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sábado, 23 de noviembre de 2013

Una fe y una esperanza de vida eterna desde la confianza en la Palabra de Jesús

                                     1Mac. 6, 1-13; Sal. 9; Lc. 20, 27-40
Por supuesto Dios nos ha dado una inteligencia y una capacidad de razonar y decidir como dones, podríamos decir, fundamentales del ser humano y que nos han de ayudar a ese conocimiento de las cosas y de las ideas y como camino de crecimiento en nuestro ser de personas.
A imagen y semejanza de Dios, nos dice la Escritura que hemos sido creados y es precisamente en esos dones donde se ha de manifestar nuestra grandeza y nuestra dignidad. Como creyentes que nos consideramos criaturas de Dios y a quienes Dios ha enriquecido con sus dones hemos de saber utilizar precisamente esa inteligencia y esa capacidad de crecimiento también para acercarnos a Dios, llegar a conocer lo que El nos manifiesta de si mismo y hacerla una ofrenda de nuestra vida también con el obsequio de la fe.
El misterio de Dios, sin embargo, nos sobrepasa y es ahí, también con nuestra inteligencia y nuestra voluntad, donde hemos de saber dejarnos conducir por la fe, que es un dejarnos conducir por el Espíritu divino dándole el sí de nuestra voluntad y la obediencia de nuestra fe. Muchas cosas que podemos conocer del misterio de Dios no las conocemos solamente desde nuestros razonamientos humanos, sino principalmente desde lo que El ha querido revelarnos de sí mismo.
No nos podemos quedar, pues, en racionalismos y razonamientos humanos sino que con espíritu humilde hemos de abrirnos a ese misterio de Dios que se nos revela y que de manera especial se nos manifiesta en Jesús. Contemplamos su vida, escuchamos su Palabra, nos dejamos conducir por su Espíritu que allá en lo más profundo de nosotros mismos se nos revela y le damos el sí de nuestra fe.
Hoy nos encontramos en el evangelio con quienes, aun queriendo ser profundamente religiosos sin embargo no aceptan todo el misterio de Dios que se nos revela. Desde sus razonamientos humanos cerrando su corazón al misterio de Dios quieren negar la resurrección y la vida eterna como todo lo que se espiritual. Ponen pegas a Jesús queriendo basarse incluso en textos o leyes de la Escritura interpretados a su manera. Son los saduceos que niegan la resurrección como niegan también la existencia de los ángeles, espíritus puros que están junto a Dios y nos acompañan también en el camino de nuestra vida para inspirarnos lo bueno por donde hemos de caminar.
Vienen ahora poniendo pegas a Jesús, - textos que ya hemos comentando en alguna ocasión partiendo de lo que era la ley del levirato - porque se cierran en sus razonamientos humanos. Y Jesús habla de vida eterna; y nos dice que en la vida eterna no vamos a actuar a la manera de este mundo y no nos valen los criterios o razonamientos de este mundo; y nos afirma rotundamente que Dios es un Dios de vivos, porque para nosotros quiere la vida y la vida eterna. ‘Los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de los muertos, no se casarán, pues ya no pueden morir, son como ángeles: son hijos de Dios porque participan de la resurrección’.
Ahí tenemos la Palabra de Jesús que nos revela el misterio de Dios al que estamos llamados, porque estamos llamados a participar de su vida, estamos llamados a la vida eterna. Pero contemplamos también la vida de Jesús en quien creemos no solo como el que murió sino también como el que resucitó de entre los muertos. La propia resurrección de Jesús nos viene a confirmar esta afirmación y esta fe que tiene que animar nuestra vida y darnos la trascendencia de vida eterna a la que estamos llamados.
Dios quiere que vivamos junto a El, que vivamos en El para siempre. Hemos de poner toda nuestra fe. Recordemos que El nos ha dicho que El es la resurrección y la vida y el que cree en El no morirá para siempre, que nos resucitará en el último día.
Todo esto ha de tener muchas consecuencias para nuestra manera de vivir y de expresar nuestra fe. Primero porque vivamos con intensidad esa fe y conforme a esa fe, lo que ha de traducirse en nuestra manera de vivir cumpliendo el mandamiento del Señor. ‘¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?’ le preguntaban a Jesús y El respondía: ‘Cumple los mandamientos’. Pues con una vida recta y santa, cumpliendo la voluntad de Dios estamos haciendo el camino que nos lleva a esa vida eterna, a ese estar junto a Dios. Lo que va a dar un valor y un sentido nuevo a todo lo que hacemos, a todo lo que es nuestra vida.

