Vistas de página en total

sábado, 9 de agosto de 2008

Una vez aquilatado recibirá la corona de gloria

Eclesiástico, 51, 1-8
Sal. 30
Mt. 10, 28-33

‘Dichoso el hombre que soporta la prueba, porque, una vez aquilatado, recibirá la corona de la vida’. Es la aclamación al evangelio hoy proclamado, tomada de la carta del apóstol Santiago.
Quizá no nos gusten demasiado las pruebas y las dificultades. Nos sentimos mal mientras somos probados. Pero la dificultad nos pone a prueba, nos purifica, aquilata nuestra fe y nuestra vida cristiana. Como el oro que es purificado a fuego en el crisol, es aquilatado, para eliminar todas las escorias, todas las impurezas, todos los defectos y pueda resplandecer con todo su brillo.
Nos es dura la prueba. Pasar por el fuego tiene que dolernos. Pero es un fuego purificador. O si queremos otros ejemplo, cuando tenemos que limpiar algo en lo que está incrustada fuertemente la suciedad, tenemos que emplearnos con fuerza, raspar con fuerza a la vez que delicadamente para poder arrancar aquella suciedad. Le duele a aquel objeto, si pudiera quejarse, de ser así raspado, pulido, para poder purificarlo bien. Nos duelen las pruebas, pero nos purifican, nos aquilatan, nos hace que resplandezca más la luz de nuestra fe o de nuestra vida cristiana.
No temamos ese pequeño sufrimiento en comparación del suplicio eterno de la condenación. Por eso nos dice Jesús en el evangelio: ‘No temáis a los que puedan matar el cuerpo, pero no pueden arrancarte la vida; temed más bien al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno’. Bien lo entendieron los mártires. No temieron perder la vida terrena con tal de mantenerse en la fidelidad y alcanzar la vida eterna. ‘Aquel que quiere ganar su vida, la perderá, nos dice el Señor; pero el que la pierda por mí alcanzará la vida eterna’. Y hoy nos dice también: ‘Si alguno se declara a mi favor delante de los hombres, yo me declararé a su favor delante de mi Padre celestial’.
Además, hay una cosa. No estamos solos en nuestra lucha contra el mal. Tenemos la certeza de la asistencia de su Espíritu. El es nuestra fortaleza y el que nos mantendrá en la vida. ‘Se pone de nuestra parte...’ Está con nosotros.
Pero todo esto tiene que llevarnos a un paso más. A saber ser agradecidos por esa presencia el Señor y su Espíritu en nuestra vida, que es nuestra fortaleza. Por eso como nos decía el libro del Eclesiástico: ‘Te doy gracias, Rey y Señor, a ti te alabo, oh Dios Salvador mío, doy gracias a tu nombre’.
¡Cuántas veces olvidamos el dar gracias! En los momentos de dificultad, de tentación o de prueba pedimos al Señor que nos ayude, que esté con nosotros, pero cuando pasa ese momento y todo marcha ya normalidad fácilmente olvidamos a quien ha sido nuestra fortaleza y nuestro auxilio. ‘Fuiste protector y apoyo para mí y libraste mi cuerpo de la muerte... frente a los que me cercaban, fuiste mi apoyo y me libraste, por tu gran misericordia y por tu nombre... Entonces me acordé, Señor, de tu misericordia y de tus obras desde siempre, de qué tú libras a los que en ti esperan...’
Que sepamos volver a dar gracias al Señor. ¡Cuántos motivos tenemos para darle gracias! Todos tenemos la experiencia de tantas veces que nos hemos visto probados en la vida y el Señor ha estado con nosotros para librarnos y darnos vida.

viernes, 8 de agosto de 2008

¿Glorias humanas o gloria eterna?

