Is. 61, 9-11;
Sal: 1Sam. 2;
Lc. 2, 41-51
Cuando entramos en la casa o en el hogar de alguien estamos entrando en gran parte en la intimidad de su vida. Cuantos recuerdos o retazos de la vida se encuentran por todas partes: fotografías, objetos de adorno, rincones especiales, determinados objetos pueden traer a la memoria momentos felices o dolorosos de la vida, pero que la mayor parte de las veces quedan guardados en lo secreto del corazón salvo que aquella persona quiera compartirlo con nosotros.
Hoy queremos pedirle permiso a María para entrar en el hogar de su corazón. Casi no haría falta porque ella como buena madre siempre tiene abierto su corazón para sus hijos. En este día en que hacemos memoria y fiesta celebrando litúrgicamente el Corazón inmaculado de María, tras la celebración en el día de ayer del Sagrado Corazón de Jesús.
Muchas cosas, muchas vivencias quedan guardadas en el corazón de María. Ya el evangelista nos ha dicho que ante todo aquello que estaba sucediendo ‘María conservaba todas estas cosas en su corazón’. Por eso con mucha delicadeza pero con los ojos de nuestro corazón bien abierto queremos acercarnos a su corazón Inmaculado, a su corazón de Madre, porque son tantas cosas las que ella nos puede enseñar.
Lo contemplamos, sí, inmaculado como es el título de esta fiesta, porque ella es la Inmaculada, la Purísima, la sin pecado, la que fue preservada de todo pecado, incluso del pecado original en virtud de los méritos de su Hijo. Pero aunque Dios le diera ese don de ser preservada del pecado, con cuanto mimo y con cuanto amor supo María conservar esa pureza, esa santidad en su vida.
Ella es la Madre de la fe, la mujer que abrió su vida a Dios, porque en el confiaba y por ella recibió ese especial amor del Señor que la eligió, la escogió bendita entre todas las mujeres para ser la Madre del Señor, la Madre de Jesús, verdadera Madre de Dios.
Es la fe con la que ella sabía descubrir la acción de Dios en su vida, la que reconoció la embajada angélica como la voz de Dios que llegaba a su corazón anunciándole cosas grandes. Es la fe con la que se dejó hacer y conducir por el Espíritu divino y que la llenó y la inundó de amor.
Es la fe con la que ella contemplaba todos aquellos acontecimientos que se iban sucediendo y que ella ha guardado en su corazón como quien guarda los recuerdos, los regalos o las fotografías más hermosas de los acontecimientos de su vida: la embajada angélica, la visita a su prima Isabel, las dudas en silencio de José, el nacimiento de Jesús en Belén con la presencia de los ángeles y los pastores, más tarde de los magos venidos de Oriente, su exilio a Egipto y su vuelta a Nazaret, el niño perdido en el templo o el crecimiento silencio de aquel niño que era su hijo pero que era el Hijo de Dios. Todo lo iba guardando en su corazón, en todo veía ella el actuar de Dios.
Es la fe de María que se hace compromiso de amor para ir hasta la montaña a servir a su prima Isabel, o para estar con los ojos atentos ante cualquier problema o necesidad como en las bodas de Caná.
Allí guardado en su corazón está la presentación del Niño Jesús en el templo donde comienza la ofrenda y donde comienza el sacrificio; allí le anunció el anciano Simeón lo de la espada que le atravesaría el alma y por eso ella estaba preparada – bien conocía también lo anunciado por los profetas – para el momento del sacrificio de su Hijo en su pasión y en su muerte en la Cruz. De ella aprendemos a hacer ofrenda de nuestra vida, a sacrificar nuestro corazón y nuestro yo, a unirnos también nosotros a la pasión y a la cruz; a esperar con la esperanza de la madre la alegría de la resurrección anunciada para que se consumara la Pascua.
Allí guardado en su corazón están los primeros pasos de la Iglesia naciente, la oración con los discípulos en el cenáculo y la venida del Espíritu Santo que diera comienzo a la acción de la Iglesia. Y ahí se continuaría en una lista sin fin esa presencia de María, todo lo que ella tiene guardado en su corazón, junto a los hijos que Jesús le diera al pie de la Cruz.
Quedémonos ahí en silencio y contemplando nosotros también transidos de amor como María cuánto guarda en su corazón. Que en ese contemplación crezca y madure nuestra fe; que aprendamos de ella a amar con el amor que Jesús nos prescribió, de ella la que supo darse también y olvidarse de sí mismo. Quedémonos ahí junto a su corazón y elevemos nuestra plegaria, con ella demos gloria y alabanza al Señor, y a ella pidámosle que sea nuestra madre intercesora para nuestras necesidades, para las necesidades de nuestros hermanos, para las necesidades de la Iglesia y del mundo. Dejemos que María nos guarde también en su corazón, pero ensanchemos el nuestro para tener por siempre a María con nosotros.