Pero eso nos hará pensar de una forma distinta de aquellos que han muerto. Siempre decimos los muertos, los difuntos, pero ¿no tendríamos que decir lo que viven ya para siempre en Dios? Pensamos no en la muerte como un acabarse todo y sin sentido, sino que pensamos en ese paso de la muerte terrena a la vida eterna, a la vida junto a Dios. Y cuando oramos por ellos, oramos por aquellos que queremos que vivan en Dios; oramos para que el Señor les purifique de toda mancha y secuela del pecado, para que ya puedan vivir para siempre en Dios. Eso nos da una nueva esperanza, nos da también un nuevo consuelo ante la suerte de los que han muerto que deseamos y rezamos para que estén para siempre junto a Dios.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Que sea siempre agradable a Dios la ofrenda pura de nuestro amor

1Mac. 4, 36-37.52-59; Sal.: 1Cron.29, 10-12; Lc. 19, 45-48
Llega Jesús a Jerusalén y se dirige al templo. Es lo normal en todo buen judío. Ha subido desde Galilea consciente de lo que significaba esta ascensión hasta Jerusalén. Iba a ser el momento de la entrega y de la Pascua definitiva. Por el camino ha ido preparando a los discípulos más cercanos, mientras no ha dejado de realizar signos y señales de lo había de ser el Reino de Dios que se instauraba. Pero aún se han de realizar más signos.
‘Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores’. Los otros evangelistas son más explícitos en la descripción de lo que Jesús realiza. Es todo un signo profético el que Jesús está realizando. Un signo que es denuncia de un mal pero anuncio de algo nuevo; por eso lo llamamos signo profético. Además recuerda a los profetas.
El templo por las circunstancias de los sacrificios y holocaustos que allí se ofrecían en el buen deseo de tener a mano lo necesario para aquellos sacrificios y ofrendas se había convertido en un mercado; muchos quizá eran también los intereses creados de muchos que allí podían encontrar ganancias y beneficios. Estaban los animales que iban a ser ofrecidos en sacrificio, el necesario cambio monetario para las ofrendas que habían de hacerse al templo que tenía que ser no en cualquier moneda sino en la propia del mismo templo, y todo provocaba que en lugar de ser el lugar del verdadero culto que surgiera de la oración más profunda salida del corazón se pareciera más a un mercado que a una casa de oración. Se explica pero no se justifica porque así estaba perdiendo todo su sentido.
‘Jesús se puso a echar a los vendedores…’ dice sencillamente el evangelista Lucas. Y recordaba a los profetas que habían descrito aquel lugar como el monte santo hacia el que confluirían todas las naciones para rendir culto al Señor. ‘Vendrán de oriente y de occidente, del  norte y del sur…’ habían dicho los profetas. Así había hablado el profeta Isaías: ‘A los extranjeros que deseen unirse y servir al Señor, que se entregan a su amor y a su servicio… que son fieles a mi santa alianza, los llevaré a mi monte santo, y haré que se alegren en mi casa de oración… mi casa será casa de oración para todos los pueblos…’
Pero ahora no parecía casa de oración. ‘Mi casa es casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos’, les dice Jesús. Recordaba lo que había dicho el profeta Jeremías: ‘¿Acaso tomáis a este templo consagrado a mi nombre como una cueva de bandidos?’ Y Malaquías había anunciado: ‘Mirad, yo envío mi mensajero delante de mi y de pronto vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza a quien tanto deseáis… refinará a los hijos de Leví… para que presenten al Señor ofrendas legítimas. Entonces agradarán al Señor las ofrendas de Judá y Jerusalén como en los tiempos pasados, como en los años remotos’.
Es lo que Jesús quiere realizar como un signo al expulsar a todos aquellos vendedores del templo. Y dice el evangelista que ‘todos los días enseñaba en el templo’. Allí está la Palabra de salvación, la Palabra que llena de luz y de vida, la Palabra que nos purifica el corazón. Todo va a ser como un signo que anuncia lo que va a ser su sangre derramada en la cruz para el perdón de todos los pecados. Todo es una señal de lo que verdaderamente Cristo es, verdadero templo de Dios con el que podemos ofrecer todo honor y toda gloria a Dios para siempre.
Muchas conclusiones podríamos sacar de este hecho para nuestra vida. Lo que en principio nos parece más primario y elemental es pensar en la dignidad y santidad de todo templo consagrado al Señor; como, en consecuencia, hemos de hacer de nuestros templos verdadera casa de oración y nada tendría que perturbar esa paz y ese recogimiento que deben reinar en ellos siempre para vivir con toda intensidad nuestra oración y nuestras celebraciones.

