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sábado, 30 de agosto de 2014

La riqueza de nuestra vida misma y la riqueza de nuestra fe han de fructificar en un mundo mejor y más lleno de amor

La riqueza de nuestra vida misma y la riqueza de nuestra fe han de fructificar en un mundo mejor y más lleno de amor

1Cor. 1, 26-31; Sal. 32; Mt.25, 14-30
Cada día con fe y deseos de Dios nos acercamos a la Palabra de Dios como quien busca el alimento de su vida porque sabemos que en ella encontraremos siempre esa luz que ilumina nuestros caminos y esa fortaleza de Dios que nos ayuda a caminar y a ir dando respuesta de vida a cuanto el Señor nos pide. Para el verdadero creyente nunca la Palabra se le hace repetitiva porque es tal su riqueza que aunque escuchemos un mismo texto muchas veces sin embargo siempre vamos a encontrar esa luz concreta, esa gracia, para el momento presente que vamos viviendo.
Es la riqueza de la Palabra de Dios y la Sabiduría divina que quiere impregnar nuestro corazón. Es el Espíritu del Señor que nos habla allá en lo más hondo de nuestro corazón y nos va dando respuesta a las situaciones que vivimos, a los problemas con que nos encontremos, a las dificultades con que nos vamos tropezando.
La parábola que hoy una vez más nos ha proclamado la Iglesia, la parábola de los talentos, y que tantas veces hemos reflexionado y meditado quiere llegar una vez más a nuestra vida para iluminarla y para llenarla de gracia.
Esos talentos repartidos por aquel hombre entre sus empleados aunque nos parezca de manera desigual nos hablan de esos dones con que Dios enriquece nuestra vida que da a cada uno lo que en verdad necesita y sería capaz de desarrollar. Nos pueden hablar de esos valores o de esas cualidades que conforman nuestra vida; serán nuestras capacidades o el don de la inteligencia con que Dios nos ha dotado; puede ser esa riqueza de vida, y no hablo de una riqueza material o económica, que de alguna manera recibimos de nuestro entorno familiar, social o cultural. Cada uno tenemos nuestros dones; en todos hay una riqueza de vida desde lo que es nuestro propio existir - ¿hay mayor riqueza que la vida misma? - y lo que son todas las circunstancias que nos rodean que conforman todo lo que es nuestra vida.
Pero hay otros talentos u otra riqueza que quizá algunas veces no valoramos lo suficiente, la vida de nuestra espíritu con todos sus dones espirituales, nuestra vida de creyentes, nuestra fe. Si hace un momento hablábamos de nuestra existencia como la mayor riqueza, ahora nuestra existencia se ve engrandecida mucho más cuando apreciamos lo que es nuestra vida espiritual y lo que es la fe que anima nuestra vida. Es un don sobrenatural que Dios ha puesto en nuestro corazón, una gracia de Dios que tenemos que aprender a valorar mucho. No es un adorno nuestra fe, porque es algo constitutivo de nuestro ser, lo que va a darle el sentido último a nuestra vida.
Es lo que viene a enseñarnos hoy la parábola. Toda esa riqueza que constituye nuestra vida no la podemos enterrar, sino que tenemos que aprender a desarrollarla, porque no solo nos da una mayor riqueza de plenitud a nosotros mismos, sino que además todo eso que Dios nos ha dado ha de contribuir también al bien de los demás, al desarrollo de nuestra sociedad, a hacer que nuestro mundo sea mejor. Ni los podemos enterrar ni podemos guardárnoslo para nosotros mismos, sino que hemos de hacerlo siempre fructificar.
De la misma manera podemos y tenemos que hablar de ese don de la fe, la mayor riqueza de nuestra vida. Como decíamos nos viene a dar el sentido ultimo de nuestra vida, pero es que además es algo que tenemos que hacer crecer cada día más para contagiar con esa fe y ese sentido de vida a los demás para que puedan encontrar ese camino de plenitud al que nos lleva nuestra fe. Decimos que tenemos que hacer crecer nuestra fe, porque una fe que no crece y madura tiene el peligro de menguarse y perderse. Es lo que tantas veces decimos de ese cultivo de nuestra fe, porque cada día crezcamos más en el conocimiento de Dios, de Jesucristo y de su evangelio y así crezca nuestro amor cristiano y nuestra vida cristiana.