Nahum, 1, 15; 2, 2; 3, 1-3.6-7
Sal.: Deut. 32, 35-41
Mt. 16, 24-28

‘¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida?’ ¿Cuál es la vida que queremos ganar, por la que merece la pena dejarlo todo? Nos repetimos la pregunta, aunque tendría que ser algo que los cristianos tengamos muy claro. Pero nos cuesta asumirlo. Seguimos haciendo nuestras comparaciones.
Ayer escuchábamos a Jesús que, después de la hermosa profesión de fe de Pedro, anuncia ‘a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día’. Vimos la reacción de Pedro, a quien no le cabía en la cabeza que a Jesús le pudieran pasar esas cosas.
Pero Jesús sigue diciéndonos que el discípulo sigue los pasos de su Maestro. Que si El tendría que padecer y morir era para darnos vida y salvación. Y si nosotros queremos alcanzar esa vida que El nos ofrece hemos de pasar también por ese camino de la cruz. Alcanzar esa vida significa dejar a un lado todo lo que pudiera entorpecernos el camino para llegar a ella; luego habría que renunciar a cosas que, aunque nos pareciera que nos iban a dar unas satisfacciones prontas, sin embargo es mejor llegar a la meta final.
‘El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierde por mí, la encontrará’.
Alcanzar la vida que Jesús nos ofrece, que es una vida en plenitud, una vida sin fin, eterna, de gozo y de gloria en el cielo, nos exige seguir el camino del Evangelio. Un camino de santidad del que tenemos que alejar todo pecado y toda tentación. Somos tentados continuamente, muchas cosas quieren seducirnos, arrastrarnos. Tenemos que saber decir no; tenemos que negarnos a nuestro capricho o a nuestro orgullo; tenemos que controlar nuestras pasiones, para enderezar toda nuestra vida a lo mejor, a la plenitud, a la santidad de Dios.
Estos días los medios de comunicación nos están hablando continuamente de las Olimpiadas. Hoy mismo es su inauguración. Y allí contemplamos a unos atletas que luchas y se esfuerzan por llegar a la meta, por ser los mejores, por alcanzar el premio, el honor de subir al podio y llevarse las medallas. Pero para llegar allí han debido de pasar por camino de entrenamiento, de preparación, que les ha exigido enormes sacrificios y renuncias. Porque su meta estaba en las olimpiadas y en alcanzar una medalla.
Si por estas glorias humanas el atleta es capaz de sacrificarse, de renunciar a muchas comodidades, entrenarse duramente, ¿qué no tendríamos que estar dispuestos a hacer por alcanzar, no una gloria humana, que siempre es efímera, sino por alcanzar la meta de la gloria eterna?
Hace unos días cuando celebrábamos la Transfiguración del Señor, decíamos que era para nosotros un motivo de esperanza, porque en Cristo transfigurado vemos la gloria que un día se nos dará. Vivamos en esa esperanza. Tomemos el camino de Jesús. Esforcémonos por alcanzar esa meta, aunque ahora tengamos que sufrir un poco como nos dice el apóstol, porque la gloria que se nos dará bien merece la pena.
‘¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?’

