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miércoles, 23 de abril de 2014

Jesús camina a nuestro lado y muchas veces se nos ciegan los ojos y no somos capaces de reconocerle

Jesús camina a nuestro lado y muchas veces se nos ciegan los ojos y no somos capaces de reconocerle

Hechos, 3, 1-10; Sal. 104; Lc. 24, 13-35
Cuando se pierden las esperanzas los caminos se nos hacen oscuros y peligrosos. Sin esperanza cualquier problema o dificultad se nos convierte en un tormento, nos angustia y nos impide caminar. Es como si se nos trabaran los pies y en todo paso fuéramos tropezando haciéndonos imposible el avanzar.
Los discípulos que iban a Emaús habían perdido toda esperanza. La noche se les echaba encima, no solo porque el sol se estuviera ocultando por el poniente, sino porque no habían sabido vislumbrar la luz del sol que verdaderamente les iluminara. Aunque aquellos pesares y oscuridades al final  les serviría para algo, porque terminarían abriéndose a lo trascendente y a lo que verdaderamente tiene valor.
‘Nosotros esperábamos…’ le dicen al peregrino que se ha puesto a caminar a su paso y les pregunta por qué andan tan tristes y apenados. Como ellos andaban envueltos en tristezas y angustias les parecía imposible que todos no estuvieran de la misma manera. ‘¿Eres tú el único forastero en estos días en Jerusalén que no te has enterado de lo que ha pasado?’ Y comienzan a hablarle de Jesús. En el habían puesto su fe y su esperanza. ‘Nosotros esperábamos que el fuera el futuro libertador de Israel’. Y le hablan de su condena a muerte, de que las mujeres fueron de mañana al sepulcro y ahora han venido contando visiones de ángeles que aseguraban que está vivo. Hasta algunos de los discípulos fueron al sepulcro que lo encontraron como habían dicho las mujeres, pero a El no lo han visto. Se habían hecho una idea de Jesús y no habían sabido reconocerle tal como Jesús realmente era y había querido hacerse presente.
Y Jesús iba caminando con ellos. Y si los discípulos que habían ido al sepulcro a El no lo vieron, ellos tampoco ahora eran capaces de reconocerlo. Pero El comenzó a hablarles y a explicarles pacientemente la Escrituras. Y entre conversación y conversación llegaron al pueblo donde se dirigían, a Emaús, pero el forastero quería seguir adelante. Es cuando ellos ahora en lugar de pensar en sí mismos, comienzan a preocuparse por aquel forastero por aquellos caminos en la noche, y más en la oscuridad de la noche en la que ellos se encontraban.
‘Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída’, le dicen ofreciéndole la hospitalidad de su casa y su mesa. A pesar de las oscuridades que ellos llevaban dentro querían ofrecer luz y abrigo, porque algo bueno aún había en su corazón, que además se había ido despertando de una forma extraña mientras El les hablaba.
Sentados a la mesa, a la hora de partir el pan se les abrieron los ojos, lo reconocieron. Era El. Allí estaba aunque ahora ya no lo veían. Pero no hacía falta porque comienzan a reconocer su nueva presencia. ‘¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?’ se preguntan.
Se había acabado la oscuridad porque ahora sus ojos, los ojos más profundos de su vida, sí tenían luz, lo habían reconocido en la fracción del pan y se dieron cuenta también que en aquella Palabra que habían venido escuchando estaba Jesús. Ya no importan las sombras de la noche y no temen ningún peligro, porque Jesús ha estado con ellos y su Espíritu ahora para siempre los acompaña. Vuelven de nuevo a Jerusalén pero sus corazones van llenos de luz y ahora la loza pesada de las desesperanzas se ha roto hecha añicos. Ahora sí hay esperanza y vida en sus corazones.
Se volvieron a Jerusalén donde contaron todo lo que les había sucedido por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todos comentaban ya que era verdad que Jesús había resucitado.

¿No estará caminando Jesús a nuestro lado tantas veces y quizá nuestros ojos están obcecados y no somos capaces de reconocerlo? De muchas maneras el nos va repartiendo el pan de su palabra cada día para alimentar nuestra vida y hacer enardecer nuestro corazón. Pero nos puede suceder algo más. ¿No podría incluso sucedernos que estemos con El en la fracción del pan y tampoco le reconozcamos? Cuantas veces venimos a la Eucaristía, a la Fracción del Pan, y salimos sin haberle reconocido ni sentido, sin haber sentido el ardor de su presencia y de su gracia en nuestro corazón.

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