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martes, 26 de agosto de 2014

Nunca con agobios ni con falta de paz, no sería verdadera esperanza, pero hemos de estar preparados a la venida del Señor

Nunca con agobios ni con falta de paz,  no sería verdadera esperanza, pero hemos de estar preparados a la venida del Señor

2Ts. 2, 1-3. 13-16; Sal. 95; Mt. 23, 23-26
¿Esperamos la venida del Señor? ¿está eso entre las preocupaciones o las motivaciones de la vida de los cristianos de nuestro tiempo? Da la impresión que los hombres y mujeres de nuestro mundo, y hablamos también en concreto de los que nos llamamos cristianos estamos como en las antípodas de aquellas preocupaciones que se convertían hasta en obsesión de los cristianos de los primeros tiempos.
Quizá tenían muy cercanas las palabras de Jesús que hablaban de su segunda venida al final de los tiempos con gran esplendor y majestad; o quizá tenían un deseo grande de Dios que les hacía ansiar que llegara ese momento de la segunda venida del Hijo del Hombre, como El había manifestado en el evangelio; pero estas cosas por los radicalismos a que llevaban también ocasionaban problemas diversos en la comunidad cristiana; desde los que vivían angustiados por esa venida o desde los que ya no querían hacer nada ni trabajar porque si la venida era tan inminente para qué preocuparse y para qué el esfuerzo del trabajo del que quizá no iban a recoger fruto.
San Pablo viene a prevenirles de esas cosas diciéndoles que no pongan en su boca lo que él no ha dicho - ‘supuestas revelaciones nuestras’, que dice hoy en la carta - y que no tienen ni que desorientarse ni agobiarse. Es necesario vivir en paz, lo que significará la fidelidad con que ha de vivir su vida cristiana y la responsabilidad que han de asumir en sus tareas. En Dios tenemos nuestro consuelo y nuestra fortaleza; ‘nos ha amado tanto, nos ha dado un consuelo permanente y una gran esperanza’, que hoy nos dice.
Cómo decíamos parece que nosotros estamos en las antípodas, porque es algo que es parte de nuestra fe y en la liturgia lo expresamos de diversas maneras pero no es algo que esté en nuestro pensamiento ni en las motivaciones profundas de nuestra vida.
Creemos Jesús que ‘ha subido al cielo y está sentado a la derecha del Padre y de allí ha de venir a jugar a vivos y muertos’, expresamos en el Credo. ¿Pensamos en ese juicio final?
En la liturgia eucarística cuando aclamamos el misterio de la fe que es la Eucaristía después de la consagración decimos: ‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡Ven, Señor Jesús!’ ¿Qué queremos expresar en ese ‘ven, Señor Jesús’?
Y en el embolismo después del padrenuestro, solo por citar algunos textos, le pedimos que nos veamos libres de todo mal, de toda perturbación, sin perder la paz de ninguna manera  ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo’. ¿Qué es lo que realmente pensamos en esos momentos?
Estamos expresando en la confesión de nuestra fe y en nuestras celebraciones que creemos en la venida del Señor, pero ¿realmente lo esperamos? ¿Cómo es nuestra esperanza? ¿cómo nos preparamos? ¿Nos encontrará el Señor con las lámparas encendidas en nuestras manos y con suficiente aceite para que se mantengan encendida para poder participar en el banquete de las bodas eternas al que no podríamos entrar si no lo esperamos con esa esperanza activa?

No podrá ser nunca con agobios ni con falta de paz, porque no sería verdadera esperanza, pero si hemos de estar preparados y dispuestos a esa venida del Señor que llegará en el momento que menos lo esperamos, como El nos habla en el evangelio tantas veces. Tendríamos que desear esa venida del Señor para encontrarnos con El en plenitud total.

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