jueves, 7 de agosto de 2008

Confesar la fe con todas sus consecuencias

Jer. 31, 31-34
Sal. 50
Mat. 16, 13-23

¡Qué difícil se nos hace a veces vivir nuestra fe hasta sus últimas consecuencias! Nos es fácil expresarla o confesarla en momentos de fervor o en momentos de intensa religiosidad, como por ejemplo en una celebración muy vivida. Pero expresarla en la totalidad de la vida, en cada momento y en cada circunstancia no nos es a veces tan fácil. Vivir con actitud profunda de fe en los momentos difíciles, en la hora del compromiso, cuando tenemos que perdonar a los demás y amar a todos incluso al que nos haya hecho daño, eso nos cuesta más.
Me da pie a este comentario el texto del Evangelio proclamado en este día. Jesús se había con sus discípulos muy al norte de Palestina, casi saliéndose ya de los límites de Israel, en Cesarea de Filipo. Estaba con una cierta intimidad con los apóstoles y charlando con ellos quiere saber qué es lo que la gente opina de El. ‘Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas...’ es la respuesta de los discípulos. Pero Jesús quiere saber más. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’
Ahí está pronta la respuesta de Pedro que es toda una confesión de fe en su entusiasmo y su amor por Jesús. ‘Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’. Felicita Jesús la respuesta de Pedro, pero le dice que eso no lo sabe por sí mismo. ‘¡Dichoso, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’. Y le anuncia Jesús a Pedro su misión. ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... y te daré las llaves del Reino de los cielos...’
Pero ‘les mandó que no dijesen a nadie que El era el Mesías’. No quería que hubiera confusiones sabiendo cuál era el concepto de Mesías que en aquel momento el pueblo tenía. Y también los propios discípulos, como vamos a ver. Comienza a instruirlos. ‘Tenía que subir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, y tenia que ser ejecutado y resucitar al tercer día'.
Es lo que ahora no comprenden. Tenían fe en Jesús como hacer una hermosa confesión de fe como la de Pedro. Pero que ser el Mesías entrañase una entrega y un sacrificio hasta la muerte, que tuviera que ser ejecutado y morir en una cruz, era algo que ya no podían entender. Por eso ‘Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte’. Jesús tendrá que quitárselo de encima diciéndole que ‘no piensa como Dios sino como los hombres’.
Era difícil entender lo del sacrificio y lo de la muerte. Como a nosotros nos cuesta también entender todas las consecuencias de la fe. Que esa fe que tenemos en Jesús implique un compromiso hasta la muerte, que tengamos que olvidarnos de nosotros mismos y cargar con nuestra cruz, que tengamos que amar a todos y perdonar a todos no una, ni siete, sino setenta veces siete, que tengamos que dar la cara por nuestra fe sin importarnos lo que nos digan o nos hagan, es lo que no nos es tan fácil de entender o vivir, como le sucedía a Pedro.
Pidamos al Señor que nos dé la fortaleza de la fe. Pidamos al Señor que nos conceda el don de su Espíritu para que tengamos fuerza para dar la cara, para proclamar nuestra condición de creyente y cristiano con nuestras palabras y con nuestras actitudes y posturas.
¡Cuántas consecuencias ha de tener en nuestra vida nuestra actitud de creyentes y cristianos! No podemos ser cristianos de sacristía, o de puertas adentro de nuestras Iglesias. Tenemos que manifestarnos como tales en la familia, en el matrimonio, en el trabajo, en la vida social, en la vida pública. Nos acompaña la fortaleza del Espíritu del Señor. No lo olvidemos.
Tenemos ante nosotros como ejemplo y estímulo el testimonio de tantos confesores y mártires con su vida santa y con el derramamiento también de sangre por el nombre de Jesús.