Pero pensamos también ese templo de Dios y morada del Espíritu que somos nosotros; cómo, entonces con una vida santa siempre hemos de estar dando gloria a Dios. Todo siempre para la mayor gloria de Dios. Que el pecado nunca manche nuestro corazón para que seamos en verdad digna morada del Espíritu. Que sea siempre así agradable la ofrenda de nuestro amor que hagamos al Señor.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Llora Jesús sobre Jerusalén, ¿llorará también por nosotros?

1Mac. 2, 15-29; Sal. 49; Lc. 19, 41-44
‘Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad…’ nos dice el evangelista. Cuando tras la dura subida desde Jericó y el valle del Jordán se traspasa el monte de los Olivos es espectacular lo que aparece ante los ojos del peregrino. Hoy mientras descendemos por el monte de los Olivos podemos ir contemplando la ciudad en todo su esplendor. En primer término hoy contemplamos la explanada del templo en la que hoy se levantan las dos mezquitas, una con su cúpula dorada sobre el lugar donde estaba el templo en los tiempos de Jesús.
Para el devoto judío que tanto amaba la ciudad santa de Jerusalén las lágrimas que correrían brotarían de sus ojos y correrían por su rostro querrían expresar la emoción y la alegría por la llegada hasta el monte santo de Jerusalén. ‘Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor’, cantarían con los salmos como lo siguen haciendo hoy los peregrinos que hasta la ciudad santa se acercan; ‘Jerusalén están fundada como ciudad bien compacta, allá suben las tribus, las tribus de Israel’.
Hoy contemplamos llorar a Jesús - en medio del monte de los Olivos hay un pequeño oratorio que recuerda este llanto de Jesús - pero no es solo la emoción del peregrino como veníamos contando, sino es el dolor que Jesús siente en su corazón por todo lo que va a suceder a Jerusalén. ‘Al ver la ciudad dijo llorando: ¡Si al menos tú en este día comprendieras lo que conduce a la paz! Pero no, está escondido a tus ojos…’
Jerusalén, la ciudad de la paz que ese viene a ser el significado de su nombre. Y siendo la ciudad de la paz sin embargo se le anuncia violencia y destrucción y siempre ha estado llena de violencia y carente de paz, a través de los siglos. No es solo lo que pocos años después sucedería y que las palabras de Jesús ahora se convierten en anuncio profético, sino que en cierto modo esa profecía viene como a definir por su violencia la que tendría que ser ciudad de paz.
Violencia que vivieron los profetas a través de todos los tiempos del Antiguo Testamento que fueron no aceptados y rechazados, e incluso muchos de ellos martirizados hasta en el mismo altar del templo, pero que tendrá un momento culminante en la pasión y la muerte de Jesús cuya sangre derramada sería para traernos la reconciliación y la paz. Es el rechazo que también realizan de Jesús al que aunque haya momentos en que los niños y la gente sencilla le aclamen como el que viene en el nombre del Señor, sin embargo esos gritos se convertirán en el rechazo por el que pedirían para El la muerte y la cruz.
‘Porque no reconociste el momento de mi venida’, les dice ahora Jesús. No aceptaron a quien venía a anunciarnos la amnistía y el perdón absoluto para nuestros males y pecados. Rechazaron al que los profetas habían anunciado como Príncipe de la paz; y porque no llenaron sus corazones de buena voluntad para ellos no fue la paz que habían anunciado los ángeles a los pastores ya desde el nacimiento de Jesús.
Allí derramaría Jesús su sangre, entregaría su vida para que por su sangre derramada tuviéramos la seguridad de la Alianza nueva y eterna que nos traería la reconciliación y la paz, derribando los muros que nos separaban, venciendo el odio y el pecado, para regalarnos la vida nueva de la gracia que sí traería paz a nuestros corazones.
Subía ahora Jesús a Jerusalén, estaba a punto de realizar su entrada en la ciudad y en el templo y llora Jesús al contemplar aquella ciudad tan querida para todos; llora ante la belleza del templo que se levantaba soberbio en primer término sabiendo que todo aquello será destruido, ‘no quedaría piedra sobre piedra…’; nunca más se levantaría un templo semejante, pero El sí podía reconstruirlo porque con su muerte y resurrección sería El para siempre ese verdadero templo de Dios, dándonos la posibilidad de que nosotros uniéndonos a El también para siempre con nuestra vida renovada y resucitada pudiéramos cantar la gloria del Señor.

