Ex. 17, 3-7; Sal. 94;
Rm. 5, 1-2. 5-8;
Jn. 4, 5-42
‘Un vaso de agua, por favor’. Algo así fue lo que le pidió Jesús a aquella mujer samaritana junto al pozo de Jacob. ‘Llegó Jesús a un pueblo de Samaría llamado Sicar… cansado del camino estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.’ Son muchos los detalles que nos sugieren muchas cosas.
Jesús, cansado del camino y sediento, pide de beber, como aquel pueblo que agotado y sediento en su caminar por el desierto también le pide agua a Moisés, como hemos escuchado en la primera lectura. Jesús, desangrado y colgado de la cruz, atormentado también por la sed, pedirá igualmente de beber – ‘tengo sed’, gritará entonces -. Pero en otro momento nos dirá que estuvo pidiendo agua, sediento en todos los sedientos que piden agua, esperando que nosotros le diéramos de beber.
Es bien significativo todo esto que nos recuerda y sugiere el evangelio de la samaritana del pozo de Jacob que hoy se nos ha proclamado. ¿De qué y de quienes está sediento Jesús? ¿Qué nos querrá decir?
Jesús nos está hablando de tantos sedientos, nosotros quizá también, que recorren los caminos del mundo esperando calmar su sed, sin saber encontrar esa agua viva que tanto necesitan. En Jesús sediento junto al pozo de Jacob y pidiendo de beber podremos contemplar la pobreza de tantos que necesitan agua que calme su sed física, pero que calme más bien otra sed más profunda que pueda haber en el corazón del hombre.
El diálogo que se establece entre Jesús y aquella mujer samaritana manifiesta esa sed profunda del hombre; no es sólo el hecho de que Jesús pida agua a aquella mujer con todas aquellas connotaciones de si El es judío y ella samaritana, que si tiene o no tiene con que sacar agua de aquel pozo hondo, sino que en la sed de aquella mujer está esa sed profunda que muchas veces llevamos dentros en tantos interrogantes que nos surgen en nuestro corazón, en esas ansias que podemos tener de felicidad y de cosas buenas y que no sabemos donde encontrar, o en esa trascendencia que se puede despertar dentro de nosotros que sólo en la plenitud de Dios podemos de verdad saciar.
Pronto aquella mujer será la que comience a pedirle a Jesús que le dé de esa agua que sacie su sed para no tener que venir a esos pozos materiales en busca de aguas que no dan respuestas profundas a la vida. ‘Si conocieras el don de Dios, comienza a decirle Jesús, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú y El te daría agua viva’.
Jesús es el que viene a saciar esa sed que llevamos dentro. Jesús es el que nos va a dar respuestas a todos esos interrogantes. Jesús es el que nos dará esa agua que nos purifica, pero que también nos llena de vida. Jesús es el que ‘hará surgir dentro de él un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna’.
Allí está aquella mujer delante de Jesús que primero sólo buscaba esa agua material y física que podía sacar de aquel pozo de Jacob – ‘Señor, dame de esa agua; así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla’ -, pero que ahora ante Jesús irá descubriendo que hay otras muchas cosas en su vida que necesitan del agua viva que Jesús ofrece. Será su vida irregular, serán sus problemas religiosos y de fe, será toda la inquietud vital que hay en su corazón.
Jesús con su palabra irá ayudándole a hacer un recorrido por su vida para irle dando respuesta a todas las cuestiones que le plantea para que al final aquella mujer sienta a Dios en lo hondo de corazón, porque ‘a Dios hay que adorarle en espíritu y verdad’, para sentirse transformada por la presencia de Jesús. Irá pronto a anunciarle a sus vecinos que se ha encontrado con quien le ha dicho todo lo que ha hecho y se pregunta si no será el Mesias esperado. Comienza a compartir el agua que ha encontrado.
Nosotros también acudimos a Jesús con nuestra sed, con nuestra vida no siempre muy ordenada, con nuestros interrogantes o nuestras dudas. Como aquella mujer también queremos pedirle ‘Señor, dame de esa agua: así no tendré más sed…’ ni tendré que estarla buscando por esas otras fuentes engañosas de las que tantas veces queremos ir bebiendo por la vida.
Pero tenemos que hacerlo con sinceridad. No hemos de tener miedo de dejarnos interpelar por Jesús que nos irá haciendo ver todo eso que es nuestra vida. En este camino cuaresmal hacia la Pascua tenemos que aprender que sólo Jesús es el que sacia la fe más profunda que hay dentro de nosotros. Una sed que muchas veces puede atormentarnos bajo el sol de la vida con tantos problemas o inquietudes, porque además llevamos sobre nosotros el peso de nuestros pecados. Jesús calma esa sed porque nos da su agua viva que nos purifica y nos llena de vida. Cuando lleguemos a la resurrección del Señor en la noche de Pascua vamos a renovar nuestro bautismo y dejar que el agua caiga de nuevo sobre nosotros como un signo de esa vida nueva que resplandece en nosotros.
Hemos de tener confianza de que en Jesús vamos a encontrar esa agua viva y la vamos a buscar con empeño y sin dudas. Como escuchamos en la lectura del Exodo el pueblo se rebeló contra Moisés y contra Dios porque pensaban que iban a morir de sed en el desierto, y Moisés dudó en cierto modo de que Dios les hiciera saltar agua de la roca para calmar la sed de aquel pueblo rebelde. ‘Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón como en el desierto, cuando vuestros padres me tentaron y me pusieron a prueba’, hemos rezado en el salmo. Por eso queremos escuchar a Jesús, escuchar su Palabra, beber de la fuente de agua viva que El nos ofrece.
Como nos dice el Papa en su mensaje de Cuaresma ‘La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín’.
Pero creo que nos pide algo más este encuentro con Jesús hoy. Quienes hemos encontrado esa agua viva no nos la podemos quedar sólo para nosotros. A nuestro lado hay un mundo sediento. Sediendo de muchas cosas y que busca su satisfacción en fuentes que no son de agua viva porque quizá no la hayan encontrado aún. Piden agua, buscan respuestas, tienen quizá ansias de algo en su corazón y no saben bien lo que es.
Al principio recordábamos aquel otro lugar del evangelio donde Jesús nos dice que estaba sediento y le dimos – o no le dimos – de beber. Pues Jesús está sediento en todos esos hombres y mujeres que quizá andan desorientados por los caminos de la vida y que nos están pidiendo de beber aunque quizá no sepan bien lo que podemos ofrecerles o algunas veces hasta nos rechacen.
Tenemos que ir a calmarles esa sed. Tenemos que llevarles esa agua viva que Jesús nos ofrece, y nos ofrece para todos, y que ha puesto en nuestras manos para que también la llevemos a los demás. No nos podemos quedar para nosotros esa agua de la fe, de la gracia, de la vida eterna, sino que tenemos que anunciarla compartirla con los demás. Ponernos sentados junto a esos pozos de la vida a donde van a buscar agua, para pedir agua, pero para ofrecer nuestra agua, mejor, el agua viva de Jesús. Ayudar a despertar la fe en tantos a nuestro lado.
Es la inquietud que siempre hemos de tener por llevar a Jesús a los demás, anunciar su evangelio, hacer que todos los hombres puedan beber de esa agua viva de la gracia que nos ofrece Jesús. Es un compromiso también de nuestro camino cuaresmal.