La transfiguración del Señor nos transfigura

Daniel, 7, 9-10.13-14
Sal.96
2Ped. 1, 16-19
Mt. 17, 1-9

‘Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta’. Así comienza diciéndonos el evangelista. ¿A qué se los llevó a una montaña alta? Solamente Lucas nos dice que los llevó a orar.
Era algo habitual a Jesús, pasarse las noches en oración, retirarse a lugares solitarios y apartados para orar. Nos lo repite el evangelio. Los discípulos veían orar a su Maestro y por eso en alguna ocasión le piden: ‘Enséñanos a orar’. Lo contemplamos en oración, como fue en el huerto de Getsemaní siendo testigos estos mismos tres discípulos Pedro, Santiago y Juan. Allí fue una oración dolorosa, de agonía y sufrimiento ante la pasión que se avecinaba. ‘Que pase de mí este cáliz... pero no se haga mi voluntad sino la tuya’.
Hoy le contemplamos en lo alto de la montaña, que situamos en el Tabor en medio de las llanuras de Yesrael en Galilea. ¿Cómo fue su oración? Por lo que contemplamos a continuación podemos deducir. ‘Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz’. Se manifestaba la gloria de Dios en su unión íntima y profunda de su oración con el Padre. Qué gozo poder contemplar la gloria de Dios. Así podía exclamar Pedro: ‘¡Qué bien se está aquí!’ Ya no quería bajar de la montaña. Se sentía él también inundado de la gloria de Dios. Y no era para menos.
La liturgia de este día nos ayuda a ahondar en el significado de la Transfiguración. ‘Fortaleció la fe de los apóstoles...’ nos dice el prefacio. ‘En la gloriosa Transfiguración de tu Hijo confirmaste los misterios de la fe...’ dijimos en la oración. Aquel Jesús que los discípulos comenzaban a vislumbrar como alguien que venía de Dios – ‘quien no viene de Dios no puede hacer las obras que tú haces’, le dijo Nicodemo, ‘un profeta ha aparecido entre nosotros’, exclamaría el pueblo sencillo, ‘nadie ha hablado como El...’ decían otros, ‘tú tienes palabras de vida eterna’, confesaría Pedro – ahora lo contemplan resplandeciente con la gloria de Dios.
Pero será voz del cielo quien lo venga a confirmar todo. ‘Este es mi Hijo, el amado, el predilecto. Escuchadle’. Así se le estaba señalando desde el cielo. Es el Hijo de Dios. A quien tenemos que escuchar y seguir. El que va a ser nuestro Salvador y nuestra vida. El que va a hacernos partícipes de la vida de Dios para hacernos a nosotros también hijos.
Por eso la transfiguración es también un mensaje de esperanza. ‘Alentó la esperanza de la Iglesia, al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya’, que cantaremos en el prefacio. ‘Prefiguraste maravillosamente nuestra perfecta adopción como hijos tuyos’, que rezamos en la oración. Nosotros también estamos llamados a participar de su gloria. Nosotros estamos llamados a ser hijos en el Hijo. Un día vamos a llenarnos de su luz en plenitud para siempre en el cielo.
Cristo había dicho ‘Yo soy la luz del mundo’, y ahora lo contemplamos resplandeciente de luz. Pero también nos había dicho ‘vosotros sois la luz del mundo’, y quiere que nosotros nos llenemos de su luz para que también iluminemos nuestro mundo. Por eso le pedimos que su luz nos ilumine.
Que la luz de la transfiguración transfigure también nuestras vidas.
Que la luz del transfiguración abra nuestro corazón para que escuchando al hijo nos hagamos hijos y podamos ser también coherederos de su gloria.
Que la luz de la transfiguración limpie nuestros pecados, como pedimos en la oración sobre las ofrendas.
Que la luz de la transfiguración nos transforme en imagen de su Hijo, cuya gloria se ha manifestado en el misterio de la Transfiguración.