Pero Jesús nos contempla a nosotros que desde nuestro bautismo también hemos de ser esos verdaderos templos de Dios, y ¿lloraría también sobre nosotros y por nosotros? ¿Reconocemos o no el momento de su venida? Llega el Señor a nosotros que ya como en un anticipo tendríamos que ser la nueva Jerusalén, ¿cómo le recibimos? ¿Ansiamos  nosotros de la misma manera alcanzar un día la Jerusalén del cielo para participar para siempre de su gloria y de la vida eterna junto a Dios? Mañana tendremos oportunidad de seguir reflexionando sobre ello.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

La Palabra de Jesús siempre es luz para nuestra vida

2Mac. 7, 1.20-31; Sal. 16; Lc. 19, 11-28
La Palabra de Jesús va iluminando la vida de los discípulos en cada momento, sea cual sea la circunstancia que vivan. Es Palabra que siempre es luz para nuestra vida, que nos despierta y nos conduce a cosas grandes y hermosas, que nos hace descubrir el valor verdadero de cada momento de nuestra existencia dándole trascendencia a lo que vivimos, llenándonos de vida y plenitud.
Ahora nos dice el evangelista que estaban cerca de Jerusalén. Había emprendido Jesús la subida a Jerusalén con decisión sabiendo lo que allí iba a suceder. Todo lo que hemos venido escuchando en la lectura continuada en medio de semana ha ido sucediendo en su subida a Jerusalén; los dos episodios escuchados en estos últimos días han sucedido en Jericó que era el camino que desde el valle del Jordán conducía a Jerusalén.
Llegaban los momentos de realizarse el Reino de Dios con la ofrenda de amor que Jesús iba a hacer de su vida en el sacrificio redentor que de sí mismo iba a realizar. Comenzarían unos tiempos nuevos. Llegaba la hora de su marcha al Padre, como nos narraría san Juan al comienzo de la última cena. Ahora nos dice el evangelista que ‘pensaban que el Reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro’. Con ese motivo Jesús les propone la parábola.
Una parábola que tiene un paralelismo grande con la que nos propone san Mateo llamada de los talentos. Un rey marcha de viaje y deja en este caso diez onzas de oro a diez empleados, una a cada uno. A la vuelta nos da el resultado solamente de tres, con una semejanza grande a la dicha parábola de los talentos. Aquellos que han sabido hacer producir aquella riqueza que había puesto el rey en sus manos recibirán felicitaciones y premio, mientras es castigado quien no perdió la onza, pero no la puso a producir.
El mensaje va en el mismo sentido. Nos habla aquí de la ausencia del rey, mientras va a ser proclamado rey, pero mientras sus empleados no pueden dormirse con aquello que se ha puesto en sus manos. En esa referencia que nos hacía en la motivación de la parábola de la cercanía de Jerusalén y ‘el Reino de Dios que iba a despuntar de un momento a otro’, mientras Jesús cumplida su misión llega la hora de su vuelta al Padre, nos puede hacer pensar en ese Reino de Dios que se ha constituido con la Pascua de Jesús y que ha confiado a nuestras manos, ha confiado a sus discípulos para hacerlo extender por el mundo para que todos puedan pertenecer a él, ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo’ como confesamos con nuestra fe incluso en la liturgia.
Vendrá el Señor; El nos ha prometido su vuelta y así lo confesamos en el Credo de nuestra fe. ‘Está sentado a la derecha del Padre y de allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos’. Y podemos recordar la alegoría del juicio final que nos trasmite el evangelio de san Mateo. En muchos lugares del evangelio nos irá repitiendo - y lo iremos escuchando en este final del año litúrgico con mucha frecuencia - que hemos de estar preparados para su venida. ¿Cómo va a encontrarnos el Señor cuando vuelva? ¿Qué es lo que vamos a llevar en nuestras manos?
Es la tarea que como cristianos hemos de realizar. Es todo lo que ha de ser nuestra vida cristiana y el compromiso con nuestra fe. Una onza de oro puso aquel rey en manos de sus empleados; más que una onza de oro nos ha regalado el Señor cuando nos ha hecho partícipes de su vida divina para hacernos hijos de Dios. Y eso, ¿cómo lo hemos vivido? ¿cómo se ha manifestado el compromiso de nuestra fe? ¿con qué intensidad trabajamos en la Iglesia y por la extensión del Reino de Dios por el mundo? ¿en qué medida nos sentimos comprometidos apostólicamente?
No nos podemos quedar insulsos viviendo ramplonamente nuestra fe y nuestro ser cristiano. Es que yo soy cristiano de toda la vida y nadie me va a quitar mi fe, decimos y protestamos, pero mientras no se nota que vivamos como cristianos, que haya un compromiso de amor auténtico en nuestra vida, que nos preocupemos de hacer el bien y trabajar por los demás en nombre de nuestra fe. Y así vivimos una vida llena de rutinas, una vida en la que no brillamos como creyentes para nada, sino todo lo contrario estamos tentados a dejarnos arrastrar por la pendiente que fácilmente nos puede llevar a vivir lejos de nuestra fe y lejos de Dios.