Que cuando al final de nuestros días nos presentemos ante el Señor podamos presentarle las obras de nuestra fe, reflejadas en ese amor que hemos vivido y en ese mundo que con todos los dones que Dios nos ha dado hemos querido hacerlo mejor y más lleno de amor. Que podamos oír de labios del Señor, ‘venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado para vosotros’ porque habéis hecho fructificar vuestra fe y me habéis sabido amar en los humildes hermanos que encontrasteis en el camino de la vida y con vuestro amor habéis sabido hacer un mundo mejor.

viernes, 29 de agosto de 2014

El martirio del Bautista nos recuerda nuestra misión de ser profetas de la verdad, del amor y de la justicia en nuestro mundo

El martirio del Bautista nos recuerda nuestra misión de ser profetas de la verdad, del amor y de la justicia en nuestro mundo

Jer. 1, 17-19; Sal. 70; Mc. 6, 17-29
‘Tú cíñete los lomos, ponte en pie  y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo… yo te convierto hoy en plaza fuerte… lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte’. Es la Palabra escuchada por el profeta Jeremías y proclamada en el nombre del Señor ante el pueblo. Es la Palabra del profeta, entonces Jeremías como hemos escuchado, pero que la vemos realizada en Juan Bautista cuyo martirio celebramos, y que tendría que ser la palabra que ha de reflejar la vida del cristiano de todos los tiempos, también nosotros hoy, porque así hemos sido consagrados en nuestro bautismo sacerdotes, profetas y reyes.
Celebramos hoy el martirio de Juan Bautista - hemos escuchado su relato en el evangelio - ‘testigo de la verdad y de la justicia’ como lo proclama la liturgia de este día, y que había sido ‘precursor del nacimiento y de la muerte de Jesús’.
Cuando contemplamos la figura del Bautista, en especial en el tiempo del Adviento, lo contemplamos como precursor del Mesías y en la inmediatez de la celebración litúrgica del nacimiento de Jesús, así lo podemos contemplar como precursor de su nacimiento.
Cuando el 24 de junio celebramos su natividad nos alegramos con todos los parientes y los vecinos de las montañas de Judea que se preguntaban qué iba a ser de aquel niño en quien tantas cosas estaban sucediendo en torno a su nacimiento. Ya el ángel Gabriel le había anunciado a Zacarías que se llenaría de gozo y alegría y muchos también se alegrarían en su nacimiento. Nosotros participamos entonces de esa alegría de fiesta en su nacimiento.
Hoy lo contemplamos y celebramos en el momento cumbre de su martirio como ‘testigo de la verdad y la justicia’ como expresamos también en la oración litúrgica. Es el momento, como diremos en el prefacio, en que ‘él dio su sangre como supremo testimonio por el nombre de Cristo’. En su muerte y entrega hasta el final para ser testigo de la verdad y la justicia, le contemplaremos como ya antes decíamos también como ‘precursor de la muerte de Jesús’.
El era la voz que clamaba en el desierto y a todos iba señalando qué es lo que habían de hacer en sus vida para obrando en justicia y rectitud preparar los caminos del Señor. Recordamos como lo señalaba de forma concreta a todos los que se acercaban a él. Esa voz que no se calló ante los poderosos - como decía el profeta ‘frente a los reyes y a los príncipes, frente a los sacerdotes y a la gente del campo’ - aunque intentarían acallarla con su muerte.
En su nacimiento Zacarías cantaría al Señor bendiciendo su nombre porque había nacido quien anunciaría la buena nueva de la llegada del que venía a traernos la libertad y la paz con su salvación. Ahora intentan poner cerco a la palabra y al testimonio valiente del Bautista privándole de libertad - ‘Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado’ - porque denuncia lo que es inmoral e injusto, pero siempre la palabra valiente del profeta molestará y es mejor acallarla y quitarla de en medio. Ya lo hemos escuchado en el evangelio con todo detalle por vivir Herodes con Herodías, la mujer de su hermano.
Pero el profeta había anunciado ‘no te podrán, yo estoy contigo’, y la sangre derramada del Bautista ya no sería una voz sino sería un grito que seguiría escuchándose a través de los siglos porque así con su muerte había dado el testimonio supremo, se había convertido en mártir, en testigo de la verdad y de la justicia.
Es el grito que seguimos escuchando hoy cuando estamos celebrando el martirio de Juan Bautista. Pero es grito que nos tiene que llegar hondo a nosotros para despertarnos, para recordarnos cómo nosotros también hemos de ser testigos, cómo nosotros hemos sido ungidos en el Bautismo con esa misma misión de ser profetas en medio de nuestro mundo como ya recordábamos al principio.
Hemos de sentir que esa palabra del profeta también nos está dirigida a nosotros y nos está definiendo nuestra misión. Hemos de ser en medio de nuestro mundo testigos de una fe y de una esperanza. No podemos callar lo que hemos visto y oído, lo que hemos experimentado en nuestro corazón. Testigos de Jesús y de su evangelio, de su buena nueva de salvación tenemos que ser frente al mundo y no podemos callar.
Frente a tantas oscuridades que envuelven nuestro mundo que muchas veces parece que ha perdido el sentido de Dios, frente al sufrimiento de tantos a nuestro lado con tantas carencias y necesidades para vivir una vida digna, frente a nuestro mundo muchas veces insensible y con tentaciones a la insolidaridad, frente a ese mundo oscurecido por tanto mal y tanto pecado al que le falta paz no solo porque está lleno de violencias y de guerras en el enfrentamiento de unos y otros sino también en la carencia de esa paz en las conciencias - cuánto podríamos decir en este sentido -, nosotros tenemos que ser esos testigos del amor, de la justicia, de la paz, de ese mundo nuevo que con la fuerza del evangelio queremos y podemos construir.