martes, 5 de agosto de 2008

María, imagen de la nueva Jerusalén, morada de Dios entre nosotros

Apc. 21, 1-5
Sal. tomado de Jud. 15, 9-10
Lc. 11, 27-18

‘Tú eres el orgullo de nuestro pueblo’, aclamaba el pueblo de Israel a Judit porque les había dado la victoria contra sus enemigos, y siempre se recordarían las hazañas que el Señor realizó por su mano. Así la liturgia de la Iglesia toma estas palabras para ensalzar y engrandecer a María, como aquellas otras que nos recuerda el evangelio de aquella mujer anónima que en medio de la multitud levantó su voz para ensalzar a la Madre de Jesús. ‘¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!’
Hoy la liturgia, en este cinco de agosto, celebra la Dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor en Roma. Una de las cuatro Basílicas mayores de la Urbe, y que fue mandada construir por el Papa Sixto III, después de que en un sueño recibiera inspiración divina para construirla. Se le señaló el sitio de la edificación por el lugar que amaneciera nevado el 5 de agosto en el caluroso verano romano. Fue en una de las colinas romanas, el Esquilino, donde se realizó el prodigio y allí se levantó este primer templo en Occidente en honor de María, a la que recientemente el Concilio de Éfeso había reconocido y proclamado como Madre de Dios. De ahí que en este día en muchos lugares se celebre la fiesta de Ntra. Sra. de las Nieves, como sucede en la Isla de La Palma y otros tantos sitios.
Toda la liturgia de este día es cántico de alabanza a María valiéndose precisamente de lo proclamado en la Palabra de Dios. El libro del Apocalipsis nos presenta la imagen de la Iglesia en ‘la ciudad santa bajada del cielo, la nueva Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo... es la morada de Dios entre los hombres. Habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos’. Triunfo de la Iglesia, morada de Dios, que nos hace presente a Dios, que nos santifica con la presencia de Dios.
Pero la liturgia quiere ver en ellas una figura de María. María es la mejor figura de la Iglesia, porque nos presenta la dignidad más grande a la que somos llamados cuando Dios quiere morar también en nuestro corazón y cuando nos pone en camino de esa santidad que nosotros también hemos de vivir.
¿De quién mejor podemos copiar esa santidad que de María? ¿Quién mejor que María nos puede significar lo que es ser esa morada de Dios, que quiso encarnarse en sus entrañas?
El que no cabía en la inmensidad de toda la creación, del cielo y de la tierra, quiso sin embargo morar en las entrañas de María. ¿Es que acaso el constructor no puede tener la posibilidad de morar en aquella morada que ha construido? Así reflexionaba san Cirilo de Alejandría en su homilía del Concilio de Éfeso que proclamó a María como la Madre de Dios.
Si tomamos las palabras del Antiguo Testamento y las palabras del Apocalipsis para cantar las alabanzas de María, ¡cómo no tomar las palabras de Jesús que también se convierten en una alabanza de su madre en la réplica aquella mujer anónima de la bienaventuranza de María!
‘¡Dichosos, más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica!’ María fue la que escuchó y plantó la Palabra de Dios en su corazón y la puso en práctica. No sólo María prestó, podríamos decir, sus entrañas de mujer y madre para que en ellas se encarnase la Palabra de Dios que quería plantar su tienda entre nosotros y naciese el Hijo de Dios hecho hombre, sino que además fue la que día a día seguía plantando en su corazón todo lo que el Señor le iba manifestando en los acontecimientos de su vida. ‘María guardaba todo esto en su corazón’, nos repite el evangelista Lucas en los hechos de la Infancia de Jesús.
Es lo que tenemos que aprender de María. Morada de Dios, en la que habita Dios, tierra buena donde se sembró cada día la semilla de la Palabra de Dios. Lo fue María y lo tenemos que ser nosotros, imagen de la Iglesia e imagen y espejo en el que tenemos que mirarnos cada uno de nosotros. Ella es imagen y modelo de lo que nosotros tenemos que ser. Ella es Madre que nos hace nacer para esa vida nueva y nos enseña a plantar en nosotros esa semilla que ha de producir fruto al ciento por uno.
Que resplandezca así en nosotros la santidad de María, blanca y pura como la más resplandeciente nieve que refleja los mejores brillos del cielo. Imitando así a María es cómo realmente cantaremos su mejor alabanza.