Decíamos al principio que la Palabra de Dios es una luz que nos despierta y que nos conduce a cosas grandes. Dejémonos interpelar por la Palabra de Dios; no le tengamos miedo a la Palabra de Dios; que su luz llegue de verdad a nuestra vida y nos haga comprender la grandeza de nuestra fe pero el compromiso grande que como cristianos hemos de vivir en medio del mundo. No enterremos esa onza de oro de la vida divina que Dios ha sembrado en nuestro corazón.

martes, 19 de noviembre de 2013

Jesús al llegar a aquel sitio levantó los ojos a Zaqueo y lo miró

2Mac. 6, 18-31; Sal. 3; Lc. 19. 1-10
‘Zaqueo se había subido a la higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús al llegar a aquel sitio levantó los ojos’ y lo miró. La mirada de Jesús, ¿cómo sería aquella mirada?
Muchas cosas podemos decir con nuestra mirada y muchos mensajes podemos recibir en la mirada de los que nos miran. Ya sabemos que a través de nuestros ojos, de nuestra mirada dejamos trasparentar el alma, dejamos salir lo que llevamos en el corazón. Es cierto que también podemos dejar trasparentar los sentimientos malos que llevemos en el alma y nos sentimos tremendamente turbados cuando recibimos una mirada de reproche o de condena; pero en los ojos de Jesús no es eso lo que estamos contemplando; en lo ojos de Jesús siempre estaremos contemplando la misericordia de Dios, porque estamos contemplando su corazón.
Es siempre una mirada de amor, una mirada que nos alienta y nos levanta, una mirada que nos hacer elevar nuestro espíritu y que nos llena de paz. Es la mirada que nos hace mirarnos a nosotros mismos, dándonos cuenta de nuestra cruda realidad de pecadores, pero en el amor que nos trasparenta nos sentimos impulsado a levantarnos y dejar transformar nuestra vida con la gracia del Señor.
Seguro que todos habremos experimentado muchas veces en nuestra vida el calor o la frialdad de la mirada de aquellos con los que nos vamos encontrando en la vida. Una mirada fría nos hiela el alma; mientras una mirada llena de calor y de amor nos estimula y nos hace crecernos de buena manera allá en lo más hondo de nosotros mismos. Cuántas veces habremos recibido esa mirada de aliento de quien nos quiere o  nos valora y nos hace que nos sintamos reconfortados y hasta rejuvenecidos en nuestro espíritu. Qué paz sentimos en nosotros cuando recibimos una mirada que nos alienta a pesar de que seamos conscientes de nuestras debilidades y fallos. Pareciera que le ponen alas a nuestro corazón o a nuestro espíritu para levantarnos y enderezar nuestra vida y llevarla por buenos caminos.
En lo que hemos venido meditando estos días contemplando los pasos de Jesús hemos visto esa atención personal que Jesús tiene con todos. Ayer contemplábamos como escucha las súplicas y los gritos del ciego de Jericó y se detenía allá, a la vera del camino donde se encontraba aquel pobre hombre, para atenderle y para escucharle, para darle la vista a sus ojos, pero para iluminar profundamente su alma cuando se despertaba la fe en su corazón.
Hoy se detiene junto a la higuera donde se ha subido Zaqueo para ver pasar a Jesús. Se detiene, lo mira y le habla. ‘Quiero ir a tu casa… quiero hospedarme en tu casa… quiero que me abras la puerta de tu casa…’ y vaya que sí se la abrió Zaqueo. ‘Bajó enseguida y lo recibió contento en su casa’, dice el evangelista.  
Ante las reacciones malévolas de los de siempre, de los que siempre parece que no saben hacer otra cosa que juzgar y condenar, Jesús responderá que ‘El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido’. Es el Buen Pastor que va a buscar la oveja perdida y la carga sobre sus hombros muy contento para anunciarles a sus amigos que la había encontrado.
Zaqueo va a comenzar una nueva vida. ¿Qué hubiera sido de Zaqueo si Jesús no se hubiera detenido junto a la higuera? Zaqueo había dado unos pasos porque quería conocer a Jesús, pero quizá todo se quedaba ahí. Sin embargo todo fue distinto desde esa mirada de Jesús. Ya hemos escuchado y meditado muchas veces su determinación de cambiar de vida.
La mirada de Jesús transformó su corazón pero cambió también su mirada. Comenzaba a mirar de forma nueva. Si antes sus miedos o complejos le tenían alejado de la gente, ahora con todos quería compartir lo que tenía y no solo eso, sino lo que era desde lo más hondo de sí mismo. Lo suyo ya no sería suyo, sino sería para los demás.