Que el Señor nos dé la valentía de Juan, la fuerza del Espíritu del Señor para ungidos también por el Espíritu anunciemos esa buena nueva de salvación al mundo en el que vivimos.

jueves, 28 de agosto de 2014

Atentos y vigilantes porque llega el Señor y queremos compartir la vida eterna y cantar para siempre sus alabanzas

Atentos y vigilantes porque llega el Señor y queremos compartir la vida eterna y cantar para siempre sus alabanzas

1Cor. 1, 1-9; Sal. 144; Mt. 24, 42-51
‘Estad en vela porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor’. Así ha comenzado el texto del evangelio que hoy se nos ha proclamado.  Unas palabras con un claro sentido escatológico porque realmente nos están hablando de la última venida del Señor en el final de los tiempos.
Un tema de gran importancia en el camino de nuestra vida cristiana para mantener viva nuestra fe y nuestra esperanza, pero hemos de reconocer que no es algo en lo que pensemos mucho. Hoy vivimos en la inmediatez del día a día de nuestra vida con sus luchas y problemas, con sus momentos buenos y de felicidad y también muchas veces con nuestros agobios y amarguras. Quizá la solución de las cosas inmediatas que nos van surgiendo en la vida hace que vivamos sin trascendencia y olvidando esta parte de nuestra fe y que ha de animar también nuestra esperanza.
Tanto en el Credo como en la liturgia es algo que aparece de forma muy esencial, en fin de cuentas aspiramos a la vida eterna - o deberíamos aspirar - y así lo expresamos en nuestras oraciones. ¿No decimos por ejemplo en la plegaria eucarística que más utilizamos todos los días, antes de la doxología final, que el Señor tenga misericordia de nosotros y ‘merezcamos,  por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas’? Por eso en el embolismo al Padrenuestro pedimos que ‘vivamos protegidos de toda perturbación mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo’.
Pues bien, de esto nos habla hoy Jesús en el evangelio, de esa venida, para la que hemos de estar preparados y vigilantes. ‘Estad vela…’ nos dice. No sabemos cuando será ese momento de la venida del Señor. Por eso es necesario estar vigilantes, y el que está vigilante no se duerme. Podemos recordar la parábola que en otro momento escucharemos y meditaremos de las doncellas que han de estar vigilantes con sus lámparas encendidas para la llegada del esposo.
Nos habla hoy Jesús del administrador, o el encargado de la servidumbre que tiene que estar atento para que todo se prepare a sus horas y nada se pase por alto de lo que es importante. Es la responsabilidad de nuestra vida que se ha de traducir también, como nos sugiere el evangelio, en el buen trato que hemos de tenernos los unos con los otros.
Pero nos podemos dormir, bajar la guardia, perder la necesaria actitud vigilante. Y cuando bajamos la guardia o nos dormimos las cosas no estarán preparadas en su punto. Cuántas veces nos sucede. Sí, porque perdemos la intensidad espiritual con que habríamos de vivir nuestra vida. ¿No decíamos antes que preocupados por la inmediatez de las cosas que nos van sucediendo a cada momento perdemos de vista el sentido trascendente de nuestra vida y olvidemos esa esperanza de vida eterna con que habríamos de vivir?
Vivimos fácilmente solo de tejas abajo, como se suele decir, porque no pensamos sino en el momento presente, dejamos a un lado el aspecto espiritual que hemos de darle a nuestra vida y perdemos al mismo tiempo los deseos de eternidad y de vivir para siempre en el Señor. Es la tibieza que nos tienta, y que por caminos tan malos nos va a llevar porque nos quedaremos solamente al final en las cosas materiales.
Hemos de estar en vela, vigilantes, con el espíritu en tensión, no olvidando esas ansias de vida eterna que tanto sentido van a darnos en todo lo que aquí y ahora en este mundo vayamos realizando. No podemos olvidar ese sentido espiritual de nuestra vida, para vivir con deseos de Dios, de querer unirnos a Dios. Y eso nos haría cultivar más y más nuestra fe y nuestra esperanza; y eso se va a manifestar en el crecimiento y maduración de nuestro amor, un amor cada vez más comprometido. 
Pero todo eso hemos de alimentarlo. Ahí tiene que estar muy presente la Palabra de Dios que escuchemos con fe y con atención; ahí tiene que estar nuestra oración, pero una oración viva, intensa, profunda porque nos abrimos a Dios y queremos llenarnos de verdad de Dios; ahí tiene que estar todo lo que es nuestra vida sacramental, desde la Eucaristía en la que podemos alimentarnos cada día con Cristo mismo que se nos hace comida, y el sacramento de la Penitencia que nos perdona y nos renueva, que nos hace reflexionar sobre la realidad de nuestra vida y revisarnos; ahí está para los enfermos y para los ancianos el Sacramento de la Unción que nos hace sentir la fuerza del Espíritu del Señor en la debilidad que nos va apareciendo en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu.

