haga constructores de paz en medio de nuestros hermanos los hombres. Cuántas oportunidades tenemos para mostrarnos como testigos de esa paz; no hace falta ir a lugares de guerra, sino en la convivencia de cada día con los que están a nuestro lado hemos de aprender a vivir en paz; una vez que se nos rompe tantas veces por minucias y pequeñeces.

Y también hemos de dejarnos enseñar por el Espíritu del Señor que abra nuestro corazón para entender las Escrituras. Ahí tenemos la Palabra de Dios que hemos de aprender a escuchar; esa Palabra de la que tenemos que empapar nuestra vida para dejar que en verdad sea el cauce y el camino para la fidelidad y para el amor y la paz que nos pide Jesús.

miércoles, 23 de abril de 2014

Jesús camina a nuestro lado y muchas veces se nos ciegan los ojos y no somos capaces de reconocerle

Jesús camina a nuestro lado y muchas veces se nos ciegan los ojos y no somos capaces de reconocerle

Hechos, 3, 1-10; Sal. 104; Lc. 24, 13-35
Cuando se pierden las esperanzas los caminos se nos hacen oscuros y peligrosos. Sin esperanza cualquier problema o dificultad se nos convierte en un tormento, nos angustia y nos impide caminar. Es como si se nos trabaran los pies y en todo paso fuéramos tropezando haciéndonos imposible el avanzar.
Los discípulos que iban a Emaús habían perdido toda esperanza. La noche se les echaba encima, no solo porque el sol se estuviera ocultando por el poniente, sino porque no habían sabido vislumbrar la luz del sol que verdaderamente les iluminara. Aunque aquellos pesares y oscuridades al final  les serviría para algo, porque terminarían abriéndose a lo trascendente y a lo que verdaderamente tiene valor.
‘Nosotros esperábamos…’ le dicen al peregrino que se ha puesto a caminar a su paso y les pregunta por qué andan tan tristes y apenados. Como ellos andaban envueltos en tristezas y angustias les parecía imposible que todos no estuvieran de la misma manera. ‘¿Eres tú el único forastero en estos días en Jerusalén que no te has enterado de lo que ha pasado?’ Y comienzan a hablarle de Jesús. En el habían puesto su fe y su esperanza. ‘Nosotros esperábamos que el fuera el futuro libertador de Israel’. Y le hablan de su condena a muerte, de que las mujeres fueron de mañana al sepulcro y ahora han venido contando visiones de ángeles que aseguraban que está vivo. Hasta algunos de los discípulos fueron al sepulcro que lo encontraron como habían dicho las mujeres, pero a El no lo han visto. Se habían hecho una idea de Jesús y no habían sabido reconocerle tal como Jesús realmente era y había querido hacerse presente.
Y Jesús iba caminando con ellos. Y si los discípulos que habían ido al sepulcro a El no lo vieron, ellos tampoco ahora eran capaces de reconocerlo. Pero El comenzó a hablarles y a explicarles pacientemente la Escrituras. Y entre conversación y conversación llegaron al pueblo donde se dirigían, a Emaús, pero el forastero quería seguir adelante. Es cuando ellos ahora en lugar de pensar en sí mismos, comienzan a preocuparse por aquel forastero por aquellos caminos en la noche, y más en la oscuridad de la noche en la que ellos se encontraban.
‘Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída’, le dicen ofreciéndole la hospitalidad de su casa y su mesa. A pesar de las oscuridades que ellos llevaban dentro querían ofrecer luz y abrigo, porque algo bueno aún había en su corazón, que además se había ido despertando de una forma extraña mientras El les hablaba.
Sentados a la mesa, a la hora de partir el pan se les abrieron los ojos, lo reconocieron. Era El. Allí estaba aunque ahora ya no lo veían. Pero no hacía falta porque comienzan a reconocer su nueva presencia. ‘¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?’ se preguntan.
Se había acabado la oscuridad porque ahora sus ojos, los ojos más profundos de su vida, sí tenían luz, lo habían reconocido en la fracción del pan y se dieron cuenta también que en aquella Palabra que habían venido escuchando estaba Jesús. Ya no importan las sombras de la noche y no temen ningún peligro, porque Jesús ha estado con ellos y su Espíritu ahora para siempre los acompaña. Vuelven de nuevo a Jerusalén pero sus corazones van llenos de luz y ahora la loza pesada de las desesperanzas se ha roto hecha añicos. Ahora sí hay esperanza y vida en sus corazones.
Se volvieron a Jerusalén donde contaron todo lo que les había sucedido por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todos comentaban ya que era verdad que Jesús había resucitado.