Mucho podríamos seguir meditando sobre todo esto. Dejemos que la mirada de Jesús se pose también sobre nosotros; que el Señor vuelva su rostro sobre nosotros y nos conceda para siempre la paz. 

lunes, 18 de noviembre de 2013

¿Quiénes eran los que estaban al borde del camino? ¿Dónde estaremos nosotros?

1Mac. 1m 11-16.43-45.57-60.65-67; Sal. 118; Lc. 18, 35-43
‘Recobra la vista, tu fe te ha curado’, le dice Jesús al ciego del camino. Allí estaba, es significativo, al borde del camino. Nos podemos quedar en un hecho que pudiera parecernos totalmente normal. Un ciego, lo que entrañaba una pobreza grande, que está allí sentado por donde pasa la gente para tender la mano moviendo a la misericordia y la compasión de los que por allí pasaban. Pero es mucho más.
Ya decimos que su ceguera entrañaba casi de forma lógica y natural la pobreza. Quien no podía valerse por sí mismo porque su ceguera se lo impedía, tendría que recurrir necesariamente a la mendicidad para pedir que le dieran una limosna para sobrevivir. La pobreza venia por sí sola cuando no podía ganarse el sustento por sí mismo. Lo más fácil era echarse a los caminos para pedir limosna. Es curioso que el evangelio nos hable del valle del Jordán como de un lugar donde hay muchos ciegos. La luz cegadora de aquellos ambientes por una parte, la falta de higiene que no podía ser mucha entonces podría motivar quizá esos daños a los ojos y esas cegueras.
Pero decíamos al principio que era significativo que el evangelista nos diga que está ‘al borde del camino’. No había camino que pudiera hacer un ciego; de alguna manera la ceguera y la pobreza originaban una cierta marginación. No podían participar en la vida ni laboral ni social de los demás conciudadanos y en consecuencia podían comenzar a vivir al margen de los demás. Incluso su presencia podría resultar incómoda para los videntes o los que se creían videntes. ‘Al borde del camino’, que dice el evangelista. Prueba de ello era que sus gritos molestaban a los que iban por el camino junto a Jesús.
¿No nos ha sucedido alguna vez que cuando estamos junto a una persona con algún tipo de discapacidad no sabemos que hacer ni que decir? ¿No crearemos nosotros de alguna manera discapacidades? No sólo entonces se ponían al margen los que pudieran tener alguna discapacidad como podría ser la falta de visión. Ya sabemos lo que hacían con los leprosos.
Aquel hombre se pone a gritar cuando oye el barullo de la gente que pasa por el camino y le dicen que ‘pasa Jesús Nazareno’. Pero la gente le regaña para que se calle. Molesta, no deja oír al maestro, es una incomodidad que ahora aparezca este ciego por allí dando la lata. Pero él no deja de gritar. Quiere estar con todos, quiere que Jesús lo escuche, que haga algo por él.
Y aquí viene la lección de Jesús. ‘Jesús se paró y mandó que se lo trajeran’. Aquel ciego no molesta; a aquel ciego hay que ayudarle a que llegue hasta El; también es una persona que merece ser escuchada por Jesús. Y Jesús se puso a hablar con él; no le resultaba incómodo y sí tenía de qué hablar con aquel ciego; lo más normal hablar de su situación, de sus carencias, de lo que necesitaba. Aunque eso implicara a Jesús. Cuánto  nos cuesta implicarnos, interesarnos por los problemas de los demás.
‘¿Qué quieres que haga por ti?’ Es tan sencillo, simplemente interesarnos. ‘Señor, que vea otra vez’. Quería la luz para sus ojos. Sus ojos la recobrarían, pero era otra luz la que realmente estaba iluminando el corazón de aquel hombre. Creía en Jesús. Lo había llamado, ‘Hijo de David’, que tenía una fuerte connotación mesiánica. Venía con una fe grande, y muy seguro de su fe, hasta Jesús con la confianza de que Jesús le haría recobrar la luz de sus ojos. Es que la luz de su corazón ya se había despertado antes. ‘Recobra la vista, tu fe te ha curado’.
Ahora es la gente la que reconoce las maravillas del Señor. Antes estaban ellos ciegos también, porque no habían sido capaces de ver con unos ojos distintos a aquel hombre que ante ellos estaba con sus carencias. Ellos se creían ver y querían seguir su camino, pero eran ellos los que estaban ciegos realmente, porque les faltaba amar y les sobraba discriminación. Quizá eran ellos los que realmente estaban al borde del camino sin darse cuenta de ello. Ahora ‘todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios’. También habían descubierto la luz, también habían recuperado la fe.