Viene el Señor, no sabemos el momento, pero llegará a nuestra vida y hemos de estar preparados para que podamos alcanzar la vida eterna y cantar para siempre sus alabanzas en el cielo.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Con nuestro esfuerzo y nuestro trabajo contribuyamos a hacer un mundo mejor a la medida del Reino de Dios

Con nuestro esfuerzo y nuestro trabajo contribuyamos a hacer un mundo mejor a la medida del Reino de Dios

2Tes. 3, 6-10.16-18; Sal. 127; Mt. 23, 27-32
‘Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien’, así fuimos diciendo en el salmo. ‘Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida’. Es la meditación hecha oración y petición al Señor después de escuchar las recomendaciones de san Pablo en su carta a los Tesalonicenses.
Era algo muy vivo en la experiencia religiosa que vivía aquella comunidad la espera de la venida del Señor. Pablo les insistirá incluso que la venida, aunque no sabemos cuando será tal como había señalado Jesús en el Evangelio, no era una venida inminente de manera que por ello dejáramos de cumplir las obligaciones y responsabilidades de cada día, del trabajo de cada día. Ante esa perspectiva que tenían algunos ahora Pablo les corrige y lamenta que algunos lleven una vida ociosa sin hacer nada, ‘una vida desordenada’ les dice.
Por una parte se pone a sí mismo como ejemplo, pues cuando estuvo entre ellos no dejó de ganarse con su trabajo el pan de cada día, porque no quería ser carga para nadie, aunque les dice que como apóstol tendría derecho a ello, porque como yo dijera Jesús en el evangelio el obrero merece su sustento y como obreros de la viña del Señor, a eso tendría derecho. ‘Quise daros un ejemplo que imitar’ les dice, y les recuerda la sentencia que ya les había dejado, ‘el que no trabaja, que no coma’.
Aquí podríamos recordar otros pasajes de la Escritura en la que se nos recuerda la responsabilidad con que hemos de vivir nuestra vida, porque nuestro trabajo no es solo fuente de nuestro sustento, y ya eso nos ennoblece el trabajo, sino que además es nuestra contribución al desarrollo de nuestro mundo. Esos talentos que Dios ha puesto en nuestras manos, y cuando decimos talentos decimos nuestros valores y nuestras cualidades, nuestras habilidades pero también toda la riqueza de nuestra inteligencia, no son para guardárnoslo solo para nosotros mismos, sino que con ello estamos contribuyendo al desarrollo de todo nuestro mundo, al bien también de los demás.
El hecho de vivir una vida espiritual, de darle trascendencia espiritual y de eternidad a nuestra vida, el que con nuestra vida queramos alabar al Señor y santificar su nombre no nos exime, sino todo lo contrario, de esa responsabilidad con que tenemos que asumir nuestros trabajos. Es cierto que queremos hacer un mundo mejor, soñamos y esperamos un mundo nuevo, un cielo nuevo y una tierra nueva como nos dice el Apocalipsis, pero es nos obliga más a esa contribución que desde nuestra vida, con nuestro trabajo, con nuestra inteligencia y con todas nuestras habilidades hemos de realizar para hacer precisamente mejor el mundo en el que vivimos.
Todo el desarrollo del pensamiento del hombre a través de los siglos, todo el desarrollo de la ciencia en todas sus facetas ha sido esa herencia que hemos recibido de nuestros antepasados, será con lo que ahora nosotros intentemos hacer cada día una vida y un mundo mejor, y el granito de arena que nosotros pongamos con nuestro esfuerzo y con nuestro trabajo será la herencia que dejemos para el futuro.
Así nos enseñaba el Concilio Vaticano II en Gaudium et Spes 39 “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios”.