lunes, 4 de agosto de 2008

La travesía se nos hace difícil y nos llenamos de dudas

Jer. 28, 1-17
Sal. 118
Mt. 14, 22-36

‘Después que se sació la gente, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras el despedía a la gente’.
Se preveía una travesía normal y tranquila. Tantas veces ellos habían atravesado las aguas del lago en sus pescas de día y de noche. Sin embargo, las previsiones no se cumplieron. Pronto comenzaron a tener dificultades porque ‘la barca iba sacudida por las olas porque el viento era contrario’. Comenzaron las dudas y los miedos. Creían ver fantasmas e intentaban hasta lo inimaginable. Comenzaron a perder la fe.
No sabían, o no eran capaces de caer en la cuenta, de que Jesús no les había dejado solos; que aquello que les parecía un fantasma era Cristo mismo que venía a su encuentro. Nada tenían que temer. Jesús estaba tendiéndole la mano a Pedro para que no pusiera en duda las palabras del Maestro y no se hundiera en las aguas. Al final, después del reproche de Jesús - ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’ – terminarían haciendo una hermosa profesión de fe: ‘Realmente eres Hijo de Dios’.
Esta también puede ser la travesía del camino de nuestra fe. Jesús nos ha puesto en camino. Se tendría que suponer que todo tendría que ir bien. Somos personas de fe. Nos alimentamos cada día de su Palabra y la gracia de los sacramentos nos acompaña. Sabemos cuál es el camino que hemos de seguir y conocemos bien los mandamientos del Señor. Tenemos trazado un rumbo para nuestra vida desde esa fe que tenemos en Jesús.
Pero la travesía se nos hace muchas veces costosa y muy llena de dificultades. También nos asaltan nuestros miedos y nuestras dudas. En nuestra ceguera para no descubrir de verdad a Jesús algunas veces llenamos de fantasmas nuestra cabeza. En ocasiones no medimos los peligros y nos ponemos en trance de tentación y de caída por nuestra flaqueza o por querer confiar demasiado en nosotros mismos. Yo sé lo que tengo que hacer, me digo tantas veces. No volveré a meter la pata, afirmamos fiados demasiado de nuestro saber o de nuestra voluntad. Nos creemos fuertes y no medimos la fuerza del tentación al mal que nos acecha. Nos hundimos tantas veces dejándonos arrastrar una y otra vez por el mal y el pecado.
¿Qué nos pasa? ¿Habremos perdido la fe o se nos habrá debilitado? ¿Habremos puesto más confianza en nosotros mismos que en la gracia del Señor? ¿Habremos aflojado la intensidad de nuestra oración? Hoy unas palabras que quizá nos han pasado desapercibidas cuando hemos escuchado el evangelio. ‘Después de despedir a la gente, Jesús subió a solas al monte para orar’. Allí estuvo hasta la madrugada cuando vino a dar con los discípulos que bregaban contra el viento en medio del lago. ¿Nos hará falta irnos a solas también muchas veces al monte o al desierto de nuestro interior para orar, para encontrarnos con el Señor?
Tenemos que reafirmar nuestra fe en Jesús. Sentir que El tantas veces nos tiende la mano para no dejarnos hundir en medio de las olas de la vida. Tenemos que dejar al menos la orla de su manto, de su vida toque nuestras almas para sentirnos revivificados y curados. Pero todo eso lo sabremos descubrir y vivir si hay ese hábito de oración en nuestra vida. Porque en esa oración aprenderemos a descubrirle y a escucharle, a sentir su fuerza y a verle con los ojos de nuestra fe siempre a nuestro lado, aunque haga oscuro, porque haya noche en nuestra vida.
Que se despierte nuestra fe. El despejará todas nuestras dudas y nos fortalecerá en nuestras debilidades.

domingo, 3 de agosto de 2008

Cinco panes y dos peces...