Y ¿nosotros? ¿En qué lado estamos? ¿Estaremos también al borde del camino? ¿No nos hará pensar en nuestras actitudes y posturas? ¿Nos hará descubrir nuestras cegueras? ¿No tendremos que pedirle a Jesús también que queremos recobrar la vista, se nos abran los ojos de la fe? 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Una esperanza para nuestro mundo desde el anuncio del  nombre salvador de Jesús

Mal. 3, 19-20; Sal. 97; 2Tes. 3, 7-12; Lc. 21, 5-19
‘A los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas’. Palabras consoladoras, palabras de esperanza las que escuchamos en el profeta. Son anticipo y podríamos decir eco anticipado de las que va a pronunciar Jesús en el final del evangelio hoy proclamado: ‘Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’.
Necesitamos escuchar palabras así que nos animen a la esperanza. En todos los sentidos, en los aspectos humanos de la vida y también en lo que es el camino de nuestra vida cristiana. El camino que vamos haciendo en la vida no siempre es fácil. Y es que ese camino, que nosotros hemos de saber recorrer desde el sentido de la fe, con una visión de fe en los ojos de nuestra alma si en verdad nos llamamos cristianos, es un camino que vamos haciendo en este mundo nuestro tan convulso y a veces complicado; y las situaciones sociales por las que pasamos en los momentos concretos que vivimos no los podemos poner como en un aparte de lo que como creyentes vamos queriendo vivir. El mundo necesita esperanza; nosotros necesitamos también esperanza.
Como ya nos decía el concilio Vaticano II, y nos lo ha recordado nuestro obispo en la carta con motivo del Día de la Iglesia Diocesana, “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo…” (Gaudium et spes, 1). Esa situación nos afecta; no podemos ser insensibles ante el sufrimiento humano de tantos a nuestro alrededor; y en esa situación concreta cuando queremos vivir nuestra fe, cuando queremos vivir como creyentes nos cuesta, porque incluso vamos a encontrar oposición fuerte a neustras posturas de creyentes y de cristianos. Y en esa situación concreta de nuestro mundo hemos de ser luz. Tener nosotros esperanza y tratar de llevar la luz de la esperanza también a ese mundo en el que vivimos.
Esa descripción que nos hecho hoy el evangelio no la podemos mirar ni casi como una anécdota que se pueda referir a lo que vivieron los cristianos en aquellos primeros tiempos, ni quedarnos solamente para los momentos finales de la historia y del mundo desde ese género apocalíptico en que están descritos. Es cierto que tienen ese sentido escatológico. No lo podemos perder de vista y así llenemos de trascendencia nuestra vida, sabiendo que un día hemos de presentarnos delante del Señor. Pero son también una fotografía de nuestra historia, la que han vivido tantos antes que nosotros y la que nosotros vivimos también en el momento presente.
Aunque el evangelista, en lo que hoy hemos escuchado, arranca de la destrucción del templo de Jerusalén, que probablemente cuando se escribió este evangelio de Lucas, ya se había realizado, continúa, sin embargo, describiéndonos los avatares, podríamos decir, por los que los cristianos de todos los tiempos han tenido que pasar. La fe de los cristianos siempre se ha visto probada en mil dificultades, persecuciones, desencuentros con el mundo que nos rodea, confusiones en muchas ocasiones, incomprensiones por parte de quienes no quieren entender lo que es el mensaje evangélico que queremos vivir y proclamar.
