Eclesiástico, 51, 1-8
Sal. 30
Mt. 10, 28-33
‘Dichoso el hombre que soporta la prueba, porque, una vez aquilatado, recibirá la corona de la vida’. Es la aclamación al evangelio hoy proclamado, tomada de la carta del apóstol Santiago.
Quizá no nos gusten demasiado las pruebas y las dificultades. Nos sentimos mal mientras somos probados. Pero la dificultad nos pone a prueba, nos purifica, aquilata nuestra fe y nuestra vida cristiana. Como el oro que es purificado a fuego en el crisol, es aquilatado, para eliminar todas las escorias, todas las impurezas, todos los defectos y pueda resplandecer con todo su brillo.
Nos es dura la prueba. Pasar por el fuego tiene que dolernos. Pero es un fuego purificador. O si queremos otros ejemplo, cuando tenemos que limpiar algo en lo que está incrustada fuertemente la suciedad, tenemos que emplearnos con fuerza, raspar con fuerza a la vez que delicadamente para poder arrancar aquella suciedad. Le duele a aquel objeto, si pudiera quejarse, de ser así raspado, pulido, para poder purificarlo bien. Nos duelen las pruebas, pero nos purifican, nos aquilatan, nos hace que resplandezca más la luz de nuestra fe o de nuestra vida cristiana.
No temamos ese pequeño sufrimiento en comparación del suplicio eterno de la condenación. Por eso nos dice Jesús en el evangelio: ‘No temáis a los que puedan matar el cuerpo, pero no pueden arrancarte la vida; temed más bien al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno’. Bien lo entendieron los mártires. No temieron perder la vida terrena con tal de mantenerse en la fidelidad y alcanzar la vida eterna. ‘Aquel que quiere ganar su vida, la perderá, nos dice el Señor; pero el que la pierda por mí alcanzará la vida eterna’. Y hoy nos dice también: ‘Si alguno se declara a mi favor delante de los hombres, yo me declararé a su favor delante de mi Padre celestial’.
Además, hay una cosa. No estamos solos en nuestra lucha contra el mal. Tenemos la certeza de la asistencia de su Espíritu. El es nuestra fortaleza y el que nos mantendrá en la vida. ‘Se pone de nuestra parte...’ Está con nosotros.
Pero todo esto tiene que llevarnos a un paso más. A saber ser agradecidos por esa presencia el Señor y su Espíritu en nuestra vida, que es nuestra fortaleza. Por eso como nos decía el libro del Eclesiástico: ‘Te doy gracias, Rey y Señor, a ti te alabo, oh Dios Salvador mío, doy gracias a tu nombre’.
¡Cuántas veces olvidamos el dar gracias! En los momentos de dificultad, de tentación o de prueba pedimos al Señor que nos ayude, que esté con nosotros, pero cuando pasa ese momento y todo marcha ya normalidad fácilmente olvidamos a quien ha sido nuestra fortaleza y nuestro auxilio. ‘Fuiste protector y apoyo para mí y libraste mi cuerpo de la muerte... frente a los que me cercaban, fuiste mi apoyo y me libraste, por tu gran misericordia y por tu nombre... Entonces me acordé, Señor, de tu misericordia y de tus obras desde siempre, de qué tú libras a los que en ti esperan...’
Que sepamos volver a dar gracias al Señor. ¡Cuántos motivos tenemos para darle gracias! Todos tenemos la experiencia de tantas veces que nos hemos visto probados en la vida y el Señor ha estado con nosotros para librarnos y darnos vida.
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