¿No estará caminando Jesús a nuestro lado tantas veces y quizá nuestros ojos están obcecados y no somos capaces de reconocerlo? De muchas maneras el nos va repartiendo el pan de su palabra cada día para alimentar nuestra vida y hacer enardecer nuestro corazón. Pero nos puede suceder algo más. ¿No podría incluso sucedernos que estemos con El en la fracción del pan y tampoco le reconozcamos? Cuantas veces venimos a la Eucaristía, a la Fracción del Pan, y salimos sin haberle reconocido ni sentido, sin haber sentido el ardor de su presencia y de su gracia en nuestro corazón.

martes, 22 de abril de 2014



Que las lágrimas de nuestros sufrimientos no cieguen nuestros ojos para descubrir y reconocer a Jesús

Hechos, 2, 36-41; Sal. 32; Jn. 20, 11-18
‘María Magdalena, al final, fue y anunció a los discípulos: He visto al Señor y ha dicho esto’. Siempre tras un encuentro con el Señor nos sentimos enviados con una misión. Lo que vivimos en el encuentro con el Señor compartido con los demás puede también llenarlos de luz. Y la luz nunca nos la podemos guardar para nosotros solos.
Las lágrimas le habían impedido en principio reconocer a Jesús confundiéndolo con el encargado del huerto. Desde el amor grande que sentía por Jesús se había encerrado demasiado en sí misma en su dolor. No llegaba a entender las señales que el Señor ponía a su lado, le costaba escuchar  en su propio corazón, sus ojos estaban nublados por las lágrimas. Pero allí estaba el Señor y al final la voz inconfundible del Maestro la hizo despertar para reconocer al Señor. Iría presurosa a comunicar a los demás que había visto al Señor y a trasmitirles su mensaje.
El dolor, los problemas, las dificultades y tropiezos que vamos teniendo en la vida en muchas ocasiones nos ciegan también. Deprimidos por el sufrimiento nos cuesta encontrar la luz, pero hemos de saber despertar nuestra fe porque siempre el Señor tiene una luz para nosotros. Hay en nosotros, sí, una fuerza de vida que tiene que hacernos saltar por encima de esas negruras para ver la luz. 
Nos creemos que somos los más desgraciados del mundo y que nadie sufre como nosotros. Pero hemos de saber mirar a nuestro lado, porque si tenemos sensibilidad para ver el sufrimiento que tienen también muchos a nuestro alrededor, puede ser que nuestro corazón se despierte. Además cuando nos hacemos sensibles al sufrimiento de los otros nos podemos dar cuenta que quizá nuestro sufrimiento no es tan grande. Compartiendo con los demás, abriéndonos al sufrimiento de los otros nuestra vida adquiere un nuevo sentido y valor y con nuestros propios sufrimientos podemos hacernos redentores con Cristo de los demás.
Las lágrimas que cegaban el alma de Magdalena nos puede estar enseñando muchas cosas. Tenemos que aprender como ella a saber reconocer al final a Jesús; porque Jesús también se acerca a nosotros de muchas maneras, en muchas personas que pueden llegar hasta nosotros con una palabra buena y una palabra de aliento. Siempre será la voz del Señor que nos habla a nuestro corazón y que hemos de saber oír y reconocer. Sepamos descubrir y reconocer esa acción del Señor que a través de los otros que nos ayudan nos está también manifestando su amor. Y como María Magdalena sepamos llevar la noticia a los demás, porque el Señor se puede valer de nosotros, de lo que nosotros hayamos experimentado y vivido si lo compartimos para ayudar, para hacer llegar su presencia a los demás.
En la primera lectura escuchamos hoy la conclusión del discurso de Pedro en la mañana de Pentecostés a quienes se habían reunido ante el Cenáculo. ‘Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías’. Y nos dice el autor sagrado que ‘estas palabras les traspasaron el corazón’ y ahora preguntaban qué había que hacer. La Palabra del Señor anunciada por Pedro llega de una forma viva al corazón de aquellas gentes y ahora se preguntan qué tienen que hacer. Están descubriendo la luz, se están encontrando con la verdad y la vida. Sienten que sus vidas no pueden seguir de la misma manera. Ha nacido la fe en el corazón de aquellas gentes y esa fe tienen que expresarla de alguna manera. No se pueden quedar con ese tesoro que ha descubierto manteniéndolo escondido.
Lo que Pedro les propone es la conversión, el reconocimiento del error en que han vivido hasta entonces, pero para volver su corazón al Señor. Han de expresar y manifestar esa fe que ha nacido en sus corazones en Jesús.  Y la fe les llevará primero que nada a unirse a Jesús, a querer vivir la misma vida de Jesús que lo van a significar en el Bautismo. No es otra cosa el Bautismo que ese unirnos a Jesús para vivir su misma vida en virtud del misterio grandioso de muerte y resurrección. El Bautismo es un participar del misterio pascual de Cristo que nos trae y nos llena de la salvación.
Cuánto tenemos que considerar la grandeza y la maravilla del Bautismo que hemos recibido.