Forma parte, podríamos decir, del guión del que quiere ser seguidor de verdad de Jesús, del discípulo de Cristo. El nos lo había anunciado. ‘Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio’, nos ha dicho. Y ser constantes en la adversidad ha sido y es una buena prueba de fuego para depurar nuestra fe y mantenernos en fidelidad. Por eso siempre se ha dicho que la sangre de los mártires es semilla de cristianos. Y la fe probada siempre saldrá fortalecida. Como el oro purificado en el crisol.
Pero nosotros caminamos con la confianza de la presencia del Señor, de la fuerza de su Espíritu. Ya le hemos escuchado decir hoy en el evangelio: ‘Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro’. Y como ya mencionábamos con la perseverancia tendremos la salvación.
Todos los tiempos han tenido sus momentos difíciles y la oposición a la fe, la indiferencia de tantos o la persecución, unas veces más solapada y otras más abierta y directa siempre ha estado presente en la vida de la Iglesia. Pero hemos de sentirnos fuertes en el Señor y la proclamación de nuestra fe tenemos que seguir haciéndola y el anuncio de Jesús y del mensaje del evangelio no se puede acallar. De nuestra parte está el Señor. Por eso, como decíamos al principio recogiendo tanto el texto del profeta como las palabras finales del evangelio de hoy, esas palabras nos confortan y nos llenan de esperanza y nos sentimos siempre fortalecidos con la gracia del Señor.
Antes decíamos que el mundo necesitaba de esperanza, necesita también una luz que llene de sentido la vida de los hombres y mujeres de hoy. Aunque digamos que vivimos en una sociedad cristiana bien sabemos que nuestro mundo se ha descristianizado y necesita una nueva evangelización. Es el anuncio que nosotros tenemos que hacer. Es el grito de la Iglesia en medio de nuestro mundo, pero que damos sobre todo con el testimonio de nuestras obras. Es la tarea en que todos hemos de sentirnos comprometidos. No siempre es fácil, porque no todos querrán aceptar esa luz del evangelio. Pero no podemos cruzarnos de brazos y escondernos porque sea difícil la misión. No vamos a hacer como Jonás que porque le parecía difícil la misión que Dios le encomendaba se embarco en rumbo contrario al que debía de ir.
Cuando además hoy en nuestra Iglesia española estamos celebrando el Día de la Iglesia Diocesana es en lo que  nos implica precisamente esta Jornada. Desde una conciencia de que somos Iglesia, desde ese sentir el gozo de nuestra pertenencia a la Iglesia, la familia de los hijos de Dios hasta comprender muy bien cual es la misión que la Iglesia tiene que realizar en medio de nuestro mundo; bien sabemos que cuando decimos Iglesia no estamos pensando ni un ente abstracto que este al margen de nosotros, ni en algo que pongamos más arriba en las nubes como si solo correspondiera a algunos, sino que nos sentimos todos Iglesia y todos comprometidos con su misión.
Y la misión de la Iglesia es hacer ese anuncio de Jesús y de su evangelio. En Jesús está la salvación y esa salvación ha de llegar a todos los hombres. Por eso queremos hacer presente a Jesús en medio del mundo, y en ese mundo concreto donde nosotros vivimos. ‘Es hacer presente a Jesús y su mensaje de salvación que ilumina el camino de la vida, que trae esperanza y amor’.
Sentimos cómo el Señor ilumina nuestra vida cuando queremos ser fieles, como nos decía el profeta, y nos abrimos a Dios y a su salvación. Y el gozo que vivimos con nuestra fe y con nuestra pertenencia a la Iglesia no nos lo podemos quedar para nosotros solos sino que hemos de compartirlo con los demás; hemos de hacer partícipes a cuantos nos rodean de esa dicha y ese gozo. En la medida en que llevemos esa salvación a los demás, más enriquecidos nos veremos nosotros con esa gracia del Señor.
Iluminemos de esperanza a nuestro mundo con la luz del Evangelio de Jesús.