Isaías, 5, 1-3
Sal. 144
Rom. 8, 35.37-39
Mt. 14, 13-21

De entrada dos cosas vienen a mi pensamiento desde la escucha de esta Palabra de hoy. Por una parte estamos acostumbrados a tener que pagar por todo. En el mundo de interrelaciones e intercambios en el que vivimos pareciera que todo se hiciera siempre por un interés, todo tuviera que pagarse y nada se pudiera hacer de forma gratuita. Pero nos dice el Señor: 'Sedientos todos, acudid por agua, también los que no tenéis dinero; venid... comed sin pagar vino y leche de balde’.
Y por otra parte cuáles son las satisfacciones que buscamos en la vida y si entre ellas está algo que tenga un valor permanente y duradero. Luego continúa diciéndonos: ‘¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura?’
Por una parte, el ofrecimiento de algo gratuito, ‘de balde’. La gratuidad, un valor que hay que recuperar. Y por otra parte, gastar nuestra vida en algo que nos dé hondura. Frente a la superficialidad de las satisfacciones prontas y simplemente sensibles buscar aquello que nos dé la más honda plenitud. Cosa que no es fácil de entender muchas veces porque sólo queremos ver aquello que es palpable con nuestras manos o sentidos, y aquello que nos dé satisfacciones o ganancias prontas aunque sean pasajeras.
‘Escuchadme atentos... inclinad el oído, venid a mí; escuchadme y viviréis’, nos dice el Señor. Una invitación a ir hasta Jesús. Es la fuente del agua viva que saciará plenamente la sed más honda que pueda haber en el corazón del hombre. El quiere hacerse alimento para nosotros que nos dé vida eterna. Busquemos a Jesús. El nos sanará y nos salvará. El nos muestra su amor y su compasión, un amor del que nada nos podrá separar. El quiere darnos vida – una vida que dura para siempre – y quiere alimentarnos con lo más hondo, que para eso se nos da El mismo como comida y alimento en la Eucaristía. Vayamos, pues, hasta Jesús.
Así lo contemplamos hoy en el Evangelio. Se ha ido a un lugar tranquilo y apartado, pero allí se encuentra con una multitud que le busca y que le sigue. ‘Vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos’, nos dice el evangelista. Jesús está siempre disponible para nosotros cuando vayamos a El. Aunque se haya ido a aquel lugar tranquilo y apartado a descansar, no se cruza de brazos, porque su amor le hace estar atento siempre a las necesidades de los demás.
Pero su presencia y su actuar con aquella multitud quiere decirnos muchas cosas. Quiere que le sigamos pero no quiere que seamos unos seguidores pasivos. Nos implica y nos compromete; nos hace ver la realidad y buscar soluciones, nos hace ponernos manos a la obra aunque sea desde la pobreza de sólo nuestros cinco panes.
Los discípulos le piden a Jesús que despida a la gente porque es tarde y están en despoblado y allí no tienen dónde ni qué comer. Una mirada a la realidad. Pero Jesús les replica: ‘No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer’. Pero no tienen sino ‘cinco panes y dos peces, ¿qué es eso para tantos?’ Y allí se manifiesta el amor de Jesús. ‘Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente’. Jesús que cuenta con nosotros. Jesús que bendice nuestra disponibilidad y nuestra generosidad. Alguien ha ofrecido los cinco panes y los dos peces. Pero Jesús realiza el milagro. Todos podrán comer y hasta sobrará.
Jesús nos alimenta con su amor, pero Jesús está despertando nuestro corazón para el amor, para la generosidad, para la disponibilidad, para el compartir. Un amor que nos implica y nos compromete. Un amor que no nos podrá dejar con los brazos cruzados.
Cuando miramos alrededor contemplamos también mucha hambre y mucha necesidad. Podemos pensar en tantos y tantos que carecen de todo, que carecen de lo más elemental para su vida, como pueda ser la comida, el vestido o donde habitar. Pero también podemos contemplar otras hambres y carencias. Un mundo árido donde falta el amor. Un mundo sin rumbo porque no tiene esperanza. Un mundo triste y desolado porque ha perdido la ilusión y el deseo de vivir las cosas más hondas. Un mundo falto de paz y tan lleno de violencia... Podríamos seguir fijándonos en muchas más cosas y carencias.
¿No podemos hacer nada nosotros para remediar esa situación de nuestro mundo? Tenemos en nuestras alforjas cinco panes y dos peces, o muchas cosas más, porque no nos faltan esas cosas elementales, pero también porque desde esa fe que tenemos en Jesús no nos falta amor, esperanza, ilusión, alegría, paz en nuestro corazón. ¿Nos vamos a quedar con esos cinco panes y dos peces de nuestro amor y de nuestra esperanza sólo para nosotros? ¿No tendríamos que compartirlo generosamente con los demás?
¡Cuánto podemos hacer allí donde estamos y donde vivimos! Aunque nuestro campo de acción sea muy limitado, por las razones que sean, siempre podemos y tenemos que repartir esos cinco panes y dos peces con tantos que están cerca de nosotros. Seguro que sentiremos la alegría y la felicidad más honda en nuestro corazón que nada ni nadie nos podrá arrebatar. Eso sí que es alimento que nos da hartura.