Qué importante es nuestro trabajo; cuánto ennoblece el espíritu del hombre. Pidamos al Señor para que toda persona pueda tener un trabajo digno con el que ganarse su sustento; que toda persona pueda desarrollar su vida a través de su trabajo para que la ociosidad no lo embrutezca; que con nuestro trabajo seamos conscientes siempre que estamos contribuyendo a hacer un mundo mejor. Que el Señor nos llene de su paz, como pedía san Pablo para los Tesalonicenses, y que las bendiciones del Señor se derramen sobre nosotros en ese fruto de nuestro trabajo y en esa prosperidad que consigamos para todos.

martes, 26 de agosto de 2014

Nunca con agobios ni con falta de paz, no sería verdadera esperanza, pero hemos de estar preparados a la venida del Señor

Nunca con agobios ni con falta de paz,  no sería verdadera esperanza, pero hemos de estar preparados a la venida del Señor

2Ts. 2, 1-3. 13-16; Sal. 95; Mt. 23, 23-26
¿Esperamos la venida del Señor? ¿está eso entre las preocupaciones o las motivaciones de la vida de los cristianos de nuestro tiempo? Da la impresión que los hombres y mujeres de nuestro mundo, y hablamos también en concreto de los que nos llamamos cristianos estamos como en las antípodas de aquellas preocupaciones que se convertían hasta en obsesión de los cristianos de los primeros tiempos.
Quizá tenían muy cercanas las palabras de Jesús que hablaban de su segunda venida al final de los tiempos con gran esplendor y majestad; o quizá tenían un deseo grande de Dios que les hacía ansiar que llegara ese momento de la segunda venida del Hijo del Hombre, como El había manifestado en el evangelio; pero estas cosas por los radicalismos a que llevaban también ocasionaban problemas diversos en la comunidad cristiana; desde los que vivían angustiados por esa venida o desde los que ya no querían hacer nada ni trabajar porque si la venida era tan inminente para qué preocuparse y para qué el esfuerzo del trabajo del que quizá no iban a recoger fruto.
San Pablo viene a prevenirles de esas cosas diciéndoles que no pongan en su boca lo que él no ha dicho - ‘supuestas revelaciones nuestras’, que dice hoy en la carta - y que no tienen ni que desorientarse ni agobiarse. Es necesario vivir en paz, lo que significará la fidelidad con que ha de vivir su vida cristiana y la responsabilidad que han de asumir en sus tareas. En Dios tenemos nuestro consuelo y nuestra fortaleza; ‘nos ha amado tanto, nos ha dado un consuelo permanente y una gran esperanza’, que hoy nos dice.
Cómo decíamos parece que nosotros estamos en las antípodas, porque es algo que es parte de nuestra fe y en la liturgia lo expresamos de diversas maneras pero no es algo que esté en nuestro pensamiento ni en las motivaciones profundas de nuestra vida.
Creemos Jesús que ‘ha subido al cielo y está sentado a la derecha del Padre y de allí ha de venir a jugar a vivos y muertos’, expresamos en el Credo. ¿Pensamos en ese juicio final?
En la liturgia eucarística cuando aclamamos el misterio de la fe que es la Eucaristía después de la consagración decimos: ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!’ ¿Qué queremos expresar en ese ‘ven, Señor Jesús’?
Y en el embolismo después del padrenuestro, solo por citar algunos textos, le pedimos que nos veamos libres de todo mal, de toda perturbación, sin perder la paz de ninguna manera  ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo’. ¿Qué es lo que realmente pensamos en esos momentos?
Estamos expresando en la confesión de nuestra fe y en nuestras celebraciones que creemos en la venida del Señor, pero ¿realmente lo esperamos? ¿Cómo es nuestra esperanza? ¿cómo nos preparamos? ¿Nos encontrará el Señor con las lámparas encendidas en nuestras manos y con suficiente aceite para que se mantengan encendida para poder participar en el banquete de las bodas eternas al que no podríamos entrar si no lo esperamos con esa esperanza activa?