lunes, 21 de abril de 2014

Somos testigos de lo que vivimos en Cristo resucitado y con fidelidad proclamamos nuestra fe



Somos testigos de lo que vivimos en Cristo resucitado y con fidelidad proclamamos nuestra fe

Hechos, 2, 14. 22-32; Sal. 15; Mt. 28, 8-15
Seguimos viviendo el gozo de la Pascua. No solo se prolonga durante cuarenta días hasta la Ascensión del Señor al cielo sino que esta semana se vive con una intensidad especial porque estamos en la octava de la Pascua.
Iremos escuchando durante estos días primeros diversos momentos de los encuentros de Jesús resucitado con los discípulos como nos lo va narrando el final de cada uno de los evangelios, y al comenzar a leer de forma continuada el libro de los Hechos en la primera lectura escucharemos una y otra vez lo que fue el Kerigma de la predicación de los apóstoles en aquellos primeros momentos de la vida de la Iglesia.
Por otra parte los textos de las oraciones nos ayudan a ir abundando en nuestra condición de bautizados, no en vano los que fueron bautizados en el día de la Pascua tienen muy cercano dicho acontecimiento de su bautismo; pero es que además a todos nos conviene recordarlo, profundizar en ello, para vivir en todas sus consecuencias nuestra condición de bautizados.
En este sentido hemos pedido hoy: ‘siempre aumentas tu Iglesia con el nacimiento de nuevos hijos en el bautismo, concédeles ser fieles durante su vida a la fe que han recibido en el Sacramento’. Bien necesitamos recordarlo y vivirlo, fidelidad siempre y en todo momento a la fe recibida. Hemos querido responder al don de Dios, al regalo de su gracia y respondemos con nuestra fe; pero una fe vivida intensamente en toda la vida, en todo lo que hacemos y vivimos. Pero al mismo tiempo es don sobrenatural, un don que Dios nos concede. No es solo nuestra respuesta humana; hay algo más profundo que nos trasciende, hay algo sobrenatural que solo desde Dios podemos recibir, desde Dios podemos comprender y podemos llegar a vivir.
Como decíamos en la lectura de los Hechos escuchamos ese primer anuncio de los apóstoles. Escuchamos hoy a Pedro el mismo día de Pentecostés en ese primer anuncio que hace de Jesús ante la multitud que se ha reunido en torno al cenáculo. Habla claramente de Jesús al que todos, o casi todos los que estaban allí reunidos habían conocido directamente.
No hacía sino cincuenta días en que habían acaecido todos aquellos acontecimientos pascuales de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Y lo recuerda Pedro, pero al mismo tiempo hace un anuncio claro y explicito de la resurrección de Jesús. La pasión y la muerte todos podían conocerlo de primera mano. El hecho de la resurrección solo pudieron experimentarlo los que mantuvieron su fe en Jesús, que ahora se manifiestan como testigos dispuestos a dar testimonio. ‘Dios resucitó a este Jesús, y nosotros somos testigos’, les dice Pedro. Y lo hace con valentía, pues allí estaban muchos de los que gritaron contra Jesús pidiendo que fuera crucificado, manipulados quizás por los sumos sacerdotes, escribas y fariseos. Pero Pedro se manifiesta como testigo. ‘Nosotros somos testigos’.
En el evangelio hemos escuchado parte de lo que ya se nos proclamó en la noche de la vigilia pascual. Se añade el detalle del soborno de los guardias para que digan que los discípulos robaron del sepulcro el cuerpo muerto de Jesús, y es por eso por lo que ahora no lo encuentran en el sepulcro. En todo momento aparece la maldad del corazón humano y como queremos manipularnos unos a otros según nuestros propios intereses. No interesaba que se proclamase que Jesús había resucitado, lo que en el fondo en cierto modo es una manera de reconocerlo.
Conclusiones podemos sacar muchas de todo esto que estamos reflexionando. Que se mantenga viva nuestra fe, que sea firme nuestra fidelidad a nuestra condición de bautizados. Que quienes hemos experimentado por la fe en lo más hondo de nosotros mismos esa presencia y esa vida y calor de Cristo resucitado en verdad nos manifestemos como testigos de esa fe con la misma valentía que vemos hoy a Pedro proclamarlo en los Hechos de los Apóstoles.

