1Rey. 18, 41-46;
Sal. 64;
Mt. 5, 20-26
Tenemos problemas como cualquier hijo de vecino, como se suele decir, en la convivencia de cada día con los demás o en cualquier otro aspecto de la vida. Pero el discípulo de Jesús no se enfrenta a los problemas ni busca solución simplemente como hace cualquier hijo de vecino. Es que yo soy como todos, nos es fácil decir. Pero para un cristiano no tendría que ser así. Es que todo el mundo lo hace así, pero es que yo que soy discípulo de Jesús no hago simplemente lo que hace todo el mundo, sino que mi criterio y la norma o el sentido de mi actuar lo tengo en Jesús.
Hoy Jesús nos ha dicho: ‘Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos’. Para nosotros está siempre la exigencia que tenemos que ser mejores. Y mejores no es que estemos por encima de nadie, sino que no podemos contentarnos con la media. Contentarnos con la media, yo diría que es quedarnos en una nota baja. Nuestra medida tiene que ser mayor. Nuestra exigencia tiene que ser distinta. El listón que nos pone Jesús siempre más alto, más arriba, más allá. En algo hemos de distinguirnos los que en verdad seguimos a Jesús.
La antífona del aleluya al evangelio nos ha recordado el mandamiento de Jesús. ‘Amaos los unos a los otros como yo os he amado’. Y es que hoy el evangelio nos habla de la delicadeza y de la exquisitez en que hemos de vivir nuestro amor. Ya escuchamos con demasiada frecuencia la clásica frase o justificación de muchos: ‘yo no mato ni robo, yo no tengo pecados’. Pues bien, si escucháramos el evangelio de hoy con toda atención nos damos cuenta de lo cortos que nos quedamos con frases así.
Jesús contrapone lo que la gente suele decir, la actitud mínima que quizá podría exigir el antiguo Testamento, aunque si lo leemos con atención vemos es una interpretación muy corta de lo que se dice en los libros de la Ley, porque allí se nos dan muchos detalles de hasta donde tiene que llegar el amor de un buen creyente judío. ‘Habéis oído que se dijo a los antiguos… pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano, será procesado…’ Y después de ponernos esa exigencia de armonía y de paz que tiene que haber entre los hermanos, nos hablará de la delicadeza en nuestro trato y en nuestras palabras hacia el otro, de la búsqueda de reconciliación, del diálogo que tiene que conducir siempre a la paz.
Jesús es muy concreto y está tocando esas cosas que nos pueden suceder todos los días en nuestra convivencia y trato con los demás. Nunca palabras fuertes ni hirientes. De cuánta violencia llenamos muchas veces nuestras palabras y nuestras conversaciones. Que lenguaje más fuerte e hiriente se utiliza muchas veces en el trato con los demás. Busquemos siempre la palabra buena y el corazón generoso, la palabra amable y agradable al oído y al corazón del hermano.
Nada que pueda romper la comunión entre nosotros y hacernos estar distantes, si es que queremos vivir de verdad en comunión con el Señor, Es claro lo que nos dice Jesús. ‘Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, de acuerdas de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda’.
Una reconciliación que nos lleve siempre a buscar y a ofrecer generosamente comprensión y perdón; que busque todo aquello que nos pueda servir para el encuentro y para la comunión; a tender puentes que nos acerquen y busquen la armonía del corazón. Nunca volver la espalda al otro porque sea distinto o no piensa igual, nunca crear distancias porque haya cosas en las que no coincidimos, porque siempre hay un punto de encuentro.
Son las delicadezas del amor. Es el estilo nuevo que nos enseña Jesús. Es en lo que en verdad tenemos que distinguirnos sus discípulos. Es ese listón alto que nos pone Jesús, pero en donde nos acompaña con la fuerza de su Espíritu.
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