Lléname, Señor, con el don de tu gracia y que nunca pierda mi unión contigo para que sea intensa mi fe
Deut. 6, 4-13; Sal. 17; Mt. 17, 14-19
‘¿Por qué no
pudimos echarlo nosotros?’ preguntaban los discípulos a Jesús cuando aquel
hombre les había traído a tu hijo dominado por un espíritu inmundo, mientras
Jesús estaba para el Tabor, y ellos no lo habían podido expulsar.
¿Por qué no podemos conseguir esto?, nos preguntamos
tantas veces cuando quizá nos esforzamos por superarnos en nuestras luchas pero
no lo conseguimos. Ponemos quizá en un momento determinado empeño, nos hacemos
muchas promesas de que vamos a hacer esto o lo otro de esta manera para no
enredarnos con nada malo, y viene el momento de la dificultad, viene la
tentación y caemos como tontos, no avanzamos, no logramos superar aquellas
situaciones, no conseguimos vencen en aquel momento malo. Nos faltó algo, nos
fallaron las fuerzas, nos creímos demasiado autosuficientes, pensábamos que nos
las sabíamos todas, pero al final nada, tropezamos, no lo logramos, caímos en
las redes de siempre; como se suele decir el hombre es el animal que tropieza
dos veces en la misma piedra, y yo diría no dos, sino muchas.
Jesús ya les había dado poder para expulsar los
espíritus inmundos cuando los había enviado de dos en dos a anunciar el Reino y
en aquella ocasión lo habían logrado; ahora no pudieron y vienen a preguntarle
a Jesús qué habían hecho mal, por qué no habían podido. Podíamos decir que
Jesús les ayuda a hacer una revisión de vida y la conclusión es que todavía la
fe es muy débil. ‘Por vuestra poca fe’,
les dice; o como les dirá en el texto paralelo en los otros evangelios, ‘esta clase de demonios solo se expulsa con
penitencia y oración’.
Una vez más tenemos que decirnos cómo anda nuestra fe.
Podemos tener buenos momentos de fervor, en que nos parece que todo marcha
bien, que todo está lleno de luz, que nuestra fe es muy intensa. Pero la fe es
una planta muy delicada que tenemos que cuidar mucho. Es un don sobrenatural,
por lo que tenemos que reconocer que no es solo cosa nuestra, sino que tiene que ser apertura por parte de nuestro
corazón al don de Dios. Es un regalo de gracia, que tiene que venir muy bien
envuelto en nuestro espíritu de oración. Son los mimos de Dios con que tenemos
que acoger ese don del Señor.
Y solo si estamos bien fortalecidos en nuestra unión
con el Señor podemos conservarla. Y descuidamos fácilmente esa unión con el
Señor convirtiendo quizá nuestra oración en una rutina más de nuestra vida; no
hacemos de nuestra oración ese encuentro íntimo, vivo y lleno de amor con Dios.
Es el alimento de nuestra fe, no solo porque ahí es
donde podemos descubrir profundamente todo ese don del amor del Señor que se
manifiesta en nuestra vida, sino que vamos a sentirnos fortalecidos con el
Espíritu del Señor que llena más y más nuestra vida, que inunda nuestro corazón
a rebosar y que hará que allá por donde vayamos o hagamos lo que hagamos
siempre lo vamos a hacer y a vivir desde ese sentido de la fe.
Todo esto me lo digo a mi mismo tantas veces, pero
igualmente tantas veces lo olvido y dejo que se debilite mi unión con el Señor
y se vea debilitada mi fe. Lléname, Señor, con el don de tu gracia y que nunca
pierda mi unión contigo para que sea intensa mi fe.