domingo, 20 de abril de 2014

Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado… muriendo destruyó nuestra muerte, resucitando nos dio nueva vida



Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado… muriendo destruyó nuestra muerte, resucitando nos dio nueva vida

Hechos,  10, 34.37-43; Sal 117; Col. 3, 1-4; Jn. 20, 1-9
¡Ha resucitado el Señor! verdaderamente ha resucitado, Aleluya. Nos lo repetimos una y otra vez desde que anoche celebrábamos con toda alegría la vigilia pascual en la que cantábamos una y otra vez a Cristo resucitado.
‘Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo’. Rebosantes de gozo pascual el mundo entero desborda de alegría. Nos lo repetimos una y otra vez. Como una nueva primavera rebrota la vida en nosotros con la presencia de Cristo resucitado. Lo sentimos, lo queremos vivir, lo que expresar con nuestros cantos y con nuestra alegría, lo manifestamos con toda nuestra vida. Todo ha de tener el sabor de lo nuevo y de lo vivo cuando cantamos a Cristo resucitado.
Nuestros templos se llenan de flores que no son solo los bellos adornos con que queremos engalanarlos, sino que son nuestros corazones los que sienten ese rebrotar de primavera que todo lo llena de luz y de color que lo expresamos con la alegría nueva de nuestros rostros, pero también con esas actitudes nuevas con que nos acogemos los unos a los otros. Nada puede seguir igual. Todo ha de tener una nueva luz y un nuevo color.
Todo tiene que cambiar cuando sentimos en el alma el gozo grande de la resurrección del Señor. De ninguna manera podemos permitir que persistan sombras de pena o de tristeza en nuestros corazones. Desde Cristo resucitado hasta los sufrimientos o los problemas que podemos tener los asumimos de forma distinta. Anoche nos iluminábamos con la luz de Cristo resucitado, simbolizada en el Cirio Pascual que encendíamos en el fuego nuevo. De allí tomábamos la luz que además queríamos generosamente y con entusiasmo compartir con los demás. No nos podemos guardar la luz solo para nosotros. No podemos ocultar de ninguna manera la alegría de nuestra fe. Todo tiene que ser contagioso. ¡Bendito contagio si somos capaces de compartir esa alegría  de nuestra fe a los demás para que ellos lo vivan también!
Los textos del evangelio que escuchábamos tanto anoche, como hoy en la mañana precisamente eso nos lo hacen ver. A las mujeres que fueron al sepulcro, los ángeles las enviaron con la buena noticia de que Cristo había resucitado para que fueran a comunicarla a los demás. Hoy hemos contemplado a María Magdalena que cuando ve que el sepulcro de Cristo está vacío corre al encuentro de los hermanos para llevarles la noticia. Vendrán Pedro y Juan hasta el sepulcro, vieron y creyeron, que hasta entonces no habían entendido la Escritura de que había de resucitar de entre los muertos.
‘Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado; El es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo’, como había anunciado el Bautista; ‘muriendo destruyó nuestra muerte, resucitando nos dio nueva vida’. La muerte y el pecado ha sido vencida. Ha brotado la nueva vida de la gracia. El gran Sacerdote ha completado la ofrenda con la que le veíamos subir en la tarde del viernes santo al altar de la Cruz. Ha llegado a su consumación y se ha convertido para nosotros en autor de salvacion eterna. Dios lo levantó sobre todo  nombre y por la resurrección de entre los muertos lo ha constituido Mesías y Señor, para que todos los que creen en El reciban por su nombre el perdón de los pecados.
Pero la resurrección de Jesús es también nuestra resurrección. Como escuchábamos anoche a san Pablo ‘por el bautismo fuimos con El sepultados en su muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, asi también andemos nosotros andemos en una vida nueva… en una resurrección como la suya…vivos para Dios en Cristo Jesús’.