No podrá ser nunca con agobios ni con falta de paz, porque no sería verdadera esperanza, pero si hemos de estar preparados y dispuestos a esa venida del Señor que llegará en el momento que menos lo esperamos, como El nos habla en el evangelio tantas veces. Tendríamos que desear esa venida del Señor para encontrarnos con El en plenitud total.

lunes, 25 de agosto de 2014

Demos gracias porque no se nos ha apagado la fe, mantenemos caldeado el amor y la esperanza nos mantiene perseverantes

Demos gracias porque no se nos ha apagado la fe, mantenemos caldeado el amor y la esperanza nos mantiene perseverantes  

2Ts. 1, 1-5. 11-12; Sal. 95; Mt. 23, 13-22
En la primera lectura durante unos días escucharemos textos de la segunda carta de san Pablo a los Tesalonicenses. Era una comunidad muy querida para san Pablo, pues en ella pasó largo tiempo predicando el evangelio en su segundo viaje apostólico, cuando, sintió a través de aquel sueño visión que tuvo donde veía a un macedonio que lo llamaba,  que el Señor era el que lo llamaba para predicar en tierras europeas. Tesalónica, ciudad importante en las rutas comerciales de la época, es la capital de la región de Macedonia. Ya está  en territorio europeo, es al norte de Grecia, mientras hasta entonces la predicación de Pablo había sido en el Asia Menor, lo que es hoy Turquía.
Pablo guarda grato recuerdo de su predicación en Tesalónica porque fueron muchos los que abrasaron la fe; aunque tuvo que marchar ante una serie de revueltas que forjaron los que se oponían a la predicación del Evangelio, mantiene su cariño por aquella comunidad, conservamos dos cartas, y estuvo en constante contacto con ellos. La que escuchamos estos días es la segunda carta conservada.
Tras el saludo inicial, no solo suyo sino de Silvano y Timoteo que le acompañan, en que desea la gracia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo para aquella Iglesia, querrá dar gracias a Dios por las noticias que le llegan de cómo se mantiene viva en ellos su fidelidad cristiana. No olvidemos que decir Iglesia es lo mismo que decir los convocados por el Señor, por eso su saludo es para los que forman la Iglesia de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. ‘Es deber nuestro dar continuas gracias a Dios por vosotros’, les dice.
¿Por qué gracias a Dios por aquella Iglesia? Podíamos decir que el exponente de la vida cristiana, en lo que se manifiesta la vida cristiana es en la práctica de virtudes teologales, la vivencia de la fe, del amor y de la esperanza. Pablo quiere resaltar cómo lo viven ellos. ‘Vuestra fe crece vigorosamente’, les dice. Cuántas veces lo hemos dicho, cómo tiene que crecer y madurar nuestra fe, cómo tiene que manifestarse una fe madura y comprometida; una fe que se manifiesta, se proclama, se contagia a cuantos estén a nuestro alrededor.
Pero no es solo la fe, sino que tiene que manifestarse de forma comprometida en el amor. ‘Vuestro amor, de cada uno por todos y de todos por cada uno, sigue aumentando’. Qué hermoso cómo se vive el amor mutuo. ‘De cada uno por todos y de todos por  cada uno’, nadie queda excluido; y es un amor vivo, eficiente, que no se queda solo en palabras, sino que serán actitudes profundas que se van a ir manifestando en múltiples gestos de amor, de atención, de cuidado mutuo, de delicadeza, de alegre y afectiva convivencia, de compartir generoso.
Pero no puede faltar la esperanza. Esperanza que es perseverancia en la fe; esperanza que es confianza en un futuro de vida nueva; esperanza que es constancia en el amor, aunque no siempre sea fácil; esperanza que es fortaleza en medio de la dificultad que se podría convertir en persecución; esperanza que llena de trascendencia nuestra vida; esperanza que no se queda en el momento presente, sino que precisamente porque no siempre es fácil ese momento presente, sabe que llegará una plenitud de dicha y de recompensa por lo que hayamos hecho.
Pablo se siente orgulloso de la esperanza de aquella comunidad; pasan momentos difíciles pero ‘la fe permanece constante en medio de todas las persecuciones y luchas que sostenéis’, les dice.
Creo que mientras hemos ido comentando y reflexionando lo que era la vivencia de fidelidad de aquella comunidad, hemos tratado de irnos viendo nosotros a saber si así es también nuestra fidelidad al Señor. Aunque quizá con muchas debilidades en muchos momentos, también creo que como san Pablo tenemos que dar gracias a Dios, porque intentamos, queremos permanecer en esa fe y en ese amor, aunque nos cueste; la esperanza no se ha apagado en nuestros corazones aunque muchos sean los nubarrones que traten de oscurecerla. Queremos mantenernos en esa fidelidad al Señor.
Demos gracias a Dios porque no se nos ha apagado la fe, queremos mantener caldeado nuestro amor y la esperanza nos hace perseverantes en todo momento.