Por eso nos decía hoy de nuevo san Pablo ‘ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba … aspirad a los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre, no a los de la tierra’. Ya decíamos que ahora nuestra vida tiene que ser distinta. Hemos dejado atrás las tinieblas del pecado. Renunciamos a todo lo que sea muerte para poder vivir la vida nueva que nace de nuestra fe.
La profesión de fe que en este día de Pascua hacemos ha de tener una especial resonancia en nuestra vida. Vamos a recordar nuestro Bautismo con el Sí que le dimos a Cristo con toda nuestra vida y que a lo largo de nuestra existencia en momentos especiales hemos renovado con toda intensidad. Recordando nuestro Bautismo haremos nuestra renuncia al pecado y a las obras del mal y confesaremos nuestra fe queriendo expresar asi el compromiso de vida nueva que surge brioso, entusiasta de nuestro corazón en la alegría con que estamos viviendo la resurrección del Señor. Luego dejaremos que caiga una vez más el agua bendita sobre nosotros.
Y no olvidemos que la confesión de nuestra fe nos convierte en enviados, en misioneros de esa fe. Muchas oscuridades sigue habiendo en nuestro mundo que tenemos que iluminar. Mucha esperanza tenemos que despertar en el mundo que nos rodea. Tenemos que ayudar a los que caminan a nuestro lado demasiado a rastras de esta tierra a que levanten los ojos, a que miren a lo alto, a que descubran la luz. Cristo es esa luz que necesita nuestro mundo; Cristo es esa buena noticia que puede, que tiene que despertar la esperanza en nuestro mundo, que muchas veces cree que marcha sin rumbo, despertar la esperanza a los que van desilusionados por la vida pensando que todo lo que sufrimos no tiene solución.
Nosotros los cristianos que creemos en Cristo resucitado, aunque muchos sean los problemas con que la vida nos envuelve, no perdemos la esperanza, porque nos apoyamos en aquel que nos ama y ha dado su vida por nosotros. El nos enseñó como podemos hacer un mundo nuevo y esa es nuestra tarea ahora, con la fuerza de su Espíritu. La fe que tenemos en Jesús no nos hace desentendernos del mundo y de su problemas, sino todo lo contrario nos compromete más, sabiendo que la luz del evangelio nos da cauces para vivir una vida nueva y hacer un mundo mejor. Son los compromisos de nuestra fe en Cristo resucitado.
En Cristo resucitado encontramos el sentido y encontramos la fuerza para realizarlo, porque El nos acompaña siempre con la fuerza de su Espíritu. Anoche desde México me llegaba un eco de lo que reflexionábamos en la vigilia pascual que quiero compartir con ustedes. Comentando lo que anoche reflexionábamos me decía: ‘Sí, Éste, Cristo resucitado, es el culmen de la historia de la salvación. Sin la resurrección, esta vida no tendría sentido. Si Jesús no fuera Dios, para mi la vida tampoco tendría sentido’.
¡Ha resucitado el Señor! Verdaderamente ha resucitado, ¡Aleluya! El es nuestra vida, es nuestro Camino, es nuestra Verdad absoluta. Caminemos a su luz. Empapémonos de su Evangelio. Vivamos en la plenitud del amor que El nos ha enseñado. Compartamos la alegría de nuestra fe.
Este es el día del Señor. Es el día grande de la resurrección del Señor y sentimos cómo actuó y sigue actuando el Señor en nuestra vida. Es el día primero, en que resucitó el Señor, el día del Señor que luego cada semana seguiremos celebrando. Es nuestro gozo y nuestra alegría.
Démosle gracias al Señor porque también podemos ver a tantos a nuestro lado que viven ese compromiso de su fe y el Señor sigue actuando a través de ellos, de sus buenas obras, de su compromiso. Será también nuestro gozo y nuestra alegría cuando compartamos esa fe que tenemos en El con los  demás y nos vayamos comprometiendo a hacer ese mundo nuevo que surge, que nace de la resurreción del Señor. Es nuestra tarea y nuestro compromiso. 

FELIZ PASCUA DE RESURRECCION