domingo, 24 de agosto de 2014

Confesamos nuestra fe en Jesús en plena comunión de Iglesia como no entendemos la Iglesia sin la confesión de fe en Jesús

Confesamos nuestra fe en Jesús en plena comunión de Iglesia como no entendemos la Iglesia sin la confesión de fe en Jesús

1s. 22, 19-23; Sal. 137; Rm. 11, 33-36; Mt. 16, 13-20
La verdadera confesión de fe en Jesús ha de tener siempre una referencia a la Iglesia, porque es en ella donde podemos hacer esa confesión de fe en Jesús con mayor plenitud y autenticidad; de la misma manera que nunca podremos entender el sentido de la Iglesia sin la referencia a la fe en Jesús, porque si no es desde esa fe no podremos entender nunca el sentido de la Iglesia.
Fijémonos en el evangelio que hemos proclamado; es tras la confesión de fe de Pedro en Jesús cuando Cristo anuncia la constitución de la Iglesia; podríamos decir que de la confesión de fe de Pedro en Jesús nace la  Iglesia, se instituye la Iglesia. Y será ahí en la Iglesia donde está la garantía de nuestra fe.
Vayamos por partes. Jesús está casi en los límites de Palestina con los discípulos en unos momentos de mayor tranquilidad y reposo, pues ahora las multitudes no andan tras Jesús llevándole enfermos o queriendo escucharle. Ya sabemos por otros momentos cómo a Jesús le gustaba llevarse a solas al grupo de los Doce o aquellos más cercanos a El a lugares tranquilos y apartados, aunque no siempre lo consigue. Serán momentos de mayor intimidad, de diálogo más tranquilo entre Jesús y sus discípulos más cercanos, de encuentros más profundos con Jesús.
En este clima surge la pregunta de Jesús, casi como una encuesta, para ver lo que las gentes piensan de El. ‘¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?’ Allí están las respuestas de aquellos que aún no han llegado a una fe verdadera, aunque aprecian que en Jesús hay algo especial. ¿Será un profeta que ha surgido entre ellos? ¿será Juan Bautista a quien Herodes había decapitado que ha vuelto? ¿será Elías a quien esperaban su vuelta después de ser arrebatado al cielo en un carro de fuego como anunciaban los profetas? ¿será alguien como los grandes profetas antiguos, Jeremías o Isaías? Así se van desgranando las respuestas.
Pero Jesús quiere saber más, qué es lo que piensan ellos que con El han estado y están más cerca. ‘Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?’ Y allí está Pedro que se adelanta como siempre. Allí están los impulsos del amor que siente por Jesús o habrá quizá algo más hondo en su corazón que ya no lo sabe por sí mismo. ‘Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo’. Pero eso Pedro no lo ha podido aprender por sí mismo. Ha sido el Padre del cielo el que ha sembrado ese conocimiento en su corazón. Porque son palabras salidas del corazón. No es una respuesta meramente intelectual. ‘¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’. Es la alabanza de Jesús a la confesión de Pedro pero haciendo dirigir la mirada hacia quien ha sembrado esa sabiduría en el corazón.
Pero inmediatamente viene la promesa de Jesús, la institución de la Iglesia donde vamos en adelante a profesar esa fe verdadera. Pedro ha sido capaz de hacer esa hermosa confesión de fe porque se dejó conducir por el Espíritu divino, el Padre que se lo revelaba en su corazón. Y en esa fe de Pedro vamos para siempre a fundamentar nuestra fe. ‘Tú eres Pedro’, el que has hecho esta confesión de fe, ‘tú eres la piedra sobre la que edificaré mi Iglesia’, en torno a ti, como fundamento porque por esa fe estás unido a mi, todos se van sentir unidos para siempre confesando esa misma fe, todos los que confiesen esa fe van a sentirse Iglesia; y tendrán la garantía de que ‘el poder del infierno no la derrotará’. Y tú, Pedro, que eres piedra, piedra fundamental vas a tener ‘las llaves del Reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo’. Está claro lo que es la voluntad de Jesús y su revelación.
Como decíamos al principio desde ahora nuestra confesión de fe verdadera en Cristo ya no la podemos hacer sin la Iglesia. Así lo quiso Cristo; así constituyó a Simón en Pedro, en piedra de esa Iglesia. Tenemos la garantía de la asistencia del Espíritu, como estuvo con Pedro en aquella confesión de fe, así estará también con nosotros si nos sentimos unidos a esa Iglesia. Porque ya nuestra fe no es lo que a nosotros nos parezca, como decían los discípulos al principio recogiendo lo que opinaban las gentes. Es lo que nos ha revelado el Señor lo que vamos a confesar en nuestra fe. Así ponemos totalmente nuestra fe en El.
Y como decíamos, no podemos entender el sentido de la Iglesia sin esa  confesión de fe en Jesús. Sin la fe la Iglesia no tiene sentido, porque no es una organización más, porque no es un ente de poder como pueda haber otros poderes en este mundo; no podemos confundir a la Iglesia con esas entidades de tipo político, social o cultural. La Iglesia es otra cosa que no podemos entender sino desde la fe.
A cuántos le oímos hablar de la Iglesia y no la ven sino bajo esos prismas humanos, esas categorías de nuestro mundo; y claro, no podrán entender lo que es la Iglesia, lo que hace la Iglesia, lo que constituye el ser de la Iglesia. De ahí esos prejuicios que se tienen contra todo el hacer de la Iglesia, y que la quieran ver como una organización de poder más en medio del mundo.
Y esto primero que nada hemos de tenerlo bien claro nosotros, los cristianos, miembros de la Iglesia. Formamos esa comunidad de fe y amor que tiene que hacernos sentir en comunión verdadera de Iglesia. Pero esa comunión, ese sentirnos familia porque somos y nos sentimos hermanos, no nace de unos lazos afectivos, no es por la carne o por la sangre, ni de otros condicionantes o intereses humanos, sino que es desde esa misma fe que tenemos en Jesús y que ahí en la Iglesia profesamos, confesamos, alimentamos y al mismo tiempo nos sentimos impulsados a trasmitirla, a darla a conocer a los demás.
Es la comunión de Iglesia que vivimos y que nos hace sentirnos en verdadera comunión con el Papa, porque es Pedro a quien Cristo constituyó piedra sobre la que se edificaba la Iglesia. No es una organización que busque el poder o que quiere tener en su mano los hilos del mundo; nos une la misma fe que confesamos en Jesús pero desde esa fe sabemos también que tenemos una misión que realizar en ese mundo, no desde el poder sino desde el servicio y desde el amor.
Claro que queremos un mundo mejor y deseamos que los dirigentes de nuestro mundo hagan lo posible porque eso sea realidad; y nosotros desde esa fe y desde ese amor nos sentimos comprometidos y ponemos nuestro granito de arena porque sabemos que solo desde un amor como el que nos enseña Jesús a vivir es como podremos lograr esa paz y ese bien para toda la humanidad.
Fijémonos que desde que falta el amor, aparecen las guerras y la violencia y se destruye la paz y estamos destruyendo nuestro mundo. Ponemos al servicio de ese mundo mejor nuestra manera de entender y de hacer las cosas, y al mismo tiempo rezamos para que quienes tienen en su mano lograr esa paz y bien para todos no cejen en su empeño y en su compromiso. Por eso la palabra de la Iglesia ha de ser siempre una palabra valiente y profética, aunque muchas veces no guste o sea malinterpretada.
Es importante que nos reafirmemos bien en nuestra fe. Tenemos la garantía que nos ha dado Jesús de que si la vivimos en la comunión de la Iglesia no nos faltará esa fuerza del Espíritu para vivirla y confesarla. Tengamos bien claro lo que significa nuestro ser Iglesia y vivamos con orgullo esa comunión de hermanos que nos une de manera especial desde esa fe y desde ese amor. Dejémonos conducir por el Espíritu del Señor que nos lo revela todo allá en lo hondo de nuestro corazón.